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domingo, 5 de febrero de 2012

Reflexiones de un cuerpo a orillas del mar

"Ser alta, soberbia, perfecta, quisiera,
como una romana, para concordar
con las grandes olas, y las rocas muertas
y las anchas playas que ciñen el mar."(*)



El mar es una de los lugares que más me fascinan. Me renueva, me refresca, me hace bien al alma pasar tiempo a orillas del mar. Pero la fauna humana que se congrega y se empeña en aglutinarse, en amucharse, en observarse semidesnuda con decenas de petates y celulares para ni siquiera conectar con la gloria oceánica es algo que me llena de asombro y contradicción.

Poca gente sabe gozar de la playa. Confieso que yo la padezco en buena medida tal como se impone de vacaciones en temporada alta. Lo que más me disgusta es tener que despojarme de la ropa en la que vivo todo el resto del tiempo, en la que me reconozco como quien soy, y pasearme con todos mis complejos bajo el sol, bajo la mirada de una sociedad con un ideal de belleza femenino tan obsesivamente perfeccionista. Y es sobre todo la mirada femenina la que me pesa, mucho más que mi propia figura. Somos las mujeres quienes resultamos más intrigantes y patéticas, incluída yo misma, en relación a nuestra imagen corporal y a mostrarnos en traje de baño en una playa.

Están las menos, con cuerpos esculturales, mini bikinis que quedan perfectas, pendientes de dónde calza la tirita, con tan poco para tapar, sacudiéndose la arena que jamás se pega en esos bellos cuerpos, simplemente porque no son usados para el disfrute. Ellas me intimidan, desearía tener esa figura, pero al mismo tiempo, me resultan insulsas y aburridas. Nunca un revolcón en las olas, nunca un zambullido de cabeza, nunca barrenar con los chicos o construir castillos de arena a orillas del mar. Silla, agua mineral, sol, a lucir la estampa, la afinada estampa. Y a usar la afilada mirada oculta detrás de los lentes de sol para escudriñar al resto.



El resto somos las que siempre deseamos ser la garota de Ipanema y jamás lo conseguimos, las que cargamos con nuestras cicatrices de guerra de una vida de estudio y trabajo, de comidas familiares disfrutadas, de embarazos que han pasado y han dejado huella. Vidas comunes la de los cuerpos de la gran mayoría de mujeres que estamos muy lejos de ser amigas de la imagen que nos devuelve el espejo, y mucho menos, de estarle agradecidas, aunque en poco se parezca a la silueta de las modelos que tienen cuerpos para ser admirados pero no vividos, no gozados, no revolcados por las olas hasta la orilla del mar.

Y al llegar a casa, nos enteramos de que hay un cuerpo en la familia que no puede ir a ninguna parte en el mar de la vida hace doce años, y sin embargo resiste las complicaciones, ahora agravadas, que se presentan al estar postrado en una cama gracias al amor que le prodiga su familia en forma de cuidados especiales y seguramente gracias a su profundo amor por la vida y por su propio cuerpo, que no en vano ha persistido tan largo tiempo. Esto no hace más que reforzar mi necesidad de aprender a amar y verdaderamente disfrutar de mi propio cuerpo sano con alegría y plenitud, sin frivolizar: debería yo aprender a revolcarme con las olas hasta la orilla loca de contenta y a erguirme con naturalidad y gratitud de poder hacerlo sin estar pendiente de la mirada oculta detrás de las gafas, que no es más que una mirada tan limitada como la mía, que mira sin lograr ver más allá.


"Quisiera esta tarde divina de octubre
pasear por la orilla lejana del mar;
que la arena de oro, y las aguas verdes,
y los cielos puros me vieran pasar."(*)


(*) Fragmentos de Dolor de Alfonsina Storni.

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