martes, 1 de mayo de 2012

Trabajo


Se lee y se escribe mucho sobre el trabajo. Sobre todo, se trabaja mucho. Se especula sobre las mutaciones que sufrirá la naturaleza del trabajo como lo conocemos: se pronostica que la gente trabajará de manera remota, conectada a su computadora desde su casa, que tendrán más de una ocupación a lo largo de su vida, que el trabajo se transformará en algo más impersonal, más flexible, más cambiante. El panorama en el mundo laboral ha cambiado dramáticamente desde que ingresé a él y sigue cambiando, a través de nuevas leyes y modalidades que se imponen.


En casa, el tema trabajo es todo un tema. Por las horas que ocupa, por las expectativas que alguna vez depositamos en él y que no vemos plenamente colmadas, por la recompensa económica que nos da, porque ya comenzamos a prestar atención a las inquietudes del futuro laboral de nuestros hijos y no nos sentimos en posición de orientarlos, ya que no tenemos idea de cuáles serán las opciones que les permitirán ejercer una ocupación o desplegar una vocación satisfactoriamente en unos años, y porque a menudo no es fácil descubrir qué quiere hacer uno con su vida tempranamente.

Si de vocación se trata, muchos de mis coetáneos ya se han cuestionado varias veces la que han elegido como forma de vida aún amándola. Nos cuestionamos el haber desoído otros llamados vocacionales que descartamos por no encontrarlos viables, o por pura cobardía. ¿Pero quién no tiene esas dudas existenciales en su haber?


Noto que muchos jóvenes comienzan carreras que abandonan al poco tiempo, inclusive luego de haber invertido tiempo y buenas sumas de dinero en recibir orientación vocacional. Y simplemente cambian. Percibo que no lo viven como una frustración: hay un mayor margen emocional de prueba y error en este terreno que los jóvenes se permiten hoy en su elección vocacional sin vivirlo como un fracaso. Hay carreras que me suenan novedosas, inéditas. Se dice que la Argentina es hoy el cuarto exportador en el mundo de formatos televisivos, por ejemplo, que hace tiempo se imponen y se venden alrededor del mundo. Datos que manejan los expertos en el tema que me sorprenden  y que me desorientan aún más cuando se trata de orientar a mi descendencia.

Se dice también que en el mundo habrá problemas debido a que existirá una proporción mayor de población inactiva y longeva que personas activas que produzcan para mantener el equilibrio de la ecuación social que el trabajo sustenta.


Lo cierto es que cada mañana al sonar los despertadores, millones de personas nos ponemos en marcha para hacer lo mismo: trabajar. Los modos son tan diversos como personas hay en el mundo, pero el trabajo es un denominador común que nos asemeja, nos aglutina, que brinda sentido a nuestra rutina, coherencia a nuestra historia, respaldo a nuestra identidad, sustento a nuestras necesidades. Sólo nos percatamos de cuán importante es el trabajo cuando nos falta.

Se dice que trabajamos un tercio de nuestra vida en promedio, pero se siente real la reflexión inicial de Mafalda: es como si viviéramos para trabajar si contamos todas las horas que le dedicamos al trabajo cuando estamos fuera del lugar de trabajo, si tenemos en cuenta todas las dificultades que nos generan esos aspectos del trabajo para los que nadie nos capacita, como las relaciones interpersonales y el estrés que genera lidiar con el peso de las responsabilidades, el afán por progresar o el temor de perderlo. Se postergan deseos de hacer cosas por el deber de hacerlas y resulta todo un trabajo aceptar que así es la vida del trabajador.


Y al llegar a casa, nos calzamos las pantuflas y continuamos trabajando en las tareas domésticas, que pocos consideran trabajo en los términos en los que se celebra hoy el Trabajo, y que sin embargo son fundamentales para encarar el trabajo de vivir. Vivir es un trabajo de principio a fin que, a pesar de todas las variables, vale la pena.


A boca de jarro

miércoles, 25 de abril de 2012

Matemática... ¡aquí no estas!


Desde temprana edad, haciendo cuentas sentada en el pupitre de un colegio de monjas y resolviendo problemas matemáticos como tarea para el hogar por la noche, cuando mi papá, que era el "bueno" para los números en casa, me podía dar una mano después de su larga jornada laboral, me asumí como una negada para la matemática. Me aburría, superaba mi entendimiento, sólo valía dar con el resultado correcto, al cual a menudo no llegaba por algún error procedimental (o quizás mental, a secas...), y todo mi esfuerzo parecía en vano. Así que me di por vencida y me convencí de que lo mío eran las palabras, las lenguas. Creo que el asumir esta teoría de que si somos malos para los números, somos aptos para las lenguas, y viceversa, es cosa bastante frecuente, y además creo que ha habido cierto refuerzo en el discurso adulto en mi paso por la escuela para creerla cierta.



De chica también conocí a Adrián Paenza como periodista deportivo, y aprendí, también junto a mi padre, a entender de fútbol mucho más que de matemáticas. Mi papá solía decir, lleno de admiración, que Paenza era profesor de matemática. Yo asumía que era lógico que se dedicara al fútbol en los medios antes que a enseñar matemática, por unas cuantas razones que ya por entonces se me hacían obvias, incluyendo las cifras que se ganan por una y otra tarea. Hoy, Adrián Paenza, licenciado y doctor en ciencias matemáticas por la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires y periodista deportivo, vive en Estados Unidos y escribe libros de divulgación científica en los que demuestra ser un apasionado por el descubrimiento y los desafíos. En su intento por demostrar que la matemática puede ser sumamente relevante y estimulante si está bien planteada, no deja de admitir algo que aquellos que nos hemos asumido como nulos para ella intuimos:

"... la matemática no puede ser disfrutada por los alumnos, sencillamente porque quienes la difundimos terminamos dando respuestas a preguntas que la gente no se hizo. Y eso es, inexorablemente, muy aburrido. Estar sentado frente a una persona que responde a lo que yo no me pregunté es, cuanto menos, un sufrimiento. Y encima, existe el poder que tiene el docente que no le permite al alumno que se levante y se retire. Por eso creo que deberíamos empezar por reformular qué queremos enseñar, por qué lo queremos enseñar, qué problemas intentamos resolver y cuáles son las curiosidades de los chicos que vamos a ayudar a evacuar. La vida es al revés: uno primero tiene problemas, luego trata de resolverlos, y finalmente, cuando advierte que ciertos patrones se repiten, formula una teoría. Si el proceso frente al estudiante es al revés, o sea, primero le explicamos la teoría y después le fabricamos artificialmente un problema que él no tiene, es posible que no le interese. Ahora, el día en que comprendamos que la verdadera tarea de un docente es generar preguntas y saber descubrir las curiosidades que tiene un chico, entonces habremos dado un salto cualitativo muy importante para vencer la barrera docente-alumno (en matemáticas al menos)."  

Ahora se me hace claro el por qué de tanto hastío y frustración. Y lo peor es que, a pesar de que hay gente valiosa como Paenza que dice estas cosas a boca de jarro y encabeza la lista de best sellers locales, las matemáticas siguen siendo igualmente aburridas y poco convocantes para mi hija como lo eran para mí cuando yo iba a la escuela, por la sencilla razón de que se insiste en plantear el aprendizaje "al revés".


A una niña de nueve años en pleno siglo XXI se le enseñan en clase de matemática los números romanos a través de una tabla de conversión entre los números arábigos y las letras mayúsculas a las que los romanos les asignaron un valor numérico XXVIII siglos atrás... En los sitios de internet que he consultado para asistir a esta niña en sus arduas tareas de pasaje de nuestro sistema de numeración al romano durante las últimas tres semanas, se advierte que este tipo de numeración debe utilizarse lo menos posible, sobre todo por las dificultades de lectura y escritura que presenta. No obstante, la maestra de matemática arremete ferozmente, proponiendo actividades carentes de utilidad e incluyendo cifras que van mucho más allá de los valores para los que normalmente se emplea esta numeración. Lo que es aún más triste es que jamás les explicó a sus alumnos, nativos digitales, para qué se usan estas complejas entidades en la actualidad. Tal vez si por allí hubiera empezado, todo el esfuerzo que conlleva lidiar con este fardo se habría hecho menos penosamente inútil. Es tal como afirma Paenza: "el día en que comprendamos que la verdadera tarea de un docente es generar preguntas y saber descubrir las curiosidades que tiene un chico, entonces habremos dado un salto cualitativo muy importante...". Mucho me temo que ese día está aún muy lejano. 

La numeración romana se emplea hoy en los números de capítulos y tomos de una obra escrita que raramente consultará una niña de nueve años, en los actos y escenas de una obra de teatro que aún no lee, en los nombres de papas, reyes y emperadores que aún no estudia, en la designación de congresos, juegos olímpicos, asambleas y certámenes que le son ajenos, en algunos relojes que ella descarta por complejos y antiguos, prefiriendo los digitales, y en el registro de la fecha de construcción de algún monumento o lugar histórico importante que no puede visitar. Es que cuesta muchos dólares que sus padres no pueden siquiera comprar aunque tuviesen ahorrado el dinero, ya que hay restricciones en los montos de la compra de dólares en nuestro país actualmente. Y hay que ver lo que cuesta hoy lograr reunir esos cuantos miles de pesos y convertirlos a dólares para llevar de paseo a una familia tipo a visitar monumentos con inscripciones en números romanos a la vista.... Para calcular esto mis matemáticas son infalibles.



Matemática... ¿Estás ahí? es el título que Paenza ha utilizado para su colección de libros y así hacernos ver que seguramente los números están ahí, a la vuelta de la esquina, en nuestra vida cotidiana y esperando que los descubramos, que ya es hora de asomar la cabeza por fuera del purgatorio de la clase de matemática que tantos hemos vivido y aún hoy padecemos para descubrir las maravillas y grandezas de esta ciencia sin dudas apasionante para muchos. Porque de eso se trata: de darle relevancia y aplicación concreta a un saber que, al ser encriptado, se vuelve estéril. Mientras tanto sigo trabajando en formas de ayudar a esta niña a aprobar su prueba del viernes de números romanos a base de memorizar tablas complejas, y me sigo agarrando la cabeza porque la matemática... ¡aquí no está!

A boca de jarro

domingo, 22 de abril de 2012

Ser o no ser


"Si alguien no marcha a igual paso que sus compañeros, puede que eso se deba a que escuche un tambor diferente. Que camine al ritmo de la música que oye, aunque sea lenta y remota..."    Thoreau                                            


En mi labor como madre de dos niños en edad escolar y docente, e incluso frente a mi propia respuesta emocional e intelectual frente a la vida, me veo confrontada a diario con preguntas del estilo: ¿Este comportamiento, reacción o rendimiento es normal? Preguntas de difícil respuesta si las hay. Y lo que es aún más difícil es tener que aplicar un estándar para evaluar, para calificar, para medir, para decidir quién aprueba y quién no aprueba, quién está dentro de los parámetros aceptados y aceptables, y quién se queda afuera. Esto cada vez me resulta más odioso, tal vez porque ahora soy madre, y veo lo que este tipo de juicio conlleva y lo que puede generar sobre la autoestima del ser en plena etapa evolutiva y formativa, o sobre el adulto mismo frente a su circunstancia particular. 

                                            

Como madre normal del siglo XXI, suelo llevar a mis hijos al chequeo de rutina con el pediatra. Los pediatras invariablemente recurren a tablas estadísticas que los remiten a percentilos con los que se determina si un niño es normal en términos de peso y talla. La relación entre estas medidas se obtiene por un cálculo matemático que arroja como resultado el conocido y siempre temido BMI (Body Mass Index), o Índice de Masa Corporal (IMC), bajo cuya dictadura vivimos unos cuantos. 


Presto atención y escucho lo que el pediatra me dice, pero miro con cierto recelo las tablas. La verdad es que, de acuerdo a una tabla como la del IMC, muy pocos de nosotros podemos considerarnos normales, ya que los cuerpos de los individuos raramente se ajustan a esos índices, aunque sean perfectamente normales. Mi abuela gallega se habría espantado si algún médico le hubiese dicho: "Señora, usted necesita bajar unos kilos, porque de acuerdo a esta tabla tiene usted sobrepeso". Para mi abuela, oriunda de Vivero, el lema era:"Dame gordura y te daré hermosura", pero han cambiado los tiempos...



Lo mismo sucede con el rendimiento de los niños en la escuela. El hecho de que a la mayoría de los niños les resulte relativamente fácil alcanzar ciertas habilidades o destrezas a cierta edad no significa necesariamente que quienes no lleguen a alcanzarlas al mismo tiempo, o quizás se les adelanten al resto, sean raros.

A veces, la rareza es sinónimo de genialidad o de algo extraordinario. Todos sabemos que Albert Einstein, una de las mentes científicas más brillantes del siglo XX, era considerado por sus maestros como un verdadero fracaso escolar, probablemente por encontrar la escuela aburrida. Me pregunto quién debía enseñar y quién aprender ante la presencia de tanta genialidad incomprendida. El mismo Einstein sentenció:

"Los grandes de espíritu siempre han tenido que luchar 
contra la oposición feroz de mentes mediocres."

"Pero todavía sigo sin entender a las mujeres..."
Y si seguimos pensando en grandes incomprendidos por la mediocridad muchas veces considerada como normalidad, podríamos incluir a Van Gogh, Miguel Ángel, Shakespeare, James Joyce, Hemingway, Cervantes... ¿Se imaginan lo que sus maestros habrán pensado o hasta sentenciado a la hora de evaluarlos? Imagino a Van Gogh siendo descalificado por pintar con trazos tan desprolijo...


Imaginemos a Miguel Ángel siendo calificado de lento por tomarse años para decorar la bóveda de la Capilla Sixtina. Hoy, la bóveda, y especialmente El Juicio Final, son considerados como los mayores logros de Miguel Ángel en la pintura, y poco importa el tiempo que le insumió engrandecerla.



O a Shakespeare, siendo desaprobado por escribir de forma tan extraña, y a sus propios contemporáneos y amigos de parranda, exhortándolo a escribir sonetos como enseñara el gran maestro Petrarca, o a evitar su honestidad sobre sus inclinaciones bisexuales al dedicarle sus versos a una misteriosa dama y a un joven de la aristocracia, o al meterse con temitas que rayan la locura...

                       
Imaginemos a Joyce, siendo reprobado en Lengua Inglesa por no ajustarse a usar los signos de puntuación correctamente. A Hemingway se le habría bajado el pulgar en sus escritos por hacer uso de una sintaxis simplona y por su tendencia al laconismo. Y Cervantes debería haber sido mandado al rincón por luchar contra los molinos de viento en plena clase de Lengua Castellana...



Hace poco escuché el discurso de agradecimiento que dio Jack Nicholson al recibir su primer Oscar. Se lo dedicó a su agente, quien años antes le había dicho que jamás llegaría a ninguna parte como actor. Hace poco también leí por ahí que Leonardo da Vinci y Anthony Hopkins tienen en común su dislexia, y es claro que este rótulo no les impidió descollar en sus oficios. Raros incomprendidos que pasaron a la inmortalidad gracias a no ajustarse a ningún parámetro ni estándar, gracias a lo cual ennoblecieron al género humano con su inconmensurable talento y visión creadora, con su capacidad innata de romper con el molde para erguirse como modelos e ir más allá de los encasillamientos.

Más allá de los genios, o tal vez, más acá, cabe preguntarse entonces ¿qué es normal y qué es anormal?  Michel Foucault, filósofo y psiquiatra francés, dijo en Los Anormales que "la anormalidad es una construcción discursiva que está atravesada por los condicionamientos políticos de una época que determina quién es normal, por ende quién es anormal, - "biopolítica" - y que tiene un poder sobre nuestras vidas - "biopoder" - que ejerce dictaminando qué es lo que se debe hacer con el diferente". Así, el diferente es un extraño que se convierte en anormal, y al etiquetarlo , todo el resto de los individuos que conforman la norma se quedan tranquilos, se sienten seguros dentro de lo que se rotula como su propia normalidad
  
Los rótulos tranquilizan a muchos y nos hacen instrumentos de un poder que puede resultar destructivo.

De acuerdo a Eduard Punset, quien hasta hoy insiste en que "Estamos programados, pero para ser únicos", "Cuando catalogamos a algo o a alguien de raro, lo más común es que nos refiramos a algo excéntrico y a veces descabellado. Pero a ojos de la estadística o de las matemáticas, raro es aquello que se aparta de la norma, de lo que más abunda. En el mundo que nos rodea, en muchos ejemplos, que algo sea raro no es más que un problema de probabilidad que se puede modelizar por medio de una expresión que en estadística se conoce como distribución normal".



                 

Este es un texto que escribí hace cosa de un año como colaboración para otro blog. Ahora lo retoco y publico aquí para recordarme a misma de todo esto cuando llega la hora de confeccionar el primer boletín de calificaciones para mis alumnos y de recibir los primeros informes de los docentes de mis hijos este año. Tal vez no haya rompedores de moldes ni genios en ninguno de los dos grupos. Sin embargo, hay seres humanos que no merecen cargar con rótulos que pueden marcar su destino de manera significativa si se dejan guiar por las etiquetas que solemos estamparles. La cuestión sigue siendo elegir ser, con todas las peculiaridades y particularidades que nos permiten ser con otros a quienes dejamos ser, con sus propias peculiaridades y particularidades, en la amplia diversidad del mundo, o elegir no ser, dando muerte a quienes somos en esencia. 


Les dejo además un video cortito para seguir pensando sobre el tema que también difundo siempre que tengo la oportunidad.

               

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