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domingo, 7 de febrero de 2021

Del color de febrero



Tanto afán por perdurar,
 por cumplir un año más,
tanto brindar y celebrar
por otra meta a alcanzar,
por otro sueño a realizar...

Solo la cordura pido
de acordarme siempre de esto
— mi plegaria en el silencio  :
 la vida me arde como el fuego
y es del color de febrero.

Que no me olvide nunca de eso:
que la vida no es llegada ni partida
sino andar de travesía,
como agua cristalina
entre piedras del desierto.

(Fuego y agua: aquí van mis tres deseos...)

Que me asista la humildad
de estar siempre bien parada
para recibir la oleada.
Que la fuerza de mi viaje
sea un prisma singular.

 Que en el libro que yo escriba
nunca editen mi destino,
que nada haya de ejemplar
en mi propio capítulo,
ni se espere un gran final.



A boca de jarro

sábado, 2 de enero de 2021

Blanca Dapenna




"No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía."

Julio Cortázar, "Conducta en los velorios"



    El hecho de que, de todos los nombres que podrían haberle puesto, la fueran a llamar así, Blanca Dapenna, aquel día, el día de su muerte, parecía profecía, aunque solo aquel día, y sirvió para alimentar la conversación en medio de la desazón de un velatorio sin colores por falta de flores. Ya había escuchado yo varias teorías acerca de la importancia y el significado de los nombres que se nos dan al nacer, pero nunca había tantas como en esta muerte.

La pusimos verde por aquellos días en  los que la nombraron manager en la oficina - y ya pasó toda una vida-, siendo, como era, que se trataba de la digna hija de su madre, la anterior jefa máxima. Chica de familia bien, con conexiones y de buen inglés, pero sin título, tenía apenas unos años más que nosotras, y, sin embargo, subió de un zaque al piso más alto para instalarse en la alfombra roja. Probablemente ella sabía que de ese piso no la iba a mover nadie: solo la muerte. Lo que me intriga y me corroe por estos días es si el temor de su final, lento, cruento y anunciado, el espantoso final que al final le tocó en suerte, la habrá acompañado casi tan largo como mi envidia. El caso es que su sentencia  la mantuvo en secreto por un tiempo, aunque no llegó a ser tan largo ni tan negro como los celos que yo silenciosamente le había profesado.

No olvidaré aquella reunión pringosa en la que nos la presentaron. Vestía trajecito sastre rojo, camisa de seda blanca inmaculada, al mejor estilo de la nobleza inglesa, y unos zapatos de taco cómodo y elegante que eran el centro de todas las miradas femeninas presentes. En nuestro ambiente, a una mujer se la juzga más por su apariencia que por su sapiencia, y su cabello rubio, piel trigueña y ojos verdes, con un centenar de pecas asomadas a los balcones de sus rosadas mejillas, que de vez en cuando se ponían coloradas como manzanas, y siempre cuando se enojaba, le concedían el aire perfecto para ser nuestra superior a su muy temprana edad. Eligió coronarse el cuello abierto con un collar de perlas que yo sólo usé el día que me casé, y tampoco podré olvidar que por el coraje de llevar perlas aquel día también la envidié: yo intuía ya para entonces que la vida nunca me concedería una reunión con unción para volver a usar las mías.

Me la encontré de sopetón una mañana helada y gris entrando al ascensor de la oficina hace cosa de dos años. Yo andaba de cacería de papeles por el centro, y recuerdo que había salido de casa apurada, despeinada y enfundada en mi gastado tapado gris de paño, arriba de todo lo que tenia, y deseando no ser vista. Cuando salió del ascensor, la noté distinta: más delgada, más etérea, como iluminada y rejuvenecida. Llevaba un tapado azul de ensueño, ese azul que no se consigue en la grisura de Buenos Aires, con detalles de cuero en las mangas y solapas, y un sombrerito haciendo juego que delataba el país de procedencia de la prenda. Ya me habían puesto al tanto de que se había pasado unas semanas en Estados Unidos, pero nunca imaginé la razón de aquel viaje - o la del sombrero -, tan extemporáneos ambos a mi austero y monocromático calendario de trabajo.

Otra vuelta que pasé por la oficina por más papeles grises y amarillos, la vi parada en la puerta de su despacho, al que los empleados llamábamos "el oval". Me encandiló su nuevo corte de pelo, bien cortito, tal y como siempre lo había querido usar yo, sin jamás juntar coraje para animarme al cambio. Y una vez más me puse verde por sus agallas para cambiar y rehacerse. Fue recién meses después que las chicas me contaron que el cambio en su apariencia era producto de sus repetidos tratamientos oncológicos, tanto acá como en el exterior.

Así y todo, imaginaba que de esta ella saldría. Una mujer de esos colores se me hacía casi tan eterna como invencible. Fueron varias las veces en estos últimos meses de vacíos y de esperas en las que, mirándome al espejo, la pensé: -"Si ella pudo, ¿por qué no habré podido yo también?"

El día que recibimos la noticia de su muerte, las chicas guardaron silencio. Yo, en cambio, sentí que todo adentro mío hacía un ruido oscuro. Eche mano a mi vestido negro y me fui al velatorio sin pensarlo demasiado. Era consciente de que a su familia ni la conocía, que mi presencia no agregaría ni quitaría nada, y aunque odio todo el sordo ruido de los velorios, sentí que debía despedirme y enmendarme de algún modo. Me abrí paso por las caras conocidas y las otras y me fui derecho a verla. Ni una flor, ni una cruz, ni una vela. Lo tomé descaradamente como un  ejercicio de afrontamiento que hice yo solita y mi alma negra: ¡nunca antes había visto un muerto de tan cerca! Había perdido mi mejor amistad de adolescencia por no poder acompañar a mi mejor amiga en el velorio de su mamá, que murió de cáncer a los 44 años. Nunca supo entender ni perdonar mi aprehensión. Siempre quiso cambiarme... Y fue la primera y única vez que miré a Blanca Dapenna con pena, sin poder ver ningún otro color mas que el de la despiadada blancura de la muerte.


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