jueves, 3 de abril de 2014

Efemérides personal

"Under One Umbrella", Leonid Fremov.
Hay días que quedan marcados a fuego en la memoria y el corazón aunque hayan sido bautizados con agua. Un día como hoy, pero hace ya veinte y un años, conocí a mi compañero de vida, al padre de mis dos hijos, al hombre que elegí para amar y fundar esta hermosa familia que formamos juntos. Mucho se habla y se escribe acerca del amor, y, aunque suene a lugar común, el amor es un trabajo cotidiano. Así lo hemos ido llevando a lo largo de dos décadas y un año más ya.

Era una sábado gris y lluvioso en Buenos Aires, tal como suelen presentarse estos primeros días del otoño porteño. Me habían invitado al cumpleaños del novio de una compañera de trabajo, y casi no tenía ganas de salir de casa, dada la fuerte tormenta que se presentó aquella noche. Me vestí con un saquito de hilo nuevo y unas botas que él aún recuerda. Me subí al colectivo, y con dudas acerca de cuánto me iba a divertir, fui de todos modos a aquella reunión en un departamento del barrio de Belgrano que los flamantes propietarios estaban amueblando para casarse.

Cuando sonó el timbre y se abrió la puerta, lo vi parado en el pasillo detrás de sus anteojos y enfundado en un impermeable largo, tan largo como su figura, que poco tenía que ver la con la mía, ya que entonces me elevaba a tan sólo un metro cincuenta y seis del piso, igual que hoy. Y al momento de cruzarse nuestras miradas, supe que él era la persona que había estado buscando por tantos años.

Fue una noche de miradas tímidas y pocas palabras. Al despedirnos bajo la lluvia, sentí que desde entonces habría un antes y un después en mi vida, y que ya nada volvería a ser lo que había sido hasta entonces. Esa noche me quedé a dormir en lo de una amiga. No hizo falta decirle nada. Era evidente que había quedado absolutamente flechada, y apenas pude pegar un ojo. Cuando llegué a casa, a la tarde del día del siguiente, mi mamá me preguntó cómo me había ido, y le contesté, convencida, que había conocido al hombre de mi vida.

Al principio se organizaron algunas salidas grupales porque era un tímido sin remedio. Poco a poco, fue decantando solo que estábamos hechos el uno para el otro. No fue un noviazgo sencillo, ya que vivíamos en dos puntas distantes de la ciudad, y había que viajar largo para poder vernos. Además trabajábamos mucho los dos por aquellos tiempos. Hacíamos huequitos en las noches de semana para vernos después del trabajo, aunque al día siguiente él tuviese que madrugar y se muriera de sueño. Los fines de semana nos quedábamos a dormir en la casa de uno o de otro para poder estar juntos. Fueron tiempos felices y de proyectos, el despertar del enamoramiento, el ir conociéndonos en profundidad, hasta llegar ambos a la convicción de que pasaríamos el resto de nuestras vidas juntos.

Nos casamos tres años después, un día de la primavera, bajo una lluvia torrencial. La lluvia siempre marcó nuestros más intensos momentos: cómplice y compañera, nos acompaña hasta hoy como un manantial de bendición. Ayer también se cumplió un año del día que mi comedor se inundó con una de esas tormentas que suelen sorprendernos. Él estaba de viaje, y me recordaba que tuve la suficiente entereza para sacar el agua de casa a baldazo limpio, asistida por nuestros hijos y por mis padres. 

Hoy, temprano por la mañana, antes de preparar el desayuno para toda la familia, cambié mecánicamente la fecha en el calendario que tenemos hace años colgado en la cocina para marcar el paso de los días. Pero fue él y no yo quien recordó y brindó con mi taza de café con leche por un aniversario más. Tiene una memoria de elefante y no se le escapa ninguna fecha.

Son estas las efemérides que realmente importan en la vida. Estos días que nos hacen caer en la cuenta de que el tiempo pasa, y de que, aunque vamos cambiando, hay cosas que resultan inamovibles y firmes como una roca. Hemos pasado por tantos momentos plenos y yermos que ya no concebimos la vida el uno sin el otro. Esta efemérides personal se la dedico a él, mi lector más fiel y profundo, mi editor vital, el que guía y cuida de mi existencia, el que me expulsa de los desiertos y corre detrás de mí en los valles, la persona que ha hecho que mi vida sea fecunda y plena a través de los hijos que criamos con amor y dedicación, el que me empuja cada mañana para salir adelante buscando de mi mano un camino para seguir apostando por esta vida que hemos creado juntos y que continuamos haciendo nueva cada mañana.

A boca de jarro

miércoles, 26 de marzo de 2014

Desiertos existenciales




Camellos caminando en el desierto

"Lo que embellece el desierto es que esconde un pozo en alguna parte." 

Antoine de Saint Exupéry, El Principito.


Los desiertos existenciales se transitan en todos los planos: en el afectivo y vincular, en el vocacional y hasta en el de la fe. Sin transitarlos de tanto en tanto no hay crecimiento posible ni madurez. Requieren de una templanza enorme ante la ansiedad que asedia. Son etapas de despojo de viejos roles con los cuales nos sentíamos fuertemente identificados, tiempos en los que se hace necesario discriminar lo esencial de lo superfluo para seguir camino más aligerados. Resulta, además, necesario tener en claro que se trata de un lugar de paso. Aun así, en este estado, se conecta profundamente con nuestra propia fragilidad, transitoriedad y hasta con un sentir de cierta indigencia, que también tiene que ver con lo que se vive en el mundo del afuera, aunque la sensación proviene primordialmente del interior.

En la literatura, abundan las historias que se enmarcan en el contexto del desierto. El ejemplo más relevante lo hallo en El Principito, una obra que erróneamente ha sido catalogada como literatura infantil, y, sin embargo, se puede leer cientos de veces y encontrarle nuevos significados. Es lo que podría considerarse literatura iniciática, ya que en ella el protagonista es introducido en un camino de aprendizaje y maduración arduo donde confluyen tanto la acción como la contemplación. En ese periplo se van descubriendo los anhelos profundos del corazón humano y se llega a resignificar el sentido mismo de la vida, la amistad y el amor.

La Biblia es, sin dudas, el libro donde más abundan historias que se desarrollan en medio del desierto. Los desiertos bíblicos son variados, tanto en cantidad como en simbolismo, de igual modo para los profetas del Antiguo Testamento 
 quienes lo vincularon con el derrotero del pueblo de Israel , como para el mismo Jesucristo. En tiempo cuaresmal, los cristianos recordamos los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto ayunando y orando. Aunque mucho más fructífero que la acción en este lugar de retiro del bullicio mundano es la introspección que trae como consecuencia el encuentro con uno mismo. Para cualquier mortal el aislarse para estar a solas con uno mismo puede significar enfrentarse a lo peor del propio corazón, y así, ser capaces de sanarlo.

Hay una figura singular que subyuga como ejemplo del despojo desértico: el místico contemplativo Charles de Foucauld (1858-1916). Habiendo nacido en el seno de la aristocracia, experimentó una fuerte experiencia de conversión que lo llevó a vivir la pobreza radical como ermitaño en pleno corazón del desierto del Sahara. Su misión principal consistió en combatir  "la monstruosidad de la esclavitud" en África. Convivió con los bereberes, desarrollando un ministerio nuevo. Su premisa era el ejemplo y no el discurso, por lo cual estudió la cultura  de los tuaregs durante más de doce años y tradujo el Evangelio a sus lenguas. Su oración de abandono absoluto a la voluntad de Dios siempre me ha impresionado:



Padre, me pongo en tus manos,

haz de mí lo que quieras,

sea lo que sea, te doy las gracias.
Estoy dispuesto a todo,

lo acepto todo,

con tal que tu voluntad se cumpla en mí,

y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Padre.
Te confío mi alma,

te la doy con todo el amor

de que soy capaz,

porque te amo.
Y necesito darme,

ponerme en tus manos sin medida,

con una infinita confianza,

porque Tú eres mi Padre.
Desearía que mi fe fuese tan fuerte como para entregar mi destino en las manos de alguien de ese modo. Lo cierto es que, por estos días, transito en el desierto sin lograr descubrir dónde se esconde ese pozo de agua que lo convierta en un lugar de belleza y pleno de sentido. Seguiremos caminando sin brújula y haciendo introspección, pero con la firme esperanza de emerger de este desierto existencial.
A boca de jarro

martes, 18 de marzo de 2014

El sordo



Anciano en pena (En el umbral de la eternidad), Vincent Van Gogh

Se entendían con sólo mirarse. Él sabía exactamente lo que ella iba a decirle apenas salieran del cuarto, y ella, lo que estaba pensando su hermano mayor ante la escena que gravemente contemplaba. Hacía años ya que ambos sabían bien que su padre nunca sería el mismo de antes sin su Perla, por más que ellos hubieran hecho esfuerzos sobrehumanos por consolarlo y acompañarlo desde que su madre murió sorpresivamente aquel verano del 2001.

Cuentan las chusmas del barrio que el sordo, tal como lo llamábamos todos, era pintón, y que andaba de acá para allá con su señora del brazo, los dos bien emperifollados y perfumados. Cuando nos mudamos, Perla ya no estaba, y el sordo era apenas una sombra que salía dos o tres veces por día de su casa. La primera, a la mañana, a barrer la vereda y a cuidar de las plantas del cantero alrededor del árbol en la puerta de su departamento alquilado. La segunda, a comprar comida hecha en la rotisería de Marta. Nunca se las había arreglado para cocinar desde que su mujer murió, y Marta le preparaba lo que le gustaba con poca sal y le daba algo de charla. Esa era toda su comida del día. Por la tarde, salía a dar una última vuelta a la manzana, y luego se encerraba antes de que cayera el sol. Los vecinos de la propiedad horizontal en la que penaba los días se quejaban de que se quedaba hasta altas horas de la noche escuchando la radio a todo volumen. Era evidente que al sordo lo carcomía el insomnio desde que enviudó.

Una vuelta me lo encontré en el supermercado de la china, comprando yerba, azúcar y unos bizcochos para el mate, y me preguntó alarmado si los precios estaban bien. Andaba desorientado con los aumentos de estos últimos meses.

Hace unas semanas me tocó el timbre un mediodía. Con lágrimas en los ojos, me decía, con su característica voz aguda y entrecortada, que se había dejado la llave adentro, mientras un taxi lo esperaba para llevarlo a lo del médico. Me preguntaba si yo por casualidad tendría una escalera y un palo de escoba largo para abrir la puerta desde afuera cuando regresara. Intenté tranquilizarlo, pero continuaba sollozando. El sordo se daba cuenta de que ahora empezaba a hacerle jugarretas la falta de memoria que suele golpear a las personas de edad avanzada.

Cuando regresó, teníamos en casa todos los elementos listos para auxiliarlo, pero entonces recordó que siempre dejaba una llave escondida en una maceta sobre su medianera, y que no haría falta realizar ninguna maniobra extraña para que pudiese entrar. Me agradeció el intento de ayuda estrechándome la mano. Ese fue nuestro último contacto.

Un fin de semana de estos vinieron con un camión a retirar todos sus muebles unas personas desconocidas. Sacaron a la vereda su enorme cama de hierro y la desguazaron a martillazo limpio acá en la esquina, sin piedad. Salieron varias macetas rotas con plantas secas, y finalmente emergieron sus hijos, que se fueron rápidamente sin despedirse ni dar aviso de nada. Poco se los veía venir a visitar a su padre últimamente.

Supongo que al pobre sordo se lo llevaron a algún hogar de ancianos de por acá. Esa misma tarde vino a buscarlo un señor mayor de la vuelta que siempre lo animaba a salir a dar un paseo en su compañía. Estuvo un rato esperando alguna respuesta, pero nadie salió a darle siquiera una explicación. Me asomé tímidamente por la ventana, y le expliqué lo poco que sabía acerca de la situación. Se fue él también, algo cabizbajo y a paso lento, lamentando la pérdida del único amigo próximo a su edad que le quedaba a tiro. Quizás se quedó pensando que la enfermedad siempre nos devela la ineludible realidad: hay cosas que es mejor no oír, y otras que es preferible olvidar.

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