Mafalda, Quino |
“Los que trabajan para delincuentes… ¿qué son?
¿Son delincuentes?”
Bombita Rodriguez, "Relatos salvajes"
Es como entrar al zoológico, un bestiario del asfalto infectado de burócratas. En la puerta están los perros que te gruñen y te muestran los dientes ni bien traspasás el umbral. En el escritorio de recepción, los linces; en el escritorio de atención, las tortugas, las gatas o los cuervos, depende de cuál te toque. Incluso me pareció verle el hocico puntiagudo a alguna rata por ahí. En el piso de arriba se deslizan por el piso las víboras, y, si subís a los pisos más altos del elefante blanco que alberga al nefasto edificio, seguro te la dan en la yugular. Subas o no, salís de ahí envenenado con ganas de tener de amigo a Simón Fischer, alias Bombita Rodríguez, para que vuele el edificio sin lastimar a ningún animal, pero que lo vuele de una, eso sí, y entonces, de una puta vez, nos dejen de chupar la sangre a quienes tenemos que pagarle al fisco el impuesto al mono. Los monos venimos a ser nosotros, los que dejamos una buena parte de nuestros magros ingresos por hacer tantos malabares para poder trabajar
En la puerta hacés cola indefectiblemente aunque llegues con la primera orina de la mañana. Vienen los burros de carga del bar de la esquina a traerles a las bestias burócratas su café con leche con medialunas de manteca o grasa para que consuman antes de las diez de la mañana, que es la hora bacana a la que empiezan a trabajar. Bah, trabajar es una forma de decir: hacen como que trabajan, montan todo el show, y te hacen envidiar tener un laburito así, de diez a cuatro, en una oficina con aire acondicionado, numeración digitalizada y computadoras a carro a las que siempre parece colgárseles el sistema cuando llega por fin tu turno.
Vos te sentís poco menos que un delincuente, siendo simplemente un trabajador que pretende ganar unos pesos y estar en regla. Te toman las huellas dactilares, registran tu firma, te piden fotocopia de tu documento, te dan formularios nomenclados por letra y número para llenar y te despachan rapidito a casa para que hagas todo lo importante online porque ellos ni se mosquean. Yo me la juego que si le ofrezco unos mangos como cuando le tirás lechuga fresca a una tortuga, viene a comer de tu mano antes de lo que canta un gallo, pero a mí para coimear así no me da. No soy tan rata como las que se pasean por las noches sobre el cablerío de la ciudad ni como las que anidan acá. Admito que soy muy mal pensada, como buena porteña de raza y argentina de ley.
Justo de toda esta fauna variopinta me vino a tocar la tortuga a mí, que me carcome la ansiedad. Tenía cierto aire a Steven Hawkings a pesar de que su cerebro era claramente del tamaño de un mosquito. Le planteo escuetamente cuál es mi cuestión, siendo la segunda vez que voy en menos de un mes sin poder resolver el tema y habiendo saldado todas las deudas de intereses acumulados por pagos atrasados, y el tipo ni siquiera establece contacto visual conmigo. Con la mirada fija en la pantalla de su ordenador y relamiéndose el labio superior por algunos minutos y, por otros, que se hacen tan largos como el chicle de menta que rumiaba el lince de admisión, hurgando los restos de medialuna entre sus dientes con la lengua, me tiene frente a él en absoluto silencio indiferente durante siete minutos contados por reloj. Perpleja, miro para los costados y observo que en las otras jaulas fluye la cosa un poco más. Tamborileó los dedos sobre el escritorio, revuelvo todos los papeles que llevé prolijamente en una carpetita plástica azul, y nada, sigue colgado a la máquina dándole a la lengua sin parar. Le digo tímidamente que el lince de admisión, que mascaba su chicle alevosamente de costalete mientras me hablaba, me había derivado a él para obtener un instructivo y terminar el trámite por mi cuenta. Cuando ya no quedaba ningún resto de migas hojaldradas por limpiar dentro de su cuadrada boca de tortuga terrestre, mete la lengua adentro, tira la mandíbula para atrás y me dice, tan lentamente como ha venido procediendo, que no existe ningún instructivo para lo que requiero. Le explico que mi felina contadora me envió a solicitarlo y que el lince de la entrada me mandó a encontrarlo acá, y entonces frunce todo lo arrugado y gris de quelonio que lleva por rostro, mete el índice derecho que levanta del ratón bajo sus garras sucias y largas en la oreja, se rasca bien adentro e insiste en su tesitura exasperante de reptil urbano, vago e inútil, me manda a casa a entrar a la laberíntica página de la AFIP, accediendo por enésima vez con mi número de CUIT y mi nueva clave fiscal que tramité hace dos semanas en el mismo sector, y, una vez allí, habiendo comprobado que todos mis datos hayan sido debidamente cargados al sistema, me dirija a la sección de "Preguntas Frecuentes" para encontrar la respuesta a esta duda que me carcome el bocho hace más de un mes ya. Yo, como tantos, me pregunto frecuentemente si haber nacido en este país nos ahorrará algunos años de purgatorio, y, como soy muy mal pensada, como buena porteña y argentina de ley, me la juego que sí. Otro consuelo no hay.
Relatos Salvajes- fragmento de "bombita"
A boca de jarro