El domingo por la mañana me desperté con el timbre que anunciaba la llegada de los diarios del domingo, los únicos que leo en la semana, por falta de tiempo y para ahorrar en amargura. Con la perspectiva de un domingo sin tener la obligación de ir a votar ya sabiendo de antemano el resultado, me apoltroné cómodamente a ver cuáles eran las noticias acerca de la profundización del modelo. Y me encontré, como tantos otros millones de argentinos, con la noticia de las trabas previstas en el inicio del control de la venta de dólares a los ciudadanos argentinos. De eso es de lo que se ha hablado desde el anuncio dominical hasta la fecha en todas partes por aquí. No es realmente una noticia novedosa: esta película ya la hemos visto y no trae ningún viento de cambio.
Decidí saltearme entonces la sección política y económica del diario Clarín, y me fui directo a la sección de Opinión, a la que aportan columnistas invitados o se incluyen artículos que le abren la ventana al mundo, un mundo bastante convulsionado por la crisis económica. La economía nos importa cuando nos toca el bolsillo. Y los bolsillos han sido agujereados escandalosamente por los banqueros del mundo. Esto tampoco es novedad, y no hay Cristo que lo arregle, me temo.
Y con el Jesús en la boca, me topé con un artículo del escritor y ex-sacerdote español Juan Arias, a quien nunca antes había leído, tomado del periódico El País, titulado:
"¿Se vive mejor sin creer en Dios? Depende, señores.
El autor nos interpela:"¿Se es más feliz sin Dios?" Y contesta de inmediato: "Depende, señores.", obviando incluirme en la respuesta como buen ex-sacerdote, y relativizando, para luego argumentar:
"Difícil sentirse libres y realizados con el Dios al que aman y adoran los dictadores (...) ; difícil con el Dios absolutista incompatible con la democracia o con el Dios que recela la sexualidad. Es difícil que las personas, jóvenes o adultas, no lleven dentro de sí la sombra del Dios castrador, aquel que en el colegio de religiosas la madre superiora había escrito en los retretes de las alumnas: "Dios está mirando".
Aquí sí me siento aludida. Las monjas a las que mis padres encomendaron mi instrucción de buena fe me deseducaron en materia religiosa lastimosamente, llenándome de miedo de un Dios a quien debíamos temer, y de culpa por estar hechas de barro, por ser la descendencia de Eva, mujer malvada que dio a probar la manzana a un Adán un tanto bonachón y tibio. Esas monjas se encargaron de machacar sobre la idea de que el demonio estaba al acecho, y de que terminaríamos en el infierno si continuábamos concurriendo a la discoteca ubicada a dos cuadras del colegio, que nos tentaba y nos podía todos los fines de semana a varias, entre quienes me cuento como tal vez la más asidua concurrente.
Y lo más triste es que siguen en los mismo, y mis hijos vienen a casa con los mismos cuentos, para ser educados por una madre que tuvo que desaprender tantas cosas, y leer a George Orwell para ver claramente que no había mucha diferencia entre la ficción distópica de 1984, donde nada escapa a los ojos de Gran Hermano, y esa versión ficticia que se empeñan en transmitir acerca de la divinidad en pleno siglo XXI, en un mundo en el que el Papa anuncia que hay un eclipse de Dios y entramos en pánico por las predicciones mayas que anuncian el final de los tiempos para el 2012.
Juan Arias me dice lo que he tenido que develar de adulta, ya alejada de las monjas y de la discoteca:
"El Dios del miedo es el Dios que no merece existir (...), no tiene nada de divino. (...) Jesús nunca impuso miedos a los que lo seguían. Se los quitaba. Él los tuvo también. Tuvo miedo de morir, sudó sangre ante la inminencia de su muerte, pidió explicaciones a Dios de por qué dejaba que lo mataran si era inocente. Y de él tuvieron miedo los hipócritas y los poderosos, nunca los arrinconados o indignados.
Aquel profeta tenía sólo un pecado: no creía en el sufrimiento ni en el dolor ni en la muerte como armas de redención. No soportaba ver sufrir a nadie. No le gustaban los muertos y los resucitaba. (...)
Y no fue un profeta fácil: exigió, con naturalidad, algo que nos parece locura: devolver bien por mal."
Ésta es la divinidad en la que creo, a quien le agradezco por los tesoros que me ha dado la libertad de poseer, que no cotizan el la bolsa, a quien encomiendo mis miserias, mis tribulaciones, mis hijos, nuestro porvenir y el del mundo.Tuve que crecer y enfrentarme al monstruo del miedo para finalmente lograr desandar el camino de inverosímiles creencias con las que habían intentado espantarme, para razonar y sentir, más allá de donde llega a asistirnos la razón, que el infierno no existe, que la divinidad es gozo, alegría, felicidad, y no pena, dolor y sufrimiento, y mucho menos miedo. El miedo es el monstruo que se devora todo atisbo de amor, y al que es necesario enfrentar desde la luz para incinerar las tinieblas de un infierno inventado. Es un Dios que nos da plena libertad de elegir: elegir entre ser crueles, vengativos, belicosos y explotadores, o generosos, agradecidos, altruistas y pacíficos. En la elección se juega el vivir en el cielo o en el infierno en este mundo, y esa es una elección personal, que se hace minuto a minuto, lejos de los templos, con o sin un crucifijo colgando del cuello, habiendo leído los libros sagrados o con absoluta ignorancia de ellos.
La divinidad se sienta a la mesa de los pobres, de los oprimidos, de los indignados, de las putas, de los puros de corazón, de los torcidos y los descarriados que han errado el camino para su propio mal, para vivir inmersos en la infelicidad y hacer del mundo un lugar poco vivible. Y se conmisera de todos. La divinidad se tiende en el lecho de los enfermos y de los moribundos, acaricia la cabeza de los afligidos, los discriminados y los pobres de espíritu, da de comer al hambriento y de beber a quien tiene sed de justicia.
Y este señor que iluminó mi domingo con su lucidez concluye:
"Pero ese ¿no será más bien el Dios de nuestros sueños? Se viviría mejor con el Dios que no nos prohibiese soñar. ¿Existe?"
A boca de jarro