miércoles, 10 de octubre de 2012

Vergüenza ajena

Jonathan Wolstenholme


Me impactó días pasados, estando en clase de gimnasia en el parque polideportivo al que concurro hace años, donde todos nos conocemos aunque sea de vista, la noticia de que Eva, una mujer de alrededor de 50 años, había muerto de manera rápida a causa de un cáncer de pulmón fulminante, tal como lo describió la profesora. Pero en verdad lo que más me escandalizó fue la reacción de algunas de las personas presentes. Ante la pregunta: "¿Fumaba?" y la respuesta afirmativa que esperaban para alzar un dedo condenatorio, comenzaron  los comentarios por lo bajo: " Y sí... a todos los que fuman les pasa, tarde o temprano... o de pulmón, o de garganta, pero se lo agarran..." Sumado a la conmoción ante la noticia, el tenor de los comentarios me revolvió las tripas, no sólo por el nivel de insensibilidad y soberbia absoluta que manifiestan sino por el acuciante grado de ignorancia en términos de lo que debería ser tratado como parte natural de la vida: la enfermedad. Conclusión: una oportunidad para fomentar la salud y prevenir enfermedades terminó enfermándome...


Hay médicos en mi familia que se han cansado de diagnosticar cáncer de pulmón y de otras tantas etiologías en personas que jamás tocaron un cigarrillo ni fueron siquiera fumadoras pasivas. No quiero decir con esto que el cigarrillo no sea responsable de esta y otras patologías en muchos casos, pero no es la única causa. Hay factores genéticos, ambientales y otros, la mayoría de los cuales, muy a nuestro pesar, escapan toda explicación que se intente dar acerca de una enfermedad tan traicionera como el maldito cáncer. Existen agujeros negros en el universo de la enfermedad y de las causas de la muerte, y es siempre nuestra soberbia, esa que según el relato Bíblico nos condenó a ellas, la que intenta penetrarlos por temor a ser succionados por uno de ellos. La enfermedad sigue siendo un misterio que nos excede, y, como todo misterio, intentamos explicarlo para combatirlo cuando, en realidad, siempre nos confrontamos con nuestros propios límites y nuestros propios temores al hacerlo.


En la última semana también, dos personas que me ven esporádicamente por cuestiones laborales me han confiado que sus esposos padecen de esta enfermedad. A una de ellas la noté desencajada. Sabía que su marido había sido operado y tratado, pero pensaban que el cáncer había quedado atrás. Ahora se enteraron de que hay metástasis pulmonar. Y la otra no había podido pegar un ojo en toda la noche anterior a nuestro encuentro porque se acababa de enterar de que su esposo tenía un tumor prostático. Hoy mismo, camino de vuelta de la salida del colegio con mi hija menor, nos cruzamos con una chica de unos treinta años pasada de flacura y con un pañuelo cubriéndole la cabeza. Y hasta me hija notó lo que le sucedía y expresó su pena. Acto seguido, me preguntó lo que dio lugar a esta reflexión: "¿Por qué se tapa la cabeza, má? ¿Le da vergüenza estar enferma?"


No es la primera vez que siento que la enfermedad en nuestros tiempos ha pasado a ser entendida en buena medida como responsabilidad de quien la padece e inclusive produce cierta vergüenza admitirla o mostrarse en público luciendo sus signos "antiestéticos", fundamentalmente por la reacción que genera en los demás. Y esta reacción suele darme vergüenza ajena. La idea subyacente e inmediata que se desata en ciertas mentes al enterarse de un padecimiento de este tipo parece ser "Ah... por algo será. Algo habrá hecho mal para tenerlo."  Un caso paradigmático de lo que intento exponer ha sido lo que le sucedió al mediático Doctor Alberto Cormillot, famoso por hacer perder peso a obesos e híperobesos a través de su programa médico y televiso y marca registrada como garantía de salud; todo un ícono de la vida saludable.

Yo misma le he escuchado decir que almorzaba cereales con yogur y frutas cada día en pos de su salud intestinal y para conservarse en peso, siendo él mismo un obeso recuperado. Y hasta hoy asegura que no se permite jamás una Coca Cola por tenerla "fuertemente identificada con el daño". Muchos de los comentarios de los foristas al pie de la nota donde es entrevistado por La Nación al confesarse públicamente como víctima del cáncer dan vergüenza ajena. El lego se aventura a aseverar que Cormillot tuvo un cáncer por consumir aspartamo, presente en los edulcorantes que consumió y vendió a lo largo de su vida, o por resentimiento, aunque ha sido un hombre existoso en términos de lo que hoy consideramos "éxito". Los gurúes de la "autosanación New Age" se encargan de adscribir emociones negativas como causas del cáncer, agregando una razón más para hacer que quien enferma se sienta aún más infeliz por la gama de emociones negativas que a todos nos habitan y de las que muchas veces no somos ni siquiera plenamente concientes. Y la gente que cree en todo esto a pie juntillas ahora también diagnostica y enjuicia.

En mayo le descubrieron un cáncer de colon, a pesar de que era el pregonero de la prevención de la misma enfermedad, instando a los hombres mayores de 50 años a realizarse un estudio anual para detectarlo precozmente. Se operó inmediatamente, pero al principio no se animó a contar lo que le pasaba. Según confesó meses después a la prensa, tuvo que pensarlo mucho antes de decir la verdad. Sus motivos: "Porque no sabía cómo comunicarlo. Recién el día que salí de la internación, decidí que lo iba a decir. Durante 48 años, construí un vínculo con los medios, con los periodistas. Y si yo no decía la verdad sentía que estaba rompiendo la confianza."

Es claro que la confianza que se rompe en este caso es la de él mismo en toda una forma de vida y un mensaje que ha hecho público. La prevención a base de cuidados permanentes, controles y sacrificios no basta como garantía de una salud inquebrantable. He aquí el misterio, he aquí el límite con el que debió confrontarse. Evidentemente, la confrontación y la aceptación pública de una verdad a la que le dio batalla por años le hizo sentir vergüenza. La idea posmoderna de que existe un seguro para protegernos de todo daño no aplica a la salud, por más que la medicina haga esfuerzos denodados por ganarle la pulseada a la enfermedad con el énfasis en la prevención.

Y es mucha la gente, incluido Cormillot, que vive pensando que somos nosotros quienes "hacemos mal los deberes" y por eso enfermamos, como si se tratara de una cuestión moral. Pensar que el enfermo no es víctima de la voluntad de la naturaleza sino su propio verdugo es una forma de pensamiento muy típico de nuestra posmodernidad culpógena. Nos dejamos seducir fácilmente por una imagen de salud ideal y óptima que, muy a nuestro pesar, está fuera de nuestro alcance.

Fue el genial Aldous Huxley, autor de una distopía que cada vez parece tener más puntos de contacto con nuestra realidad, titulada Un mundo feliz, quien alguna vez dijo: "La investigación de las enfermedades ha avanzado tanto que cada vez es más difícil encontrar a alguien que esté completamente sano."

                                           
Y fue Paracelso, el gran médico del siglo XV, quien apuntó que "El médico sólo es el servidor de la naturaleza, no su amo. Por consiguiente, a la medicina incumbe seguir la voluntad de la naturaleza." Tengo la fuerte sospecha de que nos curamos de muchos males al acatar esa voluntad sin ninguna vergüenza. Y esa voluntad es y seguirá siendo un hondo misterio que nos hace simplemente más humanos.
 

A boca de jarro

sábado, 6 de octubre de 2012

El profundo sentido de peregrinar



Hoy se celebra la 38° Peregrinación anual a pie al Santuario de Luján, que partió al mediodía del barrio de Liniers para cubrir un recorrido de 65 Km. hacia la imponente basílica, congregando año a año a cientos de miles de jóvenes y personas de toda índole unidas por un objetivo en común. Este escrito se lo regalé a un peregrino de la blogosfera, José Senovilla, el 6 de enero de este año, y hoy quiero reeditarlo en este espacio en homenaje a todos aquellos que caminan a Luján, ya que los acompaño con el corazón: 

Peregrinar es un rito compartido por la inmensa mayoría de los credos, y el peregrino es el símbolo viviente del tránsito de nuestra vida desde el día en que nacemos hasta el que morimos, más allá de nuestras creencias sobre qué pasa después.

Cuando era pequeña, me enseñaron que nunca caminamos solos, y que en los momentos más difíciles de nuestra travesía existencial, las huellas que vemos marcadas en la arena de nuestro pesado paso por los tramos más arduos son en realidad las marcas de quien carga con nosotros a cuestas cuando nuestras fuerzas no bastan para seguir andando. Al oírlo de pequeña, fue una bonita historia. De grande, lo experimenté en carne propia, más de una vez. Es lo que llaman una cuestión de fe.

Ya de adolescente, a los diecisiete años, decidí unirme a la peregrinación anual a pie al Santuario de la Virgen de Luján, Patrona de los argentinos. Fue aquel un año especial por varios motivos: se fueron de este mundo mis tres abuelos peregrinos inmigrantes españoles. Y terminaba yo mi recorrido por la escuela: se iniciaba en mi vida una verdadera peregrinación. Ofrecí entonces la caminata que cubre 65 Km., que logré hacer en alrededor de 20 horas, por la memoria de mis abuelos idos, quienes, según yo creía y aún creo, se fueron a seguir su peregrinación a un mundo mejor, y para ofrecerle a la Virgen mis pasos en lo que se me hacía un futuro incierto.

La experiencia de peregrinar fue sin dudas muy esclarecedora. A pesar de mi juventud, entendí que la vida se parecía mucho a esa peregrinación. Tanta gente distinta y, sin embargo, unida por lo más valioso de nuestra humanidad: nuestro sentido de fragilidad, de transitoriedad, nuestra necesidad de encomendarnos a una fuerza superior que nos ampare en nuestro recorrido por un camino que a veces parece que se angosta, porque cae la noche e inunda la oscuridad, por la lluvia, el frío, la neblina. Y a pesar de ello, todos nos encontrábamos en la misma senda, intentando llegar a un destino que nos diera una esperanza que resignificara nuestro cotidiano peregrinar.

Encontré todo tipo de gente en aquel recorrido hacia la majestuosa basílica de Nuestra Señora de Luján. Había allí gente mayor que se apoyaba en bastones, gente imposibilitada de caminar sobre sus propios pies que se desplazaba en sillas de ruedas, gente que andaba descalza, de rodillas, gente con niños pequeños, sanos o enfermos, sobre sus hombros, hombres sin trabajo portando imágenes del Santo Patrono del Trabajo, San Cayetano, y andando, mujeres con lágrimas en los ojos, embarazadas, enfermas y una multitud de jóvenes. Éramos cientos de miles.

Arrancamos con bríos, como en general se arranca toda empresa. El sol del mediodía nos obligó a hacer nuestra primera parada para comer algo liviano, hidratarnos y descansar, sin parar de caminar de golpe hasta por fin tendernos a la sombra con las piernas hacia arriba para que la sangre irrigara nuestro cansancio primero. Por la tarde nos animamos con cánticos, mates y las historias compartidas de nuestros motivos de peregrinar con el grupo de boy scouts que nos acompañaba y asistía. Y comenzaron a sentirse los efectos de la caminata al caer el sol. Con los años descubrí que además de que esa era la hora lógica para que el cuerpo mostrara los signos de fatiga naturales del peregrino, la puesta del sol es una hora del día especial en general, que tiende a acongojarnos y a llenarnos de sentimientos intensos. Aparecieron las primeras llagas en mis pies, y tuve que detenerme para que me asistieran en un puesto sanitario. Quedé atrás de mi grupo, junto a otra compañera que tuvo el mismo problema, y un boy scout que se quedó a acompañarnos. Luego de una sopa caliente y con nuestras llagas debidamente vendadas, resumimos la marcha hacia la noche que se adentraba en el horizonte. Y comenzó la lluvia. Reinaba el silencio, y se hacía muy pesada la marcha. Con escasa protección para el agua, comenzamos a sentir frío y a tiritar. Hubo algún intento de plantar, de subirnos al tren, pero aquel muchachito scout que se había quedado tenía una misión especial: él fue quien ofreció sus hombros, sus brazos y sus manos para sostenernos, así como su amena conversación para distraernos, y su corazón enorme y "siempre listo" para hacernos ilusionar con el momento en que despuntara el alba y lográramos divisar las torres de la cúpula desde la ruta.

Y así sucedió. Paró la lluvia, se despejó el cielo, y con los ojos empañados, mezcla de dolor y alegría, vimos por fin nuestro destino imponente, alzándose hasta el cielo desde lejos. Ese fue finalmente el tramo más arduo: cuando sentimos que ya habíamos alcanzado la meta, pero quedaban los últimos implacables kilómetros por cubrir. Era como ver un oasis en el desierto. Allí sí hubo que poner mucha garra y voluntad, superar el dolor mortificante y los calambres musculares encomendándonos a aquella Señora a quien queríamos llegar.

En nuestro peregrinar cotidiano nos enfrentamos con una serie de pruebas y apuros que desafían nuestra determinación y nuestra fe, sobre todo, nuestra fe en nosotros mismos y nuestras propias fuerzas, y aprendemos que para llegar a destino es necesario sortear peligros insidiosos. Peregrinar nos revela la convicción profunda de lo que San Pablo llama "Certa bonum certamen" ("Lucha la buena lucha"). Y como dice Paulo Coelho en su novela El peregrino, una intensa parábola sobre la necesidad de encontrar nuestro camino en la vida:

"El camino es el que nos enseña la mejor manera de llegar
y nos enriquece mientras lo atravesamos."

Les deseo hoy a todos los peregrinos que marchan rumbo a Luján y a los que andan peregrinando por aquí, que el camino de la vida los colme de bendiciones y hallazgos, y agradezco a la vida la inolvidable posibilidad de haber dejado mi pequeña huella, una más de tantas, en la senda de millones de peregrinos que siguen en pie y andando cargando con sus esperanzas.


A boca de jarro 

miércoles, 3 de octubre de 2012

Cocinando palabras con Blanca Cotta




Blanca Cotta es una señora que cocina por tele y da recetas en medios gráficos hace años. Aunque es mucho más que eso. Es también maestra y profesora de Letras, humorista gráfica, periodista y libretista de televisión. Yo ya leía su sección gastronómica infantil en la revista Anteojito cuando aprendí a leer y empecé a escribir. Es lo que yo llamaría una cocinera, más que un chef de estos que te preparan un plato cuya foto muestra más bandeja y ornamentación que sustento donde hincar el diente. Tiene además la gracia de llegar con sus instrucciones y de arrancar invariablemente una sonrisa con sus guiños al lector. Y tiene el don de hacernos pensar en cosas que van mucho más profundo que la batidora. Siempre leo sus recetas porque son lo que cualquiera puede aplicar en la cocina de batalla, como llamo a la mía, que a veces se me hace para un batallón, aunque somos sólo cuatro. Con lo que tengo a mano, en la heladera, sin condimentos exóticos ni tener que ir al barrio chino a comprar adminículos especiales, sus recetas por lo general no defraudan. Simplemente, cocina lo que cocinaba mi abuela o mi mamá y nunca puse la debida atención para aprenderlo de ellas.

Sobre todo la admiro porque demuestra que se puede también escribir desde la cocina. Es una elección de vida por la que yo también opté. Sí: ¡cocina palabras! Se me hace una mujer que, como yo, piensa y amasa la vida mientras cocina. Y me gustan las mujeres capaces de plasmar y hacer reverberar ese cálido aroma, que a pura olla y horno ellas logran hacer flotar en sus hogares, en simples y profundas palabras desde la cocina de la vida. El pasado domingo 30 de septiembre, junto a su receta de Arrollado de atún, ("Nivel de dificultad: Fácil, si todavía se siente fiaca, compre el pionono hecho y listo."), me regaló un texto del que quiero compartir un fragmento por su simpleza y por sus implicancias para mí. Se titula "Las palabras y la vida", y lo pueden leer completo, con receta incluida, en la Revista Viva de Clarín, páginas recortables y coleccionables 75 y 76, en la sección "De aquí, de allá y de mi abuela también, Los secretos de Blanca". Dice así:

"Reconozco que soy informal.
 Informalísima.
 A veces demasiado.
 La mayoría de los maridos sueñan con tener esposas serias y, si es posible, un poco acartonadas.
¿Qué culpa tengo si yo soy de papel?
 Pero muchas veces me encuentro como "sapo de otro pozo".
 Y entonces me sucede que el ser informal hace que me miren como si fuese un bicho raro, que no   acata las normas al pie de la letra.

Tal vez por eso más de una vez, las palabras (aún de quien quiero) al aterrizar me duelen, me   lastiman, arrugan cruelmente mi ingenua alegría y me obligan a esconderme en el fondo de un caparazón de piedra, sin llamador. 

(...)
Decidí entonces, para mis adentros, darle... ¡guerra a las palabras!
Especialmente a aquellas que hieren, ofenden, mortifican.
Penetran en el corazón.
Esas rebotarán contra mi caparazón."

Me pareció una honesta, bella y simple receta de vida que sentí ganas de compartir. Creo que la mejor forma en la que una cocinera de batalla le puede dar guerra a las palabras hirientes es cocinándolas para transformarlas en un platillo nutricio y sabroso para sí misma y para todos los que comparten su corazón en la mesa de cada día.

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