"De fierro,
de encorvados tirantes de enorme
fierro,
tiene que ser la noche,
para que no la revienten y
desfonden
las muchas cosas que mis
abarrotados
ojos han visto,
las duras cosas que
insoportablemente
la pueblan."
Jorge Luis Borges: "Insomnio", en El
otro, el mismo (1964). Obras Completas, Emecé, Buenos Aires, 1977.
Me atrevería a decir, sin ninguna base científica
que me avale, guiándome simplemente por lo que converso con algunos adultos de más de cuarenta
de mi entorno, que el sueño en la edad adulta, a diferencia del sueño en la
niñez, la adolescencia y la juventud que se añora, es un sueño que a menudo no
nos satisface muy a nuestro pesar. Incluso podría llegar a arriesgar que los
desvelos constituyen una constante tan frecuente en nuestras noches que ya casi
los tomamos con naturalidad, un mal que aqueja a muchos, especialmente en las
grandes ciudades, y una de las causas más agudas de insatisfacción en la vida
adulta.
Según los testimonios que me han llamado la
atención por las resonancias con mis vivencias del descanso nocturno, el sueño
cambia radicalmente a partir de la llegada de los hijos a nuestra vida: un hijo
que llora y despierta a sus padres reclamando leche, amparo, presencia y calor
es el primer germen de esos desvelos que se sucederán a pesar de que al
principio pensemos que todo volverá a ser igual cuando el niño crezca.
Al traspasar el umbral de las despertadas
nocturnas a causa del bebé vendrán las noches de fiebre, mocos y toses, los
miedos infantiles y las pesadillas, la escuela, con sus desafíos que a veces
inquietan al punto de traer dificultades en el sueño, al igual que el
entusiasmo que generan cumpleaños, festejos, campamentos y viajes. Y a todo eso
vamos sumando nuestras propias inquietudes diurnas no resueltas que se rumian
entre oleadas de un sueño que se nos hace más liviano y entrecortado por el peso
de las responsabilidades de saberse proveedor y sostén de un nido lleno y por las pesadillas propias que van llegando con
las certezas de nuestra propia fragilidad y la del fin de la vida de los seres
queridos a quienes también sostenemos desde un lugar más sutil pero igualmente
real. La realidad que nos va cambiando tramo a tramo se cuela en nuestro
descanso y todo se convierte en una suerte de magma indiferenciado de vigilia,
insomnio y sueño poblado de alertas e interrupciones.
Y luego llega la nocturnidad social a la vida de
nuestros hijos adolescentes, que no entendemos y tememos, pero que hemos
vivido, aunque se haya adelantado y extendido en estos tiempos. Negarles el
permiso de experimentar su atractivo es dejarlos afuera de su grupo de
pertenencia. Y limitarla racionalmente por el desajuste y el peligro que
significa tanto para ellos como para nosotros, que vamos al rescate, implica
poner el despertador para que nos sacuda en medio de ese sueño que se nos hace peliagudo
y aventurarnos a la calle para traerlos a la cama como cuando eran bebés. Decir
"no" para evitar el desvelo de ese sueño tan esperado del fin de
semana, que finalmente se transforma en puro desfasaje familiar, de todo modos nos quitaría el
sueño, haciéndonos sentir padres anticuados y castradores.
De más joven no recuerdo jamás que mi
descanso nocturno se haya visto interrumpido por ruidos familiares, como el de
las llaves en la cerradura o el sonar del celular, que se incorporan
vívidamente al sueño y que me sorprenden al despertarme por su irrealidad. No
recuerdo haber necesitado cerciorarme de haber cerrado la puerta con traba y
cerrojo o de haber apagado las luces del auto para que arranque la mañana
siguiente. Ni haber ido tantas veces al baño antes de conciliar el sueño o
haber cambiado de postura o temperatura corporal tan a menudo durante la noche.
También puede ser como dice una amiga: a partir
del momento en que uno deja de ser uno y se convierte en uno y los suyos se va acostumbrando a ser requerido en medio de la
noche, y parece que cuando los hijos crecen y dejan de despertarnos apareciéndose
al pie de la cama como figuras espectrales en el sigilo nocturno, es el recuerdo
de aquellos días o los temores, las ansiedades y las angustias del hoy los que
acuden a desvelarnos. Lo cierto es que, como tantas otras cosas que cambian con
el paso del tiempo, el sueño evoluciona y se transforma en algo totalmente
distinto a lo que conocíamos y a lo que nos producía tanto placer. Los ojos
abiertos de par en par y el cuerpo tieso sobre el colchón por horas o por
odiosas y temibles rachas que se nos hacen férreas están muy lejos de lo que
percibimos y esperamos como descanso, pero es lo que muchas veces logramos en
medio de la vorágine de la vida que solemos llevar quienes crecimos y asumimos
nuestra cuota de crecimiento respondiendo a los llamados de nuestro rol adulto
en pleno siglo XXI.
A boca de jarro