domingo, 5 de mayo de 2013

El libro más leído y vendido de todos los tiempos (Retocada)

    


"El descendimiento", Roger Van Der Weyden


  Me comentaba Julia en la entrada anterior, que abre con una soberbia cita Bíblica, como tantas que hasta usamos como expresiones idiomáticas en nuestra cotidianeidad ignorando su fuente, que ella no cree en el Dios que le hicieron conocer las monjas con quienes convivió en su infancia, que en el tema de Dios, no está de acuerdo conmigo porque le falta esa fe que yo tengo, ya que la suya quedó entre los muros de ese colegio de monjas y no la ha recuperado. Antes de eso, Temujin decía en una de sus entradas cargadas de humanidad y humor, que el Apocalipsis es un dislate escrito en estado de embriaguez por Juan. 

  Yo no soy una chupa cirios, que se entienda bien, ni siquiera soy de las que van a Misa todos los domingos y mucho menos de quienes andan con La Biblia bajo el brazo como tantos Protestantes que vienen a tocar el timbre cada dos por tres a las casas de mi barrio intentando evangelizar, y no los juzgo. Se nos suele juzgar mal a los Católicos por no hacer lo mismo. Los Evangelistas y Testigos de Jehová que me tocan el timbre son gente respetuosa y respetable, que hace los sábados lo que cree debe hacer con su fe. En cuestión de creencias, soy muy tolerante, abierta y curiosa. Es más, diría que las mayores religiones del mundo tienen más puntos en común que divergencias que nos nutren, por eso me resultan incomprensibles las guerras de religión, así como todas las guerras.

  El viernes por la noche escuchaba en televisión argentina a Rosa Montero, a punto de lanzar un ciclo acá. Y entre tanto de lo muy interesante y sensato que dijo, le escupió al chato panel de periodistas locales, ante la pregunta típicamente psicologista que solemos hacer los argentinos, para quienes la psicología es religión, que ella era perfeccionista y obsesiva en su trabajo no por una crisis de angustia y ansiedad que confiesa haber padecido y que la llevó a superar su miedo al miedo, con lo cual me sentí ampliamente identificada, sino porque cree que carga, como tantos de nosotros, con esa pesada mochila de la culpa judeo-cristiana que es parte de la idiosincrasia hispana. 

  Siempre digo que mi fe es una fe miedosa, y no me siento orgullosa de eso: me da culpa. Me aferro a Dios en los momentos oscuros y les prendo velas a todos los Santos cuando siento que los necesito para que me resuelvan asuntos que debo resolver yo, pero también siento a Dios cerca en los momentos de plenitud y felicidad, porque concibo a Dios como amor, desde el sentido más carnal y mundano hasta el más sublime y místico.

  Le decía a Julia, a quien le encanta leer, que La Biblia es el libro más leído y vendido de todos los tiempos, el best seller más relevante de la historia, no por su contenido religioso, creo, sino porque se trata de una completísima galería de modelos de conducta humana que nos sirven como espejos. La Biblia me parece un libro fenomenal, más allá de sus implicancias religiosas, debido a que está cargada de relatos simples, alegóricos, riquísimos y aleccionadores. En ella hay profetas, locos, cobardes, puros de corazón, corderos, chivos expiatorios, sordos, ciegos, leprosos, pescadores, prostitutas, adúlteros, ricos y pobres, pobres de espíritu, poderosos de turno, traidores, madres y padres, hijas, hijos e hijos de puta: tal como en el mundo real. Y de eso se puede aprender mucho. Es un libro que, como cualquier otro libro considerado sagrado, vale la pena ser leído aunque no creamos en ninguna divinidad. De ahí proviene su popularidad en ventas y su vigencia y convocatoria a través de los siglos.

  Yo nunca llegué a leerla entera y lo que realmente me movilizó lo leí de grande. Por ejemplo, siempre recuerdo el pasaje del Nuevo Testamento en el que Isabel, prima ya entrada en años de María, madre de Jesús de Nazaret, y su esposo, Zacarías, deseaban tener un hijo aunque ya habían perdido las esperanzas por su avanzada edad,  y lo que sucede cuando se entera el hombre de que sería padre del que fue llamado Juan el Bautista. No debe ser fácil luego de haber esperado toda una vida tener un hijo como el Bautista,  para la historia, un predicador judío, considerado como profeta por tres religiones, el Cristianismo, el Islam y la Fe Bahá'í, además de mesías por el Mandeísmo. Como hijo, un loco lindo que abandonó a sus padres mayores para vivir en cuevas en medio del desierto anunciando a gritos pelados la llegada de quien él creía era verdaderamente el Mesías y al que decía no ser digno de atarle las cuerdas de sus sandalias. Un segundón, diríamos hoy, ¿no? No tomaba alcohol, vestía pieles de animales salvajes, se alimentaba a miel y leche y bautizaba a multitudes que lo iban a conocer por su carisma y su pasión o por su reviro místico, no medicable entonces, al Río Jordán, donde les rogaba que rectificaran sus caminos, aunque simplemente era una voz en el desierto, según Juan, el evangelista de mayor vuelo poético de todos. Fue arrestado por el libidinoso, desconfiado, ambicioso y envidioso Herodes Antipas y por pedido de la desgraciada de Salomé, su mujerzuela, que pidió su cabeza entregada en una bandeja de plata y se salió con la suya, dando comienzo con este bestial decapitamiento a la vida pública de Jesús y dándonos a nosotros un motivo de festejo, pobre tipo, ya que la noche del 23 de junio, víspera de su fiesta, se realizan las famosas hogueras de San Juan, sobre todo en Alicante y en  La Coruña, declaradas de interés turístico nacional y donde me encantaría ir por unos ricos vinos, unas cuantas cañas y unas buenas tapas. El tema es conseguir los euros para hacerlo con la devaluación del peso que nos corta la cabeza y los pies a los argentinos, como diría Maradona, en una de sus tantas argentinadas, pero cuando se quiere, se puede...






"Salomé con la cabeza de San Juan Bautista", Caravaggio


  Retomemos lo espiritual. Yo apuntaba a Zacarías. La historia de este hombre me estremece. Se cuenta que era todo un señor grande e importante, un sacerdote judío, un ejemplo y modelo para su pueblo. Pero parece que cuando se le apareció el arcángel Gabriel, que era nada más que una luz resplandeciente proyectada desde una nube sonora, un efecto 3D al mejor estilo Pixar si se quiere, para darle las buenas nuevas de ese hijo que tanto deseaba darle su mujer y no podía, a un sacerdote judío cuyo mayor sueño en la vida debía ser un hijo varón, el hombre se quedó duro. Dudó de la palabra celestial, él, que era sacerdote, y por eso enmudeció  hasta  después del nacimiento del crío. Recuperó el habla el día de la circuncisión, ocho días después del nacimiento, como mandaba la ley, mientras se debatía su nombre. En medio del debate, él atinó a escribir en una pizarra «Su nombre es Juan». Y recién entonces recuperó el habla.


  Yo no leo en este relato un castigo divino, como me enseñaron las monjitas de mi colegio. Yo creo que a Zacarías le pasó algo mucho más pedestre: se quedó mudo de un susto. ¿A quién  no le pasó igual alguna vez? Yo quedé muda el día que me hicieron la ecografía que confirmó que mi primogénito era varón. Me mostraron su miembro, bueno, su pirulín, en la pantalla del ecógrafo y me quedé helada, vaya a saber por qué. Me asusté como Zacarías. Me parecía que una nena sería más entendible para mí, más fácil de criar: todos buscamos lo que creemos más fácil, pero viene lo que toca, la suerte es loca. Además, todos me decían que tenía la panza redonda de llevar una nena adentro, que mi cara delataba su sexo y de golpe: ¡zas! Varón, dijo el poco angelical ecografista, bastante antes que la partera. Y se me pasó el susto recién cuando el obstetra lo sacó de mi vientre y me lo acercó cubierto de mis fluidos y tembloroso, una bolita de carne humana de dos kilos cien, con unos ojos aturquesados que se abrieron de par en par y se clavaron de por vida en los míos, y fue recién entonces cuando recuperé el habla y el coraje de ser su madre, aunque todavía hay días en los que me deja sin ambos, tanto como su hermana.


  Cuentan mis padres que cuando yo me estaba largando a hablar, y hablaba hasta por los codos como ahora, alguna de todas mis tías abuelas gallegas sin hijos que me adoraban y malcriaban, me dijo alguna cosa que no llegaron a escuchar ellos, del estilo de:

-"Mira, Fernandita que si no me das un besito, viene el hombre de la bolsa y te lleva con él." 


  Enmudecí del susto, no por minutos ni horas, sino por semanas. Mi mamá me preguntaba de todo y yo le contestaba con la cabeza, y mi viejo le decía que no insistiera, que ya se me iba a pasar solo, pero como buen padre y médico, se preocupó y se ocupó de hacerme ver por un pediatra de su confianza, del cual conservo aún el recuerdo: su altísima estatura, la camilla enorme y gris como su cabellera, su consultorio sombrío que olía a gas de la estufa encendida y a consultorio, como el de papá en casa, y la cara de consternación de mi viejo, que era joven entonces y muy pintón, como hasta hoy. Todavía a veces sueño con ese episodio.

 No recuerdo exactamente qué me dijeron o qué me pasó que me dejó muda, pero seguramente fue algo que para mi mente infantil era el equivalente al mensaje de un ángel en 3D como el que recibió Zacarías, ya adulto. Yo no sabía escribir, así que me comunicaba por gestos. Lo que sí se es que, desde entonces, la expresión más audible de mis miedos y mis angustias es el silencio. Cuando callo, es porque estoy verdaderamente en un pozo de angustia, con esa sensación de angostamiento en la garganta que no deja fluir el habla que es clara y fuerte cuando estoy en la superficie. Es obvio que Zacarías se quedó mudo del susto por el cual se vio superado, por más fuerte que fuese su fe. Una cosa es la fe y otra muy distinta es la repuesta inmediata y visceral, humana, al enterarte de que vas a ser padre cuando no lo esperabas por estar más cerca del harpa que de la guitarra.

  Como este relato, hay cientos en ese libro tan vapuleado, mal entendido y subvaluado como el peso argentino que nos pueden servir de espejo. A veces siento que muchos creen que La Biblia es un desfile de santurrones que a todo decían que sí y todo lo hacían bien. Sería una pena asumir eso y perderse de ver todas las miserias maravillosamente humanas que allí se exponen: María con sus dudas y su largo diálogo con el ángel en Los Evangelios Apócrifos, muy dignos de ser leídos, es otra prueba de que no era la sumisa doncella que nos hacen adorar, sino una joven pensante que se vio venir lo peor al saber que estaba embarazada siendo que no estaba casada, y se tuvo que tomar el raje a lo de Isabel a lomo de burro para que no la mataran a pedradas, como era la costumbre en esa época. José era un carpintero que entendía de muebles, un hombre entrado en canas que querría una mujer para que lo cuidara y lo auxiliara en sus últimos años, y se tuvo que tragar el sapo del embarazo sin comerla ni beberla, pero le dio vueltas al asunto que no le gustó nada en principio. Tuvo que hablarle otra voz del más allá en sueños para que le entrara sin haber entrado. Juan sería poeta e idealista, pero era también lo suficientemente joven, inconciente y corajudo como para acompañar en la crucificción y dar la cara mientras sus amigos se quedaron escondidos. Pedro es la piedra sobre la cual Jesucristo edificó una humana e imperfecta iglesia, porque se tuvo que quebrar tres veces antes de hacerse lo suficientemente fuerte para ser la piedra angular sobre la cual se construyó algo que parece que está siempre a punto de caer.

  La verdad es que no se si Juan y los Evangelistas escribían embriagados. Le daban lindo al vino por entonces, igual que hoy. Pero si así fuese, "In vino veritas", como decían los romanos. Lo que sí se es que La Biblia es una fantástica alegoría en muchos tramos y no comprendo por qué nos derretimos por los mitos griegos y romanos, las leyendas aborígenes, las fábulas de Esopo, los libros de psicología, de Luise Hay, Osho, Chopra y
Sri Sri Ravi Shankar, que la levantan en pala, no como los cuantro Evangelistas precisamente, mientras dejamos La Biblia junto al calefón.
                                

                                    
                                                        "La incredulidad de Santo Tomás", Caravaggio.


A boca de jarro

miércoles, 1 de mayo de 2013

Mayo, Mes de la Palabra: Por amor a la palabra

 

             "Ἐν ἀρχῇ ἦν ὁ Λόγος, καὶ ὁ Λόγος ἦν πρὸς τὸν Θεόν, καὶ Θεὸς ἦν ὁ Λόγος."

             "En el Principio era la Palabra, y la Palabra estaba ante Dios y la Palabra era Dios"

                                                   (Evangelio de Juan, 1:1)
  

  Hace unos días un autor de blog a quien admiro y valoro, Spaghetti, no sólo por su bitácora (tal como me enseñó a llamar a los blogs otro amigo, Luis Antonio, un purista de la lengua de Cervantes), y por su alma azul, que se transluce en sus escritos que cobran vuelo poético y dan rienda suelta a una imaginación potente para la ficción, sino además por cada uno de los comentarios que tiene a bien verter en este jarro, aunque no sean siempre complacientes con mis opiniones a boca de jarro, como pasó cuando dejé de fumar. Con el cariño que impregna su visión de subjetividad lo que aquí lee, como nos suele pasar a tantos que blogueamos con el corazón abierto, encariñándonos con quienes interactuamos virtual pero profundamente en nuestros espacios de libertad expresiva y creatividad sin límites, me prodigó elogiosas palabras, de las cuales en verdad no me siento merecedora, acerca de una entrada que le gustó. Comentaba algo así como que mis letras "son un ejercicio literario tanto en el fondo, como en la forma, que todo sigue una línea clara" y que, como escritor que es, sabe "lo muy difícil de escribir tanto y tan intenso" y que sólo lo podemos hacer quienes tenemos "ese don que nos dio el cielo". Yo no me siento escritora, pero sí creo que tengo un don para la palabra que me ha dado Dios, a quien concibo como fuente inagotable de amor. La palabra es amor y escribo por amor a la palabra.

  Como es costumbre de la casa, le contesté profusamente, diciéndole que valoro inmensamente este intercambio nuestro y que siempre recuerdo lo que me costó lograr hacerle venir a este jarro que moldeo a pura intuición. Admito que a veces salgo a buscar a ciertas personas que realmente me interesa tener como comentadores dado que los considero un lujo, como a Isabel Martínez Barquero, con quien no me animaba, ya que es escritora de verdad. De letras no estudié más que lo que me enseñaron a admirar lo que hacen ciertos grandes escritores. Tuve la fortuna de dar con buenos maestros de literatura en mi paso por el colegio secundario y el profesorado de inglés, quienes me educaron para ver las maravillas que se construyen a base de palabras, a deleitarme con esas poderosas obras arquitectónicas con todos los sentidos. No me siento una trabajadora de la palabra, aunque enseño inglés: siempre me gustaron, siempre me atrajeron, mucho más que tantas otras cosas que intentaron enseñarme en vano. Entablo un juego amoroso con ellas que me divierte y me sana.

  Lo que más disfruto en realidad es la enorme libertad que me permiten de expresarme y de comunicarme con almas sensibles y afines, muchas menos de las que se cuelgan debajo del la imagen de Dalí a veces simplemente para decir "Aquí estoy", o que eligen leer en silencio sin comentar, lo cual no juzgo: cada quien tiene su modo de bloguear. Algunos de los que aportan significativamente aquí ni siquiera figuran en ese cuadro de seguidores y no me importa en lo más mínimo: es el caso de Joselu, un hombre con quien he tenido acuerdos y desacuerdos siempre respetuosamente y quien, además de enriquecer mi visión del mundo, recomendarme buenas lecturas y enviarme links y mails, me ha enseñado mucho sobre el arte de bloguear de manera absolutamente desinteresada. Otro así de valioso es Dr. Krapp, que tiene una visión clarísima de mis sombras que inevitablemente se filtran en mis escritos, y nunca yerra ni en el diagnóstico ni en el tratamiento para los males que ventilo aquí, como buen médico de almas. También él me deja regalos en forma de videos para ver que he colgado varias veces después de publicar una entrada por lo que suman a lo que he intentado plasmar. Debo nombrar a Julia, seguidora desde hace tiempo, que me sorprende con sus destrezas manuales, don que me ha sido negado, y que ofrenda sabias palabras de mujer a mujer en cada aporte aquí y regala poemas y extractos de libros desde su lugar que luego obtengo, leo y disfruto enormemente. No me puedo olvidar de Rosa, simpática, empática e incondicional en sus intentos por enseñarme diferentes saludos en catalán, a Alson, de pocas y contundentes palabras, pero de férrea presencia, a Maru, que me enseña tanto de arte en su interesantísimo blog, a Lore, que me banca desde el principio y siempre tuvo palabras de afecto, apoyo y contención, tanto como Moni, que hace tiempo que no viene, igual que Neuriwoman y Víctor, y me tienen preocupada, no porque no vengan o publiquen asiduamente, sino porque me sucede que pienso en ellos y los imagino en el mundo real, tal vez con dificultades que los apartan momentáneamente del virtual, y me interesa saber de ellos como seres humanos. Me pasa eso: soy querendona y no puedo evitar entablar un vínculo afectivo con ustedes, y eso es lo que más valoro de llevar un blog.
  
  Sigo con interés blogs de ficción que leo con cholula admiración porque, como dije, nunca pude escribir nada que no estuviera basado en una vivencia real, tanto que a veces me siento demasiado expuesta en lo que plasmo, porque es mi vida: es el caso de Mirella, de Dana, a quienes me cuesta comentar porque no sé si aclaro u oscurezco. Hay poco que agregar a ese mundo de fantasía invaluable. Del mismo modo me sucede con los de vena poética o metafísica, como Marinel y Antonio, con los bastiones de la sabiduría, madurez, sencillez, la humanidad más enternecedora, el sentido común y la opinión concienzuda, como Lola, Manuel, Pedro y el temido por mí Temujin, a quien le voy perdiendo el miedo y se me hace un tierno de opiniones fuertes y acertadas, y con jóvenes brillantes y soñadores pero que pisan fuerte y tienen un promisorio futuro con las palabras, como Diego.

  Algunos de ustedes tienen en sus espacios libros enteros absolutamente publicables, letras pulidas que vuelan y estremecen. Éste, en cambio, es un simple jarro de barro que voy moldeando con mis manos a fuerza de pura inspiración, vivencias y opiniones. Mis entradas ahora suelen arrancar temprano a la mañana, cuando hay aún silencio y tranquilidad en el hogar, los días en los que no salgo a trabajar al instituto. Parten de un sentir, una idea que me asaltó antes, de vuelta del trabajo la noche anterior, sentada frente al televisor, con un libro en la cama, leyendo el diario o en sueños. Me siento frente a la compu entre medio de mis quehaceres cotidianos, escribo, voy y vengo por una taza de café o té, o por un cigarrillo (porque lamentablemente, he vuelto a fumar, en un intento erróneo por torear a mi dramatizada enfermedad y hacerme humo cuando me entró el agua en casa, lo confieso, aunque sé que decepciono a unos cuantos al hacerlo...). Lo que empecé a escribir antes del desayuno, lo releo y hago un alto. Preparo el desayuno familiar y las colaciones que se llevan, comparto el desayuno con los míos, les digo chau, un besito y sigo. Me quito el pijama, me meto en ropa cómoda, salgo a barrer la vereda, pongo a lavar la ropa, releo y continúo. Tiendo la ropa al sol y me desperezo en la terraza, me como una galleta dulce, a veces toca otro lavado extra y voy cerrando. Busco imágenes, ya después de alguna compra, la limpieza básica de baños y acondicionamiento de habitaciones, mientras preparo la comida y antes de que lleguen los chicos del colegio: eso me insume tiempo, pero me fascina. A veces llego un poco tarde al cole a retirar a la más chica porque me olvido del tiempo. Es maravilloso lo que las imágenes pueden decir, tanto más que las palabras. De eso ustedes también saben y algunos mucho. Todo este proceso no me resulta ni difícil ni trabajoso: fluye. Necesito expresarme así y comunicarme con seres afines tanto como un jarro necesita de agua para no estar vacío y meramente de adorno. Sé que me entienden bien en esta necesidad. Tan poco trabajo me representa llevar adelante el blog que comenzó allá por el 2011 por falta de trabajo, justo después de que a mi compañero de vida desde hace veinte años y padre de mis dos hijos lo echaran a la calle sin previo aviso un fatídico 27 de diciembre. Desde entonces, no paré de escribir. Escribo para refugiarme del trabajo y del mundo allá afuera y pensar sobre él desde un lugar calentito que se me hace seguro y con la distancia óptima que me ampara de su vorágine desde mi ventana.



  El mayor placer llega al concluir la entrada y apretar la opción "Publicar", absolutamente gratuita y orgásmica. Es un momento de enorme alivio y alegría por la culminación, probablemente comparable a lo que sentiría John Milton, aunque salvando la abismal distancia de tan gran escritor de lengua inglesa, cuando decía que se levantaba temprano por la mañana a escribir "wanting to be milked" ("necesitando ser ordeñado"), y eso que era hombre y jamás había amamantado, pero escribía en la campiña, rodeado de naturaleza, como tantos soñamos poder hacerlo. Ahora, como adulta, pienso que además hay una sana connotación sexual y sensual en su metáfora. He ahí el poder de la palabra y el enorme  privilegio de escribir. Y finalmente llega el deleite, que se va paladeando de a poco como el buen vino y nutre como el guiso de mi abuela, de recibir comentarios y ver qué efecto causó lo que una dejó fluir libremente en medio del trabajo cotidiano. Mis respuestas a los comentarios suelen ser tan extensas como mis posteos, y es que me encantaría charlar horas enteras con personas como ustedes en un café o en un bar, pero sólo está Blogger: mejor dicho, por suerte está Blogger. Lamentablemente, es difícil encontrar en el mundo real gente con quien me entienda tan bien y me sienta tan a gusto, y eso que somos tantos.

  Así es que hoy, en el día en el que el mundo celebra el trabajo, que en casa agradecemos ahora que lo tenemos y lo valoramos porque ha faltado, como les sucede a millones de almas con quienes me hermano hoy y cada día, yo celebro lo que hago cuando no trabajo y que ustedes enaltecen al pasar por aquí y al darme cabida en sus propias bitácoras, simplemente por amor a la palabra. Por todo eso les doy las GRACIAS a todos, a los que han quedado enlazados a estas palabras y a los demás, a los de ahora, a los de antes y a los de siempre, y les deseo un buen descanso en el Día del Trabajador.


A boca de jarro

miércoles, 24 de abril de 2013

Hoy es día de perfumes, colores y relojes

  
Pierre-Auguste Renoir - Niña con regadera - Google Art Project

 Hoy hace diez años nacía mi segunda y última hija. Era un día gris, con los árboles pesados de hojas doradas y rojizas. Amanecí antes del alba, igual que hoy, pero ella no tenía apuro ni urgencia por asomar, como el sol de otoño que se hizo desear esa mañana. Todo se planificó prolijamente por el obstetra a cargo, a quien había acudido por recomendación. El referente me aseguró que era "un capo", y yo entendí erróneamente que era lo que necesitaba, porque tenía miedo de reincidir en la maternidad. Había tenido complicaciones pre y post parto la primera vez, aunque no las dimensioné como peligros hasta bastante después que pasó la euforia de tener a mi primogénito prendido a mi, mamándome hambreado por su bajo peso debido a la preclampsia que padecí y que me dejó enclenque por un buen tiempo.

   Costó tomar la decisión de traer a esta hija al mundo, una nena de ojos grandes y piel muy blanca, tal como la soñaban su papá dormido y su mamá despierta. A mí me daba temor y su papá sentía que se había quedado sin respaldos materiales para sostener a esa familia que anhelábamos, con todos nuestros ahorros atrapados en el corralito del 2001. Le habíamos visto la cara a la depresión por primera vez y aunque no la parí, ya que nació prolijamente por cesárea por orden del obstetra "capo", para quien yo, con mis treinta y cinco entonces, era una mamá añosa cuyas ñañas se curarían con un parto fríamente calculado y agendado de antemano según su conveniencia. A pesar de la impecable cesárea, pujé bastante antes del día de su llegada al mundo para que viniera. Diría que mi trabajo de parto empezó un año y medio antes de concebirla. Tuve que convencer a este duro e hiperrealista hombre a quien amo de que el sustento más importante para nuestra cría ya estaba en casa, en nosotros, que la deseábamos y la soñábamos.

  Cinco años se lleva con su hermano mayor. Cinco años fue lo que nos tomamos para animarnos. Cuando finalmente lo hicimos, con el corazón más que con la cabeza, estábamos seguros y plenamente concientes de lo que se nos venía. Es que hay que animarse a traer hijos a este mundo. Sobre todo cuando ya se ha traído uno. El segundo hijo no se tiene con la fresca y alegre inconciencia de la primera vez. Se sabe lo que se va a disfrutar tanto como lo que se va a sacrificar, y está el otro hijo de por medio, en quien se piensa porque parece imposible ser capaz de amar a alguien tanto como se lo ama a ese ser. Y sin embargo, brota amor por doquier cuando llega esa carne perfumadita de vida una mañana de abril.

  Mi hija es eso en nuestras vidas: un brote perfumado, amoroso, tierno, sensible, entrañable. Hoy le regalo un perfume como símbolo de su efecto en nuestras vidas. Una gota de esta nena, que está creciendo y dejando de serlo, basta para aromatizar el día. Su fragancia es dulce, querendona, persistente. Y le regalamos un reloj, signo de que el tiempo pasa y de que son los hijos quienes nos obligan a ver lo cambios en ellos y, por ley vital, en nosotros frente pero no enfrentados al espejo.

  Sin embargo, ella se toma sus tiempos, a veces como queriendo detener el irrefrenable avance de las agujas de ese tirano impiadoso. Estira su niñez lo más que puede en estos tiempos en los que a las nenas ya las disfrazan de modelitos de pasarela con una precocidad lastimosa, les hacen spa de princesas con maquilladoras profesionales para festejar sus cumpleaños desde mucho antes de cumplir la década y les sacan las muñecas para reemplazarlas por figuritas y pósters de íconos de moda locales o foráneos, carentes de sustento, proyectando una vida irreal que les puede hacer mucho daño si no se les avisa suavemente que la vida no es un cuento rosa.


  Muchas veces, allá por los comienzos de este espacio, compartí mis preocupaciones y desvelos por esta hija. Se nos pronosticaron problemas de aprendizaje cuando estrenó su escolaridad formal, a los treinta días de haber comenzado su primer grado. Se nos alertó acerca de los supuestos peligros de su resistencia a "crecer". Y como buenos docentes y malos padres, creímos en la palabra de la señorita maestra, que se animó a diagnosticar, a etiquetar a un ser humano como todos, con su maravillosa e imperfecta singularidad en plena metamorfosis, en lugar de confiar en nuestro instinto y en las sonrisas que esta nena dibujaba día a día en los rostros de todos los que la queremos bien, porque todos los niños son "pintadores de sonrisas", cada uno con la paleta de colores que Dios le dio, aún cuando nos pescan sumidos en las lógicas preocupaciones que la vida adulta y ellos mismos nos causan.


  Tuvimos dos largos años en los que velamos sus noches por problemas de sueño causados por la ansiedad que la exigencia de la escuela representaba en su mente infantil. La hicimos ver por tres profesionales de la psicopedagogía infantil y una pediatra y médica unicista, quienes nos tranquilizaron y nos confirmaron lo que ya sabíamos: que esta maestra necesitaba un buen par de gafas de aumento para ver el potencial de su alumna, abrumada con tanto culo en la silla, cuaderno, pluma, tarea y zapatos de cuero pesados que se quitaba en plena clase para el espanto de su señorita maestra, extrañando el patio de juegos de su jardín de infantes, donde jugaba libre, feliz y descalza y al que, desde luego, no la llevaron nunca más, porque ahora era "una nena grande". Se nos tiraron rótulos con los que muchas veces se enferma a una familia entera tanto como se atenta contra la plenitud del mundo de la niñez: que timidez, que falta de autoconfianza, que déficit de atención con hiperactividad (T.D.A.H.), que disgrafía, que dislexia... Ninguno de esos fantasmas se materializó, tal vez gracias a no creerlos reales nosotros, sus padres, que hicimos mil y un conjuros para hacerla sentir cómoda en sus zapatos y le permitimos seguir andando descalza en casa y en la plaza los domingos por tanto tiempo como deseara, aunque hiciera frío allá afuera. 



  Desde entonces, andamos un poco reñidos con la escolaridad que se les plantea a nuestros hijos. No entendemos bien lo que enseñan los maestros, siendo que nosotros somos padres y maestros de otros niños un poco más grandes. Los embullen con conocimientos para los que aún no están listos, porque no se puede apurar a la biología, no hay caso. Pero de eso parecen saber poco. Y porque la lección más importante que debemos enseñar en casa y en el aula es que cada ser vale mucho más que su diagnóstico psicopedagógico, sus habilidades y destrezas, su rendimiento y su asertividad frente al mundo. Cada ser vale por su fragancia esencial, esa que, cuando es de la buena, brota, persiste y perfuma más intensamente con el inexorable avance de las agujas del reloj.


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