viernes, 20 de noviembre de 2015

El arte de escribir



No es más que mi declaración de honestidad
el arte de escribir:
"Esto es lo que hago
y lo hago porque sí."


Escribir es
una reverencia de mañana
a las palabras,
de pie, junto a mi ventana.

Es buscar sin encontrar
la salida al laberinto de mi espejo.



Es abrir mi corazón,
dejarlo sangrar,
purgar todo cuanto bulle ahí dentro.

Es conjugar los colores de la paleta de mi alma
para plasmarlos sobre un papel en blanco.


Escribir es no editar el sueño
de encarnar mi propio sueño.


Es mentir por ser honesta
con mis cielos imposibles
y con todos mis infiernos.

Escribir es para mí
 como querer hacer música siendo sorda,
como intentar pintar sin tener manos,
o desear leer con ojos siendo ciega,
es conectar con esa voz invisible
que, despierta, 
se me hace sueño.

Y es buscar, sin diccionario,
 traducir la voz del viento.








"... yo sigo tu luz aunque me lleve a morir, 

te sigo como les siguen los puntos finales 

a todas las frases suicidas que buscan su fin. 

Igual que el poeta que decide trabajar en un banco, 
sería posible que yo, en el peor de los casos,
le hiciera una llave de judo a mi pobre corazón 
haciendo que firme, llorando, esta declaración: 

Me callo porque es más cómodo engañarse. 
Me callo porque ha ganado la razón al corazón,
pero pase lo que pase, 
y aunque otro me acompañe, 
en silencio te querré tan sólo a tí."









A boca de jarro

martes, 17 de noviembre de 2015

La edad de las orquídeas

  




    La última gran adquisición de Grace es una orquídea que consiguió de rebaja en el vivero del barrio una tarde calurosa de domingo. Según le dijo el joven empleado que se acercó amablemente a informarla, viéndola tan embobada con ella, las orquídeas también tienen edad. Necesitan completar todo un ciclo vital para poder dar flor. Sería justo decir que es al florecer por primera vez cuando una orquídea entra a la edad adulta: es así de injusta, también, la vida de una orquídea. Y si bien el follaje de una orquídea puede resultar interesante, lo que la hace realmente valiosa es, naturalmente, su flor, que - como toda injusta belleza - vive apenas unas semanas. 

El atento muchacho - muy buen mozo, por cierto - pasó luego a adentrarse en los secretos iniciáticos del cultivo de las orquídeas domésticas que hacen que florezcan: que el riego, que la luz, que las temperaturas y la humedad, que los fertilizantes. Los cuidados deberán ajustarse, también, a la especie de orquídea que tengamos entre manos. Grace quedó debidamente advertida de que alguien que decide cuidar de una orquídea como esa debería a su vez prepararse para cuidarla debidamente. En el vivero se dictan cursos los jueves por la noche para principiantes y avanzados en el arte. No hacía falta que el joven le dijera nada de todo aquello, tan gracioso y pintoresco como su camisa, abierta tres botones por los que no asomaba ni un sólo pelo. Grace ya había notado cómo tienen a todas las pobres orquídeas en ese vivero, bajo luces especiales, rodeadas de termómetros, clavadas a tutores, bajo el soplo de vida artificial de ventiladores y calefactores encendidos a través de las estaciones y siempre adentro. ¿Estos chicos jóvenes realmente creerán que hace falta tanto remilgo para llegar a viejo?


Bastaba con saber leer su mirada de maestra jardinera para jurar que se la iba a llevar a casa en el preciso momento en el que posó sus ojos a través de sus anteojos sobre esa preciosa flor amariposada que luce tan como ella, que no le importaba nada que esa única flor se cayera a los pocos días o que tomara casi un año más de cuidados intensivos intentar que floreciera de nuevo. A una forzada jubilada a quien le hicieron tirar la toalla antes de su mejor floración no la iban a venir a amedrentar con la edad de las orquídeas. Ella mejor que nadie sabe cuál es el valor de una orquídea, sabe que una orquídea vale más por ser quien es, por todos los inviernos internos sin flor soportados en sus días, que por sus flores, y que nunca se la debería rebajar por eso. Ella mejor que nadie sabe del arte de cuidar de lo que queda cuando se decide que una orquídea ya pasó su mejor momento.









A boca de jarro

viernes, 13 de noviembre de 2015

Del color de las hortensias

"Paisaje con niña y hortensias", Alfredo Ramos Martínez
        

      Ayer me volví a topar con esos ojos que, según todos decían, eran del color de las hortensias. Me volvieron a escapar una vez más. Yo nunca reparé demasiado en el color de aquellos ojos, y mucho menos en las hortensias que mi madre y mi abuela nos tenían prohibidas en el jardín donde jugábamos de nenas. 

-¡Hortensias en esta casa, no, válgame Dios!- solía decir mi abuela. -Las hortensias causan el desamor. Os vais a quedar para vestir santos.

-Se van a quedar solteras- nos traducía mi vieja, con toda santa paciencia. 

Yo jamás lo creí cierto. Más allá de la belleza de sus ojos, para mí, la nota principal de aquel mirar que ayer me esquivó otra vez, después de tantos años, era la transparencia que un hombre le arrebató una madrugada cualquiera, cuando murió la adolescencia. Así que mejor hubiésemos tenido hortensias para quedar solteras. Ella fue mi mejor amiga, la que jugó en mi jardín, la que fue conmigo a la escuela, la que iba conmigo a bailar, la primera que me defraudó en la amistad, y la primera que se casó mal después de que sus ojos perdieron lo que yo veía en ellos.

La nuestra era una amistad muy típica entre féminas: confianza y competencia en dosis parejas. Éramos compinches y, al hacernos mujercitas, salíamos a bailar con el arreglo de que nuestros padres se turnaban para ir a buscarnos. En el colegio nos sacábamos chispas para quedarnos con la bandera, y en el baile estábamos pendientes de cada levante y llevábamos la cuenta, en una libreta rosa, de nombres, fechas, teléfonos y marcas personales de cada pretendiente. La última entrada en ese anotador la hice yo, de eso no me olvido más. Ese pibe, que cayó en el baile una noche a la hora de los lentos, ya, de entrada, no me gustó nada para ella. Carlos. Era bastante mayor que nosotras, morocho, grandote, alto, con un vozarrón profundo, labios gruesos, y usaba una esclava de plata en la muñeca izquierda que me parecía de un gusto espantoso. Ella se enloqueció con él, decía que era su gran amor, pero a mí me daba mala espina.

Una noche que habíamos quedado en que mi viejo nos pasaba a buscar por la esquina del boliche a la una, como siempre, no la pude encontrar por ningún lado. Recorrí baños, reservados, barra, pistas, pero Alejandra se había esfumado. Vencida y dubitativa, me fui a casa y conté lo poco que sabía de Carlos. Hasta entonces, él había sido un secreto entre las dos, más que nada por el tema de su edad, según decía ella, y porque "ya sabés cómo se pone la vieja...." Estaba a punto de darme una ducha antes de irme a dormir, cuando sonó el teléfono en la cocina. Era su madre, preocupada por la hora.

-¿Y Alejandra dónde está? 
-No tengo idea. - la forzada respuesta. 
-Mirá, Fernanda, que me defraudás. Yo confiaba en que vos la traerías a casa de vuelta. Seguro que sabés dónde y con quién puede estar. Pensalo bien.

La verdad dolía porque sólo la conocía a medias. No pude hablar. Me puse pálida y me temblaban las piernas. En ese tiempo de la vida, traicionar la lealtad en la amistad es lo peor que te puede pasar. Debería haber imaginado que otras cosas más brutales y más horrendas tenían cabida en este mundo de mierda, un mundo que para mí, hasta entonces, era bastante puro y pequeño. Me arrancó el tubo mi vieja, le largó el nombre prohibido, sin reparo alguno, y le escupió que quien tenía que cuidar de Alejandra era ella, que a mí me dejara en paz, que era una nena, y que "Buenas noches, señora". No pude pegar un ojo. ¿A dónde se habría ido? ¿Se habría fugado con ese tipo, como pasaba en las películas? ¡Qué desgraciada, cómo me había hecho quedar, a mí y a mis viejos! ¿Tanto por una calentura?

Aquel lunes me la encontré, como era de esperar, antes de la formación, en el patio de la escuela. No la dejaban faltar ni que fuese el fin del mundo. Y yo sentí que lo era. Se la notaba descompaginada y algo maltrecha. Sus ojos parecían distintos, sin brillo, vacíos de sueños y hasta hinchados de llorar. Pude imaginar el escándalo en su casa, pero nunca que todo había pasado por la fuerza. Me acerqué tímidamente, antes de que vinieran con cuentos todas las demás, pero se dio media vuelta y no volvió a hablarme nunca más. Restaban apenas unas semanas para recibirnos.

Ayer, cuando me la encontré, me costó reconocerla. Lleva el pelo corto y algo rojizo, y el rostro retorcido como en una mueca. Imagino que jamás pudo superar lo que le pasó aquella noche de domingo. De Carlos supe que se separó después de que se cansó de que le pegara estando ya casados y con hijos. Sus ojos me rehuyeron, pero alcancé a notar que poco y nada queda en ellos del color de las hortensias. 



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