viernes, 7 de febrero de 2014

Acompañar desde el silencio

Se habla demasiado. Hay demasiado ruido que se confunde con comunicación. La verdadera comunicación es estar presente con los sentidos atentos a cada gesto y cada detalle para saber escuchar el ruido del silencio cuando los justos reclamos no son escuchados y para prestar la oreja atenta ante la queja, ante el dolor, ante el sufrimiento y ante la muerte de nuestros semejantes.

Cuando acontecen sucesos como los de estos últimos días, abundan en los medios personas que salen a dar explicaciones técnicas y a mostrarnos la cara más espantosa y siniestra del dolor. Se intenta dilucidar por qué pasó lo que pasó, o cómo podría haber sido evitado, cuando el hecho es un hecho consumado, y por el momento queda acompañar desde el silencio a quienes han sido víctimas y a sus familiares.

Se podrían hacer mil lecturas. Podría decirse que el incendio es la metáfora más cabal del fuego que nos está consumiendo y que no hay voluntad de apagar.

Los bomberos voluntarios que han dado sus jóvenes vidas para apagar un incendio en pleno barrio de Barracas son un ejemplo de lo que muchos ciudadanos ignotos hacemos cada día: levantarnos temprano cada mañana, ponerle el cuerpo al día, venga lo que venga, continuar trabajando, aun frente a una sensación de absoluta precarización. Ellos la expusieron y la perdieron.

Fuego y lluvia que no terminó de aplacar las llamas, imágenes dantescas que perturban el sueño y nos hunden en la angustia y la desesperanza. Me uno en un abrazo solidario a todos aquellos que seguimos adelante sin más palabras que las que nos dicta el silencio.



A boca de jarro

sábado, 1 de febrero de 2014

Sábado es...

Madonna en los ochenta

Allá por la década de los ochenta, en mis intensos años de adolescencia bolichera, había un jingle de Coca Cola en los medios locales que decía así:

"Sábado es,
sábado es, 
ya la ciudad, 
vibra otra vez.
Vení a bailar, 
 te vas a divertir.
 Coca Cola le da
 más vida a tu vivir..."

Llegó febrero. Es justo y necesario dejar este oscuro enero atrás. Cortes de luz, olas de calor, maroma económica... Encima estuvimos pintando en casa, y me tocó limpiar como una descosida. Así es que hoy me zambullo en el túnel del tiempo y me voy a bailar, como hacía en aquellos sábados de los ochenta. ¡Quién pudiera volver el tiempo atrás, para no amargarse, para sólo pensar en que "Las chicas sólo quieren divertirse"! Increíble cómo todavía suena esa canción.

Me causa algo de sorpresa y mucha nostalgia que mis hijos me hagan subir el volumen de la radio cada vez que pasan una de aquellas canciones que me aprendí de memoria en los ochenta. Ahora, muchos adolescentes la van de "ochentosos", pero lo cierto es que los verdaderos sobrevivientes de los ochenta somos nosotros.

Por entonces, no andábamos con celulares, no nos comunicábamos por Facebook, ni WhatssApp, y cuando quedábamos para encontrarnos el sábado por la noche, era para salir, no para una sesión de Skype o un juego interactivo online. Toda nuestra vida rodaba en torno del baile del sábado por la noche en la disco, para lo cuál arreglábamos personalmente y con la debida anticipación. No había mensaje de texto que nos salvara si, a último momento, no nos dejaban ir al boliche.

Nos pasábamos la semana practicando las coreografías de Madonna para abrir la noche en la pista, como en aquellas películas que nos marcaron a fuego, "Flashdance" y "Footloose". Los mejores bailarines se subían a bailar sobre los parlantes, y cuando se largaba, echaban una capa de humo espesa que me dejaba medio ciega y olía al talco de mi abuela. Bajo la luz blanca se cruzaban las primeras miradas, ya que en aquel tiempo, los varones te sacaban a bailar. Las damas entrábamos gratis porque éramos el gancho para los caballeros. Nada de pogo en la pista, ni de bailar entre amigos. La más fea planchaba, y la linda, o la que sabía cómo disimular, ligaba. Justicia poética a rajatabla.

El momento más esperado de la noche eran los lentos. Se apagaban las luces, cambiaba el ritmo, se hacía un expectante silencio y corría una especie de aire fresco sobre la pista. Era el momento más esperado y temido. Si no pintaba el levante, sólo te quedaba la barra y un trago largo con  las chicas para digerir el bajón. 


Y para que nos fuéramos a casa todos contentos llegaba la tanda de lo que dimos en llamar "rock nacional": Serú Girán, Los Abuelos de la Nada, Soda Estéreo, Los Twist, Raúl Porchetto... Pensar que nuestro himno, allá por el 85,  era aquel tema de Miguel Mateos, en el que todas las voces se unían como en un coro de cancha:


"Pero venga lo que venga, para bien o mal,
tirá, tirá para arriba, tirá.
Si no ves la salida, no importa mi amor,
no importa. Vos tirá. "

Seguiremos tirando para arriba por no aflojar.




Cyndi Lauper - Girls Just Want To Have Fun


A boca de jarro

viernes, 24 de enero de 2014

La hija menor de Sappia

Arte Figurativo Óleo, Pinturas de Mujeres

"Decidió que era así precisamente como estaba. Tenía delante el cuerpo fofo, añoso, de una mujer de cuarenta y seis años, los pechos caídos, el vientre dilatado, venas varicosas en las piernas y caderas a punto de derrumbarse. Su sonrisa se amplió hasta adquirir las proporciones de una mueca forzada mientras su mano derecha se cerraba en el aire, y entonces lo dijo bien claro, en voz alta, mañana vuelvo a comer."
                                     
Almudena Grandes, Modelos de mujer, "Malena, una vida hervida", (Relato parcialmente autobiográfico), Buenos Aires: Tusquets Editores, 2012.


Cuando me crucé a darle el pésame como corresponde a la señora de Sappia la encontré acompañada por su hija menor. La reconocí de inmediato. Habíamos sido compañeras de secundaria, aunque nunca habíamos llegado a ligar socialmente, y se encontraba tan cambiada que, en todos los años que llevo viviendo frente a su casa no me había dado cuenta de que se trataba de aquella chica regordeta, siempre ocultando sus bellos y tristes ojos diáfanos detrás de sus gruesos anteojos, una adolescente tímida, de cabello largo, invariablemente trenzado, que hasta se sonrojaba al verse obligada a pasar al frente a dar lección oral y que sólo ocupa un lugar en las fotos viejas que dan testimonio de nuestro paso por un colegio de monjas. Nunca había salido a bailar o acudido a ninguna reunión ni fiesta de quince, nunca una cita, jamás el nombre de un varón garabateado en la tapa de sus cuadernos. "La chica de los labios vírgenes"  como burlonamente la habíamos apodado.  Era obvio que su padre no le permitía ir más que de casa al colegio y del colegio a casa, a estudiar.

Siempre había deseado ser médica. Eso es casi todo lo que llegué a saber de ella en cinco años de adolescencia compartida. Supongo que finalmente lo consiguió. Ahora que me percaté de su identidad la veo pasar temprano por la vereda de enfrente, a paso ligero, delgada en sus jeans ajustados, con un delantal blanco colgando del brazo y una cartera abultada. Cruza prolijamente por la esquina, esperando que el semáforo le de permiso para hacerlo debidamente, igual de sumisa y prolija que en aquellos años de estudio. Hay gestos que delatan más de lo que quisiéramos revelar acerca de quienes fuimos y quienes somos, porque, en general, los años no vienen para cambiarnos. A menudo llegan para acentuar aun más nuestro resignado destino.

Al terminarse los festejos de fin de año, volvíamos en el auto a casa de madrugada y encontramos un coche plateado estacionado justo frente a nuestra entrada de garaje. Mi marido, como siempre, se enfureció. No soporta que se ignore el signo de "Prohibido Estacionar" que se empecina en volver a colgar de la puerta, aunque lo arranquen o lo roben sólo por jorobar. Le hizo luces rabiosas al conductor para que se adelantara. La ventanilla del auto estaba medio alzada, y se adivinaba una cabellera platinada, más blanca y brillante que el color del automóvil. El tipo la bajó entera desde su comando eléctrico en la penumbra solitaria de mi calle, sacó la mano para pedir disculpas, dio arranque y movió el auto sin chistar. Al erguirme luego de trabar el portón y antes de terminar de cerrar, vi emerger del coche la figura de la hija del difunto Sappia, y su sombra, esquiva e inconfundible ya, se desvaneció rápidamente en la oscuridad del jardín de su casa.


Desde aquella noche ya no se volvió a esconder. El fulano viene a visitarla con ramos de flores en las tórridas tardes de verano, mientras su mamá pasa unos días en la costa junto al resto de la familia. Madre e hija, cómplices silentes de una liberación largamente esperada. La hija menor, a quien se le había asignado el pesado rol de acompañar a sus padres en su vejez, de ser la tía soltera y juguetona para sus sobrinos, ahora tiene vida propia en esa casona que parecía muerta hace poco más de un mes.


Dicen que para muchas mujeres la vida comienza después de los cuarenta. Para esta niña-mujer, que vivió bajo la sombra de un padre autoritario, el adagio parece estar hecho a su medida. Quién sabe por qué motivo el difunto padre la quería soltera y en casa. Tal vez para llenar el vacío que como marido él mismo creó en la vida de su mujer. Lo cierto es que hoy la hija menor de Sappia se ve feliz porque aprendió que los príncipes no tienen melenas rubias, ni son azules, ni llegan justo en el momento en que necesitamos que nos rescaten de las garras de padres que se yerguen como reyes déspotas y egoístas. Llegó el hombre que la festejaba a escondidas para por fin rescatarla a plena luz del día de su propia infelicidad asumida como derrotero medieval en pleno siglo XXI.


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