"El descendimiento", Roger Van der Weyden |
"El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada."
La Biblia, Juan 20, 1.
Soy una mujer de fe. Me han transmitido la fe que profesé a lo largo de mis días seres entrañables que me enseñaron a amar amándome desde sus humanas limitaciones y la profeso transitando diferentes relieves: a veces desde los valles, otras, escalando las empinadas montañas de los desafíos que se me presentan, aferrrada a ella como a un arnés, de puro cobarde, una fe miedosa pero humana al fin, y otras desde la aridez de desiertos en los que parece diluirse y perderse como granos de arena entre los dedos.
Este último año ha puesto prueba a mi fe como ningún otro y ha sido parte como una montaña, parte como un desierto. Me enfrenté a la enfermedad de seres queridos que emergieron airosos y siguen peregrinando y me pasó lo que no esperaba a estas alturas del viaje, por pura soberbia: enfrentarme con la enfermedad propia. Tengo la fortuna de no haberme encontrado con un enemigo letal, sino poco familiar, tanto para mí como para los que se asume como bastiones de contención y apoyo en estos escollos: los médicos.
En los últimos cuatro meses realicé un vía crucis por media docena de profesionales médicos, especialistas superespecializados que me desorientaron más de lo que los síntomas me desconcertaban. Y no los culpo. La medicina finalmente se ha convertido en una ciencia fragmentada que observa a cada ser bajo un minúsculo microscopio en una de sus partecitas dolientes y el resto del cuerpo es enviado a otro especialista que se encarga de observar ese otro pedacito del cuerpo del cual sabe, y así vamos pasando las estaciones de nuestro vía crucis de padecimientos con más dudas y miedos que certezas. Creo que todo esto me enfermó más que la enfermedad misma. Además de la lotería biológica y la herencia, que nunca es un millón de dólares en mi caso, mucho de lo que me enfermó se debe a los efectos de cargar con una cruz que resulta a menudo demasiado pesada, tuve que admitirlo, aunque me creía todopoderosa.
Tanta fragilidad laboral, económica, social, tanta incertidumbre, tanto hacer agua en un desierto terminó por secarme. Y según me explican algunos, lo mío, seguramente un síndrome autoinmune, se ha hecho muy común, sobre todo en mujeres de cuarenta y aún más jóvenes, que hemos comprado este arma de doble filo que implica obtener y mantener cierta independencia en el plano económico y autorrealización en el profesional, pero que también queremos seguir siendo las madres y esposas que eran nuestras abuelas. El peso adaptativo de una vida de ajetreo sin tregua y acumulación de tensiones se llama precisamente "carga alostática" y su costo es la salud. Pero resulta que para curarme, la aumenté en lugar de alivianarla.
Empezó todo con un oftalmólogo que me vio por una queratitis reticente, refirió ojo seco y me derivó al reumatólogo. El reumatólogo pidió una batería de análisis que no arrojaron un resultado certero del diagnóstico presuntivo y quedamos en seguir explorando más adelante. Además abrió el abanico a otras rarezas, como una posible celiaquía o una mala absorción de ciertos nutrientes.
Luego me fui a ver a una endocrinóloga porque mi cabello caía como las hojas de los árboles de este bello otoño, pero no me resultaba en lo más mínimo bucólico. Se me estudió la tiroides, se detectó la presencia no alarmante de ciertos anticuerpos, un agrandamiento de la glándula y combinamos repetir las pruebas en tres meses. Me fui entonces a una dermatóloga que frenara de alguna otra forma que no fuera con el suelo la caída de mi pelo. Me recetó medicación hormonal, un suplemento de aminoácidos y dos lociones que me aplico a diario. Difícil no sentirse enferma viviendo de este modo o pensar en qué sería de mi y de mi bolsillo, gastando fortunas en remedios, mayormente cosmetológicos, cuando envejezca. Naturalmente comencé a sentirme seca, vieja, algo muerta en vida. Mi piel comenzó a reaccionar diferente al sol, al contacto con el desodorante, al perfume que adoro, al maquillaje de siempre. Tuve que adquirir nuevos productos especiales para pieles hipersensibles e ir cambiando mis maquillajes por otros más costosos e hipoalergénicos que no me hicieran brotar en sarpullidos y enrojecimientos inusuales.
De allí me fui a la ginecóloga, ya que la endocrinóloga estuvo de acuerdo con el oftalmólogo y la dermatóloga en que la causa de todos mis males podría ser también la menopausia, y si bien la idea no me resulta del todo ajena, tengo 44 años y hasta ahora ningún indicio de irregularidad que indique siquiera la entrada a esa etapa. Se supone que desde el comienzo del climaterio hasta la menopausia pasan años, al menos, largos meses: no era posible que todo estuviese pasando en cuestión de semanas. Pero a palabra de médico no se le miran los dientes. Allí fui y, según ella, nada que ver con la menopausia todavía. Faltaba la gota que rebalsó el vaso: el estomatólogo, quien supuse definiría el diagnóstico del síndrome de Sjögren, que en principio me dijeron que padezco, ese mismo día, con una biopsia de glándula salival.
El señor me recibió en su lujoso consultorio céntrico, rodeado de títulos y distinciones, y luego de una mañana de trámites, una hora y media de viaje y veinte minutos de demora en el turno me dijo que el procedimiento debería pautarse para otro día ya que era quirúrgico y requiere de anestesia y sutura. Se realiza una pequeña incisión en la parte interna del labio inferior para extraer una muestra que debería llevar yo misma a un patólogo, quien determinaría si tengo un gran, mediano o pequeño Sjögren, que, de todas formas, no tiene cura. La intervención es minúscula pero produce inflamación, se aplican dos o tres puntos en una zona que puede infectarse fácilmente y causar más molestia y dolor del que convive conmigo desde junio del año pasado, cuando empezó este malestar bucal y me vio mi odontóloga de toda la vida. Ella le restó importancia al cuadro, me recomendó tomar mucha aguita, consumir caramelos ácidos, lubricar bien los labios, incrementar la dosis de tranquilizantes y hacer terapia. A terapia no fui. Gracias que siendo hija y hermana de médicos clínicos ya trancé con la homeopatía. Desde luego, la biopsia quedó en stand-by: dudo que me la vaya a hacer. Según el catedrático estomatólogo, la molestia post-quirúrgica se pasaría con mucho helado y sin hablar. El pequeño inconveniente es que trabajo con la boca enseñando inglés. Además la inflamación de encías y molestias bucales que parecían responder a una condición conocida como xerostomía, o boca seca, no le pareció ser tal, por lo cual me derivó a... ¡un periodoncista!
Esa tarde salí del consultorio, me metí en un colectivo abarrotado, palpé el caótico interior de mi cartera para desenterrar la batería de lágrimas, gotas y ungüentos oftálmicos con los que iba armada a todas partes y me di cuenta de que no estaban allí, sino que habían quedado en mi heladera, que con el correr de las semanas se había convertido en la de una farmacia. Hacía medio día que no me aplicaba gotas y no se me había caído un ojo. Mis dedos se encontraron con un espejito con el que andaba peleada. Lo saqué en medio del colectivo lleno, me miré los ojos con toda la objetividad de la que soy capaz y noté con alivio que eran los de siempre: ni más ni menos rojos que de costumbre. Me miré a los ojos. Eran los ojos de Fer, los ojos que hablaban de un alma enojada, agobiada, asustada, triste, hambreada. Fue una liberación encontrarlos ahí, como un morir y volver a nacer. Cuanto más siguiera así, más me haría dependiente de tanto médico y tanto remedio y más enferma me sentiría. Así que allí mismo, justo a la altura de Parque Centenario, camino de vuelta a casa, decidí parar. ¡Basta de médicos por un tiempo!
Sigo usando la medicación de acuerdo a las necesidades. Voy aprendiendo a sintonizar con mi cuerpo, a escucharlo y decodificar lo que necesita. Me di cuenta de que ante todo mi mente necesita tranquilidad, aceptación y no desesperación. No me estaba muriendo, aunque se sabe que morimos un poco cada día. Así sentí que renacía a una nueva vida, ya no la de antes, pero tampoco una vida enferma. Simplemente una vida que, como reza una cita que encabeza a un sitio de Sjögren que visité muchas veces para aprender sobre mi presunto mal, deberá ser vivida como tal, no como una enfermedad. La cita es de Gustav Jung, un maestro para mí en mi transito por la vida adulta, y su eco fue lo que finalmente me hizo resucitar.
A boca de jarro