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miércoles, 23 de diciembre de 2020

"Te deseo lo suficiente"

 


 ©Carlos Javier Paz



   Hace poco tiempo cuando estaba en el aeropuerto escuché por casualidad a una madre e hija que se estaban despidiendo. Cuando anunciaron la partida del vuelo, ellas se abrazaron y la madre dijo:

- "Te amo y te deseo lo suficiente". 

La hija respondió: 

- "Madre, nuestra vida juntas ha sido más que suficiente. Tu amor es todo lo que he necesitado. También te deseo lo suficiente". 

Ellas se saludaron con un beso y la hija partió.

  La madre pasó muy cerca de donde yo estaba sentada, y noté que ella necesitaba llorar. Traté de no observarla para no invadir su privacidad, pero ella se dirigió hacia mí y me preguntó: 

- "Alguna vez se ha despedido de alguien sabiendo que era para siempre?".

- Sí, lo he hecho - respondí. 

-Perdón por preguntar - contesté -, pero ¿por qué esta despedida es para siempre?

- Yo soy una mujer vieja, y ella vive muy lejos de aquí. La realidad es que su próximo viaje será para mi funeral, dijo.

Cuando se despidió de ella, escuché que le dijo: "Te deseo lo suficiente". ¿A qué se refiere?

Comenzó a sonreír, y me susurró:

-Eso es un deseo que hemos transmitido de generación en generación.

Cuando decimos "Te deseo lo suficiente", deseamos que la otra persona tenga una vida llena de sólo lo suficientemente bueno para vivir.

   Entonces, dirigiéndose hacia mí, ella compartió lo siguiente como si lo estuviera recitando de memoria: 


"Te deseo que tengas suficiente sol 

para 

mantener tu espíritu brillante",


"Te deseo suficiente lluvia 

para que 

aprecies aún más el sol" ,

 

"Te deseo suficiente felicidad 

para que 

tu alma esté viva",

 

"Te deseo suficiente dolor 

para que 

las pequeñas alegrías de la vida parezcan 

más grandes",

 

"Te deseo que tengas suficientes ganancias 

que satisfagan tus necesidades",

 

"Te deseo suficientes pérdidas 

para que 

aprecies todo lo que posees."

 

"Te deseo suficientes bienvenidas 

para que 

logres soportar las despedidas".

.

(AUTOR DESCONOCIDO)

A boca de jarro



martes, 6 de enero de 2015

Los especialistas


Me miró por sobre sus anteojos con ojos expertos de especialista. Luego de haber escuchado mi endeble voz y observado mi quebradizo lenguaje corporal atenta y silenciosamente, notó lo que estaba atravesado en mi garganta hacía ya tanto tiempo, y, para ser sincera, aún continúa allí a pesar de las píldoras redondas y celestes que me recetó para tomar cada mañana con el desayuno y las alargadas y ranuradas amarillas que debo partir para ingerir con mucho líquido a la hora de acostarme aunque me revuelvan el estómago todo el día. Alguien que sabe del asunto me ha dicho que a esto se le llama "el chaleco químico". 

Me rehusaba a ir a ver a otro especialista más de una larga lista y a comenzar a emplear un pastillero por primera vez en la vida a mis cuarenta y seis años, a sumar química de la cual dependo hace ya más de once años, desde aquel segundo post-parto en el que me pasé sin dormir cuatro o cinco noches seguidas, ya no recuerdo exactamente cuántas fueron, al regresar de la internación a casa, pero todos los miembros de la familia insistieron. Me preguntó con voz serena y sostenida si en aquella oportunidad sentí temor de cuidar a mi beba recién nacida, y no, no era eso. La cuidaba y mucho. Era una angustia que me había invadido al mirar a través de la ventana del tremendo hospital un día gris y lluvioso de aquel abril del 2003 y se me había quedado adherida al alma. Siempre me causaron aprehensión los hospitales, el incisivo olor a desinfectante que invade todos los sentidos, la bata blanca pero siempre salpicada de algo qué no se sabe bien qué es de los médicos, las corridas de las enfermeras por los largos pasillos, la falta de color y las manchas descarnadas de humedad de las paredes y los techos, la sangre salpicada en los pisos, los gemidos provenientes de otras habitaciones, la desolación pintada en algunos rostros vagabundos y somnolientos cuyas manos se aferran a un café intomable que se debe tomar para soportar estar ahí dentro, la comida insípida de enfermo y mi cara reflejada en el espejo del diminuto baño que ya no parecía ser la misma que la de antes de haber ingresado. Extrañada de mí misma volví a casa hecha un manojo de nervios que me hacían temblequear de la cabeza a los pies y saltar las lágrimas de angustia sin ninguna explicación racional. Todos me decían que debía estar feliz, que está cesárea programada con un capo en la obstetricia había sido todo un éxito, que por fin aquella cicatriz abierta en el bajo vientre que curaba mi esposo con esmero todas las noches desde la infección que me había pescado en el quirófano en el primer parto había quedado cerrada y lucía bien. Y yo entendía todo eso y no me explicaba todos esos sentimientos que me invadían. Leía libros especializados para entenderme pero no me entendía. Había deseado a esa criatura por años, me había reformado de mis malos hábitos: fumar, comer grasas, el sedentarismo de quien se sienta a corregir papeles por horas. Había hecho ejercicio como loca para estar en óptimas condiciones para el embarazo y continúe ejercitándome hasta el séptimo mes, un día en el que, al salir de la rutina matinal del gimnasio, sentí que me desmoronaba en un sudor frío frente a la puerta de la oficina de correo. Me atajó un policía que estaba merodeando la zona. Me hizo tomar asiento y me acercó una gaseosa de naranja bien dulce. Me sentí un poco mejor y volví a casa ya decidida a caminar más lento y a dejar el ejercicio por el momento.

Por aquel entonces también acudí al especialista, ese que me recetó la pastilla circular y blanca que ahora debo ir reduciendo de acuerdo a esta otra especialista y que entonces me impidió hacer lo que más anhelaba: amamantar a esa hija que completaba la familia que había soñado. Aquel médico joven, soberbio y mal entrazado me habló de crisis de angustia, de distimia, y me mandó a otra especialista a hacer terapia, luego de chequear que mis hormonas tiroideas funcionaran correctamente. Lo irónico fue que después de meses de hacer terapia y pagar  un ojo de la cara por cada sesión con la especialista en depresión post-parto, autora de un libro sobre el tema y todo, se me volvió a referir al especialista mal entrazado a controlar los niveles tiroideos de nuevo. Dieron otra vez, como era de esperar, al límite del hipotiroidismo, pero nadie quiere meter mano al eje tiroideo, eso queda claro.

Hoy tengo cita con otro especialista, un endocrinólogo recomendado, para hacer otro control hormonal y ya van demasiados. Lo cierto es que la especialista en psiquiatría que me recetó más pastillas de colores me aseguró que es normal que me sienta abatida en esta realidad donde no se premia al mérito, donde impera la corrupción, la avivada criolla y el "no te metás", donde todos los futuros son inciertos, los nuestros y los de nuestros hijos. Parece que estos últimos veranos están signados por los especialistas. De éste que voy a ver hoy, después les cuento.




A boca de jarro

viernes, 26 de agosto de 2011

Árboles y raíces

Gustav Klimt, El árbol de la vida.
                                                                 
 La naturaleza siempre ofrece imágenes de lo que nos sucede a los seres humanos en términos vitales y existenciales. Ayer, en una de esas horas que se clavan en el reloj que asoma tras una ventana, mirando los enormes árboles de nuestra ciudad desde la habitación de un hospital, se me vino un sentir al corazón:


           Ellos son los árboles, nosotras las raíces que los nutren y los sostienen.


                                                         
  Es un sentir de un día de encierro en un lugar donde se convive con la angustia, la fragilidad, el límite, la vulnerabilidad, la sombra... y con la fuerza, la lucha, la esperanza, el apego a la vida, el coraje, la luz de la divinidad. 
  No me da para ir más allá de la impresión, del sentimiento puro, del latido que late y se resiste a cesar en su latir... se aferra a la raíz de la vida, le da pelea... un ejemplo de entereza para alguien que se sintió subterráneo y sutil, nutricio sustento y generador de vida: yo-mujer-madre-hija-raíz.


A boca de jarro.
                                             

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