domingo, 16 de diciembre de 2012

Querer la cosa y no ser la cosa




"Quiero la cosa, pero no ser la cosa."  Fernando Savater



  "Lista de motivos para festejar", "Un regalo para cada uno",  "Tiempo de compras", "El arbolito espera llenarse de regalos", "... un sinfín de opciones para agasajar a chicos y grandes", "... recetas y otras claves para una gran Nochebuena"...  Así nos venden la Navidad por estos días en esta tierra. 



  Más allá de la situación económica en la que cada uno se encuentre y lo agradable que puede llegar a resultar agasajar y hacer regalos a quienes amamos, este tiempo de Navidad nada tiene que ver con todo eso. Los motivos para festejar, o no, tendrá que encontrarlos cada uno. Elegir qué hacer y cómo pasar este tiempo debería ser una decisión personal, aunque, como Fernando Savater explica en su ensayo Ética para Amador, son las circunstancias las que nos fuerzan a elegir y la decisión que tomamos puede deberse a diversos criterios, generalmente vinculados con nuestros principios y nuestra cultura. Es necesario ante todo estar bien con uno mismo para estar bien con los demás y para los demás, y esto no sucede de acuerdo al calendario.



  Me parece sumamente interesante en este tiempo examinar cuidadosamente qué relación existe entre nosotros mismos y las cosas, cuando todo lo que se nos ofrece como opción de festejo son justamente bienes materiales. Al tener cosas, las cosas nos tienen a nosotros, se adueñan de nuestro ser, nos poseen. Lo acabo de observar en un supermercado abarrotado al que fui incidentalmente a buscar una cosa que nada tiene que ver con las compras navideñas, que me resultan una carga. Salta a la vista que somos poseídos por los objetos que adquirimos o deseamos tener y sin embargo parece que ni siquiera lo notamos. De lo material sólo puede obtenerse lo material, y nada está más alejado del verdadero espíritu navideño, absolutamente despojado, sencillo y pobre materialmente, aunque riquísimo en compromiso con los demás, presencia y templanza ante las pruebas de nuestra humanidad. Éste es el tiempo en el que más que nunca en el año se me hace claro y tal vez este año mucho más que otros. Lo material puede darnos la impresión de tener una buena vida, como solemos decir, "un buen pasar", pero sin vínculos profundos, sin interactuar con los demás más allá de la materialidad que también somos, no encontraremos más que vacío y sinsentido en estas fechas.


  Intento transmitirles ésto a mis hijos aunque aún sean muy inmaduros y por lo tanto vulnerables a las órdenes de los medios masivos y el enorme poder que ejercen sus mensajes y órdenes sobre ellos. Además, como explica Savater en su prólogo, no es mi intención proporcionarles aún "más motivos para el parricidio de los ya usuales en familias bien avenidas". Quiero darles ese regalo que desean, pero no ser simplemente la mano que les dio lo que esperaban recibir materialmente en la vida. Quiero ante todo ser todo ojos para ellos, para que nada de lo que les suceda me pase inadvertido, una enorme oreja para cuando necesiten escucha, un buen abrazo que los cobije y los conforte cuando así lo sientan, un corazón que se alegre y sufra al compás de sus experiencias, una voz que les de ánimos y confianza cuando deban enfrentarse a sus más horrendas pesadillas, tal como ilustra Savater. Y lo mismo espero de ellos y de todos mis seres queridos para conmigo. Tal vez sea demasiado esperar, lo sé. Estamos demasiado "cosificados" como para ser capaces de dar y recibir tan inmaterialmente a estas alturas, para sostener este tipo de ética. Pero éste es mi más profundo deseo cada Navidad, que no es más que un día que se pierde en el correr de los días que le siguen y la preceden cada año en nuestras breves y cambiantes vidas si no lo aprovechamos para nacer a una vida donde aprendamos a discernir entre querer la cosa y ser la cosa.



A boca de jarro

domingo, 9 de diciembre de 2012

La lentitud en la escuela


 
Leonardo Da Vinci, "La Virgen de las rocas", (Detalle)

  Pocos hacen un elogio de la lentitud en el ámbito escolar. Muy por el contrario. Desde que tengo memoria, y sobre todo en las huellas de mi memoria afectiva, que quedó marcada por mi paso por allí, en la escuela siempre se premió la velocidad de pensamiento, de respuesta, de concreción, de resolución y hasta de movimiento, y se la privilegió como una aptitud que se propone para la competencia entre alumnos, galardonando al más rápido y estigmatizando al más lento como inepto, inseguro, torpe, disperso y toda una serie de etiquetas indeseables y corrosivas, siempre fieles a los principios que introdujera la Revolución Industrial hace ya más de dos siglos y a la idea de la eficiencia como sinónimo de rapidez que llegó de la mano con la deshumanizante producción en serie.

  En ocasiones, los docentes parecen no haber aprendido siquiera las nociones básicas de psicopedagogía y sus conocimientos académicos parecen no ir de la mano del sentido común, y victimizan de manera explícita y hasta cruel al que no funciona a ese ritmo y a quien resulta lento en relación a una media caprichosamente arbitraria, sin pensar en las consecuencias psicoafectivas que acarrea para el alumno el cargar con ese prejuicio que se esparce como reguero de pólvora en sala de maestros y que luego resulta casi imposible de desterrar, a tal punto que es su portador quien termina creyéndolo más que ninguna otra persona en el mundo.

  Lo que me impulsó a escribir sucedió recientemente con mi hija, de naturaleza analítica, quien se muestra insegura al ser confrontada con el desafío de lograr calidad de resultados en cierta cantidad mezquina de tiempo, especialmente en matemáticas. Se la somete a evaluaciones extensas con cantidad de contenidos para los que no se le muestra una aplicación concreta, que van más allá del tiempo de atención que un niño de su edad puede sostener y que parecen propiciar el error contra reloj más que permitir la medición fidedigna de lo aprendido. En los escasos 40 minutos de una hora de clase, se le asignan entre ocho a diez ítems para resolver sin ayuda, ya que si la solicita, la docente a cargo deja constancia escrita de que la asistió y baja su calificación por eso.


  Y suele pasar que su maestra de matemáticas elige días en los que sólo dispone de una hora de clase frente al curso, por lo que pide prestados unos minutos de otras materias a sus colegas para que los rezagados puedan terminar su prueba escrita, como si los números fuesen más importantes que la lengua o la educación artística. Pasó entonces que mi hija estaba luchando por concluir con su prueba mientras su maestra de matemáticas comentó al alcance de su oído con su par de Lengua, quien le cedió amablemente algunos minutos de su clase, que se trataba de una alumna "muy lenta e insegura a pesar de ser capaz". Afortunadamente, su colega no contestó y había compartido conmigo un concepto diferente sobre el rendimiento y la persona de mi hija de nueve años que pude emplear para darle ánimos al relatarme entre lágrimas el episodio de vuelta en casa.


 Además de llanto, hubo malhumor y desconsuelo ante lo que asumió como desconfianza de parte de su maestra en sus capacidades, ya que también la interrogó repetidamente para constatar si había estado estudiando para la evaluación durante el fin de semana anterior. Papá y mamá nos habíamos pasado el fin de semana largo haciéndola practicar fracciones propias, aparentes, impropias, números mixtos y demás yerbas, por lo que decidimos que el comentario merecía una observación, ya que después de un fin de semana y un día de perros padecimos una noche de terror: cuando su ansiedad escolar se eleva, suele pasar mal la noche y termina durmiendo mal y poco en nuestra cama.


  Al hablar en buenos términos con la maestra, simplemente para evitar que situaciones similares se repitan y para que se entere del efecto nefasto que un desliz así tiene sobre nuestra hija, la señora aseguró que su comentario no se había referido a ella, sino a otra alumna de otra división,  excusa que, de ser cierta, no la exime de su mal proceder, y aseguró que hablaría con mi hija para aclararlo. Así lo hizo. La llamó fuera del aula y la reprendió por dedicarse a escuchar conversaciones adultas en lugar de concentrarse en terminar sus cosas a tiempo.


  No me quiero extender más porque sé que nuestro mundo es así, intrépidamente veloz, y pocos tienen paciencia para con quienes solemos extendernos. Si fuese por lo que se propicia en la escuela, más de las diez piezas inconclusas de Leonardo da Vinci no serían consideradas obras maestras por no estar terminadas debido a su dispersión, y ningún amante de la música disfrutaría de las delicias sonoras de un Stradivarius, que depende de la lentitud que se toma la naturaleza misma y el artesano que se deleita en ella para secar las maderas de arce y abeto con las que está construido. Estos son sólo dos ejemplos que se me vienen rápidamente a la cabeza, no para insinuar una genialidad de mi hija como alumna que no existe ni deseo, sino para cuestionar una vez más desde este espacio los falsos y dañinos valores que se ponderan en la escuela aún en pleno siglo XXI, avasallando la singularidad de cada persona y destruyendo el castillo de naipes que muchos padres apuntalamos día a día en la noble y vital tarea que cada ser debe afrontar al intentar construir lo más sagrado y valioso que necesita aprender en este tiempo lento de su vida: el amor y el respeto por su singularidad.



A boca de jarro

lunes, 3 de diciembre de 2012

La enfermedad del tiempo




En los años ochenta comenzó a gestarse un movimiento conocido como "The Slow Movement" o "El movimiento slow" ("slow" en inglés significa "lento"). Sus seguidores promueven una vida a ritmo más parsimonioso, y protestan contra todo aquello que se ha impuesto con vigor desde los ochenta en adelante como "fast", por ejemplo, las cadenas de comidas rápidas, la comida precocida y lista para el microondas y demás cosas a las que ya estamos acostumbrados y hemos incorporado a nuestras vidas como algo positivo, ya que nos permiten "ahorrar tiempo". Aunque tal vez, si nos detenemos a pensarlo, nos maten más rápido, inclusive el pensar sobre la vida en exceso podría llegar a matarnos más velozmente que el hecho de no detenernos a pensarla sino más bien torearla como se nos presenta. 

El movimiento creció y se extendió para abarcar otros aspectos de nuestra existencia, tales como la crianza con lentitud, la educación que lleva tiempo, la jardinería, el arte y el diseño lentos, la vida en la ciudad a ritmo más apacible, llamada "Cittaslow", y hasta el viajar más lentamente. ¿Me siguen o estoy yendo muy rápido?






Geir Berthelsen fundó The World Institute of Slowness en 1999, y postuló toda una visión sobre un "Planeta Lento" o un "Slow Planet", para comenzar así a enseñar los principios que posibilitan una vida más relajada, con tiempos más pausados. El profesor Guttorm Fløistad resume esto que finalmente evolucionó para erigirse en una filosofía de vida del siguiente modo:


"Lo único seguro es que todo cambia. El ritmo del cambio se acelera. Si quieres  sobrevivir, mejor apresúrate. Ese es el mensaje de nuestro tiempo. Sin embargo, sería útil recordar que nuestras necesidades básicas jamás cambian: nuestra necesidad de proximidad y cuidado y de un poco de amor. Estas cosas sólo pueden brindarse a través de la lentitud en las relaciones humanas. Es allí donde estamos en control del cambio. Debemos recuperar la lentitud, la reflexión y el estar juntos. Así lograremos una renovación."




                                 
El Movimiento Slow no está regido ni tampoco controlado por una única organización, sino que en rigor constituye una corriente global que surgió a partir del hondo desencanto con los efectos colaterales de la Revolución Industrial. Hoy tiene sus epicentros en Europa, Australia y Japón, tal vez los lugares de nuestra aldea global donde se vive a mayor velocidad y donde el cambio es moneda corriente, infectado por un frenesí que inevitablemente deja a muchos desconcertados y hasta excluídos de ámbitos vitales cruciales para  su subsistencia.

En el año 2005 el periodista canadiense Carl Honoré escribió un libro que se convirtió en un bestseller internacional, y cuya lectura resulta paradójicamente rápida, titulado "Elogio de la lentitud". La premisa fundamental de este fanático de lo lento se resume en una cita conocida de su obra:


“Creo que vivir de prisa no es vivir, es sobrevivir. Nuestra cultura nos inculca el miedo a perder el tiempo, pero la paradoja es que la aceleración nos hace desperdiciar la vida.” 



                                      


La idea central de este libro es que vivimos una vida obsesivamente acelerada, que nos hace esclavos del tiempo en aras de una efectividad que en efecto no es posible lograr de prisa. Este gurú anti-prisa nos alerta sobre "la enfermedad del tiempo", en sus envases harto conocidos de estrés, ansiedad y falta de concentración y atención, con la consiguiente perdida de capacidad de goce y disfrute que el trabajar a toda máquina y querer hacer mucho en el menor tiempo posible conllevan, y la superficialidad de los vínculos humanos que se entablan en medio de la vorágine del apuro cotidiano. Honoré nos confronta con paradojas interesantes, como ser:

"La lentitud nos permite ser más creativos en el trabajo, tener más salud y poder conectarnos con el placer y los otros. A menudo, trabajar menos significa trabajar mejor." 

Y además nos interpela con las mismas preguntas esenciales que se hacían los filósofos griegos, cuestiones de orden existencial que no nos damos tiempo para reflexionar, tales como: 

"¿Para qué es la vida? Hay que plantearse muy seriamente a qué dedicamos nuestro tiempo. Nadie en su lecho de muerte piensa: “Ojalá hubiera pasado más tiempo en la oficina o viendo la tele”, y, sin embargo, son las cosas que más tiempo consumen en la vida de la gente.”

                              
  

Ciertamente, es cada vez más frecuente que me detenga a pensar para qué corremos tanto como individuos, tanto los chicos como los grandes, a dónde querremos llegar antes y cuáles son nuestras prioridades al comenzar con la carrera cotidiana. Serán los 44, lo que llaman la crisis de mitad de la vida, el hecho de que se aproxima el 21 del 12 del 2012, día en el que mis hijos están absolutamente convencidos de que se acabará el mundo, pero la verdad es que cada día me siento más insatisfecha con la velocidad a la que me veo forzada a vivir por habitar esta urbe, por tener que mantener un hogar, por querer realizarme como mujer, esposa, madre y profesional, entre tantos otros roles que se me enredan y para los que parece que no queda tiempo.

Encuentro cada vez más justificaciones para seguir a todo vapor, pero noto que voy quedando sin energías, agotada, quemada. Y la cosa se acelera aún más hacia fin de año. A menudo siento que con la idea de hacer más dinero o de alcanzar ese bienestar que se nos induce a asociar con el éxito como algo puramente material, trabajamos tanto que no nos damos tiempo de "dis-frutar" de los "frutos" del trabajo: más dinero, menos tiempo para gozarlo; más "éxito", mayor aislamiento y alienación. ¿Cuál es el precio? ¿Cuál es la ganancia en esta ecuación? ¿Y qué sucedería conmigo si alcanzara ésto que imagino sería suficiente? Sospecho que no está en la naturaleza humana decir "Con ésto me basta". Siempre desearía más. Ese es el motor que nos mantiene vivos. Si cambiara el foco, tal vez más sería equivalente a mayor calidad de vida con mis recursos, más tiempo para estar con quienes me importan y conmigo misma, mayor claridad a la hora de determinar qué quiero de la vida y cuáles son mis prioridades. Y éxito sería la medida de mi disfrute de cada pequeño gran ritual cotidiano, y mi nivel de estabilidad emocional y capacidad de goce.





Leo casi todos los años con mi grupo de alumnos más avanzados de inglés una maravillosa historia de Graham Greene tiulada "A Day Saved" (algo así como "Un día ahorrado o ganado o salvado"), en la cual un hombre común y corriente está encantado de ahorrarse un día en su viaje de trabajo para poder regresar antes a su casa y estar con sus seres queridos. Este hombre, un tanto chato pero afable, es constantemente perseguido por un misterioso personaje cuyo nombre varía de acuerdo a quien sea su presa: la muerte. Y la muerte lo acompaña en su viaje esperando el momento adecuado para arrebatarle eso que él anhela pero no tiene, aunque no sepa bien qué es: la vida. ¡Maravillosa alegoría! 




Como pregunta el personaje funesto del  genial Greene, que nos asedia a todos:

"Yo te pregunto, ¿qué importa un día ganado para él o para tí? ¿Un día ahorrado de qué? ¿Para qué? (...) ¿Salvándolo de qué, para qué? (...) No podrás morir un día antes". 

Esta es una entrada que escribí para un blog chileno con el cual colaboré algún tiempo. Ahora la edito y la publico aquí por falta de tiempo para mayor originalidad. Posiblemente me tome mi tiempo en contestar los comentarios que tengan a bien tomarse el tiempo de dejarme.

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