Se ve en la política de hoy y de antaño,
se ve en la Iglesia en vísperas de un nuevo Cónclave, se ve en las grandes
obras de la literatura y del cine que recrean la realidad, se ve también,
aunque cueste más percibirlo con claridad, en el devenir de nuestras vidas, la
necesidad y la búsqueda constante que tenemos aquellos que nos consideramos
adultos de una fuerte figura paternante que nos brinde una sensación de
protección y respaldo.
Es interesante siempre analizar fenómenos
como el de Hugo Chávez, cuya muerte parece dejar huérfanos a millones de
venezolanos que lo despiden con lágrimas, a pesar de todo lo que envuelve y
significa un "padre" como Chávez, y aunque un sentir como este no
resulte históricamente novedoso. Sucedió en Europa con figuras de poder
que generan hasta hoy tanto controversia y repudio como adhesión y fanatismo:
Franco, Mussolini, Hitler, Stalin, Lenin, e inclusive, sin ir tan atrás en la
historia, en la actualidad la figura, ahora vacante, del
Papa. Sucedió en China con Mao. Es curioso que algunos insistan en que
es el fervor del pueblo latinoamericano el que erige estos "padres" o
"madres" idolatrados, como Perón y Evita en la Argentina o el Che Guevara,
para venerarlos y adorarlos u odiarlos y denostarlos. Me inclinaría a pensar
que se trata de un fenómeno humano universal no sólo de masas, sino también individual. Lo hacemos con ídolos deportivos, como Pelé, Maradona o Messi, con estrellas
del espectáculo, como Elvis, Lennon o Bob Marley, y hasta con figuras destacadas de la
cultura, tal vez en distintos grados. Y lo hacemos en el anonimato de nuestra
cotidianeidad, siendo causa de equilibrio emocional o de un sentido de
desorientación vital y profunda carencia afectiva cuando reclamamos más de lo
que agradecemos de esas figuras que tenemos como padres, físicamente presentes
o no.
No hay historias más ricas que aquellas en
las que se nos presenta la trama de la relación paterno-filial. Siempre podemos
identificarnos con ellas, de un modo u otro, por similitud o franco contraste,
aunque de la nuestra no conozcamos el desenlace. Justamente hoy se leyó en los
templos Católicos de todo el mundo la bellísima parábola del hijo pródigo. Pródigo
es aquel que abandona a los de su sangre, malgasta su dinero
descuidadamente, para luego regresar convertido en una persona mejor
gracias a haber extraviado el camino del bien propio. Y tiene mucho que ver el
padre en este crecimiento que hace del hijo a un hombre que ya no depende de la
aprobación de la figura paterna que muchos seguimos procurando toda la vida.
Por eso, esta es la historia de un hijo, pero su padre juega un rol central en su desarrollo. El
vínculo resulta crucial en el devenir adulto del joven. Y aunque Bíblica, no se trata de
una historia moralista ni maniqueísta o en la que se ilustre el ejercicio de una firme
autoridad por parte del padre. Muy por el contrario, en esta parábola, se nos
presenta a un descarriado hijo menor que le pide a su padre la parte de la
herencia que le corresponde para irse de la casa paterna a una tierra lejana a
malgastar el dinero recibido en una vida licenciosa, dejando así vacante su
puesto de trabajo junto a su padre y su hermano mayor. Pronto se le acaba el
dinero y se encuentra en la necesidad de procurárselo, por lo que termina
trabajando para un hombre insensible que le ordena alimentar a sus cerdos, de
quienes llega a envidiar el alimento que toman. Es entonces cuando cae en la
cuenta de lo que ha perdido y lo añora. Así es que decide volver. Su padre, que
no había dicho nada cuando lo vio partir, sino que habilitó los medios para su
viaje iniciático de crecimiento personal, tampoco le reprocha nada al verlo
volver a la distancia. Se llena de alegría por el retorno de su hijo, que,
según el texto de Lucas, estaba perdido y ha sido encontrado, muerto y ha
vuelto a la vida, y manda a sus sirvientes a organizar una fiesta para celebrar
el regreso.
Se nos explica que es una historia de conversión.
Y más allá de toda su implicancia espiritual para quienes somos creyentes, la conversión
es el hecho que todo ser necesita transitar para crecer, y esto sucede
cuando nos convertimos en nuestros propios padres, capaces de pararnos frente a
los desafíos y cambios vitales sin el amparo de aquellos que nos dieron la
vida, pero haciendo uso de lo bueno y nutricio que nos han legado. Sucede cuando
dejamos de reclamar como niños lo que creemos que merecíamos o merecemos y por fin nos
animamos a vivir con lo que nos ha sido dado, pero más fundamentalmente, con lo
que hemos conseguido y construido por nuestros propios medios, por el hecho de ser quienes somos
y cuando en definitiva aprendemos a valorarnos más allá de la valoración que otros hagan de nosotros, sobre todo, nuestros padres. Es entonces cuando se produce el prodigio de la conversión más sanadora que existe, como la encarnaron Gandhi o Mandela, para dar tan sólo un par de ejemplos.
De todos modos, sin ese alejamiento previo de "la casa paterna", que
puede implicar equivocar el camino, sin esa confrontación o cuestionamiento con
lo que se espera de nosotros, a veces implícito, y sus consecuencias, sin llegar a aprender
de nuestros propios errores y tomar las decisiones vitales que necesitamos
tomar por cuenta propia, siempre dependeremos de una figura paternante que nos
marque el rumbo.
Escuchando hoy el relato pensaba que todos
desesaríamos tener un padre como el de la parábola, aunque debe haber muy pocos. Y además son muy pocos
los hijos capaces de tener la humildad de admitir que se han equivocado, de perdonarse por los errores cometidos y de valorar a padres para quienes valen simplemente por haberse encontrado a sí mismos, no como sus padres desean, sino en sus propios términos, y por el mero hecho de estar vivos y no por ser una continuación o "una versión mejorada" de sus propias vidas. Tal vez sea la inmadurez del género humano, la falta de buenos padres y de hijos capaces de madurar para convertire en sus propios padres ante esta carencia, lo que mejor
explique los fenómenos de líderes paternalistas como los que estamos viendo hacer historia
por estos días y las búsquedas y desencuentros de nuestras propias historias
vinculares que tan profundamente nos marcan. Es claro que necesitamos
evolucionar mucho más como especie y como individuos para merecer
"padres" que no abusen de su autoridad y no interfieran con nuestro
crecimiento personal.
A boca de jarro