jueves, 19 de julio de 2012

La barbarie en la civilización del ruido

RENE MAGRITTELa Decouverte De Feu, oil on canvas, 1934/5. 

"Barbarie y civilización son dos categorías de origen particular pero cuya aplicación puede ser universal. ... ser civilizado no significa tener estudios superiores, sino que se sabe reconocer la plena humanidad de los otros, aunque sean diferentes. No son bárbaros quienes no tienen buena educación o han leído poco, sino quienes niegan la plena humanidad de los demás."

Tzvetan Todorov, Semiólogo, filósofo e historiador de origen búlgaro y nacionalidad francesa, "¿Qué divide hoy a los bárbaros de los civilizados?, Clarín, Tribuna, Domingo 15 de julio de 2012, Copyright El País, 2012.


Todorov escribe esto como parte de un brillante artículo a propósito de una declaración del ex ministro del Interior francés, quien sentenció: "Para nosotros no todas las civilizaciones son iguales". A mí me deja pensando en días en los que intento hacer mayor silencio y se escucha más fuerte el ruido circundante. Muchas veces me sucede que al intentar estar en silencio encuentro que ese derecho inalienable de toda persona que se considera civilizada se ve privado sin permiso por el ringtone de un celular próximo, por toparse con un un ser alienado que parece que habla solo o se dirige a mi extrañada persona por las calles aunque en verdad está al habla con otro ser remoto en su dispositivo handsfree, por el ruido de una conversación ajena, por la charla interminable e irrelevante que la persona que se sienta cerca mío en un transporte o lugar público mantiene, sin reparar ni respetar mi silenciosa presencia, por la música que dejan hoy muchos jóvenes y no tan jóvenes emitirse por el altavoz de su dispositivo celular móvil, aún rodeados de una manada humana a la que no le queda otro remedio que oírla y soportar la polución sonora, o bien pasar por un bárbaro al requerir: "Por favor, ¿podría usted abstenerse de involucrarme en su privacidad, quiero decir, que tenga usted a bien mantener esta conversación donde no me vea yo forzada a ser partícipe involuntaria de la misma? ¡O bien váyase usted con su música a otra parte!".

Y agarrate Catalina si te animás a pedir algo así en el medio de un colectivo, un tren, un subte o hasta en un bar o restaurante, en medio de alguna clase, la sala de espera de un consultorio médico o en el mismísimo templo lleno, donde hay gente que a pesar de los ruegos que se le hacen de poner su teléfono en modo silencioso, recibe llamados en plena celebración religiosa y no precisamente de parte de Dios, queridos hermanos. No quisiera imaginar cómo podrían llegar a reaccionar estos bárbaros ante tal civilizado pedido para dejar aún más claro que lo son. Ni tampoco cómo lo harían, en respuesta automática de identificación con los pares, el resto de los bárbaros en la manada. Cualquier ser medianamente civilizado lo pensaría dos veces antes de hacer semejante solicitud, precisamente por temor a la reacción aplastante de la barbarie.

Ahora bien, me pregunto como lo hace Todorov si "¿... es que debemos renunciar a todo juicio de valor sobre un hecho cultural con el pretexto de que no es el nuestro?". La pregunta es obviamente retórica. La barbarie reside en la renuncia a mi derecho de exigir que el otro, diferente, armado hasta los dientes con aparatitos parlantes, sonoros y polifónicos, niegue mi humanidad avasallándola, ignorando mi presencia, invadiendo mi espacio de escucha y mi derecho a ser diferente, ni mejor ni peor, simplemente diferente en el reconocimiento de que la humanidad de los demás me está quitando la propia, en tanto impide mi elección del silencio y mi sentido de preservación de la privacidad, al pretender simplemente no entrar en sus asuntos íntimos, al no tener ganas de escuchar el repertorio musical que es de su agrado, al aspirar a que no se niegue ni se desestime mi humanidad silenciosa.

La opción que queda y que algunos que se consideran civilizados propondrían o de hecho han asumido como patrón de comportamiento social normal es sumarse a la barbarie, taparse los oídos con un par de auriculares y subir el volumen del Mp3, 4 o 5, el iPod o el mismo celular para que el ruido propio tape al ajeno en la enajenación, elevar el volumen del altavoz del celular para que mi música suene más fuerte que la del bárbaro más próximo, mi prójimo, y caer así de lleno en la barbarie de la civilización del ruido.

A boca de jarro

lunes, 16 de julio de 2012

Auscultando mi historia vital



"Cuando estás enfermo llevan un control de tu vida, un historial médico. 
Cuando estás viviendo, deberías tener otro. Un historial vital."

                         El mundo amarillo de Albert Espinosa, "Sexto descubrimiento".

El sábado por la noche, primer sábado del receso invernal, aún sintiéndome mal y con una temperatura de apenas cuatro o cinco grados (lo que al estar algo débil se registraba como mucho frío), decidí salir con mi familia de todos modos. Eran las fiestas patronales de una iglesia del barrio que siempre celebra de manera amena, quiero decir, más allá de la consabida misa. Se trataba de la presentación de un coro que, según el simpático cura párroco, brindaría un repertorio muy variado con una calidad vocal e instrumental excelente. Dudé antes de tomar la decisión de ducharme y vestirme para salir ya de noche en lugar de ponerme el pijama y quedarme en el calor del hogar mirando alguna serie o película. Pero sentí que valía la pena tomar fuerzas e ir junto a mi familia a escuchar música en vivo porque creo fervientemente en que todo aquello que le hace bien al alma ayuda a sanar cualquier dolencia física.

La presentación se llevó a cabo dentro del precioso templo que estaba helado. ¡Cuánta más gente acudiría a la iglesia si tan sólo no fuese tan fría y lúgubre en invierno y tan calurosa y sofocante en verano! ¡Y cuánta más gente llenaría los templos como este, que estaba repleto una noche gélida de sábado, si allí pudiéramos ir a reír, cantar, bailar y pasarla bien y no nada más que a cumplir o a llorar! Tal como el cura había profetizado, el coro nos deleitó y nos hizo entrar en calor con un repertorio delicioso que nos llevó por lo sacro, la lírica, lo popular y un popurrí sinfónico de Queen y Los Beatles que no nos esperábamos y salvó la noche para mis dos hijos. Hubo hasta tangos y tuvimos la oportunidad de silenciar a las privilegiadas voces y convertirnos en protagonistas por un rato, ya que el director le dio la espalda a su propio elenco y digitó nuestra entusiasta interpretación de "El día que me quieras".

De repente, cantando, cosa que adoro hacer, caí en la cuenta de cuánto tiempo hacía que no cantaba. Cuando era más joven y había menos al don pirulero a que jugar, solía cantar muy frecuentemente: tocaba la guitarra para acompañarme, me compré un micrófono que conectaba a mi equipo de audio en el cuarto de estudios donde pasaba mis horas y hacía playback a pesar de los vecinos, cantaba bajo la ducha, que solía ser mucho más que el trámite cotidiano en el que se ha ido convirtiendo con el paso del tiempo, cantaba...

Por un rato se esfumó de mi cabeza mi historia clínica y se abrió ante los ojos de mi mente mi historia vital, y ausculté con total claridad un grave síntoma del mal que me aqueja y cuyo diagnóstico no termina de cerrar: esa "yo" que ahora se siente enferma ya no canta como la "yo" que vibraba de salud solía hacerlo. Y recordé a mi abuela paterna, de quien heredé la veleidad musical, que cantaba mucho, incluso mientras limpiaba la casa y cocinaba, incluso a pesar de que la vida le arrebató a su primogénito y a su esposo tempranamente.

Albert Espinosa, un Sobreviviente de la Enfermedad, ambas con mayúsculas, habita lo que él ha dado en llamar "el mundo amarillo": " una forma de vivir, de ver la vida, de nutrirse de las lecciones que se aprenden de los momentos malos y de los buenos.". Y dice en este capítulo que cito al comienzo:

"Lo bueno de escribir las cosas es que te das cuenta de que esta vida es cíclica: todo vuelve y vuelve. El problema es que nuestra memoria es reducida y muy olvidadiza. Realmente te fascinará ver cómo tus males o tus alegrías vitales se repiten y en tu historial vital encuentras las soluciones a todo."

Nunca tan sentido como en esta epifanía que me embargó el sábado por la noche y que hizo que me entonara, que redescubriera el poder del canto, una fabulosa medicina natural que tenía olvidada.

"Por qué cantamos" de Mario Benedetti y Antonio Favero, Fragmento.

"Cantamos porque llueve sobre el surco
y somos militantes de la Vida
y porque no podemos, ni queremos
dejar que la canción se haga cenizas.
Cantamos porque el grito no es bastante
y no es bastante el llanto, ni la bronca.
Cantamos porque creemos en la gente
y porque venceremos la derrota.
Cantamos porque el Sol nos reconoce
y porque el campo huele a primavera
y porque en este tallo, en aquel fruto
cada pregunta tiene su respuesta..."

A boca de jarro

lunes, 9 de julio de 2012

La perla

"Self-portrait with scarf" Rebecca Harp


"Y, como en todos los cuentos que van de boca en boca y calan en los corazones de las gentes, sólo existen los extremos: lo bueno o lo malo, lo blanco o lo negro, cosas virtuosas y malignas, y no hay posiciones intermedias."
                                                                          La perla, John Steinbeck.

La fragilidad a la que nos enfrenta la sensación de falta de salud, por más nimio y tratable que el problema que tengamos que combatir sea, hace que nos detengamos. Cualquier malestar es un claro pedido que nos hace el cuerpo de la necesidad de parar, de descansar, de focalizar, de indagar, de replegarnos para conectarnos con el mensaje que el cuerpo reclama que escuchemos, ese cuerpo que generalmente cumple con lo que se espera de él y en eso se olvida de que se debe ante todo a sí mismo. Si ese cuerpo que es uno no está bien, difícilmente pueda estar bien para el quehacer cotidiano y para los demás. 

Me practicaron un estudio gástrico invasivo que arrojó un diagnóstico que según los médicos es "nada serio", aunque el impacto del rótulo y lo que conlleva, además de lo que se lucubra, hay que digerirlo para luego juntar fuerzas y encaminar la sanación. Y justo frente al lugar donde tomé un desayuno tardío luego de horas de ayuno contraproducente para mi condición pero necesario para la práctica médica y sumamente purificante para el alma, había una librería magnífica de techos de teja, pisos de madera y ventanales que dejaban pasar la luz tibia del sol de una fría mañana de julio en Buenos Aires. 

Siempre que he tenido que pasar por trances que involucraron mi salud y mi sentido de integridad física y supervivencia encontré un libro oportunamente del cual sostenerme. Y esta vez se me vino la necesidad de entrar en la librería, lugar que adoro, y adquirir una breve novela de John Steinbeck que me quedaba pendiente: La perla.

Probablemente una de los primeros efectos de enterarse que uno padece de alguna enfermedad sea la autoindagación y el preguntarse cuánto he hecho yo para llegar a esto, y si esto cambia mi vida de aquí en más, qué cosas me han quedado por hacer. No sé si es sabio pensar así o ni siquiera si es prudente pensar tanto, pero supongo que pasa. A mí me pasa. Y una de las primeras cosas que se me vinieron a la cabeza como respuesta fue mi inclinación por pensar tanto la vida, por intentar tragar lo que considero voluminosos y copiosos hechos cotidianos que luego resultan indigestos. Se reafirmó la percepción de que no soy de las que asume que puede comerse a la vida. Más bien, temo que la vida termine por devorarme a mí. Y una de mis cuentas pendientes consiste simplemente en leer algunos libros que tengo en una lista que cada año se hace un poco más extensa. Así de simple. Aunque parece que nunca hay tiempo para saldar esa cuenta. Es entonces cuando se filtra la medida del tiempo y se hace tiempo.

La perla es una novela bellísima, llena de simbolismo y narrada con ese despojo, simplicidad y hondura que sienta tan bien en un proceso de curación. La estoy leyendo de a poquito, masticándola lentamente. Tanto que apenas terminé el primero de apenas seis capítulos. Mi vida por estos días, como mis actividades, se mueve en cámara lenta. 

Me quedo con unas líneas que percibo, que a modo de espejo, reflejan lo que estoy sintiendo actualmente. Cuando todo está bien, siento en mi cabeza lo mismo que Kino, el protagonista de La perla:

"En la cabeza de Kino había una melodía clara y suave, y si hubiese podido
hablar de ella, la habría llamado la Canción Familiar.
"

Pero si aparece la amenaza del mal, me inunda y me arrastra esa música tan temida como el escorpión en la novela:
"A su cerebro acudía una nueva canción, la Canción del Mal, la
música del enemigo, una melodía salvaje, secreta, peligrosa, bajo la cual la
Canción Familiar parecía llorar y lamentarse.

El escorpión seguía bajando por la cuerda...”

 La Canción Familiar acompaña aunque también llora y se lamenta ante la irrupción de la Canción del Mal, y se descubre que La Perla es ese tesoro que vivimos buscando aún cuando lo tenemos, y que sólo se aprecia cuando se teme perderlo y se ve claramente que no hay nada que buscar. Este estado de equilibrio que se nos hace tan frágil y vulnerable cuando se esfuma nos conecta con nuestra endeble humanidad, que no es otra cosa que un ensamble de melodías que se me hacen más audibles hoy por hoy.



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