miércoles, 13 de enero de 2016

Instantáneas de verano



"Cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad de decir, a la voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella habla por las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea. Porque todos, toditos, tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser celebrada o perdonada."


Eduardo Galeano, "Celebración de la voz humana/2", 
El libro de los abrazos.


   El sueño estival suele ser más intenso y hasta podría decirse felizmente agorero. Me había ido a a la cama con el libro de Galeano, los brazos cansados y la espalda dolorida de haberme pasado media tarde ordenando el bajo mesada, abarrotado de todos los envases de productos de limpieza que adquirimos las amas de casa siglo XXI: limpia vidrios, limpia hornos, limpia pisos, limpia inodoros, sacasarro, antigrasa, anti hongos, quitamanchas, lustramuebles, trapos de piso, trapos rejilla, franelas varias, virulana, dispenser de jabón líquido para manos,  jabón líquido para ropa clara, para ropa de color, para ropa negra... En sueños se me recreó la misma escena, alimentada por la resaca de la experiencia diurna. De pie frente a la pileta de la cocina, con el canasto de los enseres rebosando de productos bajo mi nariz, sentí una mano cálida y familiar sobre mi hombro derecho, me di media vuelta y me encontré con los ojos y la sonrisa de mi abuela. Muy suelta y muy resuelta, ella me dijo:

- Fernandita, ¿para qué coños guardas todos esos trastos ahí abajo?

Entonces, miré sobre mi mesada y, junto a la canilla, apareció el único tachito que siempre tenía mi abuela para limpiar todo, con una esponja de cocina, un trapo rejilla, una botella de detergente y un frasquito de puloil. Iba a prodigarle un fuerte abrazo a mi abuela cuando un chirrido cercano me despertó.



A la hora de estar levantada, me fui para la terraza a tomarme unos mates. El canto de un benteveo terminó de espabilarme en la vigilia soñolienta de la radiante mañana de verano porteña. Me encontré con un nido bien plantado de una pareja de benteveos sobre las ramas más altas del árbol de la vereda: una simpleza en presencia y en esencia digna de la visita del recuerdo de mi abuela.







A boca de jarro

martes, 5 de enero de 2016

Milagro de mudanza



— Mudarse es como casarse — comenté, intentando sonar leve, habiendo traspasado el umbral con su emblemático cactus, que me recibió en flor, y antes de ponerme manos a la obra, como queriendo descomprimir el ambiente de la pesadez que le imprimían todos los bártulos diseminados por el piso, sobre el sillón, cubierto por un lienzo polvoriento, la enorme mesa del comedor donde cené con mis suegros la primera vez que visité esta casa y los canastos de mimbre de la empresa de mudanzas todavía a medio llenar. Pero no hubo señal alguna de empatía por parte de mis cuñados y sus respectivas parejas a mi comentario, quienes habían llegado como buitres, supuestamente a echar una mano, y para quienes la idea de un casamiento es un anacronismo al que a mí sola se me ocurrió ponerle el pecho. Mi suegra, sin embargo, por debajo de sus oscuras y gruesas ojeras, me entendió. Ese es un fenómeno que hace relativamente pocos años se ha empezado a suscitar.

Recordé entonces el temblor de piernas que me sacudía aquella noche, la de mi presentación formal ante mi familia política en este mismo ambiente de este caserón que mañana pasará a la historia, y mirándolos ahora me pregunté por qué me habría puesto tan nerviosa. Se los veía tan vulnerables y débiles frente al inminente cambio como impenetrables y fuertes los había visto aquel día del debut. Es que - convengamos - una cosa es mudarse para empezar una vida que trae consigo la promesa de hijos y muchos años de salud y prosperidad, y otra, muy distinta, es mudarse por la necesidad de achicarse, porque las habitaciones sobran y falta la certeza de poder hacerle frente a la demanda de mantener la casa. Mi suegra estaba encorvada por el peso de todas esas dudas, que hace tiempo viene mascullando, con los brazos en jarra, sus ojeras delataban noches de insomnio y sus párpados inflados, amaneceres llorosos. Su estampa era exactamente lo opuesto a la de la noche aquella en la que me aparecí con la minifalda más discreta que tenía en el placard y en la que ni ese estudiado detalle logró evitar que sus ojos se pasearan por toda mi anatomía de veinteañera rapaz para escudriñarla ferozmente, encontrar la yugular y atacar. Resulta casi didáctico observar cómo el paso del tiempo nos va cambiando el pelaje: hoy parece un pájaro de alas rotas rodeado de aves de rapiña dispuestas a repartirse su plumaje.

La razón por la cual mis suegros nunca me aprobaron siempre fue un misterio para mí. Tal vez deseaban alguien que perteneciera a su círculo de amigos - fuerte también por aquel entonces -, alguien que no representara una amenaza a esa cerrazón de clan que de inmediato noté, una partida tan drástica del hijo del medio, una fuga con culpa a la Capital que tanto detestaban. Quizá esperaran alguien con más clase, de mejor cuna, una gacela o un ave copetuda, no lo sé : es más, a estas alturas, creo que nunca lo sabré, y casi que ya no importa. Lo que sí sé, y siempre supe, es que a ninguna parte llegué con la intención de apropiarme de lo que no es legítimamente mío. Aquí desembarqué con los bolsillos pelados y el corazón sin espinas, y así me voy a ir.

A mi esposo lo perdí en unas cajas llenas de fotografías viejas que mi suegro insistía en ordenar y etiquetar. Mis cuñadas se repartían la vajilla, unos petit muebles de la sala de lectura y las lámparas que hablaban de reciclar. Mis cuñados forcejeaban con los acondicionadores del living y del dormitorio principal, para, luego de bajarlos. llevarlos a un depósito que habían conseguido a través de un vecino de esos que nunca faltan a la hora de manotear. Al quedarnos solas en la enorme sala, medio desierta ya y toda revuelta, mi suegra se sonrió levemente, me miró con cierta curiosidad, y me preguntó con voz cansada y yo qué me iba a llevar. Y aunque yo no había venido a llevarme nada, de las pobres plantas alguien se tenía que encargar. Luego de decidir adoptar a todas las desahuciadas al cruel abandono por falta de espacio, no lo dudé ni un segundo: me fui a la entrada por un gajo del cactus del frente - no sin cierto resquemor porque estaba en floración - lo envolví en un retazo de alfombra vieja y lo cargué en el baúl del auto.

Esa misma noche le hice lugar en un rincón de mi jardín donde ahora en verano pega el sol casi todo el día. Todavía tengo la mano medio magullada de los espinazos que me clavó ese cactus que evidentemente tampoco se quería mudar. Observé que se ladeaba un poco, pero pronto las flores se pusieron turgentes, como a punto de explotar. La noche del 31, un rato antes de las doce, se abrieron de par en par. Saqué fotos porque me resulta casi un milagro de mudanza la novedad de que hasta los cactus más espinados y arraigados florezcan a medianoche y se dejen trasplantar.





A boca de jarro

miércoles, 30 de diciembre de 2015

Ojalá pudiera...



¡Qué bueno sería
hacerle a mi vida
lo que a mi almanaque
esta Nochevieja!

Quitarle las hojas 
algo amarillentas
de los Meses idos,
del Año que hoy vuela,

cortarlas, quitarlas,
sin que eso me pueda,
hacer una pila 
de memorias huecas,

encender la llama,
- ritual de la hoguera -
darlas en plegaria
para que no duelan:

quemar vivo al Tiempo
antes de que Él muera,
antes que Él decida
dejarme desierta,

llevarse Momentos
que no me devuelva,
arrastrar mis Sueños
a una orilla yerma.

¡Qué fácil, 
qué simple,
qué bueno sería!
Ojalá pudiera...





A boca de jarro


Buscar este blog

A boca de jarro

A boca de jarro
Escritura terapéutica por alma en reparación.

Vasija de barro

Vasija de barro

Archivo del Blog

Archivos del blog por mes de publicación


¡Abriéndole las ventanas a la realidad!

"La verdad espera que los ojos
no estén nublados por el anhelo."

Global site tag

Powered By Blogger