De todas las chicas de mi cuadra, Isabel, que vivía en el conventillo de enfrente de mi casa, tuvo como sino ser "la peluda". Yo tenía expresamente prohibido meterme en ese conventillo, pero la fascinación que ejercían esas seis habitaciones de alquiler en una casa chorizo en pleno Villa Devoto - una detrás de la otra, con entrada por el frente y por la vuelta, más un patio cubierto en común - era irresistible. En la pieza que daba al frente vivía una familia de morochos de la que ya no sabíamos por qué número de hijo iban. Nos hacíamos el plato a la hora de la siesta espiándolos desde la terraza. Era la hora en la que llegaba quien suponíamos era el padre de los pibes de regreso de sus changas matutinas, siempre cargando un bolso negro, enfundado en una campera de cuero negra, aunque fuese pleno verano, y calzado. Era un tipo oscuro, con los ojos inyectados de sangre, un andar cansino a la vez que firme, olor a vino tinto desde temprano y capaz de hacer que sus ruidosos escupitajos volaran por sobre el asfalto y le dieran justo en el medio del parabrisas al auto de mi viejo. Su hijo mayor, Hugo, también andaba armado a sus diecisiete años, y un día mi viejo se pudrió de que le jugara a la pelota con todos los muchachones del conventillo justo en la puerta de su consultorio a la hora de la consulta y llamó a la cana. Cuando llegó el patrullero y el cana más enchapado peló la 45 y les reventó la pelota de cuero de un culatazo, lo único que nos salvó fue estar espiando desde la terraza, porque Hugo se sacó de tal manera que empezó a los cohetazos limpios: tres tiros al aire se mandó, antes de que salieran todos rajando por el largo pasillo del conventillo y se dispersaran para marear a la yuta una vez que emergieron por la vuelta. Jamás los agarraron - ni siquiera tenían la menor intención de hacerlo, convengamos - pero era obvio que el cabrón que había llamado a la policía había sido mi viejo, así que nos hicieron las mil y una como venganza. Para empezar, sembraron las veredas y la calle de clavos miguelitos para reventar las gomas de nuestras bicicletas y las del auto de mi viejo, y, para coronar, nos volaron el buzón de un petardazo la noche de primero de año. Desde entonces, no se hablaba de otra cosa a la mesa que no fuese lo peligroso que era Hugo y, por extensión, el conventillo. Y así fue como quedó sentenciado en casa que ni se nos ocurriera ir a visitar a Isabel, que solía invitarnos a todas las chicas a la hora del mate con las tortas que cocinaba su madrina para vender en la estación de tren y que compartíamos en el patio del conventillo con más hambre de ver que de comer.
Isabel era pura dulzura: un metro setenta de dulzura pueblerina. Una tarde de lluvia nos había contado que ella era adoptada, que su madrina era en realidad la mujer que la había criado y la había traído de Corrientes - donde sus padres la habían abandonado al nacer - a vivir a la Capital. Hablaba con un acento suave y colorido, aspirándose las eses y marcando bien las elles, tenía los dientes grandotes y se le juntaba un hilito de saliva a los costados de la boca que se reventaba en una burbuja al hablar. Pero lo que más nos llamaba la atención a todas las chicas del barrio eran sus renegridos y tupidos bigotes. Los varones le hacían bromas crueles y la llamaban "la peluda", pero Isabel era tan tierna como sufrida, la pobre: encogía sus hombros huesudos, se le subían todos los colores y se sonreía, como aceptando ese destino en el cual no tenía ni arte ni parte. Cuando jugábamos a la mancha, sus axilas despedían un olor intenso y amargo, y aunque siempre usaba remera o vestido con mangas, se adivinaba un chivo generoso.
Aquellos días fueron inolvidables. Corría un verano de cielos diáfanos y tardes eternas, de bicicleteadas alrededor de la manzana - que era nuestra - y de incursiones intempestivas a la casa abandonada de la esquina. Tal como habíamos pedido en nuestras cartas, los Reyes Magos nos trajeron una pileta plástica celeste, con forma de riñón, y la dejaron en la terraza. Hubo gran fiesta de inauguración en casa y todas las chicas fueron invitadas. Era la primera vez que nos veíamos los cuerpos en traje de baño. Isabel se negó a quitarse la remera para meterse al agua, explicando que su madrina le había dado órdenes de cuidarse del sol. Sus largas piernas mostraban los signos del paso reciente de la maquinita de afeitar, exhibiendo cortes y granitos irritados, con los poros abiertos como un fruto maduro y oscuro. Cuando llegó la triste hora de concluir el festín acuático para tomarnos una merienda, nos repartimos para cambiarnos entre el lavadero y el bañito de arriba. Enormes se abrieron mis ojos al notar, en la penumbra, apoyada contra la puerta, la espalda de Isabel, toda cubierta por una espesa línea de largos pelos negros que se perdía dentro de su bombacha. Nunca supe si me vio mirarla con tal asombro porque jamás me animé a decirle nada al respecto: era dos años mayor que yo y un amor de chica. Esa noche - luego de confesar mi visión ante mi mamá y mi hermana con algo de risa - las palabras maternas se hicieron oír desde la más férrea empatía:
- La naturaleza es muy sabia, hija. Si las mujeres tenemos pelos, alguna función deben cumplir...
No tuve oportunidad de compartir las conclusiones pueriles que sacamos con mi hermana acerca de la función del vello corporal femenino con la más interesada, "la peluda". Días después de la inauguración de la pileta, su madrina decretó que Isabel ya estaba demasiado grande para salir a jugar a la vereda con nosotras, que mejor se pasaba las tardes estivales encerrada en el patio del conventillo, dándole a la otra máquina, la de coser - a la que también había nacido destinada sin tener ni arte ni parte - y así, de paso, le daba una mano a la madrina - que nada tenía de hada -para juntar esos pesitos que ayudaban a evitar el inminente desalojo.
El Conventillo - Edmundo Rivero
A boca de jarro
Aquellos días fueron inolvidables. Corría un verano de cielos diáfanos y tardes eternas, de bicicleteadas alrededor de la manzana - que era nuestra - y de incursiones intempestivas a la casa abandonada de la esquina. Tal como habíamos pedido en nuestras cartas, los Reyes Magos nos trajeron una pileta plástica celeste, con forma de riñón, y la dejaron en la terraza. Hubo gran fiesta de inauguración en casa y todas las chicas fueron invitadas. Era la primera vez que nos veíamos los cuerpos en traje de baño. Isabel se negó a quitarse la remera para meterse al agua, explicando que su madrina le había dado órdenes de cuidarse del sol. Sus largas piernas mostraban los signos del paso reciente de la maquinita de afeitar, exhibiendo cortes y granitos irritados, con los poros abiertos como un fruto maduro y oscuro. Cuando llegó la triste hora de concluir el festín acuático para tomarnos una merienda, nos repartimos para cambiarnos entre el lavadero y el bañito de arriba. Enormes se abrieron mis ojos al notar, en la penumbra, apoyada contra la puerta, la espalda de Isabel, toda cubierta por una espesa línea de largos pelos negros que se perdía dentro de su bombacha. Nunca supe si me vio mirarla con tal asombro porque jamás me animé a decirle nada al respecto: era dos años mayor que yo y un amor de chica. Esa noche - luego de confesar mi visión ante mi mamá y mi hermana con algo de risa - las palabras maternas se hicieron oír desde la más férrea empatía:
- La naturaleza es muy sabia, hija. Si las mujeres tenemos pelos, alguna función deben cumplir...
No tuve oportunidad de compartir las conclusiones pueriles que sacamos con mi hermana acerca de la función del vello corporal femenino con la más interesada, "la peluda". Días después de la inauguración de la pileta, su madrina decretó que Isabel ya estaba demasiado grande para salir a jugar a la vereda con nosotras, que mejor se pasaba las tardes estivales encerrada en el patio del conventillo, dándole a la otra máquina, la de coser - a la que también había nacido destinada sin tener ni arte ni parte - y así, de paso, le daba una mano a la madrina - que nada tenía de hada -para juntar esos pesitos que ayudaban a evitar el inminente desalojo.
Unas descripciones fantásticas te hace sentir que estabas allí, "con más hambre de ver que de comer". Te felicito Fer una maravillosa entrada!!
ResponderBorrarLos conventillos recuerdan algo a las antiguas corralas.
Me traduces: calzado y yuta porfa!! lo de más lo pillé
Besoss mi Fer
mafar
Con mucho gusto te traduzco, amigaza. "La yuta" o "la cana" es la manera eufemística, lunfarda e informal con la que los porteños designamos a la policía. "Andar calzado" es andar armado, portar armas, y esta gente andaba así por mi cuadra, esto es real. Me voy a plantear seriamente esto de grabar videos explicando e ilustrando el significado de estas expresiones porque creo que puede resultar muy ameno para todos. Muchas gracias, mi madrileña aporteñada ;)!
BorrarBesos mil!
Fer
Estaría muy bien, a mi son cosas que me gustan de siempre, aprender nuevos giros y nuevas palabras.
BorrarGracias por la explicación, cana por el contexto lo he deducido, yuta me despisto. Suena bien calzado en vez de armado!!
Besoss, mafar
Más besos ;)!
Borrar¡¡Qué descripciones tan fabulosas, Fer!! Tienes un modo lírico y fluido, casi musical, de describir a tus personajes y me encanta. Me sucedió igual con el anterior, el de "una vida más o menos hervida". Es un placer leerte.
ResponderBorrarMil besos
Muchas gracias por tus elogiosos conceptos, Chari. Me estoy conectando bastante con personas y vivencias reales de mi infancia, y noto que así la escritura fluye más naturalmente. Disfruto enormemente al narrar estos hechos y percepciones que, sin duda, me han marcado mucho.
BorrarMil besos!
Fer
Coincido con tus comentaristas anteriores en el descubrimiento de un mundo léxico que me es nuevo. Tengo la impresión de que a veces escribes más ortodoxa y evitas el lunfardo, tal vez porque muchos de tus lectores somos de este lado en que la navidad es en invierno, y otras veces te desatas gozosa y utilizas numerosos términos porteños que me desconciertan pero que me encantan. Me imagino un viaje por allí y tengo la impresión de que me enteraría de la misa la media por la riqueza y extensión de este argot porteño.
ResponderBorrarEn cuanto al relato que hoy nos traes hace de nuevo en la condición femenina sobre la que también has escrito en algún texto anterior. Otra peluda es Frida Kahlo que ilustra el post. Me ha gustado el relato.
Un beso, Fer.
Intento adaptar el estilo de lo escrito a la temática, y como esta es una historia real de mi infancia en mi barrio de Devoto, pues escribo tal como te la contaría en la mesa de un café. Así hablo yo, en verdad, en mi vida cotidiana y con los míos. La entrada fue musicalizada por "el cabrón de mi viejo" al teléfono: antes de publicar, lo llamé para preguntarle qué tango ilustraría mejor el tema del conventillo. Me alegro que te haya gustado, Joselu.
BorrarUn beso.
Fer
Gran relato, muy bien contado...
ResponderBorrarMuchas gracias, Mark. Tiene alma de mi barrio porteño.
BorrarUn abrazo!
Fer
Me ha encantado!
ResponderBorrarTe sonrío con el Alma.
Y yo a ti. Muchas gracias!
BorrarUn beso.
Fer
Excelente narración Fer. Y por qué no se puede ser peluda y hermosa? Menudo lastre emocional!!
ResponderBorrarUn abrazo
¿Por qué no? Muchas gracias, Marybel.
BorrarUn abrazo.
Fer
Ignorando el vídeo de Edmundo Rivero al iniciar la lectura de tu estupendo texto decidí poner música del Polaco Goyeneche aunque sin duda ese toque como rural del emigrante llegada a la gran ciudad corresponde más al primero.
ResponderBorrarSe están levantando muchos tópicos y prejuicios sobre la condición de la mujer pero a pesar de todo existe enormes prejuicios al tema de la depilación femenina y su necesidad. Supongo que algún día habrá que plantearlo en serio pero todavía no hemos llegado hasta ahí.
Felices Fiestas, Fer que los hados te sean propicios en el 2016.
Muchas gracias, mi estimado Krapp. Igualmente para ti ;)!
BorrarUn beso!
Fer
Querida Fer, te deseo una Feliz Navidad,y todo lo mejor para esta Nuevo Año que está por nacer.
ResponderBorrarUn gran abrazo, amiga
Muchas gracias, María. Retribuyo tus buenos augurios.
BorrarUn gran abrazo y muchas felicidades!
Fer