viernes, 18 de mayo de 2012

Vivir bajo los árboles

"Yo vivo en una ciudad 
que tiene un puerto en la puerta
 y una expresión boquiabierta
 para lo que es novedad.

 Y sin embargo yo quiero a este pueblo
 tan distanciado entre sí, tan solo,
 porque no soy más que alguno de ellos..."
                                                                                                                    Pedro y Pablo

Cuando se instalan los tiempos difíciles, las cosas comienzan a desgastarse. Y como no se puede cambiarlas por nuevas, los ojos parecen empezar a acostumbrarse a ver el desgaste y la decadencia como algo normal. Un día se cae un botón del saco y el saco queda sin un botón. Otro día se hace un agujero en el pantalón y el agujero queda sin remiendo, exponiendo la pierna sucia que ya no se lava, total ¿para qué? Y al tiempo se perfora la suela de los zapatos y nos acostumbramos a que nuestros pies desprotegidos y llagados anden pisando todo lo que hay tirado en el suelo. Se van acumulando las averías para convertirse en una vista común del paisaje que miramos a diario.


Así nos ha ido pasando en esta ciudad en la que yo vivo, que tiene un puerto en la puerta, con los indigentes en las calles. Empezamos a verlos hace años ya, cartoneando al caer el sol, abriendo y revolviendo nuestros residuos en busca de alimento o algo que les podía ser útil vaya a saber para qué. Se armó toda una especie de industria del cartoneo, y ahora son un ejército de familias enteras que pasan por la puerta de nuestras casas a levantar lo que encuentran.


Veíamos algunos linyeras durmiendo a la intemperie en ciertos puntos de la ciudad, tapados con papel de diario y cartones para protegerse del frío. Fueron gradualmente tomando las plazas, las escalinatas de edificios públicos e iglesias y algunos lugares ya no públicos, y ahora se ven  seres humanos durmiendo en la puerta de locales cerrados, de casas abandonadas en venta, en el hall de edificios habitados, haciendo una especie de vivienda con carros de supermercado que cumplen la función de alacenas, cartones como paredes, sillas desechadas que conforman su mobiliario y hasta tendederos de ropa donde cuelgan sus dos o tres prendas cunado no están en uso. Cada vez son gente más joven. Y andan con varios hijos viviendo en estación de tren frente de la casa de mis padres, por ejemplo, o en el sector pavimentado de juegos del parque municipal donde solía llevar a mis hijos a jugar de pequeños. Las mujeres hasta barren el piso por la mañana como si estuvieran en su propia cocina. Y cuando se van de allí como quien deja su casa para salir de compras o ir a trabajar, dejan sus cosas en un atado sobre los árboles. El otro día estuve tentada de fotografiar todo esto que describo, pero no me dio el alma...


A veces me pregunto qué futuro les depara a estos jóvenes, a estas argentinas y estos argentinos de veinte o treinta años que tal vez jamás hayan trabajado y que probablemente han pasado de vivir en una villa a sobrevivir en la calle, sin paredes ni techo. Pienso además en sus pequeños hijos. Se trata de una espiral social que veo difícil de revertir. El otro día circulaba por ahí una camioneta del gobierno de la ciudad y se bajaron unas chicas de la asistencia social con guardapolvos y guantes para hablar con ellos. Les hicieron unas preguntas, cargaron sus petates en la camioneta y se los llevaron, para alivio de los vecinos del lugar, a quienes les disgusta y les preocupa la situación, sobre todo ahora que viene el frío. Pero cuando cayó el sol, volvieron a apostarse donde habían quedado sus bártulos en un atado: bajo los árboles.


A boca de jarro

domingo, 13 de mayo de 2012

Ser capaces de dar


"Dichosos los que pueden dar "

Hay muchas frases célebres sobre la capacidad de dar. Todos los libros sagrados, todos los iluminados, aquellos a quienes muchos tenemos como ejemplos de vida por su humildad, sencillez, auténtica generosidad, y por haber dejado una huella humana viviendo una vida llena de sentido gracias a lo que han dado para el bienestar de la vida de otros, nos han dado además poderosas palabras que ensalzan el acto de dar. "Así que yo les digo: pidan, y se les dará; busquen, y encontrarán; llamen, y se les abrirá la puerta. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá"; así enseñó Jesús que hay más dicha en dar que en recibir. "Da y tendrás en abundancia", decía Dar un vaso de agua a cambio de un vaso de agua no es nada; la verdadera grandeza consiste en devolver el bien por el mal", nos transmitió La raíz escondida no pide premio alguno por llenar de frutos la rama




"Si sólo se dieran limosnas por piedad, todos los mendigos hubieran ya muerto de hambre", dijo el hombre que declaró a Dios muerto, Friedrich Nietzsche. Y resulta tan cierto como que si el dar se convierte en un acto para demostrarme a mí mismo y a los demás lo bueno que soy capaz de ser, no da frutos. Si damos forzándonos a desprendernos de aquello que consideramos nuestro tesoro, ya sea nuestras posesiones, nuestro tiempo, nuestra presencia, nuestra escucha, nuestro apoyo, nuestro afecto incondicional, nuestra contención, nuestro interés por el otro, entonces es que no hemos nacido con la enorme riqueza de ser capaces de dar, y sufriremos esa amarga miseria de estrechez de corazón que no se arregla a fuerza de ceñirnos a máximas y preceptos. Seremos lo que Jesús llamaba "pobres de espíritu".


Creo que en eso los místicos no se equivocan. La visión del cielo en la tierra es la que vivenciaron almas capaces de darse a sí mismas con absoluto desapego por lo que la gran mayoría de los mortales consideramos digno de ser cuidado, protegido y valorado para ser. Esa inmensa mayoría incluye a todos los que no tenemos la libertad de corazón para dar-nos, y es allí donde encontramos nuestra propia cárcel. Somos aquellos incapaces de dar antes de que se nos pida, y nuestro infierno consiste en no conocer la verdadera generosidad, la que sabe anticipar lo que el otro necesita recibir de uno, y en eso encuentro dicha. Somos aquellos que creemos que nuestro efímero valor se prueba a fuerza de poner a buen recaudo nuestras posesiones materiales, y nos duele compartirlas: ahí reside nuestra mayor miseria, en nuestra incapacidad de desprendernos y de compartir. Y esta estrechez, tan típicamente humana, es lo que nos hace profundamente infelices, y la que difícilmente podamos enmendar a fuerza de hacernos seguidores del gurú de turno que vende sus libros en el kiosco de revistas.


Siempre que siento el dolor de dar y, sobre todo, el de dar-me, en la medida en que implica un autosacrificio, una auto postergación, una renuncia a lo que considero mi necesidad, mi yo, mi prioridad, mi momento, mi ego, recuerdo esa frase de la Madre Teresa que admite que hay un punto donde se experimenta dolor: "Ama hasta que te duela. Si te duele es buena señal." Y sin embargo sigo creyendo que a pesar de toda la publicidad negativa que estos conceptos tienen hoy, en tiempos de egoísmo, individualismo y hedonismo, realmente sería mucho más feliz si fuese capaz de dar y dar-me sin pagar esa cuota de dolor como buena señal.

 "Cuando yo doy, me doy a mí mismo."  Walt Whitman



A boca de jarro

miércoles, 9 de mayo de 2012

Avisos clasificados: ¡se busca excelencia!



Como a algunos se les da por echar un vistazo a los obituarios, es mi costumbre ojear los avisos clasificados de los diarios del domingo aunque no esté buscando trabajo. O tal vez sí, inconscientemente. La docencia ha perdido buena parte de su encanto para mí. Hay mucha burocracia alrededor del acto de enseñar y aprender que poco ayuda al meollo de la cuestión; más bien distrae, quita tiempo, roba energías y aburre. La planificación detallada, por ejemplo, que es solamente una ilusión cuya concreción depende de innumerables factores que a veces son descuidados por un apego excesivo a lo que se ha programado en abstracto y sobre papel, o la corrección de tarea escrita que se requiere que asigne a mis alumnos, quienes muchas veces entregan a destiempo y contra su voluntad, cuando están por recibir sus calificaciones bimestrales y sienten que les llega el agua al cuello, son aspectos de mi trabajo que me llevo a casa y me pesan cada año que pasa un poco más. Ni hablar de tener que dedicarle horas al diseño de evaluaciones de mitad y fin de año, como si eso realmente influyera en el proceso de aprendizaje de manera tan decisiva. Soy de las que creen en la evaluación permanente, sin tanta formalidad ni trámite, la evaluación que no genera ansiedad desmedida en nadie y arroja los mejores resultados porque se trata de ver lo que el alumno es capaz de hacer antes que estar dándole cantidad de ejercicios bajo presión cronometrada en los que indefectiblemente no mostrará sus mejores logros y terminará metiendo la pata traicionado por los nervios y el reloj. Pero debe quedar constancia escrita con fecha y hora de cada instancia evaluativa.

El hecho de enfrentarme a aulas superpobladas, mal ventiladas, pobremente equipadas para los desafíos de la enseñanza y el aprendizaje del siglo XXI, con alumnos que están en general mal dormidos, con hambre, que me bostezan en la cara o se duermen ni bien pongo un CD o un DVD para ejercitar comprensión auditiva (lo más moderno y avanzado que hacemos en clase de idiomas por aquí...), poco interesados en aprender y mucho más motivados en llegar a casa a conectarse con sus pares en Facebook o a prender la tele para seguir sus series importadas, sus programas favoritos o sus partidos de futbol hasta pasadas las doce de la noche, para luego volver a arrancar mal descansados la extensa jornada a las seis o siete de la mañana del día siguiente: todo ese estado y cúmulo de cosas hace que a veces se me dé por fantasear con un cambio de rubro.

Me lo he planteado seriamente varias veces. El tema es hacia dónde rumbear. Los avisos clasificados imponen generalmente límites de edad rigurosos que ya he superado ampliamente y un mínimo de años de experiencia comprobable con la que no cuento en ciertas áreas que me pueden resultar tentadoras. Además, es claro que la competencia ganaría ampliamente: gente joven, sin hijos ni padres mayores que pueden implicar ausentismo y complicaciones a la hora de cumplir son detalles que a ningún empleador se le escapan. A los 40 ya se es mañoso, se ingresa a un trabajo con expectativas muy concretas acerca de lo que se espera en términos de calidad laboral. Y además, también generalizando, ya se tiene en claro que el trabajo no es prioritario en la vida de uno, que es simplemente un medio para otros fines.

Pero si me corro un momento de las generalizaciones en las que muchas veces me hundo, encuentro que hay honrosas excepciones que hacen que siga adelante. No todos mis alumnos carecen completamente de interés por aprender, no todos toman su clase de inglés como una pesada carga impuesta por sus padres bajo el pretexto que les permitirá acceder a mejores empleos en el futuro, no todos los adolescentes y jóvenes de hoy se conforman con la mediocridad que suele proceder directamente de lo que promueve el sistema. Hay algunos que hacen que el hecho de transmitir lo que uno ha aprendido al aprender toda la vida cobre sentido. Hay quienes dejan moldearse, parecen iluminarse al descubrir nuevos caminos, permiten una interacción nutricia que reverbera más allá de las paredes del aula y llega al alma. Y es en las excepciones a lo que parece una regla donde se encuentra la motivación para seguir adelante en este oficio de enseñar.

Justamente, el domingo me encontré con una búsqueda laboral que de alguna manera confirma mi sensación de que no todo está perdido. Como estudiante, siempre me esmeré por sacarme buenas calificaciones y obtener un buen promedio en mis estudios, aunque a la hora de buscar trabajo, no se siente que ese mérito alcanzado a base de mucho sacrificio, empeño y constancia sea lo que defina la obtención de un puesto laboral. Y creo que no me equivovo al afirmar que muchos de mis alumnos sienten lo mismo. Se sabe que en otros países se busca a los altos promedios escolares y universitarios, se los estimula a seguir formándose a través de becas y postgrados, se les proponen trabajos con capacitación y mejor remuneración. Pero aquí no parecen abundar ese tipo de iniciativas.


En la sección de búsquedas laborales de los diarios Clarín y La Nación del pasado domingo 6 de mayo aparece un importante aviso publicado por el Banco Ciudad que busca personas "... preferentemente egresadas de colegios públicos", con "Título Secundario con promedio igual o mayor a 7" (cuando en nuestra ciudad se aprueba con 6), y que ostenten "Muy buen nivel cultural..." además de manejo de PC, a cambio de una jornada reducida de 4 horas de trabajo diario, lo cual les permitiría estudiar al mismo tiempo que trabajar, con una remuneración bruta de $3900, más premios y beneficios, lo cual no está mal para un primer sueldo contando con un título secundario nada más, con lugar de trabajo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y en un ámbito donde tal vez puedan crecer y progresar. Si bien se advierte que se llevará a cabo un exhaustivo proceso de selección, se aclara explícitamente que se busca excelencia. Hacía tiempo que no me encontraba con conceptos que parecen hasta anacrónicos en los clasificados. Y espero encontrarme con muchos más avisos de este tipo, ya que tal vez ayuden a espabilar las mentes adormiladas de tantos jóvenes que sienten que el esfuerzo no vale de mucho porque no se encuentran con este tipo de incentivo tan a menudo como deberían encontrarse.

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