jueves, 15 de agosto de 2013

¡Que viva la imperfección!


Cortito hoy
porque no hay tiempo
porque el tiempo del día se me hace imperfecto
porque las imágenes de casi setenta entradas 
se me piantaron todas por mi imperfección

¡Que viva la imperfección!

Porque quiero enraizar y me voy por las ramas
porque quiero escribir y leer y no duermo en el vano intento
porque hay que lidiar con el trajín cotidiano 
porque hay que poner prioridades para elegir despiojar a la hija
de la perfecta imperfección

¡Que viva la imperfección!

Porque quiero abarcar más de lo que puedo apretar
porque no duermo lo suficiente
porque no pienso claramente
porque me dejo llevar por el caos de la acción en el amor
porque me hundo y me salvo en cada latido de mi imperfecto corazón

¡Que viva la imperfección!

Porque se me fue el corrector al demonio
porque me enfrento sin miedo a la imperfección ortográfica
sintáctica semántica 
métrica higiénica sanitaria
estética y la de puntuación

¡Que viva la imperfección!

Y así me encuentro cara a cara con mi propia imperfección:
¡Que viva la imperfección!

Imperfección que me enseña a no obsesionarme 
con lo inalcanzable, con lo que no es humano
con lo que dicta el mercado con lo que manda el experto
con los resultados con los éxitos huecos 
con hacer más número con dejar de ser yo

¡Que viva la imperfección!





A boca de jarro

domingo, 11 de agosto de 2013

Tiempos de teatro: Final de Partida y El Crítico en el San Martín



  Mientras todo mi país da PASO hoy a un nuevo acto electoral, en lo que interpreto desde el más literal de los sentidos de la palabra "acto", o tal vez un mero "ensayo", yo me voy a dar con mucho gusto el derecho y el permiso de hablarles de teatroEstos últimos meses han sido para mí tiempos de teatro. El Complejo Teatral General San Martín de Buenos Aires nos ha brindado espectáculos de una calidad superlativa esta temporada que se da por acabada, y quisiera rendirle su debido homenaje. El arte que de allí emana está al alcance de todos y a casi el mismo precio del cine, que en nuestra cartelera es mayormente foráneo. Es una arte que enriquece a nuestra cultura en tiempos que se nos hacen de incultura socio-política, por la abundancia de mensajes repetidos, huecos y poco interactivos, falta de debate real y profundo de muchos de sus principales protagonistas, y campañas basadas en slogans marketineros que ante el análisis de su esencia, muchos sentimos que carecen de sustancia, unidad y diálogo real y abierto, y parece que nunca nos terminaran de explicar cómo se pondrán de acuerdo para hacer lo que siempre nos prometen que harán.

  No percibí lo mismo en el Teatro San Martín en este invierno que, afortunadamente, no ha sido el invierno de mi descontento. Durante los meses de junio y julio pasados tuve la inmensa dicha de asistir a dos puestas maravillosas en este teatro que es nuestro, no solamente por acción del gobierno porteño a través de nuestros impuestos, sino principalmente por el inmenso nivel de entrega de sus actores, autores y directores, quienes, a pesar de la austeridad y la ausencia de parafernalia y publicidad masiva que caracteriza al circuito teatral de la calle Corrientes, brillan por el descomunal talento de lo que allí ponen en juego.

Alfredo Alcón como Hamm y Joaquín Furriel en la piel de Clov en Final de partida



 La propuesta es siempre juego, sea Samuel Beckett o sea el español Juan Mayorgasean Alcón y Furriel o sean Peña y Audivert: todos genialidades ellos, cada cual en su arte. La propuesta de Beckett, dirigida, protagonizada y devorada por la magna presencia escénica de Alfredo Alcón, sin duda el mejor actor de la escena nacional de nuestros tiempos, en Final de partidadesde el intenso universo que abre el anfiteatro circular que ofrece la Sala Casacuberta, es una invitación a dejarse llevar, a experimentar y sorprenderse gratamente en los ecos que la obra genera en quienes, absortos ante la bizarra propuesta beckettiana, siempre vigente, como todo clásico, fluimos por el túnel que recrean esos fantasmas familiares, políticos y sociales que desde el escenario se nos develan como espejos ineludibles de nuestra realidad personal y social. Resulta arduo resumir el mensaje de una obra tan grande como Final de partida: tal vez el mejor resumen sea decir que es el principio y no el fin de nuestra partida en el ajedrez de la búsqueda singular y plural a la que todos estamos llamados, aunque, como Clov, hayamos sido castrados por un Hamm ciego de ojos y corazón, figura paternante asfixiante en sus demandas de atención, autoritaria, intolerante, desleal, narcisista, incapaz de conectar con la figura filial, sumisa y sumida, que encarna un impecable Joaquín FurrielFue Furriel quien desde su genuino y contagioso entusiasmo por la obra instó al veterano Alcón a realizarla por una razón que a tantos espectadores argentinos y personas sensibles y pensantes de este siglo se nos hace más que obvia. Es una banquete para paladares negros la obra de Beckett, y, sin embargo, resuena en toda la audiencia, que aplaude de pie al autor, al sabio director y a sus actores, sin tirar al rey en ese Endgame que propone Beckett. Así todos reciben el merecido halago del aplauso y la ovación de pie y a sala llena con humildad y alegría, en ese intercambio intergeneracional tan intenso que se evidencia en la puesta y que se retroalimenta así como se potencia, como debería suceder en cada acto que protagonizamos en la vida privada y pública de todos los días.


  Por su parte, El crítico, de Juan Mayorga, uno de los dramaturgos más destacados de habla hispana de los últimos años, es una propuesta que se nos hace a los espectadores mismos a protagonizar la obra, poniéndonos como principales artífices del hecho actoral magnífico consumado febrilmente por los actores en el minúsculo e íntimo recinto de la Sala Cunill Cabanellas, bajo la acertada dirección de Guillermo Heras. Con la soberbia y descollante actuación de Horacio Peña, uno de mis actores favoritos desde que tengo memoria, cuando en televisión, allá por los 70, hacía ya de las suyas en "Este es mi mundo", "Rosa de lejos" y "Alta Comedia", y la descomunal labor de su singular compañero, Pompeyo Audivert, actor difícil de clasificar, que entrega hasta su sudor y saliva a los espectadores, a quienes nos encandila a una distancia mínima que nos une en plena complicidad, rematando su actuación con un knock-out metafórico que reverbera en la memoria de la obra y de su libro, estos actores nos dan ejemplo de cómo abordar cada acto que nos toca protagonizar en nuestra cotidianeidad: con entrega, trabajo, pasión y convicción plena. Y les creo de principio a fin de partida, como crítica y coprotagonista del hecho actoral que allí se juega. El crítico es una obra dentro de la obra, dinámica, atrapante e intensa, en la cual la ausencia de un personaje femenino se convierte en omnipresencia, aunque nos tome por sorpresa en el knock-out final. A tal punto que entonces, como mujer omnipresente en la obra, me dieron ganas de gritar mi propia línea: -¡Ojalá supiera cantar! Tengo más que en claro que en mi sociedad, tal como reza el subtítulo de la obra, "Si supiera cantar, me salvaría". Fiel a la verdad que el teatro desnuda y refleja, en El crítico nadie se salva: todos quedamos expuestos a los ignotos sentidos de una vida que vivimos sin terminar de asumirlos, y por eso somos y hacemos todos y cada uno El crítico.


 A todos ellos, mi más profundo agradecimiento, admiración y reconocimiento por su extraordinaria labor, trayectoria y talento, por su mensaje abierto y su invitación a la permanente retrospección y al sano cuestionamiento de la vida que también a través del aporte de este teatro me remplanteo hoy, y que cada uno protagoniza en el pequeño gran teatro de la vida, donde, en palabras de William Shakespeare, sinónimo de teatro atemporal para tantos y para  ellos, se siente:


               "Todo el mundo es un escenario,
               Y todos los hombres y mujeres 
simplemente actores..."

  Les recomiendo que no se pierdan de repasar la próxima cartelera del Teatro General San Martín de Buenos Aires cuando estén de PASO: muy accesible y reconfortante encontrar asiento en ese gran espacio de la cultura argentina a la que todos estamos convidados.

A boca de jarro

domingo, 4 de agosto de 2013

La historia de mi árbol hoy (II)




Los árboles y las plantas me han gustado desde chica. Mi casa paterna tenía en principio un jardín precioso, con algunos árboles frutales a los que adorábamos todos. Vinieron con la casa, una de esas casas chorizo, como las llamamos acá, que van desapareciendo porque ya no queda espacio en esta ciudad para viviendas tan largas y amplias: ahora nos hemos ido para arriba...

Creo que la decisión de comprar esa casa y refaccionarla en su integridad, retocando casi todo excepto el jardín del fondo, tuvo que ver precisamente con ese jardín, y sobre todo, con su manzano, su ciruelo, su níspero y su árbol de mandarinas. Fue aquello lo que nos deslumbró a los cuatro: a mis padres, a mi hermana menor y a mí. Mi padre siempre ha tenido una devoción especial por las plantas, y en la casa de mi abuela paterna había macetas colgando por todos lados. Tenía buena mano para las plantas mi abuela: las cuidaba, las quería y hasta creo que eran la compañía que la mantuvo viva cuando quedó sola al final. Mi padre heredó esos dedos verdes de su madre y al ver esa enorme casa con ese jardín, que desde sus ojos verdes lo proyectó como un bosque para sus dos retoños, no dudó en endeudarse para comprarla y reconstruirla, a pesar de que era añosa y le llevó muchos años y una ponchada de pesos y desvelos ponerla en condiciones habitables para nuestra familia.

Recuerdo bien que el primer escrito propio que se hizo público fue dedicado a un árbol. Hasta entonces, siempre había llevado diario personal, tenía cartitas escritas y regaladas a todos los míos, plagadas de errores de ortografía y dibujos muy rupestres, ya que lo mío jamás fue el dibujo; todo aquello plasmado en hojitas de los recetarios que mi padre traía del hospital a casa para tales efectos, y que mi madre aún conserva en el baúl de sus tesoros, como hago ahora yo con los escritos de mis hijos. Para todo padre y madre, no hay escrito más hermoso y más valioso que el que recibe de un hijo, es así: no hay vuelta que darle a esa hoja de la vida.

Aquel primer escrito público fue más allá del género epistolar y se transformó en un infantil y sentido intento de poesía. Fue inspirado por una bellísima araucaria que mi padre había plantado. Resultó que la araucaria creció demasiado, levantaba las baldosas circundantes a una piscina que nos habían regalado en una fiesta de Reyes para nuestra inmensa alegría y la de toda la barra de chicas del barrio y quebrantaba la pared medianera lindante con nuestra vecina, por lo cual hubo que tomar la decisión de hacharla.

Era una tarde soleada de otoño, recuerdo. Mi padre le daba a la araucaria no sin pena ni piedad, y yo, observando desde detrás del ventanal de la cocina el crimen que mi padre estaba cometiendo con un árbol que adoraba en particular, por haber sido mi compañero de aventuras y mi presa imaginaria para el lazo de la verdad cuando jugaba a encarnar a La Mujer Maravilla, sollozaba sin consuelo por más que intentaran explicarme la necesidad del hecho. Junto a la chocolatada de las cinco, tomé lápiz y papel y dejé fluir mi sentir en algo que abría así:

Están matando a mi árbol
Están haciendo un gran mal...

Concluido el breve texto, me levanté de la silla y me fui a llorar de pena a mi habitación. Ya no podía soportar ver esas preciadas ramas, espinosas pero amigas, cayendo en su azulado verdor sobre el suelo, ese tronco fuerte, noble y perfumado con los aromas de la Patagonia, a la que habíamos viajado, exudando savia sufriente, y a mi padre con sus dedos verdes enfundados en un doble par de guantes, con expresión adusta en el rostro, siempre firme, siempre padre, llevando a cabo el sacrificio que no terminé de entender. Aquel día lo odié.

Pasaron los años, se vendió aquella casa, que fue también espacio de juegos y fantasía para mis hijos y sobrinos pequeños, tuve la enorme fortuna, con la ayuda de mi padre, de tener la casa propia, y otra vez fue el jardín que espiamos desde el ventanal del frente de una casa en construcción lo que más nos atrajo de la casa que como familia habitamos hoy. Es mi jardín urbano, cubierto el suelo de piedras y sembrado de macetas donde, con dedos verdes, conecto con mis plantas de una manera especial. Cada planta en su maceta representa para mí a un miembro de la familia que conformamos, presente o ida. Y por supuesto hay un árbol en el corazón de mi jardín urbano. Es el árbol que por mandato moderno hay que plantar, además de tener un hijo, escribir un libro y donar un órgano, todos sueños ya cumplidos o a realizar: cuestión de tiempo nomás.

La cuestión es que las plantas, como los miembros de una familia, perciben, en mi entender, lo que nos sucede a quienes de ellas cuidamos. Absorben nuestra alegría y la devuelven en resplandor, hojas nuevas y flores de colores. Se enferman con nuestras penas y las manifiestan con plagas y pestes varias de las que hay que curarlas fumigándolas y podándolas para que recobren fuerzas y revivan con la primavera, como nos pasa a nosotros, aunque no siempre nos suceda exactamente de acuerdo con el calendario que marcan las estaciones.

El árbol que plantamos en casa es un ficus disciplinado. Fue cambiando de maceta, cada vez a una más grande, fue creciendo con nosotros, soportó una mudanza, un despido, la enfermedad de seres queridos y la propia y, así y todo, siempre se mantuvo en forma a pesar del implacable sol que le pega en el zenit del verano o de aquella nevada extraordinaria o del granizo espasmódico que sacude a Buenos Aires de tanto en tanto, tanto como a nosotros.

Este año, después de aquella terrible tormenta del 2 de abril en la que se inundó mi ciudad y mi living comedor, mi árbol enfermó. Desde entonces he ido más de tres veces al mejor vivero del barrio portando hojas abichadas y llenas de pulgones odiosos para que los médicos verdes me dieran la medicina precisa para resucitarlo pero nada parece funcionar. Tomé la determinación un día, ya entrado el invierno porteño, cuando sé que se debe hacerlo por el bien del propio árbol, de sacarlo de su maceta, renovar el sustrato, volver a plantarlo y podarlo, dejando algunas ramas con hojas para ver si revivía pero aún no ha dado señales de vida.

Mi padre ha venido a verlo y me ha dicho, como médico y anciano sabio, que la cosa es así: el árbol ha cumplido su ciclo y ahora tiene que morir. Entiendo que es el ciclo de la vida: la del árbol de mi casa y la del árbol de la vida de todos los miembros de la familia pero lo había asumido perenne y creía que me sobreviviría a mí. Por algún extraño motivo, este árbol tan cuidado se me ha enfermado este año. La tormenta del 2 de abril  apestó al árbol aunque me curó a mí. El baño de agua que inundó a medio Buenos Aires y a mi propio living comedor me hizo sacar fuerzas de donde creí que no había para poner la casa mejor de lo que la tenía antes de la inundación. Fue como un bautismo, como renacer a una vida que creía perdida, la de los sueños y anhelos que me negaba a darme el permiso de encarar mayormente por temor a fracasar. 

Es una sensación nada más, pero creo que este ficus ha sido tan disciplinado que murió porque la Fer que lo plantó se murió también como él para darle vida a una nueva Fer, que ahora tendría que hacer aquello que le vio hacer a su padre desde la ventana  a través de la cual sin comprensión lo observaba. Tal vez sea necesario darle muerte al árbol y plantar otro nuevo en su lugar, para que el ciclo de la vida se renueve y nazca una nueva vida, que es la que no me animo del todo a plantar y a abonar. Sin embargo, en honor a esa niña que creyó un crimen hachar a aquella bella araucaria, le daré tiempo a mi árbol hasta la primavera. ¿Quién te dice? En una de esas, él también encuentre la manera de renacer a una vida nueva: donde está Fer hoy, hay Fe.



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