Hay lugares y personas que uno concibe como parte
del país propio, que no es más que un pequeño territorio que ocupa el espacio
que se cubre con la mirada y con los pasos que andamos a diario. Ellos hacen a
la identidad de ese lugar con el que nos identificamos y que sentimos como el
terruño. Esa geografía se ha ido modificando a través de ciertos cierres a lo
largo de los últimos meses y esto nos ha embargado de nostalgia a grandes y
chicos en casa. Se siente como una carencia que genera un duelo que estamos
procesando.
Primero faltó sin previo aviso una mañana el
diariero de la esquina, un personaje que le daba vida y color a su puesto y a
nuestra cuadra. Su presencia era una lumbre que acompañaba desde antes de la
salida del propio sol. Su voz fuerte, gruesa, callejera, se escuchaba desde la
cama y su rostro, cansado y marcado por tantos madrugones y mañanas a la
intemperie, era un encuentro obligado cada mañana de domingo con la llegada de
los únicos diarios que compramos en la semana y que nos damos el gusto de leer
en familia alrededor de un desayuno en pijama que se hace lujosamente largo.
Luego decidió apagar sus luces para no volver a encenderlas
el pizzero de en frente de casa. Fue una gran pena y los chicos no se resignan
y siguen ilusionados con que va a volver. Le daba sabor a nuestros fines de
semana, aroma a cebolla frita y pan recién horneado a la vida de nuestra calle
y digna prestancia de buena gente, un laburante de fin de semana y feriados, el
Mariscal de la Pizza, cuya cercanía era envidiada por medio mundo de este que es
nuestro pequeño, significativo, entrañable mundo.
Su luz se apagó porque perdió a su compañera y ya
no quiso o no pudo seguir alimentándonos, imagino que por falta de alimento
propio. Digo imagino porque soy de las que no les gusta andar
preguntando a los vecinos por ahí. De refilón escuché el triste chisme de que
un día tuvo que ir un vecino a socorrerlo porque había estado intentando una
fuga a lo insoportable que se le hacía la carencia: "Se puso a pelar
unos cables ahí y tuve que entrar a sacarlo cuando estaba todo a
oscuras". Debe ser difícil atravesar esa oscuridad. Ya no quiso seguir
y nos dejó a nosotros a oscuras: las luces de la pizzería ya no inundan el
living de casa cuando apagamos las nuestras. Los otros días llegó acompañado de
unos muchachos jóvenes en un camión. Vaciaron el local de todo su mobiliario y equipamiento
y sentimos una puntada, como si perdiésemos parte de lo propio cuando por fin
se lo llevaron todo.
Y ayer mi hijo se levantó unos minutos más
temprano de lo habitual para ir al polirrubro de Carlitos, kiosco, librería y
juguetería, a mitad de cuadra, el que siempre nos salva cuando nos olvidamos de
comprar lo que habían pedido para la clase del día. Abre antes de que nos levantemos
para ir al cole y parece que adivina nuestros olvidos diurnos devenidos
en necesidades de primera hora: cartuchos, mapas, la escuadra que se perdió y
hace falta para hoy que hay prueba... Nos falló por primera vez. Tenía cerrado.
Estábamos todos extrañados, y los chicos espiaron dos o tres veces durante el
transcurso del día a ver si había algún indicio de su vida, que cambió ayer
para ya no volver a ser la misma aunque hoy ya esté de vuelta en el negocio.
Nos acongojamos. Son esos detalles que nos hacen
valorar a quienes damos por sentado, esas omnipresencias que ligan la masa de
la rutina, que se erigen como íconos de nuestra cotidianeidad guiando como
faros el desarrollo de lo que conocemos como nuestra vida de todos los días.
Sólo nos percatamos de su importancia cuando nos faltan. Y al faltar nos
recuerdan de que a todos nos llega un día en el que permanecemos cerrados. Ese día
no se abre y marca el límite tan temido, el fin de lo conocido, aunque todo
alrededor siga en marcha. Tal vez llegue alguien que vuelva a abrir, tal vez se
siga adelante con la cortina baja. Pero ya nunca nada será igual. Por estos
días, al apagarse las luces, se nos hizo claro.
A boca de jarro