"No se por qué hay que dejar de querer a una persona
solo porque se ha muerto."
El guardián en el centeno, J.D. Salinger
Se levantaba todos los santos días del año a eso de las cinco de la mañana y se iba derecho para el kiosco-librería-polirubro que le da vida a la cuadra y a él. Preparaba su termo y su mate y dejaba la yerba en reposo mientras se hacía una escapada a lo del diariero Alberto a buscarse el Clarín suyo de cada día. Prendía la FM, podrido ya de malas noticias, y era un tipo afable y erguido para quien todos los días eran iguales y todos los pibes y algunos de los grandes con alma de pibes que entrábamos a su local por cigarrillos, golosinas o útiles escolares nos llamábamos "Willis". Da pena hablar en pretérito de Carlitos, el patrón de la vereda, pero es que se está apagando la luz del centinela de mi barrio. Le extirparon un tumor maligno el verano pasado, y él sabe bien que, a pesar de las sonrisas de Cuqui y sus esfuerzos por disimularlo, hay metástasis por todos lados a sus cincuenta y siete años. Sus días eran todos iguales pero ya dejaron serlo para no volver y ahora están contados. Anda lúgubre, lento y cansino, medio encorvado, con el pasaje de ida abierto hacia el otro barrio.
A boca de jarro