"Dejé de comer a los quince años, ¿sabe usted? A los quince años empecé a alimentarme, a ingerir lo estrictamente necesario para ir tirando, verdura hervida, carne hervida, pescado hervido, vida hervida... Y todo por amor, que ya es triste, lo imbéciles que podemos llegar a ser las mujeres, pero es que aquella tarde, yo no sé si usted lo entenderá, pero aquella tarde, jugando a la botella, yo creía que me moría, que me moría de pena, y de asco, y de ganas de Andrés..."
Almudena Grandes, Modelos de mujer, "Malena, una vida hervida",
(Relato parcialmente autobiográfico), Buenos Aires: Tusquets Editores, 2012.
A los trece años dejé de comer yo, sí Señor Juez. Hoy puedo culpar sin culpa alguna a la alegría por todas mis penas. A los trece años, volvía yo de la escuela pasada la una y media de la tarde, y mi almuerzo consistía en una ensalada y una naranja. Dos veces a la semana tocaba una hamburguesa para acompañar la ensalada y una tostada de pan integral. Los sábados era el festín del pescado, que me daba asco porque habíamos disectado uno medio pasado en el laboratorio de ciencias, y los domingos, pollo hervido con verduras hervidas y un poco de arroz hervido, para poder pasarlo. Abandoné la Coca Cola junto a las muñecas y la reemplacé - no sin resquemor y con mucho dolor - por agua de la canilla. Dejé las cenas a la mesa y en familia por una manzana que me comía escondida detrás de un libro metida en la cama, bien lejos de la heladera y de las sobras que quedaban en el horno. Cursaba el primer año del bachillerato en mi colegio de monjas, y todas mis compañeras ya habían desarrollado y se pasaban las tardes midiendo sus pechos, su cintura y sus caderas frente al espejo, mientras yo seguía siendo una nena regordeta y temerosa, siempre queriendo encajar y complacer, que estudiaba historia como loca para levantar el mal concepto que debía tener de mi persona la profesora que me llamó a dar lección un día que había pedido que "leyéramos" el tema, y yo - confiada en la palabra adulta como era - lo había leído nada más, lo cual me valió un tres como debut y un buen reto con papelón público incluido en el aula de primero bachiller.
-¡A ver, qué se cree usted, señorita! Cuando se le dice que debe leer, lo que debe hacer usted es estudiar. Usted ya está en la secundaria, por favor.
Estaba en la secundaria, me trataban de "usted", pero señorita no era. Cada vez que iba al baño a hacer pis, me fijaba si había algo rojo en mi bombacha, pero nada, nada de nada. Mis pechos eran una tabla rasa, y sólo destacaba en mi cuerpo infantil una cara redonda como la luna, un par de botones marrones como ojos y una panza que me apoltronaba desde los nueve años - el año en que abandonamos la casa de mis abuelos maternos con ellos adentro para vivir en un inmenso caserón, hecho que hizo bastante infeliz a mi mamá, aunque colmara mi infancia de felicidad y la anclara a un territorio vasto y entrañable, coronado de amistades por vez primera. Ahora que lo pienso, eso de estudiar en lugar de leer, eso mismo pero a la inversa, lo aprendí tan a fuego a mis trece años que lo apliqué al hecho de comer: cuando era cuestión de comer, yo hacía como que comía, pero me quedaba con un hambre feroz, como si tan sólo hubiese leído el menú de una carta, y ese hambre que quedaba dentro de mí lo sublimaba estudiando - como toda buena gorda traga.
En cuestión de meses, me convertí en un palo vestido y medio andrógino que andaba por ahí sin saber bien quién era. Mi mamá me llevó una tarde a la peluquería a la cual ella concurría e hizo cortar mi larga cabellera para transformarla en una melena estilo Colón, que haría resaltar mi adquirida delgadez insípida y rectilínea enfundada en nuevas prendas raras. Las fotos de esa época las tengo escondidas junto a otras más tempranas que dan cuenta de rollitos indeseables que asomaban por los costados de un traje de baño rojo furioso que se fue en una fogata de San Pedro y San Pablo en la esquina de mi casa. Lo de la quema o el desprendimiento de prendas - en forma de donación a la parroquia más cercana - ha sido una constante en mi vida desde aquel traje de baño. Todas fueron prendas que llegaba a detestar al vérmelas puestas en fotografías tomadas sin permiso y en contra de mi propia voluntad. Cuando lograba bajar algunos kilos para entrar en ropas más amigables y atractivas, me deshacía de ellas como en un rito de purificación expiatorio, para arrepentirme al tiempo, cuando me ponía encima todos los kilos penosamente rebajados de vuelta.
Así fue como a lo largo de mis días he vivido una vida más o menos hervida como la de la Malena de Almudena, o bien una vida al horno de esa gordura consentida por rachas, una vida pendiendo siempre del hilo de un yo-yo. Hasta la fecha, me he puesto miles de veces a dieta y he leído decenas de libros sobre el tema sin dejar de verme siempre gorda. Algunos de esos libros se centran en el disbalance entre ingesta y consumo de energía, como si de hacer cuentas se tratara este asunto de comer y de vivir; otros, en cambio, ahondan en los ribetes emocionales y psicológicos de las personas gordas: el sobrepeso y el exceso entendidos como refugio de una debilidad emocional de la cual se percibe una necesidad irrefrenable de protegerse embutiendo. Lo cierto es que hoy he visto mi cuerpo reflejado en un espejo ajeno, más hostil y más certero que el propio, y me he vuelto a ver gorda, o - mejor dicho - me he vuelto a asumir gorda. Nunca se deja de serlo en verdad: puede haber tiempos de remisión, de control, pero la condición latente siempre se presiente, siempre está presente. Es tan sólo cuestión de empezar a comer en lugar de alimentarse y ahí viene.
Resulta por lo menos paradójico que los tiempos más felices y más plenos de mi vida - justo cuando algún logro extraordinario que envisiono desde lo más gordo de mis entrañas de soñadora sin remedio parece estar a punto de caramelo - han estado signados por ese descuido libre de melancolía que da paso a la alegría y que invariablemente trae consigo un odioso y fastidioso sobrepeso. Mi gordura, he concluído, por fin, frente a ese espejo juez a quien se lo he hecho saber en voz bien alta, es producto de mi alegría, es lo que me quita la cara de acelga hervida que tanto gusta en esta época. Y lo más curioso que me sucedió hoy, al ver mi cuerpo desnudo frente a ese impiadoso espejo, fue encontrarme al otro lado con los ojos indulgentes y amorosos de mi abuela, una gorda alegre y gallega, a quien hoy me encontré viva y plena del otro lado del espejo, toda ella, mi abuela: en mis brazos, en mis pechos, en mi vientre, en mis caderas, en mis piernas, en mis espaldas y en mis venas, hastiadas de una vida más o menos hervida de tantas dietas.
A boca de jarro
Qué maravilla de relato, Fer. En algunas cosas me he visto identificada con tu protagonista. Me gusta mucho tu estilo ágil y poético y lo que más me ha gustado es el final, en que la aceptación deja paso a la alegría. Un final buenísimo para un relato soberbio. Enhorabuena.
ResponderBorrarUn beso enorme y feliz semana
Muchas gracias, Chari. Por cierto, también me identifico mucho con la protagonista de este relato.
BorrarUn beso enorme para ti también y nos seguimos leyendo!
Fer
Excelente relato, aunque en primera persona recoges las voces de muchas mujeres entre las que me incluyo. Cómo lo dices nuestro sobrepeso es el resultado de nuestra alegría, y esa alegría es la esencia de nuestra belleza. Somos generalmente nietas de abuelas consentidoras que nos enseñaron a gozar la vida riendo, jugando y deleitandonos con sus antojitos culinarios. Por eso, " barriga llena, corazón contento... mirada feliz, sonrisa luminosa y BELLEZA!". !A vivir y disfrutar la vida! Me gustó mucho tu entrada.
ResponderBorrarSoy consciente de que este mal, del que he padecido toda la vida, es mal de muchas, casi una epidemia, lamentablemente. Llega un punto en que una se da cuenta, frente al espejo-juez de esta realidad, que en definitiva se lucha contra lo que se es, y es una lucha que no conduce más que a la infelicidad. Mi abuela gallega, la que me endulzaba los oídos y las papilas gustativas con sus delicias, solía decirme de chica:
Borrar- Fernandita, dame gordura y te daré hermosura.
Muchas gracias por tus cálidas palabras, María.
Creo que hay una gran sabiduría en esos dichos de mi abuela y en el tuyo, también.
Un beso.
Fer
Magnífico relato, Fer. Muy bien narrado. Me ha enganchado desde la primera palabra. Este relato bien merece convertirse en novela, niña. Bravo!
ResponderBorrarMuchísimas gracias, Eva. Tu comentario me ha emocionado.
BorrarUn beso grande!
Fer
Q placer leerte María Paz... me ha encantado. Coincido con Chari ...el final magnífico, nada mejor q aceptarse y abrir paso a la alegría.
ResponderBorrarTe sonrío con el Alma.
Te sonrío con el Alma también yo. Muchas gracias!!!
BorrarFer
Difícil condición femenina que no llegamos a entender los hombres. El otro día me llegó a mi mail unas imágenes pornográficas que no me suelen interesar, pero en ese caso me fui a verlas. Era una muchacha japonesa desnuda. Lo que llamaba más la atención eran sus exuberantes pechos, desmesurados, y que ella exaltaba. Pensé para mí en la condición trágica de esa joven con esos pechos objeto de lujuria desenfrenada para muchos hombres que tendría que llevar siempre encima sin poder evitarlos. Tanto que formaban parte de su condición femenina. Ella fundamentalmente sería ante todo unas tetas. Y sentí un escalofrío por la desventura que ello puede suponer: que se te singularice en un rasgo físico extraordinario y del que no pueden escapar. Sentí la desventura de la condición femenina, unas por exceso, otras por falta, siempre dando una medida que satisfaga a otros. No, no es fácil ser mujer. Es difícil ser mujer sin atributos pero lo es también serlo con ellos.
ResponderBorrarUn beso, Fer.
No, no es fácil ser mujer. Gracias por darme tu sensata visión del tema.
BorrarUn beso.
Fer
Yo siempre como sano, 1º plato, 2º plato y postre y remato con un café, y no tengo báscula en el cuarto de baño. Si no cumples estas reglas te arriesgas a ser un desgraciado.
ResponderBorrarHace tiempo que saqué la báscula de mis aposentos. Gracias por pasarte por aquí, José.
BorrarUn beso.
Fer
Si, efectivamente la cuestión radica en la aceptación de uno mismo. Debe ser terrible tal grado de exigencia. No se puede luchar contra la genética. Fantástico relato Fer. Dile a tu protagonista que no se preocupe, que es muy guapa así!!!
ResponderBorrarUn abrazo
La próxima vez que la vea al otro lado del espejo, se lo diré ;)!
BorrarMuchas gracias, Marybel. Un fuerte abrazo!
Fer
Realmente bueno...
ResponderBorrarSaludos
Muchas gracias, Mark.
BorrarSaludos.
Fer
Me dejas cada vez más prendida a tus letras tan buenas, tan bien escritas y descritas que hasta me parece hervir de ilusión por leerte.
ResponderBorrarDe corazón lo digo.
Y desde el mismo sitio digo, que las mujeres somos tontas. Sí, lo siento desde mis propias carnes, lo asumo también porque somos capaces de ser infelices por no aceptarnos como somos...
Muy bueno, de veras.
Besos muchos.
Agradezco de corazón tus palabras. Es interesante esto que traes acerca de "asumir". Las mujeres inteligentes asumimos muchas cosas, pero generalmente no dejan de resultarnos dolorosas. Tengo planeado seguir hurgando en estos asuntos;)!
BorrarMuchos besos para ti también y gracias mil, mi Marinel!
Fer
Me ha encantado este relato-confesión. Me identifico siempre con estas narraciones en primera persona, en las que uno se acaba reconociendo en mayor o menos medida. El problema de la imagen ya afecta también a los hombres, es reflejo de los tiempos que no has tocado vivir, que rinde un culto exacerbado al exterior y menosprecian lo interior (aquí incluyo la cultura en general y la literatura en particular).
ResponderBorrarUn saludo.
Muchas gracias, Gerardo.
BorrarUn saludo.
Fer