lunes, 3 de diciembre de 2012

La enfermedad del tiempo




En los años ochenta comenzó a gestarse un movimiento conocido como "The Slow Movement" o "El movimiento slow" ("slow" en inglés significa "lento"). Sus seguidores promueven una vida a ritmo más parsimonioso, y protestan contra todo aquello que se ha impuesto con vigor desde los ochenta en adelante como "fast", por ejemplo, las cadenas de comidas rápidas, la comida precocida y lista para el microondas y demás cosas a las que ya estamos acostumbrados y hemos incorporado a nuestras vidas como algo positivo, ya que nos permiten "ahorrar tiempo". Aunque tal vez, si nos detenemos a pensarlo, nos maten más rápido, inclusive el pensar sobre la vida en exceso podría llegar a matarnos más velozmente que el hecho de no detenernos a pensarla sino más bien torearla como se nos presenta. 

El movimiento creció y se extendió para abarcar otros aspectos de nuestra existencia, tales como la crianza con lentitud, la educación que lleva tiempo, la jardinería, el arte y el diseño lentos, la vida en la ciudad a ritmo más apacible, llamada "Cittaslow", y hasta el viajar más lentamente. ¿Me siguen o estoy yendo muy rápido?






Geir Berthelsen fundó The World Institute of Slowness en 1999, y postuló toda una visión sobre un "Planeta Lento" o un "Slow Planet", para comenzar así a enseñar los principios que posibilitan una vida más relajada, con tiempos más pausados. El profesor Guttorm Fløistad resume esto que finalmente evolucionó para erigirse en una filosofía de vida del siguiente modo:


"Lo único seguro es que todo cambia. El ritmo del cambio se acelera. Si quieres  sobrevivir, mejor apresúrate. Ese es el mensaje de nuestro tiempo. Sin embargo, sería útil recordar que nuestras necesidades básicas jamás cambian: nuestra necesidad de proximidad y cuidado y de un poco de amor. Estas cosas sólo pueden brindarse a través de la lentitud en las relaciones humanas. Es allí donde estamos en control del cambio. Debemos recuperar la lentitud, la reflexión y el estar juntos. Así lograremos una renovación."




                                 
El Movimiento Slow no está regido ni tampoco controlado por una única organización, sino que en rigor constituye una corriente global que surgió a partir del hondo desencanto con los efectos colaterales de la Revolución Industrial. Hoy tiene sus epicentros en Europa, Australia y Japón, tal vez los lugares de nuestra aldea global donde se vive a mayor velocidad y donde el cambio es moneda corriente, infectado por un frenesí que inevitablemente deja a muchos desconcertados y hasta excluídos de ámbitos vitales cruciales para  su subsistencia.

En el año 2005 el periodista canadiense Carl Honoré escribió un libro que se convirtió en un bestseller internacional, y cuya lectura resulta paradójicamente rápida, titulado "Elogio de la lentitud". La premisa fundamental de este fanático de lo lento se resume en una cita conocida de su obra:


“Creo que vivir de prisa no es vivir, es sobrevivir. Nuestra cultura nos inculca el miedo a perder el tiempo, pero la paradoja es que la aceleración nos hace desperdiciar la vida.” 



                                      


La idea central de este libro es que vivimos una vida obsesivamente acelerada, que nos hace esclavos del tiempo en aras de una efectividad que en efecto no es posible lograr de prisa. Este gurú anti-prisa nos alerta sobre "la enfermedad del tiempo", en sus envases harto conocidos de estrés, ansiedad y falta de concentración y atención, con la consiguiente perdida de capacidad de goce y disfrute que el trabajar a toda máquina y querer hacer mucho en el menor tiempo posible conllevan, y la superficialidad de los vínculos humanos que se entablan en medio de la vorágine del apuro cotidiano. Honoré nos confronta con paradojas interesantes, como ser:

"La lentitud nos permite ser más creativos en el trabajo, tener más salud y poder conectarnos con el placer y los otros. A menudo, trabajar menos significa trabajar mejor." 

Y además nos interpela con las mismas preguntas esenciales que se hacían los filósofos griegos, cuestiones de orden existencial que no nos damos tiempo para reflexionar, tales como: 

"¿Para qué es la vida? Hay que plantearse muy seriamente a qué dedicamos nuestro tiempo. Nadie en su lecho de muerte piensa: “Ojalá hubiera pasado más tiempo en la oficina o viendo la tele”, y, sin embargo, son las cosas que más tiempo consumen en la vida de la gente.”

                              
  

Ciertamente, es cada vez más frecuente que me detenga a pensar para qué corremos tanto como individuos, tanto los chicos como los grandes, a dónde querremos llegar antes y cuáles son nuestras prioridades al comenzar con la carrera cotidiana. Serán los 44, lo que llaman la crisis de mitad de la vida, el hecho de que se aproxima el 21 del 12 del 2012, día en el que mis hijos están absolutamente convencidos de que se acabará el mundo, pero la verdad es que cada día me siento más insatisfecha con la velocidad a la que me veo forzada a vivir por habitar esta urbe, por tener que mantener un hogar, por querer realizarme como mujer, esposa, madre y profesional, entre tantos otros roles que se me enredan y para los que parece que no queda tiempo.

Encuentro cada vez más justificaciones para seguir a todo vapor, pero noto que voy quedando sin energías, agotada, quemada. Y la cosa se acelera aún más hacia fin de año. A menudo siento que con la idea de hacer más dinero o de alcanzar ese bienestar que se nos induce a asociar con el éxito como algo puramente material, trabajamos tanto que no nos damos tiempo de "dis-frutar" de los "frutos" del trabajo: más dinero, menos tiempo para gozarlo; más "éxito", mayor aislamiento y alienación. ¿Cuál es el precio? ¿Cuál es la ganancia en esta ecuación? ¿Y qué sucedería conmigo si alcanzara ésto que imagino sería suficiente? Sospecho que no está en la naturaleza humana decir "Con ésto me basta". Siempre desearía más. Ese es el motor que nos mantiene vivos. Si cambiara el foco, tal vez más sería equivalente a mayor calidad de vida con mis recursos, más tiempo para estar con quienes me importan y conmigo misma, mayor claridad a la hora de determinar qué quiero de la vida y cuáles son mis prioridades. Y éxito sería la medida de mi disfrute de cada pequeño gran ritual cotidiano, y mi nivel de estabilidad emocional y capacidad de goce.





Leo casi todos los años con mi grupo de alumnos más avanzados de inglés una maravillosa historia de Graham Greene tiulada "A Day Saved" (algo así como "Un día ahorrado o ganado o salvado"), en la cual un hombre común y corriente está encantado de ahorrarse un día en su viaje de trabajo para poder regresar antes a su casa y estar con sus seres queridos. Este hombre, un tanto chato pero afable, es constantemente perseguido por un misterioso personaje cuyo nombre varía de acuerdo a quien sea su presa: la muerte. Y la muerte lo acompaña en su viaje esperando el momento adecuado para arrebatarle eso que él anhela pero no tiene, aunque no sepa bien qué es: la vida. ¡Maravillosa alegoría! 




Como pregunta el personaje funesto del  genial Greene, que nos asedia a todos:

"Yo te pregunto, ¿qué importa un día ganado para él o para tí? ¿Un día ahorrado de qué? ¿Para qué? (...) ¿Salvándolo de qué, para qué? (...) No podrás morir un día antes". 

Esta es una entrada que escribí para un blog chileno con el cual colaboré algún tiempo. Ahora la edito y la publico aquí por falta de tiempo para mayor originalidad. Posiblemente me tome mi tiempo en contestar los comentarios que tengan a bien tomarse el tiempo de dejarme.

A boca de jarro                                 

domingo, 25 de noviembre de 2012

Meritocracia



  Por años me deslumbró el concepto de meritocracia, dado que escuché muchas veces la historia de los hijos de inmigrantes españoles e italianos que llegaron a la Argentina, granero del mundo por entonces, con una mano atrás y otra adelante, a laburar, como mis abuelos españoles, y gracias al esfuerzo de ese trabajo y al acceso que tuvo la generación de mis padres a la educación pública y gratuita de excelencia tanto como a las circunstancias históricas, lograron ascender a una posición social que les permitió superar ampliamente a la de sus progenitores y hasta de brindarles el merecido privilegio de una vejez digna. Mi deslumbramiento con esa noción lo heredé de mi papá, que representó para mi abuela gallega el orgullo de ser "M'hijo El Dotor", y quien creía firmemente en la meritocracia, ya que él también dio mucho de sí para destacarse en los estudios, para crecer y desarrollarse en su carrera, y hablaba con fervor de las bondades de quemarse las pestañas estudiando, el esfuerzo de romperse el lomo trabajando y el mérito personal de ser decente y honrado tanto en el trabajo como en la vida de todos los días. Pero con los años, se dio cuenta de que su desarrollo tenía un techo, marcado por la realidad de la movilidad social que indica que todos estos criterios  favorecen más a los hijos de los que ya son privilegiados de algún modo y que tal vez no merezcan ese favor más que otros por sus propios méritos.

  A mí me llevó muchos menos años darme cuenta de que lo mío tenía un techo y que no lograría superar los logros profesionales o socio-económicos de mi padre por más que me capacitara y me esforzara tanto o más que él. Ahora ya lo confirman los periódicos aunque, de todas formas, hoy por hoy me preocupa más el futuro de mis hijos que el propio. Recuerdo con cierta nostalgia las épocas en las que conseguí mi primer empleo en lo que era entonces el mejor instituto privado de inglés de Buenos Aires, gracias a mis méritos como estudiante. Me desplazaba en colectivo desde mi casa hasta allí a dar mis clases por la tarde, basadas en la premisa institucional de brindar un servicio de calidad educativa de excelencia, que en pocos años fue a la quiebra, ya que la educación privada se convirtió en un negocio más, y los estándares de excelencia fueron vencidos por el facilismo y las leyes del mercado. 

  Recuerdo también que camino al instituto, alojado en una bella y típica casona de una zona acomodada a la que acudía llena de entusiasmo y sueños de un gran futuro profesional, me detenía a veces en las vidrieras de las mueblerías exclusivas que abundan allí, y al observar detrás de la vidriera los elegantes juegos de sillones, las lámparas de estilo y las finísimas mesas y alfombras a la venta, pensaba que algún día iba a poder adquirir el mobiliario para mi propia casa ahí mismo a fuerza de hacer mérito en mi trabajo. En pocos años me llegó la feliz hora de tener mi propio departamento, gracias a la ayuda económica de mi papá, lejos de mi lugar de trabajo, que para entonces se había cuadriplicado en horas, y de comprar mis lindos muebles de roble con mis propios ahorros, los cuales jamás llegaron a ser como aquellos que aún sigo parándome a mirar en las vidrieras, sabiendo ya que nunca estarán en el living de mi casa, aunque sí son los que decoran los hogares de quienes siguen dándome de comer.

   La noción de merecer para tener me duró mucho menos que a mi padre, pero me cuesta el mismo trabajo que a él digerirla, aunque sé que ser no pasa por tener, igual que él, y gracias a su ejemplo también. A veces se me hace tan normal que ya casi no me amargo cuando veo quien es el Chauncey Gardiner (Chance the gardener) del momento, y doy gracias a mi padre, que me dio a leer la breve y extraordinaria novela Desde el jardín, de Jerzy Kosinski, y con quien vi la película homónima con un fabuloso Peter Sellers como el jardinero con retraso mental que llega a maravillar al mismísimo presidente de los Estados Unidos con sus simples anxiomas acerca de la jardinería. Era aún una adolescente, pero así aprendí algo sobre lo fortuito en ésto de llegar a ser quien se es y aprender a observar a los jardineros que determinan nuestros destinos. Mi papá también me enseñó a disfrutar de la poesía y las enormes enseñanzas de "Forrest Gump", que aún hoy sigue conmoviéndome con su simpleza, hondura y fidelidad a las realidades de la vida cada vez que me atrapa en una de sus escenas cuando la encuentro haciendo zapping por cable. 

  Lo que ha pasado a la posteridad de este magnífico film es la frase que la madre del personaje principal le transmite a su hijo, también débil mental y héroe nacional al final de sus días, quien deberá hacerle frente a la vida con su debilidad, y con la fortaleza que su debilidad agiganta, solo de allí en adelante:

 "Life's like a box of chocolates. You never know what you're gonna get." 
("La vida es como una caja de bombones. Nunca sabés cuáles te van a tocar.")

  Lo cierto es que somos como esa pluma que se convierte en un motivo en la historia, una especie que cree tener las riendas del poder a la hora de andar sus caminos, pero que se encuentra irremediablemente a merced de los vientos que soplan a favor o en contra de sus deseos. Muchas veces la vida nos recompensa con ese delicioso bombón que hemos deseado por años, pero muchas otras, al abrir la caja, nos encontramos con chocolate amargo o, peor aún, con la sorpresa de que otro la ha vaciado de nuestro contenido sin convidarnos al banquete y parece que nuestros chocolates se fueron con el viento.

  Es también lo que le sucede a otro personaje emblemático de nuestra condición frente a la eterna batalla entre el libre albedrío y la fatalidad o el destino, Truman, protagonista de "The Truman Show", una sátira de los límites entre lo que creemos manejar en nuestra vida y lo que está en verdad gobernado por otras fuerzas y otros agentes a quienes desconocemos, a pesar de su enorme poder sobre nosotros. Como en la distopía de Orwell, 1984, el peor crimen es pensar, "thoughtcrime" en "Newspeak", el idioma que se crea en la dictadura de Gran Hermano, Big Brother, para manejar hasta los pensamientos de la masa que atentan contra los intereses de la trama invisible de los poderosos de turno. 

 Espero sepan disculpar el crimen que he cometido hoy de nuevo, que algunos consideran resentimiento; este crimen de ponerme a pensar en voz alta una vez más sobre algo que por estas latitudes no existe, aunque se escuchan y se leen informes de lugares lejanos donde parece que sí funciona. Dicen que en los países nórdicos, sociedades igualitarias sin grandes diferencias de ingresos y riqueza, los privilegios se alcanzan a través de los méritos propios, no sin pagar una alta cuota de dolor al pasarse la vida compitiendo con los demás para superarlos y al enfrentarse con el meollo de definir qué se entiende por mérito dejando la vida en el intento.


A boca de jarro

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Cartas Perdidas



"¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Conciban un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo -el dedo al que iba destinado, tal vez ya se corrompe en la tumba-; un billete de Banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados; esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte.
¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!"
                    Fragmento de Bartleby el escribiente, de Herman Melville
                                                          
 
Bartleby el escribiente (Bartleby the Scrivener: A Story of Wall Street, en el original en inglés), no podría haber sido lectura más oportuna. Podría entrar en un minucioso análisis literario del estilo algo rudimentario en el que está escrita por Herman Melville, autor de Moby Dick, pero preferiría no hacerlo. Podría hacerme eco de los críticos literarios que aseguran que el autor se inspiró en su lectura de Emerson pero preferiría no hacerlo. Podría afirmar que es una de las narraciones más originales y conmovedoras que he leído, y que aunque fue escrito a mediados del siglo XIX, no parece haber perdido un ápice de vigencia, pero preferiría no jugarme por semejante afirmación. Podría incluso darme corte de intelectual, como hice otras veces sin demasiado éxito, y considerarlo un relato que sienta las bases para el existencialismo y la literatura del absurdo marcando la senda para grandes como Kafka y Camus, e inclusive decir que Borges realizó una traducción canónica del libro en 1944 ya que lo fascinó, como tanto de lo bueno de la literatura anglosajona de la que fue un magistral experto, y que alguna vez sentenció sobre el riquísimo texto: “Su desconcertante protagonista es un hombre oscuro que se niega tenazmente a la acción. El autor no lo explica, pero nuestra imaginación lo acepta inmediatamente y no sin mucha lástima. En realidad son dos los protagonistas: el obstinado Bartleby y el narrador que se resigna a su obstinación y acaba por encariñarse con él”; pero preferiría no ahondar tanto para focalizar en el efecto de su lectura en mí en este momento particular en el que llegó a mi vida.
                                                                                                          
Este peculiar y pálido copista de documentos legales, que trabaja en una oficina del centro de Nueva York, decide un buen día dejar de escribir, amparándose en su famosa fórmula: "Preferiría no hacerlo". Nadie sabe de dónde viene este escribiente, prefiere no decirlo y no decir mayormente nada, más que lo que prefiere no hacer, y su futuro es incierto, pues prefiere no hacer nada que altere su situación. El abogado que lo ha contratado en su estudio, el narrador de la historia, no sabe cómo actuar ante esta rebeldía, pero al mismo tiempo se siente atraído por tan intrigante actitud. Entre compasión, ofuscamiento y extrañamiento, y hasta incluso cierta empatía con la desidia del pobre Bartleby, que hace que su patrón postergue el momento de actuar contundentemente y en eso nos regale la historia, prefiero posicionarme como lectora receptiva a esta altura del año.

Llega de tanto en tanto un punto en la imprecisa y finita línea de tiempo que marca el calendario de los días, las semanas, los meses, las estaciones y los años, en el que me siento abatida y vencida por un cansancio y un sinsentido ante la frenética carrera cotidiana en el que puedo identificarme plenamente con la actitud de cruzarse de brazos ante la humanidad, el porvenir y el deber del escribiente de Melville, que no rehúsa pero tampoco acepta, simplemente expresa su preferencia y se atiene a ella como una forma de resistencia pasiva ante la monotonía. Soy una trabajadora, una más de millones, y muchas veces me invade la fuerte preferencia de no seguir las órdenes que mis superiores imparten, no obedecer la esclavitud del reloj, no hacer lo que las maestras de mi hija consideran que debe ser hecho en casa cada tarde como tarea para el hogar, no discutir más con mi hijo adolescente acerca del mal hábito de la nocturnidad y la adictividad a los aparatos electrónicos, las redes sociales y los juegos online, no ir al centro a terminar con ese trámite que quedó inconcluso por la burocracia que exaspera, no juntarme con todos los que hace meses no veo para brindar antes de cambiar el calendario, porque nos podemos reunir después, tranquilamente, en el mes de enero o febrero, y da lo mismo, no esforzarme por acatar los plazos que tienen como fecha límite el 31 de diciembre, no tomar decisiones de último momento y sentenciar a mis alumnos cuando la cosa viene decantando desde principio de año, no jugar este juego de que se viene el fin del mundo cada fin de año con todo el estrés que genera, ya que sé que el mundo seguirá andando más o menos igual el 1 de enero del año entrante, y podría seguir con la lista, pero preferiría no extenderme más. Me gustaría simplemente bajar los brazos sin hacer demasiada alharaca ni dar mayores explicaciones que las que da Bartleby, de esa manera tan ambigua y enigmática pero a la vez tan rebosante de sentido en el microcosmos de la oficina que reverbera a todos los ámbitos hasta donde llega el avasallamiento de nuestros deseos por nuestros grises y aplastantes deberes.

Como en la oficina de la vida, en este universo que Melville dibuja, con trazos gruesos y hondas implicancias, no hay personajes carismáticos y casi nadie tiene nombre propio: simplemente apodos que describen sus actitudes frente al trabajo. El único que sí tiene nombre es el escribiente: Bartleby. Su resistencia lo hace diferente, hasta más digno, aunque también merecedor de nuestra lástima, dado que se deja arrastrar por ella hasta caer en el abismo de la no existencia, como un héroe trágico. En su debilidad reside también su grandeza, esa que anhela el habitante de la urbe del siglo XXI tantas veces: oponerse sin agresiones ni violencia pero con firmeza a aquello que nos hace menos libres y nos aleja de la naturaleza y del lado luminoso de nuestra errática humanidad, aquello que nos aliena y nos mecaniza, aún a costas de perder contacto con otros seres humanos, deshumanizados ya por las mismas exigencias que jamás se detienen a cuestionar.


La imagen de Bartleby de pie frente a una ventana con vista a un muro me trajo a la memoria la locura en "Hombre mirando al sudeste", excelente película argentina escrita y dirigida por Eliseo Subiela (1986), en la cual un enfermo mental, Rantés, que se presenta en un neuropsiquiátrico como mensajero de otro planeta que vino a investigar la estupidez humana, casi logra convencer de su cordura al médico que lo trata, el Dr. Julio Denis. De la misma manera, Bartleby, el escribiente, casi me parece cuerdo en su negativa a la acción a la que se lo convoca una y otra vez: llega un punto en esa línea temporal en el que tal vez deberíamos parar y mirarnos cara a cara con nuestras preferencias, esas que encajonamos como viejos expedientes o que quedaron en la Oficina de Cartas Perdidas de Washington donde antes trabajaba este hombre y jamás volvimos a reclamar, porque allí quedaron escritos sueños que no tuvimos el coraje de concretar. Lo pienso todos los años a esta altura del mes de noviembre, y cada vez estoy más convencida de que no es insanía lo que me lleva a planteármelo tan seriamente y de que es pura cobardía lo que me impide accionar para concretarlos.

Por ahí leí que en el año 2000, el escritor español Enrique Vila-Matas publicó su libro Bartleby y compañía, en el cual, inspirándose en el relato de Melville, designa como "Bartlebys" a aquellos escritores que renunciaron, por variadas razones, a seguir escribiendo. En nombre de todos los "Bartlebys" ignotos que deambulamos por este siglo cumpliendo nuestro cometido día a día aunque prefiriendo otra cosa, a veces indecible hasta para nosotros mismos, deseo que los escritores de ayer y de hoy jamás depongan las plumas que le dan vuelo a nuestras pedestres y rutinarias existencias.

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