miércoles, 29 de octubre de 2014

La mitad de la vida

"Las edades y la muerte", Hans Baldung Grien.

Alguna vez leí un libro, que ahora me encuentro releyendo, acerca de la crisis de la mitad de la vida, la cual, de acuerdo al autor  un monje alemán, benedictino y jungiano, Anselm Grün, se produce entre los cuarenta y los cincuenta años, etapa en la cual me encuentro. En esta ocasión, me he acercado al libro con un mayor grado de escepticismo, ya que si hay algo que enseña la vida es que, a ciencia cierta, nadie sabe cuál es la mitad de su vida, dado que todos podemos morir mañana. Según Grün, este tramo se caracteriza por un profundo replanteamiento del sentido de todo que trae aparejado una sensación de "apretura" y puede conducir a grandes cambios, abandono de las circunstancias habituales, separaciones matrimoniales, depresiones y trastornos psicosomáticos diversos que se manifiestan como síntomas externos del confrontamiento del ser consigo mismo.

Muchos han sido los autores que han dividido la vida en etapas o edades. En mi modesta opinión, el más genial ha sido William Shakespeare, cuando, a través de Jaques (Jaimeel bufón de "Como gustéis" ("As You Like It")  — una comedia sobre el amor y sobre la búsqueda de la identidad  en un soliloquio que ha pasado a la historia de la mejor dramaturgia mundial   divide a la vida en siete edades. Cito porque vale la pena leer aunque más no sea la traducción:


"El mundo es un gran teatro,
y los hombres y mujeres son actores.
Todos hacen sus entradas y sus mutis
y diversos papeles en su vida.
Los actos, siete edades. Primero, la criatura,
hipando y vomitando en brazos de su ama.
Después, el chiquillo quejumbroso que, a desgano,
con cartera y radiante cara matinal,
cual caracol se arrastra hacia la escuela.
Después, el amante, suspirando como un horno
y componiendo baladas dolientes
a la ceja de su amada. Y el soldado,
con bigotes de felino y pasmosos juramentos,
celoso de su honra, vehemente y peleón,
buscando la burbuja de la fama
hasta en la boca del cañón. Y el juez,
que, con su oronda panza llena de capones,
ojos graves y barba recortada,
sabios aforismos y citas consabidas,
hace su papel. La sexta edad nos trae
al viejo enflaquecido en zapatillas,
lentes en las napias y bolsa al costado;
con calzas juveniles bien guardadas, anchísimas
para tan huesudas zancas; y su gran voz
varonil, que vuelve a sonar aniñada,
le pita y silba al hablar. La escena final
de tan singular y variada historia
es la segunda niñez y el olvido total,
sin dientes, sin ojos, sin gusto, sin nada."

                                                                                "Como gustéis", Acto II, Escena VI.

Es posible que, hoy por hoy, nos empeñemos en desterrar ciertas edades, en prolongar otras, en negar al soldado dentro nuestro, o al juez, lleno de falsas verdades, y mucho más en aniquilar al viejo enflaquecido en su segunda niñez, pero, señoras y señores, doy fe de que abundan, y al verlos postrados en una cama de hospital no dan ganas de llegar a la vejez.

Recientemente, ha fallecido un primo hermano mío de cuarenta y nueve años, dejando viuda e hijo huérfano. Lo cierto es que, como en tantas familias, no nos tratábamos, pero la noticia de su muerte, tanto como la de Daniel, el año pasado, me conmocionó.  Es un tanto impresionante enterarse de que mis coetáneos ya comienzan a emigrar. En otra etapa de la vida, la muerte suele ser lo que les sucede a los ancianos que han vivido lo suficiente y han cumplido con todas las metas que, se supone, se deben alcanzar, pero estas muertes de personas a quienes he conocido y que parten de este mundo acusando más o menos mi edad hacen que me replanteé todo el sentido de mi existencia y la posibilidad de que puede acabar en cualquier momento y de un modo súbito o doloroso, y, dado que eso no se elige, mete miedo.

Este año mi vida ha sido rara. Dejé las aulas, extraño enseñar y el contacto con alumnos, aunque las condiciones de trabajo no me conformaban. Las tareas domésticas no me complacen, no obstante, las realizo todos los días por obligación, y no me siento inspirada como antes para escribir. Tuve que hacer un alto en mi labor como voluntaria de acompañante de los enfermos ya que no me daba el alma para irles a dar esperanza cuando veía que las mínimas condiciones sanitarias no se encuentran satisfechas. Como acompañantes espirituales, no estamos respaldadas por algún especialista que nos contenga en la tarea, que es realmente ardua. Salía del hospital apaleada por las realidades que veía y que sólo con un rato de escucha no se pueden subsanar. No se nos otorga permiso para dar de comer a los que tienen hambre y nadie que los alimente, ni de beber a a aquellos que claman por agua. Tenemos casi todo prohibido, y nuestra presencia por la mañana entorpece el trabajo de médicos, enfermeras y personal de limpieza. Parece que todo lo que emprendo finalmente queda trunco y no logro encontrar mi lugar en este mundo en lo que ni siquiera creo que sea la mitad de la vida.

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