No percibí lo mismo en el Teatro San Martín en este invierno que, afortunadamente, no ha sido el invierno de mi descontento. Durante los meses de junio y julio pasados tuve la inmensa dicha de asistir a dos puestas maravillosas en este teatro que es nuestro, no solamente por acción del gobierno porteño a través de nuestros impuestos, sino principalmente por el inmenso nivel de entrega de sus actores, autores y directores, quienes, a pesar de la austeridad y la ausencia de parafernalia y publicidad masiva que caracteriza al circuito teatral de la calle Corrientes, brillan por el descomunal talento de lo que allí ponen en juego.
La propuesta es siempre juego, sea Samuel Beckett o sea el español Juan Mayorga, sean Alcón y Furriel o sean Peña y Audivert: todos genialidades ellos, cada cual en su arte. La propuesta de Beckett, dirigida, protagonizada y devorada por la magna presencia escénica de Alfredo Alcón, sin duda el mejor actor de la escena nacional de nuestros tiempos, en Final de partida, desde el intenso universo que abre el anfiteatro circular que ofrece la Sala Casacuberta, es una invitación a dejarse llevar, a experimentar y sorprenderse gratamente en los ecos que la obra genera en quienes, absortos ante la bizarra propuesta beckettiana, siempre vigente, como todo clásico, fluimos por el túnel que recrean esos fantasmas familiares, políticos y sociales que desde el escenario se nos develan como espejos ineludibles de nuestra realidad personal y social. Resulta arduo resumir el mensaje de una obra tan grande como Final de partida: tal vez el mejor resumen sea decir que es el principio y no el fin de nuestra partida en el ajedrez de la búsqueda singular y plural a la que todos estamos llamados, aunque, como Clov, hayamos sido castrados por un Hamm ciego de ojos y corazón, figura paternante asfixiante en sus demandas de atención, autoritaria, intolerante, desleal, narcisista, incapaz de conectar con la figura filial, sumisa y sumida, que encarna un impecable Joaquín Furriel. Fue Furriel quien desde su genuino y contagioso entusiasmo por la obra instó al veterano Alcón a realizarla por una razón que a tantos espectadores argentinos y personas sensibles y pensantes de este siglo se nos hace más que obvia. Es una banquete para paladares negros la obra de Beckett, y, sin embargo, resuena en toda la audiencia, que aplaude de pie al autor, al sabio director y a sus actores, sin tirar al rey en ese Endgame que propone Beckett. Así todos reciben el merecido halago del aplauso y la ovación de pie y a sala llena con humildad y alegría, en ese intercambio intergeneracional tan intenso que se evidencia en la puesta y que se retroalimenta así como se potencia, como debería suceder en cada acto que protagonizamos en la vida privada y pública de todos los días.
Por su parte, El crítico, de Juan Mayorga, uno de los dramaturgos más destacados de habla hispana de los últimos años, es una propuesta que se nos hace a los espectadores mismos a protagonizar la obra, poniéndonos como principales artífices del hecho actoral magnífico consumado febrilmente por los actores en el minúsculo e íntimo recinto de la Sala Cunill Cabanellas, bajo la acertada dirección de Guillermo Heras. Con la soberbia y descollante actuación de Horacio Peña, uno de mis actores favoritos desde que tengo memoria, cuando en televisión, allá por los 70, hacía ya de las suyas en "Este es mi mundo", "Rosa de lejos" y "Alta Comedia", y la descomunal labor de su singular compañero, Pompeyo Audivert, actor difícil de clasificar, que entrega hasta su sudor y saliva a los espectadores, a quienes nos encandila a una distancia mínima que nos une en plena complicidad, rematando su actuación con un knock-out metafórico que reverbera en la memoria de la obra y de su libro, estos actores nos dan ejemplo de cómo abordar cada acto que nos toca protagonizar en nuestra cotidianeidad: con entrega, trabajo, pasión y convicción plena. Y les creo de principio a fin de partida, como crítica y coprotagonista del hecho actoral que allí se juega. El crítico es una obra dentro de la obra, dinámica, atrapante e intensa, en la cual la ausencia de un personaje femenino se convierte en omnipresencia, aunque nos tome por sorpresa en el knock-out final. A tal punto que entonces, como mujer omnipresente en la obra, me dieron ganas de gritar mi propia línea: -¡Ojalá supiera cantar! Tengo más que en claro que en mi sociedad, tal como reza el subtítulo de la obra, "Si supiera cantar, me salvaría". Fiel a la verdad que el teatro desnuda y refleja, en El crítico nadie se salva: todos quedamos expuestos a los ignotos sentidos de una vida que vivimos sin terminar de asumirlos, y por eso somos y hacemos todos y cada uno El crítico.
A todos ellos, mi más profundo agradecimiento, admiración y reconocimiento por su extraordinaria labor, trayectoria y talento, por su mensaje abierto y su invitación a la permanente retrospección y al sano cuestionamiento de la vida que también a través del aporte de este teatro me remplanteo hoy, y que cada uno protagoniza en el pequeño gran teatro de la vida, donde, en palabras de William Shakespeare, sinónimo de teatro atemporal para tantos y para ellos, se siente:
Alfredo Alcón como Hamm y Joaquín Furriel en la piel de Clov en Final de partida |
La propuesta es siempre juego, sea Samuel Beckett o sea el español Juan Mayorga, sean Alcón y Furriel o sean Peña y Audivert: todos genialidades ellos, cada cual en su arte. La propuesta de Beckett, dirigida, protagonizada y devorada por la magna presencia escénica de Alfredo Alcón, sin duda el mejor actor de la escena nacional de nuestros tiempos, en Final de partida, desde el intenso universo que abre el anfiteatro circular que ofrece la Sala Casacuberta, es una invitación a dejarse llevar, a experimentar y sorprenderse gratamente en los ecos que la obra genera en quienes, absortos ante la bizarra propuesta beckettiana, siempre vigente, como todo clásico, fluimos por el túnel que recrean esos fantasmas familiares, políticos y sociales que desde el escenario se nos develan como espejos ineludibles de nuestra realidad personal y social. Resulta arduo resumir el mensaje de una obra tan grande como Final de partida: tal vez el mejor resumen sea decir que es el principio y no el fin de nuestra partida en el ajedrez de la búsqueda singular y plural a la que todos estamos llamados, aunque, como Clov, hayamos sido castrados por un Hamm ciego de ojos y corazón, figura paternante asfixiante en sus demandas de atención, autoritaria, intolerante, desleal, narcisista, incapaz de conectar con la figura filial, sumisa y sumida, que encarna un impecable Joaquín Furriel. Fue Furriel quien desde su genuino y contagioso entusiasmo por la obra instó al veterano Alcón a realizarla por una razón que a tantos espectadores argentinos y personas sensibles y pensantes de este siglo se nos hace más que obvia. Es una banquete para paladares negros la obra de Beckett, y, sin embargo, resuena en toda la audiencia, que aplaude de pie al autor, al sabio director y a sus actores, sin tirar al rey en ese Endgame que propone Beckett. Así todos reciben el merecido halago del aplauso y la ovación de pie y a sala llena con humildad y alegría, en ese intercambio intergeneracional tan intenso que se evidencia en la puesta y que se retroalimenta así como se potencia, como debería suceder en cada acto que protagonizamos en la vida privada y pública de todos los días.
"Todo el mundo es un escenario,
Y todos los hombres y mujeres
simplemente actores..."
Les recomiendo que no se pierdan de repasar la próxima cartelera del Teatro General San Martín de Buenos Aires cuando estén de PASO: muy accesible y reconfortante encontrar asiento en ese gran espacio de la cultura argentina a la que todos estamos convidados.
A boca de jarro