Sobre el ruido al que
vivimos expuestos en esta urbe caótica que, por estos días, luego de una racha de lluvias copiosas que parecen volver y que causaron estragos, y con cortes de luz,
de agua, sin semáforos en sus arterias principales, todo ésto debido a las temperaturas récord
para noviembre que siguieron a las lluvias (ayer 38% de sensación térmica al mediodía), y cuando encima
estamos ya rendidos del año laboral, el cacerolazo popular de ayer como
expresión de protesta me conmueve. Es hacer más ruido sobre el ruido en el que vivimos inmersos, sobre los motores, los bocinazos y los interminables discursos
descalificatorios e inconducentes de uno y otro lado. Quienes velan por el
ecoambiente y se preocupan por la polución sonora podrán tener sus serias y
fundadas objeciones. Pero tomando en cuenta nuestra historia y nuestras
diversas maneras de expresar el descontento, me quedo con ésta. No son sartenes
ni ollas, como en Utilísima Gourmet: son cacerolas, lisa y
llanamente. Sin vuelta. Las de la señora que está harta de volver de la
verdulería o del supermercado donde con cien pesos no compra lo suficiente
y se pone a hervir los fideos. Las que manotea y tamborilea el hombre que no
porta armas y que sale a trabajar más horas de las que vive para que las cuentas
cierren. Las de nuestros abuelos, que tienen que hacer malabares para vivir lo que les queda de vida.
El cacerolazo se me
hace un susurro del hartazgo que masticamos diariamente en silencio y con cara
de porteños sufridos, resignados y amargos cuando nos subimos a un colectivo
repleto para viajar como ganado. O cuando nos informan por los altoparlantes de la estación que se cortó el servicio
del subte. O cuando nos metemos en un tren desvencijado, con pocos vagones y sin
saber cuándo o si llegaremos a destino sanos y salvos. Nos olvidamos pronto de las
tragedias, se asignan las responsabilidades, y tenemos que seguir viviendo para
rebuscarnos el mango. Por eso, parar la pelota en esta época del año a pura
cacerola no está mal, mientras hay más fútbol que nunca para todas y todos, y
nuestros jóvenes, a punto de egresar del secundario, asisten en plena semana
laboral a sus fiestas de egresados embriagados de permisividad, nocturnidad,
más ruido y exceso, para desembarcar al otro día alcoholizados y zombies en sus
colegios, con suerte, intentando lograr hacer realidad lo que ya han celebrado, y mientras sus
padres tiemblan en casa sin poder dormir, esperándolos, temiendo que les pase
como a tantos otros jóvenes que pierden la vida cuando otros jóvenes que no han
encontrado su lugar en el mundo los matan de un tiro para quitarles cualquier
cosa que tengan de valor, desde un celular o un par de zapatillas hasta el auto. El
cacerolazo es un baldazo bullanguero que nos espabila y despierta, al menos, lo
hace con la conciencia de que estamos todos en el mismo bote, aunque
algunos viajen a la deriva en camarote de lujo, no escuchen, insistan en que el ruido no
les quita el sueño y que no les preocupa.
Se protestó por
diversas causas. No me detendré en ellas. Ya aporté las propias. Me quedo con
el mensaje de una pancarta escrita a mano que rezaba:
"Dejá el micrófono y ponete los auriculares."
Me pareció que este
pedido de la gente es de
una sensatez poco común en esta sociedad. Y tal vez sea hora de que todos
hagamos lo mismo: que dejemos de hablar tanto y nos pongamos a auscultar los
signos de estos tiempos para encontrar algún rumbo posible y tal vez más silencioso.
A boca de jarro