Un verano atípico por lo que noto más que por lo
que se informa en mi país este año. Los precios en los lugares de veraneo están
por las nubes y las condiciones climáticas en las playas del Atlántico sur
tampoco ayudan, como de costumbre, entonces parece que muchos han optado por
minivacaciones: escapadas de fin de semana para sacarse el gusto y tener algo
para presumir, no sea cosa de tener que admitir que no nos fuimos de vacaciones
este año porque la mano vino dura, aunque tuvimos que dormir con estufa en la
costa y comer fideos con salsa de tomate...
El diario y los noticieros decían que la
mayoría de los turistas más estables en las playas son adolescentes y jóvenes que ya no
veranean con sus padres y que llegan a la playa a la caída del sol, porque
van a los centros turísticos principalmente para vivir de noche, de boliche en boliche y
exceso en exceso. Lo que se percibe claramente en las calles de mi barrio y aledaños
es que la clase media se quedó en la ciudad trabajando. Los comercios no
cierran tan largamente como acostumbraban ni se ven casas vacías por semanas ni familias cargando el auto
de bolsos y adminículos de playa para irse a pasar una quincena al mar, como
solíamos hacer.
La brecha entre la clase a la que no le
afecta y nunca le afectó el desajuste entre salario y costo de vida y la que sí
se ve muy a las claras. Los primeros siguen con sus viajes en avión al exterior
rumbo a playas foráneas o destinos turísticos como Europa o Estados Unidos, con
tours de compras incluidos.
El otro día, en la gris mediocridad de la
tele veraniega, me encontré con un programa periodístico en el que el planteo
era por qué las salas de los teatros de los lugares de veraneo, e incluso de
Buenos Aires misma, estaban desiertas: ¿sería por el precio de las
localidades o por la pobreza en la calidad de las ofertas en materia de
espectáculo? No perdí ni un minuto de mi tiempo después del planteo inicial
en seguir viéndolo, ya que habíamos sacado entradas para ver Lutherapia
en el Gran Rex, el día de su despedida, que fue el sábado.
La verdad es que estaba tan entusiasmada
con esa terapia que estos grandes artistas me iban a brindar a través de la
risa y el talento que los caracteriza hace cuarenta años que no me preocupó en
lo más mínimo si la sala estaría medio llena o medio vacía: esta vez, para
todos los que dicen que veo sólo la mitad vacía del vaso, miré
la llena y me emperifollé para disfrutar del trago. Fue una decisión familiar
consensuada entre los cuatro. La opción era pasar un fin de semana por ahí, pagando un ojo de la cara y arriesgándonos al mal tiempo, o ir a
una de las salas más imponentes de la ciudad y tal vez de Latinoamérica, con
una ubicación privilegiada, y disfrutar de dos horas a puro humor de la mejor
calidad. Y ni nosotros, grandes, ni nuestro adolescente hiperconectado, ni
nuestra doncella de nueve lo dudamos por un segundo.
No me sorprendió
comprobar que Les Luthiers dio su última y magistral
función de Lutherapia a sala absolutamente llena: tres pisos que
albergan a más de 3000 personas, que lloramos de risa, pataleamos, nos
retorcimos y acalambramos de espasmos de diversión, aplaudimos hasta que se nos
enrojecieron las manos, silbamos y vibramos como hace tiempo que no hacíamos.
Ahí es donde elegimos muchos irnos de vacaciones y la veo una decisión
acertada para los tiempos que vivimos y el año tal como se presenta. Todo
me pareció tan sensato y encomiable que por dos horas me olvidé de que vivía en
la Argentina. Me lo recordaron los pungas a la salida, cuando me abrieron
la cartera que se meneaba descuidadamente de mi hombro, todavía convulsionado
de risas en plena Avenida Corrientes, y me robaron la billetera con unos pesos
y los documentos personales que me hubiese arruinado el mes de febrero tener
que retramitar.
Pero el
domingo por la madrugada, un ser de luz, quizás otro ángel, me llamó por
teléfono. La primera llamada fue a las tres de la mañana y no llegué a
contestar: la levantó el contestador automático y no me dejó mensaje, pero mi
corazón dio un salto. Me desperté temprano a pesar de la trasnochada y me fui a
la comisaría a dejar asentado el extravío de mi documentación identificatoria,
porque la denuncia por robo no sirve de nada. Tenía que ir a hacerla en las
cercanías del suceso y se sabe que si la policía, que no estaba patrullando la
salida de los teatros donde ésto es moneda corriente, encuentra a los
punguistas, éstos entran y salen en un abrir y cerrar de ojos y mis cosas no
aparecen. Hice la denuncia por extravío en la seccional correspondiente a mi
domicilio, abonando diez pesos por la misma, y cuando llegué a casa había otro
llamado sin mensaje. Por fin, cerca del mediodía, me llamó por tercera y
vencida vez: su nombre es Mauricio. A él le habían vaciado tres bolsillos de su
bolsito con documentación de su automóvil y medicación que necesitaba tomar. Su
esposa, Liliana, se desesperó al darse cuenta de esto último y se puso a
revolver los cestos de basura en las cercanías del teatro. Allí encontró,
primero, mi billetera con todos mis documentos y sin un peso, excepto una
moneda de diez centavos (¿otro signo?), que había encontrado tirada
hacía unos días y guardé por la suerte, aunque no suelo creer en esas cosas.
Luego, otra billetera cargada de tarjetas de crédito y documentación de una
joven abogada a quien Mauricio también contactó en el curso del día. Y
finalmente, en el fondo de un tacho y abriéndose paso a través de los residuos
con una botella, Liliana encontró todo lo que Mauricio había perdido, menos el
dinero, claro. Por lo cual se volvieron a casa sin cenar afuera y comenzó su
cadena de favores ya entonces.
Charlando ayer
con ambos, cuando me invitaron amablemente a pasar por su casa a retirar lo que
era mío, me comentaban que lo que más angustió a Liliana era la pérdida de los
medicamentos, ya que Mauricio padece de una enfermedad rara que le afecta
seriamente los ojos. Mauricio tiene un síndrome autoinmune como se sospecha que
me sucede a mí, aunque más serio, ya que le han practicado un transplante de
córnea por su glaucoma y sigue peleándola a base de medicación e intervenciones
quirúrgicas. Hasta en eso este ser de luz me dio una lección de vida,
haciéndome sentir que no todo está perdido como sentimos a veces por la
situación socioeconómica, nuestras dolencias o como nos quieren hacer creer las
noticias, donde estos hechos no se informan aunque sucedan tan a menudo como
los robos, cada vez que se nos desampara a merced de los
delincuentes por las calles de nuestra ciudad. Mauricio es un ser luminoso que
regala salud espiritual a pesar de ver entre sombras a causa de sus problemas
de salud física y es capaz de solidarizarse y ayudar a los demás sin esperar
nada a cambio. Después de la risa terapéutica y la luz que irradió este fin de
semana de minivacaciones en la ciudad, hoy los dos tenemos una cita con un
oftalmólogo, simplemente porque seguimos apostando por ver un futuro más claro, limpio y
luminoso para todos.
A boca de jarro