Esperaba que
llegara este tiempo de vacaciones por varias razones. La universal: para
descansar. Otra, para controlar ciertas afecciones que fueron apareciendo sobre
fin de año. Una mala costumbre de los docentes, y tal vez de otros gremios, es
estrenar el año haciendo chequeos de salud que tendemos a postergar por nuestra
rutina de trabajo. Y recalco que es una mala costumbre porque nada
justifica postergar la salud, mucho menos el trabajo, aunque el sistema no
parece entenderlo, y porque así no hay vacaciones.
El
descanso de los primeros días de enero se vio cubierto de polvo y envuelto por
un ruido ensordecedor de 8 a
20 horas por más de 7 días por una cuadrilla que repavimentó mi
calle, dándole ciertos aires a lo que se ve de Siria por televisión, aunque sin
sangre, claro. No habrá sangre, pero no faltarán sudor y lágrimas para
deshacernos del polvo que tardará semanas en desaparecer, mientras todos los
cimientos temblaron tanto como nuestras cabezas abombadas por el calor y el
inhumano nivel de ruido tóxico al que fuimos expuestos. Para colmo, la
señora que venía a ayudarme con la limpieza una vez por semana me plantó sin aviso a fin
de año alegando que el marido encontró trabajo y decidió quedarse a cuidar de su casa. Por si todo ésto fuese poco, una rama pesada nos dejó una vez más sin internet por 6 días, y nadie podía venir a arreglar el problema con el asfalto a medio terminar. Para rematar, casi interno a mi hijo adolescente debido a la grave crisis de abstinencia sucitada por la falta de señal en casa.
Me habían enviado un mail que me instigaba a no temerle al 2013
una vez superado el pronóstico fallido del fin de mundo, dado que, según esta
fuente, se trata de un número que en el fondo es "muy majo",
aquí diríamos "macanudo", pero es un mail importado. Aseguran
que la fobia al 13, denominada Triscaidecafobia, que padecen
muchas personas, especialmente los norteamericanos, para quienes no hay piso 13
en los edificios, "no les permite ver que más allá del 12 hay
muchísimas cosas interesantes. Sin ir más lejos, nuestro satélite natural, la
Luna, realiza 13 órbitas para completar su ciclo anual. Además, 13 semanas es
la duración de cada estación, 13 son los ciclos "baktun" de la cuenta
larga del gran ciclo maya para quienes era un número sagrado ya que
representaba las 13 fases lunares..." ¡Y dale con los mayas este año también!
Pero eso no es todo, me decía el mail, dirigiéndose a mí por mi nombre: "...
los antiguos aseguraban que quien aprende a usar el número 13 recibirá poder y
dominio. El 13 porta una advertencia de lo desconocido y lo inesperado. 13 es
el número de basílicas originales de la cristiandad. El 13 se asocia con el
genio; también con los exploradores, con la ruptura de lo ortodoxo, con los
descubrimientos de todo tipo." Será. Yo siempre lo asocié con los
13 comensales de la última cena, incluyendo a quien entrega a Jesús a
su muerte en cruz a los 33 años y con los 13 escalones
del patíbulo... Aunque nunca fui demasiado adepta al significado de los números en verdad.
Entre tanto, mis controles arrojaron datos que no me alegran, aunque parece que
de ésta no me muero tampoco. La cosa es que ya la vista venía molestándome con
ardor, lagrimeo, ojos rojos y fotofobia (intolerancia a la luz), desde noviembre, cuando hay pilas de
exámenes escritos finales para corregir, planillas y boletines para cerrar, y
orales para tomar. Había hecho controles por guardia, me habían administrado
gotas y ungüentos, pero necesitaba una consulta por consultorio para indagar
acerca de las causas de este mal que no cesa. Libre ya de la rutina del
trabajo, comencé a buscar un turno oftalmológico por mi sistema de salud
prepago. Dado que vivo en la Argentina, no me sorprendió que el turno más
próximo disponible fuese en 18 días. Así es que hice como miles
de personas que no cuentan con cobertura médica privada hacen a diario:
me levanté una mañana gris y plomiza a las 4 y 30 y me fui al centro
oftalmológico público más renombrado de la ciudad para estar allí a las 6,
hora en que un petizo de chaqueta azul y zapatos de cuero gastado marrones con
humos de jefe comienza a repartir los escasos turnos de los afortunados que
podrán ser atendidos en el día.
Ya a las
6 de la mañana de un 3 de enero del 2013 la sala de espera estaba
abarrotada de gente. El señor de azul nos hizo hacer fila, como hacemos para
todo en esta tierra, y descubrí entonces que se repartían 2 tipos de turnos:
los de números negros escritos sobre un cuadrado de cartón hecho a mano
y los de números rojos. Los primeros
20 turnos en negro eran para quienes tendríamos la suerte de ser atendidos
a partir de las 8. Los otros 20, en rojo, serían recibidos recién
a partir de las 12. Sólo los ojos de las primeras 40 personas
que madrugamos como las aves del cielo serían examinados ese 3 del 01
del 13. A mí me tocó negro el 7, consultorio 7.
3
horas y 30 minutos de espera sentada sobre un duro tablón de madera entre
paredes descascaradas, ventiladores desvencijados que remueven aire caliente y
seres de todo tipo, condición y edad, cabeceando, bostezando o con ojos bien despiertos a pesar de sus dolencias, pueden
resultar una escuela de vida asombrosa. Ni siquiera
saqué los auriculares del celular para enchufarme a la radio porque presentí
que no debía enajenarme de esa rica geografía de la cual, según caí en la
cuenta, formo parte.
Sí, son
una gran escuela las salas de espera. Sobre todo las de los hospitales públicos
donde se espera largo y en seco. Allí desespera quien espera acompañado por la
angustia que angosta la garganta tan a sus anchas en su reino, el miedo propio
o el del acompañante que acaricia, abraza, sostiene, alimenta, temerosos los
dos de perder lo que aman. Allí espera su turno el dolor físico que intentamos
transmitirle torpemente en palabras al médico cuando por fin nos interroga
pacientemente y el otro, el indecible, el dolor del alma; espera la incertidumbre, la
sombra, la certeza de esa mortalidad con
olor a acaroína y miseria que siempre me produjo aprehensión y que solemos dejar
internada en los hospitales. También se pasea por los pasillos la inconciencia
con bastante desparpajo y en números generosos con su gesto de "aquí no
pasa nada".
El
paisaje se torna pluriforme, multicolor, hipnótico en su ola de sudor temeroso
e inquietante, y los rayos del implacable sol de enero que se cuelan y lastiman a través de un vidrio sucio plasman una radiografía clarísima de la
fragilidad del alma humana que se encuentra encarcelada, gimiendo por salir de
allí pronto, en cada cuerpo. Me pierdo en esas cavilaciones tan mías: ¿Qué edad
tendrá esa mujer a la que le faltan tres dientes? ¿Qué le pasará a esa
chiquita que se durmió en el regazo de su mamá de cara triste? ¿Para qué se
amontonarán como vacas tras del cerco en la puerta del consultorio 7 si llaman
por turno? En eso mis ojos ardientes se posan un rato sobre un pibe de unos
20 años que no logra quedarse quieto. Escucho su conversación por
teléfono y descubro que se pierde una changa por $1.500 si no se va
antes de las 10. Corta y se da cuenta de que me colgué en su ansiedad para huir de la propia, y mi boca de jarro me puede:
-No vale la pena que te desesperes así. Tu salud no tiene precio.
Me quedo con la frase resonando en lo profundo de un cansancio inusitado, casi vital. Mis ojos, diagnosticados 15 minutos más tarde como ojos secos, se inundan de lágrimas. Lástima que uno se venga a dar cuenta de esta verdad de Perogrullo recién cuando se encuentra esperando para que le den tan sólo una pista de por qué se perdió y qué se puede hacer para recobrarla. Para eso no hay número que valga en la ruleta de la vida.
-No vale la pena que te desesperes así. Tu salud no tiene precio.
Me quedo con la frase resonando en lo profundo de un cansancio inusitado, casi vital. Mis ojos, diagnosticados 15 minutos más tarde como ojos secos, se inundan de lágrimas. Lástima que uno se venga a dar cuenta de esta verdad de Perogrullo recién cuando se encuentra esperando para que le den tan sólo una pista de por qué se perdió y qué se puede hacer para recobrarla. Para eso no hay número que valga en la ruleta de la vida.
Hoy, 13 del 01 del 2013, mi mamá cumple 76 años, entonces le pongo todas las fichas al 13.
A
boca de jarro