sábado, 17 de enero de 2015

Madre-abuela

Fernando Botero,  "Plenilunio"
El día en el que Luisa puso un pie en la panadería de la otra cuadra fue su perdición. Hacía el turno de la mañana, entrando a las seis para levantar la persiana del negocio a las siete menos cuarto y sacar la primera horneada de pan y facturas. Ya a las siete, le entraba a las figacitas de manteca para empujar los primeros mates humeantes. A eso de las ocho y media cuadraban un par de medialunas de grasa de la segunda horneada y algún que otro sacramento calentito con un cortado. Y al mediodía, antes de ir a casa a preparar el almuerzo para Beto y Nahuel, a quien debía retirar del colegio a la una menos cuarto, no sentaban nada mal unos sándwiches de miga de jamón, queso, huevo, tomate y lechuga. Así fue como, en un abrir y cerrar de ojos, se puso veinte kilos encima, y sus piernas estallaban de dolor por las várices infladas de tanto estar parada con semejante sobrepeso. Beto le decía, "Gorda, la panadería te va a terminar matando." Pero ella seguía comiendo, no podía parar, era más fuerte que ella. Sabía que por la tarde iba a tener que cuidar a Nahuel y la idea no le terminaba de cerrar. No se podía negar al pedido de su hija menor de hacerle de madre al crío todas las tardes porque la pobre hija trabaja doce horas por día a la par de su marido para poder parar la olla, aunque le resultaba difícil lidiar con el chiquitín. Por las noches se tiraba en el sillón frente al televisor ya reventada y trataba de convencerse de que no había amor más grande que el que sentía por ese borrego, a pesar de que se quejaba sin parar del trabajo que le daba con sus caprichos y berrinches. "Es que las madres modernas no están presentes para ponerles límites a los chicos: para eso ahora estoy yo, la madre-abuela...", le decía con voz retumbante a Beto, que cambiaba los canales buscando fútbol donde hubiera para ni siquiera mirarla.

La otra tarde la escuché pasar con el chico a rastras protestando por la vereda de casa a eso de las cinco y media, a la hora en la que algunos valientes recién se animan a salir al horno de asfalto medio desierto de las calles de barrio porteñas en pleno enero. Luisa tiene una voz potente y dominante por la que se me hace inconfundible. En estas tardes de verano no sabe qué hacer con el nieto aburrido en casa. Le puso una pileta de plástico en el patio pero el pibe no se queda quieto ni un momento y ya se le lastimó dos veces en lo que va del mes. Después hay que estarle dando explicaciones a la madre, que frunce el ceño cuando lo ve machucado. Le iba diciendo al nene que tenía que ir primero hasta la verdulería y que después le compraría un helado de dulce de leche, como habían quedado. Se la notaba pesada y cansada y daba pena ver cómo resoplaba y se abanicaba con el monedero. Seguramente mientras tanto Beto todavía estaba panza arriba con el aire acondicionado a todo lo que da sobre la cama. Tiene la excusa de que se cansa en el taller mecánico toda la mañana y de que no queda otra más que seguir hasta entrada la nochecita ajustando tuercas y rulemanes para no darle más que un poco de charla al pibe en el almuerzo y sintonzarle algún canal infantil así no hace ruido a la sagrada hora de la siesta. Ella lidia con todo: el negocio, las compras, la comida, la casa y el nene. Comer rico es su único escape de esta realidad que no termina de cuajar.

Hoy a la mañana me la encontré de cajera en la carnicería de la avenida. Se peleó con el panadero, estaba harta de madrugar tanto. Acá por lo menos le ponen una silla y hay aire acondicionado. "¿Y Nahuel cómo anda, Luisa?", le pregunté, tirándole de la lengua. "Nahuelcito, bien. Lo anotamos en la colonia de verano municipal para la segunda quincena de enero y todo febrero. Lo va a llevar el abuelo al mediodía y lo voy a pasar a buscar yo cuando salgo de la carnicería a eso de las cinco. La verdad es que, ¿qué quiere que le diga, señora? ¡Me cambió la vida! Eso de hacer de madre-abuela es un yeite moderno que no me termina de cerrar. Veremos cómo nos arreglamos después en marzo cuando empiecen de nuevo las clases." 

Veremos. No sé cómo habrá logrado que Beto se digne a llevar al pibe a la colonia en el auto con motor preparado que maneja haciéndolo rugir por todo el barrio en pleno mediodía de verano. Tal vez premiando al sacrificado abuelo con unos buenos chorizos y colita de cuadril para el asado del domingo en lugar de tanta figaza dura que sólo servía para budín de pan. Las mujeres siempre nos la rebuscamos para convencer a nuestros maridos de lo que necesitamos de alguna manera, y Luisa estará harta de hacer de madre-abuela, estará gorda, todo lo que quieran, pero no es la excepción a la regla, eso queda claro.

A boca de jarro

jueves, 8 de enero de 2015

En el subte porteño





    En el subte porteño, más concretamente en la línea D, que va desde el Barrio de Belgrano hasta la Catedral, hay carteles pegados dentro de los vagones que rezan: 



"No arrojar papeles en el piso. 
No pegar carteles en las paredes. 
No pintar los vagones. 
Gracias."

Tome el subterráneo para ir a regañadientes a la consulta con el endocrinólogo recomendado, otro especialista... Es paradójico que, con estos simples y claros pedidoslos porteños nos empeñemos en hacer todo lo contrario de lo que se nos pide para que nuestra ciudad no sea una mugre. Arrojamos al piso envases de gaseosa vacíos, colillas de cigarrillos fumados, envoltorios de alimentos varios, fósforos apagados, trozos de vidrio de botellas rotas y un largo etcétera. Ni qué decir de los excrementos de perros y gatos en las aceras y sobre todo en los canteros de los árboles mal cuidados que levantan las baldosas de las veredas y se enredan con el cablerío caótico de una urbe superpoblada en sus ramas a mediana altura, que con frecuencia caen desplomadas sobre techos, automóviles o personas cuando hay tormenta. Da pena ver el estado en el que se encuentran tantos árboles que las autoridades se niegan a podar erróneamente. La poda anual es necesaria para la salud de los árboles y para la urbanidad, además de ser una fuente más de empleo para tantas personas que necesitan trabajar. Recuerdo que alguna vez nos hartamos del alergénico plátano que se elevaba por sobre los techos de nuestro departamento antiguo y nos tapaba todas las rejillas con su pelusa amarillenta y lanuda e intentamos hacerlo podar por un buen señor que nos tocó el timbre y se ofreció a hacerlo por unos pesos. Algún vecino llamó a la policía que acudió raudamente a nuestro domicilio a frenar el intento de ganar luz y salud para nuestra vivienda y la cuadra entera por estar consumando lo que ahora llaman acá un "delito ecológico". Detuvimos la operación de inmediato, so pena de ir presos por el bendito árbol, y emprendimos la búsqueda de una nueva casa que compramos con mucho sacrificio y la ayuda de la familia sin estar siquiera terminada su construcción.




Todo eso se me vino a la cabeza mientras, sentada en un sillón de pana desgastado y descolorido, observaba la suciedad a mi alrededor no sin cierto grado de alarma. Ya en las escalinatas de descenso a la estación me revolvió un incisivo olor a orina humana después de haberme topado con media docena de seres humanos durmiendo en los alrededores bajo las marquesinas de algunos negocios echados sobre el húmedo piso sobre cartones bajo el sol del mediodía.  A estos los llamamos "cartoneros", aunque cuando era chica decíamos que eran "linyeras". Hice un esfuerzo por no enojarme más con la realidad en la que vivo y que no puedo cambiar para mejor, y mis ojos comenzaron a posarse en la variopinta fauna humana apretujada en el compartimento mal ventilado y maloliente. En un vagón de subte cabe el mundo entero, es increíble. Está la embarazada con los pies hinchados que se abanica con la tarjeta magnética que ahora usamos en lugar del viejo cospel para acceder a las vías, quien, con todo justo derecho por estar que revienta, pide asiento ni bien asciende, porque si no lo pide, no se lo ceden. El muchacho que ocupaba el lugar destinado para embarazadas y personas con movilidad reducida le dice a la chica que pensó que estaba gorda y no embarazada, y la chica le tira una sonrisa como un cuchillazo directo a su tatuada y depilada yugular de metro sexual. No hay nada peor para una porteña que la traten de gorrrrda, máxime un tipo que está más arreglado que una mina. Un horror.

Sube la puta cara enfundada en una mini color caqui y remera musculosa con estampa de leopardo  el "animal print", muy en voga por estos lares hace ya unos cuántos años  rubio su pelo largo y recién planchado, largas sus uñas pintadas de negro, haciendo juego con sus tremendas sandalias de plataforma de madera y capellada dorada que combinan con un enorme bolso imitación Gucci que venden los senegaleses y otros varios que se apropiaron de las calles sin permiso como manteros, arrojando mantas sobre las aceras para exhibir sus productos varios truchos, y parada con su envidiable estampa de Barbie, sin asirse a ningún pasamanos, le da duro a su iPhone con la mano donde le brilla un reloj enorme. Desliza el pulgar con asombrosa habilidad sobre la pantalla de su aparato y un treintañero carilindoenfundado en un pantalón azul marino Calvin Klein y una camisa blanca y bien planchada Polo, gira en sentido de la puta y se posiciona rápidamente a su lado. Sin notar siquiera que me como la escena con los ojos, pela su tremendo iPhone y, sin quitar la mirada fija en la pantalla del celular de la puta fina, empieza a digitar él también desesperadamente con la mano donde le brilla una alianza de platino. Pienso en la pobre cornuda que seguramente le planchó la camisa esta mañana con manos de uñas cortas de ama de casa sacrificada y sigo devorándome el intento de levante virtual con la vista. En eso el tipo se aviva de que lo estoy relojeando demasiado, y rompo contacto visual riéndome para mis adentros. Antes los levantes callejeros o en transporte público se parlaban, ahora se digitan en tecnología de punta. No puedo dejar de rascarme la cabeza ante los cambios que han devenido en tan pocos años en esta ciudad que creía conocer de memoria.

Ya llegando a Facultad de Medicina, la estación en la que me tengo que bajar para ir a la calle Laprida, a un segundo piso, con este calor pegajoso que me hace transpirar, y sin novedades en el frente del levante virtual porque la puta fina ni se mosqueó con el punto del Calvin Klein, después de que desfilaron por el corredor abarrotado de gente de pie una decena de vendedores ambulantes dejándote sobre el regazo tarjetas bono contribución, Mantecol, chicles, lupas y mini kits de costura para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero, sube un trío de músicos con rastas y tatuajes de colores en todas las partes del cuerpo visibles, que son demasiadas para mi gusto, y se ponen a tocar "Thriller" de Michael Jackson, con guitarra, saxo y tambor sobre una pista de lo mejor. Tiran al piso una lata de dulce de batata pelada que usan a modo de gorra. Se ve que la gorra se la birlaron en alguna vuelta de éstas, que es lo menos que te puede pasar en el transporte público porteño. Me pongo contenta, ya que, al menos, los gustos musicales de estos pibes son más o menos los mismos que los míos cuando tenía diez años menos que ellos. Saco un billete de cinco mangos de la billetera y se lo pongo en la latita justo antes de bajar. Me da las gracias medio fruncido. Con cinco mangos no se hace nada en este íspa hoy o por hoy pero peor es nada, hermano. No te voy a lagar el billete de cien que tengo reservado para taxi por las dudas.

Emerjo del mundillo subterráneo y entro a caminar ligero para llegar a horario. Se nota que en eso también estoy un tanto descolocada: la puntualidad no es una característica porteña. El médico me hace juntar orina en la sala de espera por media hora antes de darme la orden para hacer otro análisis de tiroides, aunque me dice que él no piensa que haga falta, que lo que me hace falta es llenarme la vida con algo más que mi familia. Chocolate por la noticia, doc. 

-¿Y la caída de pelo, doctor?-, le pregunto, en un último intento de sacarle algún jugo a esta humillante pérdida de tiempo. 
-Eso es estrés y herencia, señora. Tome aminoácidos que no le van a venir mal.-, me escupe el sabiondo doc. 

Herencia, sí, todo es herencia, hasta el estrés. Siempre que me hablan de herencia pienso que todo lo malo se hereda, nunca un millón de dólares... Otra pastilla más, ni loca. Me raparé como Miley Syrus para estar más a tono con los tiempos. Y me vuelvo al subte silbando bajito.

A boca de jarro

martes, 6 de enero de 2015

Los especialistas


Me miró por sobre sus anteojos con ojos expertos de especialista. Luego de haber escuchado mi endeble voz y observado mi quebradizo lenguaje corporal atenta y silenciosamente, notó lo que estaba atravesado en mi garganta hacía ya tanto tiempo, y, para ser sincera, aún continúa allí a pesar de las píldoras redondas y celestes que me recetó para tomar cada mañana con el desayuno y las alargadas y ranuradas amarillas que debo partir para ingerir con mucho líquido a la hora de acostarme aunque me revuelvan el estómago todo el día. Alguien que sabe del asunto me ha dicho que a esto se le llama "el chaleco químico". 

Me rehusaba a ir a ver a otro especialista más de una larga lista y a comenzar a emplear un pastillero por primera vez en la vida a mis cuarenta y seis años, a sumar química de la cual dependo hace ya más de once años, desde aquel segundo post-parto en el que me pasé sin dormir cuatro o cinco noches seguidas, ya no recuerdo exactamente cuántas fueron, al regresar de la internación a casa, pero todos los miembros de la familia insistieron. Me preguntó con voz serena y sostenida si en aquella oportunidad sentí temor de cuidar a mi beba recién nacida, y no, no era eso. La cuidaba y mucho. Era una angustia que me había invadido al mirar a través de la ventana del tremendo hospital un día gris y lluvioso de aquel abril del 2003 y se me había quedado adherida al alma. Siempre me causaron aprehensión los hospitales, el incisivo olor a desinfectante que invade todos los sentidos, la bata blanca pero siempre salpicada de algo qué no se sabe bien qué es de los médicos, las corridas de las enfermeras por los largos pasillos, la falta de color y las manchas descarnadas de humedad de las paredes y los techos, la sangre salpicada en los pisos, los gemidos provenientes de otras habitaciones, la desolación pintada en algunos rostros vagabundos y somnolientos cuyas manos se aferran a un café intomable que se debe tomar para soportar estar ahí dentro, la comida insípida de enfermo y mi cara reflejada en el espejo del diminuto baño que ya no parecía ser la misma que la de antes de haber ingresado. Extrañada de mí misma volví a casa hecha un manojo de nervios que me hacían temblequear de la cabeza a los pies y saltar las lágrimas de angustia sin ninguna explicación racional. Todos me decían que debía estar feliz, que está cesárea programada con un capo en la obstetricia había sido todo un éxito, que por fin aquella cicatriz abierta en el bajo vientre que curaba mi esposo con esmero todas las noches desde la infección que me había pescado en el quirófano en el primer parto había quedado cerrada y lucía bien. Y yo entendía todo eso y no me explicaba todos esos sentimientos que me invadían. Leía libros especializados para entenderme pero no me entendía. Había deseado a esa criatura por años, me había reformado de mis malos hábitos: fumar, comer grasas, el sedentarismo de quien se sienta a corregir papeles por horas. Había hecho ejercicio como loca para estar en óptimas condiciones para el embarazo y continúe ejercitándome hasta el séptimo mes, un día en el que, al salir de la rutina matinal del gimnasio, sentí que me desmoronaba en un sudor frío frente a la puerta de la oficina de correo. Me atajó un policía que estaba merodeando la zona. Me hizo tomar asiento y me acercó una gaseosa de naranja bien dulce. Me sentí un poco mejor y volví a casa ya decidida a caminar más lento y a dejar el ejercicio por el momento.

Por aquel entonces también acudí al especialista, ese que me recetó la pastilla circular y blanca que ahora debo ir reduciendo de acuerdo a esta otra especialista y que entonces me impidió hacer lo que más anhelaba: amamantar a esa hija que completaba la familia que había soñado. Aquel médico joven, soberbio y mal entrazado me habló de crisis de angustia, de distimia, y me mandó a otra especialista a hacer terapia, luego de chequear que mis hormonas tiroideas funcionaran correctamente. Lo irónico fue que después de meses de hacer terapia y pagar  un ojo de la cara por cada sesión con la especialista en depresión post-parto, autora de un libro sobre el tema y todo, se me volvió a referir al especialista mal entrazado a controlar los niveles tiroideos de nuevo. Dieron otra vez, como era de esperar, al límite del hipotiroidismo, pero nadie quiere meter mano al eje tiroideo, eso queda claro.

Hoy tengo cita con otro especialista, un endocrinólogo recomendado, para hacer otro control hormonal y ya van demasiados. Lo cierto es que la especialista en psiquiatría que me recetó más pastillas de colores me aseguró que es normal que me sienta abatida en esta realidad donde no se premia al mérito, donde impera la corrupción, la avivada criolla y el "no te metás", donde todos los futuros son inciertos, los nuestros y los de nuestros hijos. Parece que estos últimos veranos están signados por los especialistas. De éste que voy a ver hoy, después les cuento.




A boca de jarro

Buscar este blog

A boca de jarro

A boca de jarro
Escritura terapéutica por alma en reparación.

Vasija de barro

Vasija de barro

Archivo del Blog

Archivos del blog por mes de publicación


¡Abriéndole las ventanas a la realidad!

"La verdad espera que los ojos
no estén nublados por el anhelo."

Global site tag

Powered By Blogger