domingo, 29 de septiembre de 2013

Al Viveiro de mis abuelos paternos


 ©A boca de jarro: Fotografía e información familiar
Todos los derechos reservados


Si yo fuese diestra en el don de la poesía
escribiría galanes versos
para plasmar la hermosura
de ese Viveiro que añoraron
toda una vida desde mi rincón de América
cuando debieron abandonarlo
escapándole a la vergüenza
de la miseria de unas guerras
que jamás comprendieron ni perdonaron
Ustedes, Abuelos, a su ascendencia,
que es también la mía:
hoy lo siento más que nunca.

Toda la fina hidalguía
de esa Galicia de la que fueron dignos hijos,
la que cantaba y vibraba en tu dulce voz, Maruja,
hija de los montes y de las rías que desnudan los secretos
que hallaban refugio en el pecho de Jesús, que te amó a primera vista,
siendo un apuesto habanero, varón de mundo,
que se rindió con hombría ante el fulgor de tu verdura,
de tus curvas hispanas y de tus ojos color esmeralda,
con su historia de huida de una absurda guerra en el extranjero,
la he visto por fin reflejada es esas gruesas arenas
y en las mansas rías que menguan con la marea
en cada atardecer bajo las estrellas, cómplices de tu singular belleza.



En el Cementerio de Altamira
me encontré con lo que queda de mi ancestros en Viveiro: 
Don Juan Latorre Capón,
músico destacado del pueblo y hoy olvidada leyenda,
a quien aún recuerda algún viejo que entabla amable conversación
con su bisnieta para conducirla hasta su tumba en primera fila
sobre el monte, sin el blanqueado de las de su alrededor.
El padre que abandonó a su familia
para unirse a la cocinera Emilia
y ser fuente de tu vergüenza, Abuela, y el motivo de tu pueblerino pudor,
yace allí junto a tu hermana Paz, que fue a morir 
asistida por las Madres Concepcionistas,
siendo la única que regresó al terruño 
a entregar sus días sobre el suelo que a todos les dio la vida.




Si yo fuese poeta diestra, Maruja,
hoy te diría con más justicia cuánto te quiero,
cuán orgullosa estoy de ser tu nieta argentina,
cuánto te agradezco por haber dejado todo aquello,
para haberte hecho a la mar, huérfana de toda riqueza,
y darles así un porvenir de solvencia y dignidad a tus tres hijos,
habiendo perdido a tu primogénito en el camino 
en las garras de una cruel enfermedad,
una herida que llevaste como mejor supiste, 
aferrada a la Virgen de los Dolores, imagen negra,
que te acompañó a la luz de la felicidad 
y bajo el yugo oscuro del trabajo cotidiano
al quedarte sola, sin tu Landro, sin tu esposo, sin tus callejas 
y tus amadas playas de la infancia,
sin tus misas en Santa María, sin procesión, sin tu ventana de cara a tus rías,
sin tus Castelos, sin tu Monte San Roque y sin el sabor en tus labios de la sal del Cantábrico.





Allí te encontramos radiantes y extasiados ante tanta belleza
tus frutos argentinos, que cruzamos de nuevo el océano en busca del color de tus ojos,
del timbre singular de tu voz que cantaba a todos los Santos que con sencilla devoción venerabas.
Todo nos lo trajimos en tres piedritas de la cima del Monte San Roque, donde descansas tú, que eres polvo,
junto a las cenizas del hombre que me brindó la honradez y el honor de mi apellido, Paz,
la mejor herencia que me han sabido legar, y que vive en el presente momento
en el que escribo estos torpes versos sin el don de la poesía
pero con toda la intensidad del amor que me dio la vida;
una vida que no cesa de buscar algún sentido trascendental
que la haga seguir dando fruto a través de la adorada palabra,
de la mirada profunda sobre el misterio de la existencia
y de la humana hondura de las raíces que moldean su identidad.

Allí en Viveiro, Abuelos, ha quedado un pedazo de mi alma,
en la cima de sus montes, en el río que discurre a través de bosques densos
y azuladas praderías perfumaditas de pino y altaneros eucaliptos bajo el brillo de la luna.
Tú, Maruja, nos contabas entre lágrimas tus recuerdos de ese medieval pueblo
y de cómo ese hombre apuesto, a quien sólo amé a través de las historias
de mi padre, que lo lloró amargamente porque se lo llevó la muerte a deshora
sin que sus nietos pudieran conocerlo y amarlo como merecía,
un gallego decente y trabajador que jamás volvió a reclamar su riqueza
y vivió en la Argentina una digna pobreza que hacía brillar tu limpieza.
Yo no heredé el don de la cadencia musical del músico Don Juan,
ni tampoco el mérito de la poesía de Pastor Díaz:
sólo logro escribir pobres versos a ese Viveiro que quiero como parte orgullosa del árbol de mi familia.





A boca de jarro

viernes, 6 de septiembre de 2013

La histora de mi árbol hoy (III)



 Mi jardín es una escuela de vida, muerte y resurrección. No hay libro mejor para hacerse jardinero que el que se lee en los árboles y las plantas, hijos de la Madre Naturaleza. Sólo el jardinero que riega y cuida a sus plantas las conoce por su nombre, las llama, les toca la raíz para nutrirlas de amor, se mancha con su savia, y a veces, en el afán de cuidarlas, las expone también al dolor, a la enfermedad y hasta a la muerte. Esto lo sabe el jardinero porque a él le sucede igual que a sus plantas, pero son sus plantas, con sus pestes, sus muertes y sus resurrecciones, quienes se lo recuerdan constantemente. Es menester recordar que como llegamos un día, nos vamos, que enfermamos, que a veces en el intento de sanar o fortalecer, malogramos a algún ser viviente sin querer, que el dolor es parte de la vida y que todo esto es un hondo misterio que nos excede y para el cual no existe explicación racional alguna. Hay que aprender el arte de la humildad para aceptar y abrazar al misterio sin entenderlo y sin siquiera cuestionarlo. Y el buen jardinero poco a poco lo va aprendiendo.

  Estoy muy pendiente de mi árbol. He hecho de todo con él. Consulté con los expertos, lo podé, le cambié el sustrato, lo fumigué, y parece que todo esto le ha hecho más mal que bien. Y no era mi intención prolongar una agonía que podría habérsela obviado al pobre árbol pegándole un buen hachazo cuando se enfermó. Yo deseo que reviva con la entrada triunfal de la primavera, pero parece que él no da más con su alma. Y se me viene mi abuela asturiana a la cabeza, que decía sabiamente: "Julio los prepara y agosto se los lleva". Se ve que tenía razón mi abuela. Ella se fue un agosto frío y gris, antes de la primavera, allá por el 85. Pasó una larga estadía en casa y ya no nos conocía. Mi mamá la atendía como a una hija pequeña y desvalida: la levantaba de mi cama, que ocupó por varios meses, mientras que a mí me mandaron a dormir al living comedor, la llevaba al baño, la vestía, le daba la comida, la sentaba en el sillón de la cocina, la bañaba como podía, le lavaba el pelo, le cortaba las uñas, la miraba en silencio, a veces lloraba y otras tantas puteaba, maldecía y le pedía a Dios por favor que se la llevara pronto, cosa que le dio culpa cuando justo la mañana en que iba a internarla en un geriátrico de la vuelta de casa porque ya no podía más con ella, se le murió como un pajarito sentada en el inodoro del baño principal de la casa chorizo, que menos mal que era grande. Nunca escuché a mi mamá quebrarse en un llanto partido en un grito tan desgarrador como aquel que dio ese día, un 11 de agosto. Mi viejo nos echó de la cocina a mi hermana y a mí, y nosotras nos quedamos abrazadas, sintiéndonos chiquitas y temblorosas en nuestra pieza, sentaditas las dos sobre mi cama toda deshecha y tibia todavía, refugiándonos en el calor donde había dormido por última vez mi abuela.

  ¿Por qué tuvo que sufrir así la pobre y noble asturiana? ¿Por qué mi vieja tuvo que cargar con semejante fardo y encima sentir culpa cuando pasó lo que tenía que pasar? ¿Por qué a mí, en mi último año de secundaria, cuando estaba decidiendo mi futuro y necesitaba acompañamiento, me tuvieron que desterrar de mi lugar en mi casa para dárselo a mi abuela? ¿Por qué nos desconocía y se ponía agresiva con nosotros, su única familia? ¿Por qué se murió en el baño en brazos de su única hija devenida en su madre por esos meses eternos, y no dormida, para ahorrarnos a todos ese garrón? No sé. Nadie lo sabe. Pero las preguntas siempre quedan, hasta que por fin un día ves que pasa en las mejores familias, que otros la pasan peor todavía, y pensás que dentro de todo la tuviste fácil. Pero no se siente fácil cuando la estás pasando.

  Hoy me pasa lo mismo con mi árbol. Estoy pendiente de él todo el día, hasta me quedo despierta hasta tarde para acariciarlo, hablarle, susurrarle cosas lindas, darle fuerza, pero no quiere o no puede frondar. Mi esposo ha llegado a hacer una incisión en su empalidecida madera, que se siente fría y muerta, para ver si había verde en el interior de su corteza e intentar darme esperanza. Y el verde está. Sin embargo cada día cuando cae el sol, a esa hora del crepúsculo que huele a angustia por ser el heraldo de la muerte del día, pierdo otra vez el verdor de la esperanza y me voy. Me voy por ahí a dar una vuelta, a distraerme con alguna compra, con alguna tarea mecánica, con alguna canción, con las plantas sanas y fuertes de la terraza. Todos le escapamos al dolor.

 Y al volver a la cocina para preparar la cena, enciendo las luces de mi jardín urbano para extenderle el día a mi árbol de manera artificial, para darle calor, lo riego más que a las otras plantas y lo observo con angustia a través de mi ventana. En casa me dicen que estoy demasiado pendiente, que me involucro demasiado, que al fin y al cabo es un árbol y que se tiene que morir algún día. Pero a mí me parece que como lo he plantado, lo he cuidado, lo he mudado cuando tuve que hacerlo, lo he engalanado para las navidades familiares, lo he usado de escondite de regalos para mis hijos y sobrinos chicos y he ido a celebrar mis alegrías y a llorar mis penas bajo sus ramas cargadas de hojas, lo que hago es simplemente lo que se debe hacer. Nunca es demasiado hacer a la hora de dar amor y cuidados a un enfermo, ¿no? 

  Han llegado hasta a darme un buen reto delante del árbol mismo, diciéndome que tanta cosa le podía hacer peor, que así yo le generaba una dependencia tóxica y egoísta de cuidados paliativos, que tenía que dejar guiarme por los caminos de la Naturaleza, que no siempre coinciden con los deseos propios. Yo la verdad no los entiendo cuando me dicen todo eso. ¿Que saben ellos de mi árbol? Ellos hablan desde afuera, y los de afuera son de palo. A mí eso se me hace tibio, cómodo, hueco, diría casi desalmado. Pero si hasta son capaces de aparecerse con otro árbol para sacarse al muerto de encima, porque no hay nada peor que un muerto en vida.

  Lo que más me duele es irme de viaje a encontrarme con mis raíces y dejarlo solo acá entre las otras plantas sanas o sanadas y resucitadas por mis propios dedos verdes. ¡Pobre árbol! ¿Quién le va a dar charla? ¿Quién le va a hacer compañía y prodigarle contacto físico, caricias y miradas, aunque sea por unos días, como lo hago yo? A nadie en el mundo le importa tanto este árbol como a esta boca de jarro. Y de tanto hablar del árbol enfermo y de lo que debe hacerse, sólo para defenderme de los comentarios que se sienten como bofetadas a mi sensibilidad de jardinera, ¿saben lo que me pasó? Me enfermé yo. Nada grave esta vuelta, por suerte. Una simple faringitis. Pero créanme que es recurrente. Siempre que me voy de boca por defender lo que considero mis principios más nobles y férreos, mis ideales de amor y vida y mi dignidad de jardinera dedicada, me pesco una faringitis y me quedo muda por unos cuantos días, para alegría de unos cuantos que me conocen y me soportan. Cosas de la enfermedad que siempre viene a darnos una lección de silencio frente al misterio que significa y de humildad frente al sufriente, aunque no seamos capaces de entender o siquiera aceptar el misterio que a todos no envuelve y nos revuelve.



A boca de jarro

lunes, 26 de agosto de 2013

Un poncho para la china




  May es la forma en que yo escribo y pronuncio el nombre de quien llamamos "la china" en mi barrio. Es una mujer que, junto a su esposo, Jo, y a un primo, de nombre desconocido, ya que sólo habla por gestos y es una especie de cámara de seguridad con patas largas, despacha y cobra en el supermercado al que todos vamos por nuestros víveres a diario. En realidad son coreanos, pero acá a todos los orientales los llamamos "chinos", como le pasaba a mi abuelo, almacenero asturiano, que era para todos "el gallego almacenero", a veces amado y otra veces despreciado por su condición de extranjero. Y hoy a los chinos les sucede más o menos igual, aunque yo los quiero como lo quería a mi abuelo, quien, como ellos, o tal vez con más confort y otra filosofía de vida proveniente de su idiosincrasia española, vivía más dignamente, a pesar de que estos coreanos tienen su dignidad, proveniente de su idiosincrasia coreana y oriental, pero no la comprendemos porque no es la occidental.

 Así es como los juzgamos mal tantas veces y nos relacionamos con ellos desde nuestra ignorancia de su identidad, creyendo que por ser occidentales somos diferentes y hasta superiores. La historia que les voy a contar me reveló a mí misma cuánto nos podemos llegar a equivocar los occidentales y cuánto tenemos que aprender a respetar lo diferente en lugar de juzgarlo o intentar cambiarlo.

 Resulta que este invierno se presentó crudo en mi ciudad, y yo saqué a relucir un poncho que tengo hace cosa de quince años ya, cuando se compraba lana de primera calidad en la tierra de las ovejas y del campo, y que hoy no se consigue o cuesta un ojo de la cara. Este poncho mío, que me calzo encima de todo para salir por el barrio, llamó la atención de May, que anda enfundada con una camperita color manteca hasta la cintura bajo unas mangas de algodón celestes para no mancharla con la máquina para cortar fiambre a la que le da todo el día, de nueve a nueve. Y ahí se pasa sentada la china todo la jornada de toda la semana, o en la caja, junto a la puerta del súper, con un chiflete que le penetra los huesos hastiados y enfermos y sin siquiera una estufa para amortiguarlo un poco.

 May se enfermó este verano y desde entonces anda enferma a cada rato, cubriéndose el cuello con un pañuelo y con los papos inflados. Si me preguntan de qué, no sé. Pero me di cuenta, como ella notó que yo también estaba enferma. Ella se puso unos kilos encima y yo los perdí. A ella le creció el pelo y a mí se me cayó en cantidad. Y fue la única mujer del barrio que lo notó y que me dio el consejo de que comiera un poco más porque estaba chupada, cosa que me comunicó hundiendo sus índices en su cara redonda como la luna que nos cobija y nos conecta en nuestra femineidad universal.

 Cuando me aparecí con mi poncho por el súper un día congelante allá por mediados de junio, a May se le pusieron los ojos redondos de admiración. Me preguntó a media lengua qué era eso que llevaba puesto, y yo, que le hablo fuerte como si fuese sorda, le contesté simplemente: 

-Es un poncho criollo, May. 

 Me dijo que le gustaba mucho, y por primera vez me tocó: estiró la mano sobre el mostrador, palpó la lana, deslizó su palma por mi brazo bien abrigado, lo elogió, y me tocó el alma y el corazón.

 No tuve mejor idea cuando cobré el aguinaldo que salir de cacería a comprar un poncho para la china. No encontré nada de lana al alcance de mi bolsillo, pero di con un negocio hindú que vendía ponchos de tela polar, muy bonitos y abrigados por un precio adecuado. Y lo compré nomás. Esa misma tarde me puse el poncho y llevé al súper el poncho para la china May. Nunca en la vida me hubiese imaginado una reacción tal ante un simple regalo de poco más de cien mangos. Primero se sonrojó, luego pegó toda la vuelta para salir de atrás del mostrador y se me colgó del hombro en un abrazo en el que lagrimeamos las dos. Cuando recuperamos la compostura occidental y oriental, en esa fusión tan humana que traspasa toda barrera cultural y geográfica, amagó a pagármelo. Yo, con el dedo índice levantado y con todo mi rostro fruncido, mi cuerpo enaltecido y mi voz occidental le dije que ni se le ocurriera, que eso era un regalo y nada más que hablar. Entonces estiró la mano de vuelta, eligió una botella de tinto bueno, manoteó unos alfajores que sabe que son los que le gustan a mis hijos, puso todo en una bolsa y me lo dio. Yo, por no ser descortés, lo acepté, pero le avisé que no me diera nada más gratis, que un regalo es otra cosa, y que si insistía en regalarme mercadería no pintaría más por el súper. Me entendió la china, y se quedó chocha con el poncho en la mano, porque le tuve que explicar hasta cómo ponérselo para que se lo sacara toda avergonzada al minuto y medio.

 Pasaron los días, cada vez hizo más frío, iba al súper de mañana, de tardecita y de noche, y el poncho brillaba por su ausencia. Un día la increpé a lo bestia:

- ¿Y el poncho, May? ¿Cuándo te lo vas a poner?

 Me clavó una mirada la china que me lo dijo todo, cuando de refilón apuntó sus ojos, que se me hicieron de nuevo redondos, para el lado de Jo, que siempre anda por el fondo, en la parte de carnicería. De golpe lo entendí todo. Esos rumores que se corrían por el barrio de que el chino la tiene de esclava y que le pega alguna que otra paliza en los fondos del negocio, donde vaya a saber cómo duermen, cómo comen, dónde se bañan, ya que no tienen ni una ventana para que les entre el sol, se me vinieron todos a la memoria, y me quise morir. ¡Flor de regalo le hice a la pobre china! Otra que poncho...

  Jamás le vi puesto el poncho y probablemente jamás se lo veré, o no sé: el tiempo lo dirá. Ni siquiera se lo veo puesto cuando me la cruzo de vuelta del Barrio Chino, donde va en colectivo por remedios, la pobre china, en vez de ir al hospital del barrio a buscar un médico. Pero aprendí que en esto de las diferencias culturales hay que ser muy cuidadoso y respetuoso, que no se puede ni se debe intentar cambiar al otro, hacerlo de nuestras costumbres, juzgarlo desde las propias: así no va. Sólo me consuela pensar que tal vez el poncho le sirva de frazada para las noches frías mientras yo duermo en mi cama calentita a pasos escasos de la suya, que tal vez ni cama es.

  Hay un límite que se debe respetar al intentar hacer el bien, ya que si se sobrepasa, se puede causar un mal mayor. En gran escala, y desde mi ínfimo entendimiento de la cuestión, el poncho para la china es como lo que occidente intenta hacer en el oriente por estos días, ya que no lo tolera por virulento y diferente, y hace un tremendo mal en nombre de un bien mayor. 

  No le pregunto más a la china por el poncho ni por el pañuelo que sigue tapando su cuello. Le regalo una mirada que sabe y comprende que somos similares más que diferentes, ya que ella carga con su fardo de maltrato oriental y yo, con el occidental. ¿Cuántas mujeres y hombres occidentales somos esclavizados y maltratados también? ¿Quién soy yo, mujer occidental, esclavizada también en muchos aspectos, maltratada de maneras más sutiles y tan alarmantes y dolorosas como una paliza, como trabajadora, como vecina, como ciudadana de mi país y del mundo y hasta como transeúnte por las calles de mi barrio, a fuerza de bocinazos, empujones e insultos varios, o como conductora cuando me atrevo a ir al volante, quién diablos soy yo para juzgar el maltrato que soporta May, porque no le queda otra que aguantarlo igual que a mí, igual que a tantos millones de almas de los dos lados del meridiano? Me quise hacer la salvadora y me salió mal. Cuando nuestra cultura se convierte en verdad absoluta, se transforma en incultura. Sólo con la mirada puedo salvar a May, con una mirada piadosa que se solidarice con su condición y su realidad. Sólo desde ahí puedo intentar cobijar a la china bajo mi poncho criollo: acompañándola silenciosamente y sabiendo que ella también sufre y que no puedo hacer más por ella que decírselo con mis grandes ojos redondos y una sonrisa universal en el rostro.

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