Por años me deslumbró el concepto de meritocracia,
dado que escuché muchas veces la historia de los hijos de inmigrantes españoles
e italianos que llegaron a la Argentina, granero del mundo por entonces, con una
mano atrás y otra adelante, a laburar, como mis abuelos españoles, y gracias al esfuerzo de ese
trabajo y al acceso que tuvo la generación de mis padres a la educación
pública y gratuita de excelencia tanto como a las circunstancias históricas, lograron ascender a una posición social que
les permitió superar ampliamente a la de sus progenitores y hasta de brindarles el merecido privilegio
de una vejez digna. Mi deslumbramiento con esa noción lo heredé de mi papá, que
representó para mi abuela gallega el orgullo de ser "M'hijo El Dotor",
y quien creía firmemente en la meritocracia, ya que él también dio mucho de sí para destacarse
en los estudios, para crecer y desarrollarse en su carrera, y hablaba con fervor
de las bondades de quemarse las pestañas estudiando, el esfuerzo de romperse el
lomo trabajando y el mérito personal de ser decente y honrado tanto en el
trabajo como en la vida de todos los días. Pero con los años, se dio cuenta de
que su desarrollo tenía un techo, marcado por la realidad de la movilidad
social que indica que todos estos criterios favorecen más a los hijos de
los que ya son privilegiados de algún modo y que tal vez no merezcan ese favor
más que otros por sus propios méritos.
A mí me llevó muchos menos años darme
cuenta de que lo mío tenía un techo y que no lograría superar los logros
profesionales o socio-económicos de mi padre por más que me capacitara y me
esforzara tanto o más que él. Ahora ya lo confirman los periódicos aunque, de
todas formas, hoy por hoy me preocupa más el futuro de mis hijos que el propio. Recuerdo con
cierta nostalgia las épocas en las que conseguí mi primer empleo en lo que era
entonces el mejor instituto privado de inglés de Buenos Aires, gracias a mis
méritos como estudiante. Me desplazaba en colectivo desde mi casa hasta allí a
dar mis clases por la tarde, basadas en la premisa institucional de brindar un
servicio de calidad educativa de excelencia, que en pocos años fue a la
quiebra, ya que la educación privada se convirtió en un negocio más, y los
estándares de excelencia fueron vencidos por el facilismo y las leyes del
mercado.
Recuerdo también que camino al instituto, alojado
en una bella y típica casona de una zona acomodada a la que acudía llena de entusiasmo y
sueños de un gran futuro profesional, me detenía a veces en las vidrieras de
las mueblerías exclusivas que abundan allí, y al observar detrás de la vidriera
los elegantes juegos de sillones, las lámparas de estilo y las finísimas mesas
y alfombras a la venta, pensaba que algún día iba a poder adquirir el
mobiliario para mi propia casa ahí mismo a fuerza de hacer mérito en mi trabajo. En pocos años me llegó la feliz hora de tener mi propio
departamento, gracias a la ayuda económica de mi papá, lejos de mi lugar de trabajo, que
para entonces se había cuadriplicado en horas, y de comprar mis lindos muebles
de roble con mis propios ahorros, los cuales jamás llegaron a ser como aquellos
que aún sigo parándome a mirar en las vidrieras, sabiendo ya que nunca estarán
en el living de mi casa, aunque sí son los que decoran los hogares de quienes
siguen dándome de comer.
La noción de merecer para tener me
duró mucho menos que a mi padre, pero me cuesta el mismo trabajo que a él digerirla,
aunque sé que ser no pasa por tener, igual que él, y gracias a su ejemplo
también. A veces se me hace tan normal que ya casi no me amargo cuando veo
quien es el Chauncey Gardiner (Chance the gardener) del momento, y doy
gracias a mi padre, que me dio a leer la breve y extraordinaria novela Desde el jardín, de Jerzy
Kosinski, y con quien vi la película homónima con un fabuloso Peter Sellers
como el jardinero con retraso mental que llega a maravillar al mismísimo presidente de los
Estados Unidos con sus simples anxiomas acerca de la jardinería. Era aún una adolescente, pero así aprendí algo sobre lo
fortuito en ésto de llegar a ser quien se es y aprender a observar a los jardineros que determinan nuestros destinos. Mi papá también me enseñó a
disfrutar de la poesía y las enormes enseñanzas de "Forrest Gump",
que aún hoy sigue conmoviéndome con su simpleza, hondura y fidelidad a las
realidades de la vida cada vez que me atrapa en una de sus escenas cuando la
encuentro haciendo zapping por cable.
Lo que ha pasado a la posteridad de este
magnífico film es la frase que la madre del personaje principal le transmite a su hijo, también débil mental y héroe nacional al final de sus días, quien deberá hacerle frente a la vida con su
debilidad, y con la fortaleza que su debilidad agiganta, solo de allí en
adelante:
"Life's like a box of chocolates. You never know what you're gonna get."
("La vida es como una caja de bombones. Nunca sabés cuáles te van a tocar.")
Lo cierto es que somos como esa pluma que se convierte en un motivo en la historia, una especie que cree tener las riendas del poder a la hora de andar sus caminos, pero que se encuentra irremediablemente a merced de los vientos que soplan a favor o en contra de sus deseos. Muchas veces la vida nos recompensa con ese delicioso bombón que hemos deseado por años, pero muchas otras, al abrir la caja, nos encontramos con chocolate amargo o, peor aún, con la sorpresa de que otro la ha vaciado de nuestro contenido sin convidarnos al banquete y parece que nuestros chocolates se fueron con el viento.
"Life's like a box of chocolates. You never know what you're gonna get."
("La vida es como una caja de bombones. Nunca sabés cuáles te van a tocar.")
Lo cierto es que somos como esa pluma que se convierte en un motivo en la historia, una especie que cree tener las riendas del poder a la hora de andar sus caminos, pero que se encuentra irremediablemente a merced de los vientos que soplan a favor o en contra de sus deseos. Muchas veces la vida nos recompensa con ese delicioso bombón que hemos deseado por años, pero muchas otras, al abrir la caja, nos encontramos con chocolate amargo o, peor aún, con la sorpresa de que otro la ha vaciado de nuestro contenido sin convidarnos al banquete y parece que nuestros chocolates se fueron con el viento.
Es también lo que le sucede a otro
personaje emblemático de nuestra condición frente a la eterna batalla entre el
libre albedrío y la fatalidad o el destino, Truman, protagonista de
"The Truman Show", una sátira de los límites entre lo que creemos
manejar en nuestra vida y lo que está en verdad gobernado por otras fuerzas y
otros agentes a quienes desconocemos, a pesar de su enorme poder sobre nosotros. Como en la distopía de Orwell, 1984, el peor crimen es pensar, "thoughtcrime"
en "Newspeak", el idioma que se crea en la dictadura de
Gran Hermano, Big Brother, para manejar hasta los pensamientos de la masa que atentan contra
los intereses de la trama invisible de los poderosos de turno.
Espero sepan disculpar el crimen que he cometido hoy de nuevo, que algunos consideran resentimiento; este crimen de ponerme
a pensar en voz alta una vez más sobre algo que por estas latitudes no existe, aunque se escuchan y se
leen informes de lugares lejanos donde parece que sí funciona. Dicen que en los
países nórdicos, sociedades igualitarias sin grandes diferencias de ingresos y
riqueza, los privilegios se alcanzan a través de los méritos propios, no sin
pagar una alta cuota de dolor al pasarse la vida compitiendo con los
demás para superarlos y al enfrentarse con el meollo de definir qué se entiende
por mérito dejando la vida en el intento.
A boca de jarro