martes, 17 de noviembre de 2015

La edad de las orquídeas

  




    La última gran adquisición de Grace es una orquídea que consiguió de rebaja en el vivero del barrio una tarde calurosa de domingo. Según le dijo el joven empleado que se acercó amablemente a informarla, viéndola tan embobada con ella, las orquídeas también tienen edad. Necesitan completar todo un ciclo vital para poder dar flor. Sería justo decir que es al florecer por primera vez cuando una orquídea entra a la edad adulta: es así de injusta, también, la vida de una orquídea. Y si bien el follaje de una orquídea puede resultar interesante, lo que la hace realmente valiosa es, naturalmente, su flor, que - como toda injusta belleza - vive apenas unas semanas. 

El atento muchacho - muy buen mozo, por cierto - pasó luego a adentrarse en los secretos iniciáticos del cultivo de las orquídeas domésticas que hacen que florezcan: que el riego, que la luz, que las temperaturas y la humedad, que los fertilizantes. Los cuidados deberán ajustarse, también, a la especie de orquídea que tengamos entre manos. Grace quedó debidamente advertida de que alguien que decide cuidar de una orquídea como esa debería a su vez prepararse para cuidarla debidamente. En el vivero se dictan cursos los jueves por la noche para principiantes y avanzados en el arte. No hacía falta que el joven le dijera nada de todo aquello, tan gracioso y pintoresco como su camisa, abierta tres botones por los que no asomaba ni un sólo pelo. Grace ya había notado cómo tienen a todas las pobres orquídeas en ese vivero, bajo luces especiales, rodeadas de termómetros, clavadas a tutores, bajo el soplo de vida artificial de ventiladores y calefactores encendidos a través de las estaciones y siempre adentro. ¿Estos chicos jóvenes realmente creerán que hace falta tanto remilgo para llegar a viejo?


Bastaba con saber leer su mirada de maestra jardinera para jurar que se la iba a llevar a casa en el preciso momento en el que posó sus ojos a través de sus anteojos sobre esa preciosa flor amariposada que luce tan como ella, que no le importaba nada que esa única flor se cayera a los pocos días o que tomara casi un año más de cuidados intensivos intentar que floreciera de nuevo. A una forzada jubilada a quien le hicieron tirar la toalla antes de su mejor floración no la iban a venir a amedrentar con la edad de las orquídeas. Ella mejor que nadie sabe cuál es el valor de una orquídea, sabe que una orquídea vale más por ser quien es, por todos los inviernos internos sin flor soportados en sus días, que por sus flores, y que nunca se la debería rebajar por eso. Ella mejor que nadie sabe del arte de cuidar de lo que queda cuando se decide que una orquídea ya pasó su mejor momento.









A boca de jarro

viernes, 13 de noviembre de 2015

Del color de las hortensias

"Paisaje con niña y hortensias", Alfredo Ramos Martínez
        

      Ayer me volví a topar con esos ojos que, según todos decían, eran del color de las hortensias. Me volvieron a escapar una vez más. Yo nunca reparé demasiado en el color de aquellos ojos, y mucho menos en las hortensias que mi madre y mi abuela nos tenían prohibidas en el jardín donde jugábamos de nenas. 

-¡Hortensias en esta casa, no, válgame Dios!- solía decir mi abuela. -Las hortensias causan el desamor. Os vais a quedar para vestir santos.

-Se van a quedar solteras- nos traducía mi vieja, con toda santa paciencia. 

Yo jamás lo creí cierto. Más allá de la belleza de sus ojos, para mí, la nota principal de aquel mirar que ayer me esquivó otra vez, después de tantos años, era la transparencia que un hombre le arrebató una madrugada cualquiera, cuando murió la adolescencia. Así que mejor hubiésemos tenido hortensias para quedar solteras. Ella fue mi mejor amiga, la que jugó en mi jardín, la que fue conmigo a la escuela, la que iba conmigo a bailar, la primera que me defraudó en la amistad, y la primera que se casó mal después de que sus ojos perdieron lo que yo veía en ellos.

La nuestra era una amistad muy típica entre féminas: confianza y competencia en dosis parejas. Éramos compinches y, al hacernos mujercitas, salíamos a bailar con el arreglo de que nuestros padres se turnaban para ir a buscarnos. En el colegio nos sacábamos chispas para quedarnos con la bandera, y en el baile estábamos pendientes de cada levante y llevábamos la cuenta, en una libreta rosa, de nombres, fechas, teléfonos y marcas personales de cada pretendiente. La última entrada en ese anotador la hice yo, de eso no me olvido más. Ese pibe, que cayó en el baile una noche a la hora de los lentos, ya, de entrada, no me gustó nada para ella. Carlos. Era bastante mayor que nosotras, morocho, grandote, alto, con un vozarrón profundo, labios gruesos, y usaba una esclava de plata en la muñeca izquierda que me parecía de un gusto espantoso. Ella se enloqueció con él, decía que era su gran amor, pero a mí me daba mala espina.

Una noche que habíamos quedado en que mi viejo nos pasaba a buscar por la esquina del boliche a la una, como siempre, no la pude encontrar por ningún lado. Recorrí baños, reservados, barra, pistas, pero Alejandra se había esfumado. Vencida y dubitativa, me fui a casa y conté lo poco que sabía de Carlos. Hasta entonces, él había sido un secreto entre las dos, más que nada por el tema de su edad, según decía ella, y porque "ya sabés cómo se pone la vieja...." Estaba a punto de darme una ducha antes de irme a dormir, cuando sonó el teléfono en la cocina. Era su madre, preocupada por la hora.

-¿Y Alejandra dónde está? 
-No tengo idea. - la forzada respuesta. 
-Mirá, Fernanda, que me defraudás. Yo confiaba en que vos la traerías a casa de vuelta. Seguro que sabés dónde y con quién puede estar. Pensalo bien.

La verdad dolía porque sólo la conocía a medias. No pude hablar. Me puse pálida y me temblaban las piernas. En ese tiempo de la vida, traicionar la lealtad en la amistad es lo peor que te puede pasar. Debería haber imaginado que otras cosas más brutales y más horrendas tenían cabida en este mundo de mierda, un mundo que para mí, hasta entonces, era bastante puro y pequeño. Me arrancó el tubo mi vieja, le largó el nombre prohibido, sin reparo alguno, y le escupió que quien tenía que cuidar de Alejandra era ella, que a mí me dejara en paz, que era una nena, y que "Buenas noches, señora". No pude pegar un ojo. ¿A dónde se habría ido? ¿Se habría fugado con ese tipo, como pasaba en las películas? ¡Qué desgraciada, cómo me había hecho quedar, a mí y a mis viejos! ¿Tanto por una calentura?

Aquel lunes me la encontré, como era de esperar, antes de la formación, en el patio de la escuela. No la dejaban faltar ni que fuese el fin del mundo. Y yo sentí que lo era. Se la notaba descompaginada y algo maltrecha. Sus ojos parecían distintos, sin brillo, vacíos de sueños y hasta hinchados de llorar. Pude imaginar el escándalo en su casa, pero nunca que todo había pasado por la fuerza. Me acerqué tímidamente, antes de que vinieran con cuentos todas las demás, pero se dio media vuelta y no volvió a hablarme nunca más. Restaban apenas unas semanas para recibirnos.

Ayer, cuando me la encontré, me costó reconocerla. Lleva el pelo corto y algo rojizo, y el rostro retorcido como en una mueca. Imagino que jamás pudo superar lo que le pasó aquella noche de domingo. De Carlos supe que se separó después de que se cansó de que le pegara estando ya casados y con hijos. Sus ojos me rehuyeron, pero alcancé a notar que poco y nada queda en ellos del color de las hortensias. 



A boca de jarro

martes, 10 de noviembre de 2015

Baños de diseño



En mi próxima vida, no quiero pensar. ¡Quiero diseñar! Ya lo decía Steve Jobs, que de esto sabía algo: "Estamos aquí para dar un mordisco al Universo, sino ¿para qué otra cosa podemos estar aquí?" Eso es. En mi próxima vida, quiero pegarle, no un mordisco, un tremendo tarascón al Universo. Definitivamente, en mi próxima vida voy a tener un baño de diseño, por lo menos para no mear fuera del tarro a la hora de contestar las preguntas de mi hija adolescente.





Es que el otro día me sorprendió con una pregunta tan posmoderna que me hizo caer en este anacronismo de pensar. Asaltada por esa inquietud de vanguardia que la caracteriza siempre que damos una de nuestras vueltas al perro, a la antigua, me preguntaba cómo eran los baños de mi escuela. Mi respuesta, ahora que me doy cuenta, fue paupérrima, muy siglo XX:

-Los baños de mi escuela eran baños. Tenían una puerta, inodoros pequeños en la primaria, más grandes en secundaria, ventanitas altas, como respiraderos, una pileta para lavarse las manos y un espejo todo salpicado.

Debo confesar que su tren de pensamiento me apabulló una vez que lo pillé. Para la generación de mi hija, un baño no es simplemente un baño: un baño es un objeto de diseño. Mi hija nació en una casa con más de un baño, por lo tanto, ha tenido la chance desde muy chica de compararlos. No se trata ya de un único espacio compartido por el grupo familiar ni de ese sagrado lugar al que acude tanta gente... A Dios gracias, mi hija ignora también la cruda realidad de tantos millones de seres humanos que aún hoy, en la era del diseño, no cuentan ni con baño ni con casa. Para los adolescentes de su generación y de su condición social, la cruda realidad pasa por el sushi. Y los baños son poco menos que sitios turísticos, aptos para dar rienda suelta a la creatividad y al buen gusto, y así dejar en ellos mucho más que aquello que dejan los valientes. Son sitios donde se debe dejar una huella personal, pero a la luz de las velas aromáticas, con aceites esenciales, sales de baño y en una lengua foránea.






Inevitablemente, mi respuesta iba a frustrarla y hacer que se encendiera como una lámpara de diseño.

-El diseño es el pensamiento hecho visión, Má.

- ¿Y se puede saber de dónde sacaste eso vos, che?

-¡Ay, Má, por favor! Eso lo sabe cualquiera. Lo postearon en Instagram el otro día.




Eso lo sabe cualquiera... Tristemente cierto. Las frases de diseño arrasan en las redes un día cualquiera. Hoy hay pensamientos, citas, libros, tipografía y autores de diseño. Hay sillones, mesas, camas, blanquería, accesorios decorativos, vajilla, cocina y hasta mates de diseño. Con decirte que este pasado Día de la Madre no tenía ni puta idea de qué regalarle a la vieja - que afortunadamente, aun siendo jubilada argentina, no necesita nada -  y entré como por un tubo: ¡un mate de diseño!




Hay celulares, ordenadores, tarjetas, comidas, parejas y cuerpos de diseño. Así como la liquidez inundó la solidez de los vínculos en nuestra era - generando relaciones en las que los individuos se consumen uno a otro sin llegar a fusionarse, diluyéndose en su esencia amorosa so pretexto de escaparle al compromiso y al vínculo maduro, profundo y responsable - de la misma manera se está abriendo paso a una corriente en la que sólo flota la imagen. Y la imagen se crea, ya no para satisfacer una necesidad humana, sino para crear la necesidad. ¿Se entiende o es muy de diseño? Es que en mi época, digámoslo, lo que flotaba era otra cosa. Ahora nos parece que el mate qualunque ya no sirve para tomarse unos buenos verdes. Hace falta tener un mate de diseño. Y el baño ya no es solamente un baño, es "el cuarto de baño"- ojo al piojo - y ya no nos basta para hacer nuestras necesidades, ni siquiera en el colegio, hija mía. Es preciso contar con un receptáculo agradable que observe la armonía cromática incurriendo en la iconolingüística y - de ser posible - que respete también las leyes del feng shui para lavarse los dientes y darse una duchita rapidita antes de irnos a dormir. Así seguro que no era el baño de mi escuela, qué esperanza. Eso sí: que al baño lo siga limpiando Magoya o, en su defecto, Má.






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