miércoles, 13 de abril de 2016

Las manos de mi abuelo



 
    Don José María Terenti era un tipo de pocas palabras y manos grandes. Tan grande como el tamaño de sus manos era su sentido de la decencia, y creo no equivocarme al pensar que esa fue precisamente la causa de su muerte. Recuerdo con mucha fuerza la fuerza de su puño cerrado pegando sobre la mesa del comedor de su casa el día en que mi papá le explicó que de todos los pesos que había ahorrado a lo largo de sus días a fuerza de trabajo en un plazo fijo en el banco de la avenida, no quedaba ninguno, y que en realidad ahora había una deuda de intereses que saldar con la entidad, a la cual ni siquiera podía hacerle frente. Ya estaba viejo mi abuelo entonces, y aquel puñetazo fue un golpe de impotencia y absoluta incomprensión ante ese robo - que le quitó mucho más que su escaso dinero. Con igual fuerza recuerdo la única vez que mi abuelo me tomó de la mano para llevarme a algún lado. Mi abuelo no había sido niño y creo que por eso nunca me trató como a una niña a quien se debe mimar y llevar a jugar. La vida para él nunca fue niñez ni juego. Abandonó su Asturias natal a los cinco años y, desde que llegó a la Argentina, trabajó con sus manos sin parar. Aquella mañana en que me tomó fuertemente de la mano - mi mano chiquitita prendida de la enormidad y fortaleza segura de la suya - fuimos hasta la oficina de correo, donde me compró una libretita de ahorro para que yo aprendiera lo que nunca he aprendido porque sencillamente no aplica en mi país. El otro día, cuando me encontré un rollo de billetes que no recordaba haber guardado en un jarrón, me puse contenta como aquella nena que fui, pegando estampillas en mi libreta de ahorro, y me acordé fuertemente de mi abuelo.

  Después de que le robaron todos sus ahorros, Don José se enfermó del alma, que es la forma más fuerte de enfermar. Habían matado a su decencia. Pasaba las horas de sus días vaciados sentado en su sillón cerca de la ventana que daba a la vereda, leyendo La Prensa. Usaba sus manos para soltar la hoja derecha del enorme periódico, chuparse la punta de su fornido índice y dar vuelta la página para seguir leyendo, sin perder el control del mamotreto. En los últimos tiempos ya casi ni leía. Por más que leyera, nadie podía hacerle entender que se había muerto esa decencia tan fuerte que era suya en este rincón del mundo al que había llegado en un barco. Entonces se condenó a penar sus horas contadas como una víctima fatal de la la indecencia en su sillón, y cuando oscurecía ya no encendía la luz. La última vez que lo vi, sus enormes manos estaban atadas a la cama de un lúgubre hospital público. Hacía fuerza para soltarse, como queriendo emerger de su estado de demencia febril, y repetía tozudamente con la poca voz que le quedaba que se tenía que levantar para ir al banco a saldar su deuda. 

  Estas manos que cuentan billetes no sólo roban: también matan. Mi abuelo fue prueba de este atroz delito que se sigue cometiendo en esta tierra en la que yo vivo, cada vez con mayor impunidad, cada vez con mayor desparpajo. Hoy mi abuelo moriría de nuevo ante semejante escándalo de indecencia.




Las pruebas de la "ruta del dinero K": así contaban la plata TELENOCHE


A boca de jarro

jueves, 31 de marzo de 2016

Menos pausa

 

  Salió del consultorio sintiéndose menos abatida pero más enojada. La doctora le había explicado que no había pastillitas para aliviar esos síntomas que la habían llevado a consultarla, que el tratamiento, con sus antecedentes familiares, podría resultar peligroso, que lo de ahí adentro estaba todo en orden, simplemente que era como una especie de motor: ahora que estaba por dejar de funcionar, hacía ruido, pero no era ruido de enfermedad, que se quedara tranquila, que no había razón alguna para preocuparse. Preocuparse lo empeoraría todo, le había recalcado. ¿Empeorarlo? Imposible. Esos calores y la taquicardia que les seguía la tenían a mal traer, así que peor no podía haber. Poco y nada estaba durmiendo con este yeite de levantarse de noche empapada en sudor para escuchar cómo le castañeteaban los dientes y cambiarse el camisón a oscuras para que su marido no se enterara. La falta de sueño la ponía de un humor de perros.

-¿Cómo puede ser que no haya pastillitas todavía para aliviar los calores, Doctora? Bien que cuando a ellos no les arranca el motor, lo hacen funcionar con la pastillita mágica... Si los calores fueran cosa de hombres, seguro ya tendrían remedio, no me diga.

Menos abatida y más enojada. A su edad ya sabía reconocer sus emociones perfectamente; para diagnosticarlas no necesitaba de ningún facultativo matriculado. A los quince había consultado preocupada por ser la única chica de su grupo que aún no había desarrollado. "Menarca tardía" le habían escupido, y a seguir esperando. A los treinta y cinco por fin se animó a incurrir en la maternidad. "Madre añosa", sentenció el obstetra, solemne, y la mandó a hacerse análisis de todos los colores por haber esperado mucho. ¿Y ahora le venían con "Menopausia precoz"?





Camino de vuelta a casa lo vio todo claro a través del cristal empañado de la ventana del colectivo en aquella mañana otoñal. Ante las pérdidas de la vida, siempre hay dos actitudes entre las que se puede y se debe elegir: el abatimiento o el enojo. Abatidas por la menopausia habían quedado todas las mujeres de su familia que adoptaron el abanico y el gris, que alargaron sus faldas y trocaron tristemente zapatos por chancletas, que se resignaron a usar dos talles más de pantalón, a pasar inadvertidas ante todas las miradas. Ella, en cambio, usaría este enojo para resarcirse por todas sus esperas, por sus postergamientos históricos, por lo que se le anunciaba como el fin de su edad fértil. Menopausia: menos pausa. Menos pausa para empezar a vivir para ella misma, para cuidarse, para acicalarse. Menos tela para cubrirse, menos inhibiciones, menos invisibilidad. 





Media vida tratando de probar al mundo que era una buena mujer. Pues bien, ahora, con sus hijos grandecitos, bien criados, provistos, y con un matrimonio estable y estático que había superado el vigésimo aniversario, había quedado totalmente probado. Ahora sentía el calor que producían sus hormonas femeninas más que nunca antes, la premura de gozar con menos pausa y menos peligros, porque si no era ahora, entonces ¿cuándo? 





En cuestión de meses, su figura y su aspecto cambiaron sin pausa. Se cortó el pelo, se tiñó de rubia, se empezó a maquillar de mañana y a pintar las uñas de rojo, se aseguró de que el salero en sus brazos desapareciera haciendo gimnasia todos los días, se apuntó a las clases de spinning, que levantaban cachas y bajaban kilos, se hizo las tetas y cuando no quedaban carnes colgando de su cuerpo se colgó todos los aretes y los brazaletes a los que nunca se había animado y que hacían su nueva presencia audible y notoria, se hizo experta en lencería íntima sensual, se metió en mini bombachas cola less y se encontró un novio con bastantes años menos que ella. Para los calores, nada de abanico: se consiguió - en el mismo catálogo online donde había descubierto unos aparatitos a pila de lo más simpáticos y efectivos - un precioso ventilador portátil de cartera que adquirió sin pausa.




A boca de jarro

lunes, 28 de marzo de 2016

El murmullo del agua





  A menudo mientras hago mis tareas me viene a visitar el murmullo del agua de ese río donde lavaba la ropa mi buena abuela asturiana. Mi abuela Leo lavaba la ropa en el río Nalón, del cual mil veces me habló. Mientras echo la pila diaria al tambor del lavarropas - no sin antes revisar bolsillos por si han quedado pañuelos de papel que causan un estropicio, billetes o monedas - el murmullo de esas aguas llena mi mente de un rum-rum insistente, monocorde, cargado de preguntas. ¿Qué sentirías? ¿Qué pensarías? ¿Qué esperarías? ¿Qué desearías? Y entonces mi buena y dulce abuela asturiana y yo nos ponemos a charlar, como aquella tarde de otoño en la que estuvo lúcida por última vez.

-Yo estoy bien, abuela, creo que bien, aquí donde me ves, convertida en un ama de casa de tiempo completo, en medio de la jungla de cemento de la urbe, junto al lavarropas. ¿Sabés? Te pienso mucho ahora que soy grande. Te pienso y te sueño. Veo esa imagen que llevo grabada en mi memoria de una fotografía tuya descolorida de cuando ni te conocía. Te veo junto al río, dale que te dale, así como vos me ves a mí ahora, y corre en el agua del lavado que sacude mi lavarropas un murmullo de destinos no elegidos aunque sí asumidos - el tuyo y el mío - unidos por una soga invisible donde, tendidos, flamean al viento pilas de sueños no cumplidos, también invisibles, ganas de estar en otros ríos, en otras aguas, ganas de no tener que arrear con la pila del lavado de todos, todos los días.

A menudo me embargan esas ganas justo cuando toca quedarme acá, plantificada, justo cuando se me junta el lavado, la limpieza y la comida, y no sé muy bien ni por dónde empezar, aunque sí sé que tengo que empezar. Es entonces cuando me pregunto si yo tendría el coraje que vos tuviste para dejar toda mi ropa y todo mi río y hacerme al mar en busca de otro destino. Pero enseguida llega el murmullo del agua de nuevo a mí - el murmullo del agua de mi río, que no es otra cosa que una vertiente del tuyo - con otra vuelta del tambor del lavarropas, que me avisa que ya todo arrancó, que está todo en marcha, y me canta clarísimo, cristalino, que nuestro destino pasa justo por aquí, por el agua del lavado. Entonces creo que veo una luz al otro lado del río y que escucho tu voz desde la otra orilla que me dice: "Rema, rema ..." Y yo te juro, abuela, te juro que la estoy remando.





Jorge Drexler -Al otro lado del río

"Tanta lágrima y yo
soy un vaso vacío
Oigo una voz que me llama,
casi un suspiro:
Rema, rema, rema..."



A boca de jarro

jueves, 17 de marzo de 2016

Amor de pies


"... la mujer que tiene los pies hermosos

sabe vagabundear por la tristeza."



Mario Benedetti, "Pies hermosos" (Fragmento)









No había sido agraciada 
con cinturita de avispa,
por alta no destacaba,
sus pechos no bamboleaban,
al irse no deslumbraba,
sus cabellos no danzaban,
sus ojos no encandilaban.

¡Pero Dios sí le había dado
unos pies que eran un canto!
De sus pies quedó él prendado,
se quedó anonadado:
la desnudó sin tocarla,
sólo con puro mirarla,
al descalza descubrirla.

De refilón un buen día
desde la vidriera fría
la vio en la zapatería
en el preciso momento
en el que descalzó sus pies;
sin olerla, sin rozarla,
la amó parada y en pata.

Un amor de pies preciosos,
- tentadores como frutos -
libre de todo prejuicio:
amor plantar, amor podal.
Se enamoró de sus pies
perfumaditos, sedosos,
redondeados y carnosos.
¡Mujer de pies asombrosos!






Quentin Tarantino's Foot Fetish





A boca de jarro


domingo, 13 de marzo de 2016

La guerra de los zapatos

    




    No existen guerras más fieras que las domésticas, esas que no figuran en los libros de historia, y no hay guerras más cruentas que las que se libran contra una misma. Sacudida como pocas veces antes, me he pasado días cavilando sobre el botín de la guerra de los zapatos, una lucha territorial que concluyó hace unos días dentro de las paredes de mi reino, y que siento el deber de dejar debidamente asentada en los anales de mi propia historia.



Sucedió, en uno de esos días en los que mis hormonas me dan batalla todavía, que me encontré con una pila de zapatos y zapatillas refugiados en el garaje de casa. Cómo habían ido a parar ahí, con zapateros mudados de los placares y todo, es una cuestión que me supera, pero allí estaban, mirándome desde sus ennegrecidas suelas y sacándome la lengüeta, desafiándome para que los regresara a la tierra prometida, porque como digo siempre y ya todos por aquí saben, "Si no lo hago yo, no lo hace nadie".

Antes de poner manos a la obra, que implicaba unas cuantas escaladas al primer piso, fui a fijarme si había moros en la costa en el lugar de los zapatos dentro de los placares de los dormitorios. Como suele suceder al acometer estas empresas, el sitio había sido tomado por cajas y cajas de zapatos en desuso, que resultaron ser todos míos al abrirlas: clásicos, de fiesta, guillerminas con taco, de pulsera, abotinados, de gamuza, hasta los que me llevaron al altar, blancos de taco y plataforma, y que jamás usé para otra cosa... A pesar de que me considero un soldado del orden bastante sensato y eficiente, esta vez la táctica me había fallado, debía empezar por admitirlo. Perdí un precioso tiempo probando cada par y enganchándome en un monólogo interno que en nada ayudó a despejar el área o a aquietar las aguas de mi irritabilidad.

- Sí, estos en otra vida, nena. Muy apropiados para andar en colectivo o para ir al súper.... ¿Pero cuántas veces me los habré puesto? ¡Cuánta guita tirada, Dios mío!







Se acercaba el mediodía, hora en la que suelo batallar con ollas y sartenes desde las trincheras de la cocina, con todos los demás flancos ya despejados - una guerra cotidiana que jamás se acaba. La pila de zapatos seguía apostada sobre un lateral del garaje, mientras yo sacaba unos y calzaba otros de los míos en el piso de arriba sin poder vencer el poder de fascinación que esos desgraciados ejercen sobre lo más frívolo y vulnerable de mi alma de mujer. Decidí dejar la movida estratégica para la tarde y atender la embestida inminente de las tropas a la hora del almuerzo.

Habiendo cumplido con la misión diurna, subí las escaleras de brazos caídos y portando bandera blanca. No pensaba tirar ni donar ni desprenderme de aquellos zapatos de ninguna manera, aun consciente de que tal vez nunca los calzaría, pero si habían sobrevivido, merecían una decorosa tregua. No haría con ellos lo que sí hice con muchos de mis libros, en los que, creía, iba a encontrar todas las respuestas a todas mis muchas preguntas vitales y la llave de todas las puertas que alguna vez soñé con abrir. Había por fin aprendido y asumido que todas las respuestas y todas las llaves sólo se encuentran a pie y descalza.


Así es como finalmente capitulo, alivianada, ante la guerra de los zapatos. Me bajo de los tacos y elijo caminar mis días desde el llano de mis ojotas, unas cómodas zapatillas, un par de botas de lluvia, unas sandalias planas o simplemente un par de chatas, pero conste que los conservo como lo que son: rehenes cautivos secuestrados por todas esas mujeres que alguna vez pugné por encarnar en el frente del espejo, el botín de todas las luchas ganadas en la guerra que ellas le declararon a quien en verdad soy, esa larga y fútil batalla que he luchado tanto tiempo por ser otra, distinta y distinguida, más alta, más adecuada, más apetecible, menos pedestre. Otra yo. Una que calce más alto, una que pise más fuerte, otra, sin miedo a las alturas.







A boca de jarro

martes, 1 de marzo de 2016

Guardador Compulsivo de Recuerdos





Erik Johansson, "Drifting Away"
(Para el concurso de El Círculo de Escritores: La Imagen Imposible I)



   Guardaba el recuerdo de aquella casa paterna, de calles anchas y arboladas, donde había aprendido a andar en bicicleta empujado por los muchachones del barrio, en una garrafa de ginebra - la última que se había bajado su abuela antes de emigrar al otro mundo. Sus memorias de lugares significativos solía enfrascarlas así: en botellas panzonas y cristalinas para que gozaran de suficiente espacio y le permitieran espiarlas de vez en cuando. Si se trataba de sitios que le habían dejado un sabor amargo, como el recuerdo de su primer colegio de curas - que repartían hostias a diestra y siniestra como sustento de su cristiana pedagogía - prefería pequeñas ánforas de cerámica. Entonces no los veía, aunque lograba satisfacer su necesidad obsesiva de salvarlos del naufragio del olvido. Cuando las imágenes que deseaba conservar evocaban hazañas deportivas propias, su destino era un frasco de mermelada limpio y pelado, pero la impronta de los goles del Tigre Gareca que humillaron a los malogrados "quemeros"en la Final del 94, así como la de "La Mano de Dios" contra los ingleses de aquel glorioso 86 y la de Burruchaga contra los alemanes, días después, en la Final, las había conservado intactas, pegaditas al corcho de unas champañesas, para permitirse olerlas y embriagarse con ellas los domingos en los que no iba a la cancha.


A la llama de cada amor de juventud la mantiene viva, lógicamente, en un frasco de perfume: una fragancia evocadora para cada mujer, mientras que los recuerdos que atesora de su señora los coloca en pequeñas botellitas de heladeras de hotel, símbolo de lo caro que esta mujer le viene costando con los años. Las primeras monerías de su hijo varón y las corridas detrás de sus fiebres y descomposturas nocturnas las metió a presión en los envases de todas las Coca Colas que le compró, así como metió en envases de Fanta naranja los ataques de asma de la nena y su carita de desdicha el primer día de clases. Las gratas reminiscencias de sus contados viajes y de las buenas vacaciones familiares las mantiene en sifones de nariz respingada sobre la chimenea, para todo el que quiera pasar a ver, y las petacas que heredó de su abuela al morir finalmente de una terrible cirrosis, pobre vieja, las ha destinado a perpetuar el triste recuerdo de los ciento veinte días en los que estuvo sin trabajo después de aquel horrendo despido para una Navidad que no le ha hecho falta conservar en botella.


Vez pasada pasé a saludarlo por su cumpleaños. Había que andar de puntillas entre tanto cacharro. Sus recuerdos envasados ya se han apropiado de gran parte del espacio de circulación de la casa. Sirvió unos muy ricos de cuando éramos libres en las calles de Almagro en unas copas altas que parecían de degustación. Los tomamos con gusto, saboreando las masas finas que le llevé de regalo para acompañar. Últimamente le viene pasando que sirve sus recuerdos de las mismas botellas cada vez que lo voy a ver. Las memorias de la vuelta en la que estuvo internado por sus coronarias me las he convidado más de una vez en el último año, así como las de la muerte de su padre. Pero hay algo que realmente es admirable a su edad: su memoria inefable. Sabe exactamente a qué botella acudir y jamás se equivoca en el recuerdo que cada una sabe preservar. Y eso que ninguna botella tiene etiqueta. Ironías de la vida: la única etiqueta en esta historia es la que su médico ha colgado de él.




Este relato resultó ganador del segundo premio (Plata) en el concurso organizado por El Círculo de Escritores: La Imagen Imposible I.

* Basada en este relato, Marybel Galaaz publicó una reseña en su blog de reseñas literarias Anonyma Veneciana que agradezco enormemente.



A boca de jarro

jueves, 25 de febrero de 2016

Jueves erótico


"Stolen Kiss", Ron Hicks, 1965


Mucho escribí y reescribí durante esta semana para la propuesta del Concurso de los jueves eróticos organizada por la Comunidad Ensoñación Literaria de Google +, apoyada en mis dudas por Javier Salinas, a quien quiero agradecerle por la oportunidad de incursionar en este género y por incentivarme para tomarme esto como un estimulante desafío. El género erótico me gusta mucho, me atrae. Es un género sobre el cual he leído bastante, y, así y todo, aún me llena de resquemores. El límite entre el erotismo y lo burdo es muy fino, y hay muy pocos escritores que logran el burbujeo del erótico sin caer en cursilerías o pasarse groseramente de la raya. Es que la raya, según lo veo, la ponemos nosotros, los lectores, y hasta me animaría a decir que la raya sube y baja de acuerdo con fluctuaciones internas que también nos son propias. En definitiva, creo que la literatura erótica - si es que verdaderamente existe tal cosa - debería producir un efecto excitante sin descolocarnos. Con esta participación inauguro la sección erótica del blog, les doy la bienvenida y escucho vuestras opiniones y reacciones. 

Aquí, mi contribución para este jueves erótico:




- Preparo café - dijiste riendo

Escogiste y dispusiste las tazas

Le diste de lleno a mi deseo

Como hacía siglos

Ya nadie le daba

Y eso sólo bastó para beberte




Llovía como hacía mil días no llovía

Chorreábamos agua

Te tomé por la espalda

Ya no pude ni supe ni quise

Esperar por tu café

Preferí tu piel a la toalla




Empapados caímos en la cama

Mi lengua encendió todos tus fuegos

Tus manos acallaron ya mis miedos

Una fiesta de a dos y con la trampa

Conscientes de todos los riesgos

Juntos mordimos la manzana




Una vez en mí el deleite

Las aguas de mis ríos desbordadas

Desnudez del asombro en vos me pierdo

Susurrante pasión sobre la almohada

Jadeante cabalgar sobre la cima

Acabar besándote las playas




Afuera aún llueve

¿Qué importa?

El mundo nos espera

Que espere

Calentemos el café

Y bebámonos otra vez.




A boca de jarro

miércoles, 17 de febrero de 2016

El perfume de Dios

  






"Amas lo justo y odias lo que es malo;
por eso, Dios, tu Dios, te dio a ti solo
una unción con perfumes de alegría
como no se la dio a tus compañeros.
Mirra y áloe impregnan tus vestidos,
el son del arpa alegra tu casa de marfil." 

Salmos 45: 8 -10, La Biblia Latinoamericana.



   Caminando por la calle Tacuarí, en pleno centro porteño y en medio de un calor arrebatador, me encontré con un pituco local de esencias, fragancias, aceites y difusores aromáticos para ambientes, y una fila de personas en la puerta de acceso al negocio, todas con una bolsa entre las manos con la letra "E" impresa sobre ella. Como no es nada difícil tirarle de la lengua a un porteño, sobre todo cuando está practicando su deporte favorito, que, sin lugar a dudas, es hacer cola, me acerqué a una señora de cabellos blancos y le pregunté qué regalaban en el negocio.

-Regalar no regalan nada. Cobran bien caro... Esperamos para que nos cambien estos difusores. Cuando los compramos, nos hicieron oler la fragancia de un tester, y el perfume era riquísimo y bien persistente. Pero al llevarlo a casa, a todos nos pasó lo mismo: las varillas no huelen a nada...  ¡Una estafa!

- ¿Y cuál es la fragancia? - pregunté, curiosa.

- Alegría. - me soltó, muy apenada.


Camino a la parada de colectivo, se me ocurrió pensar que toda esa gente haciendo cola o bien está desesperadamente deprimida o nunca debe haber pasado por una depresión en su vida. Recordé también alguna vez haber leído en un libro muy, muy amarillo, arrugado y perfumado, sobre fragancias y trucos para hacerlas perdurar, que el aroma de la alegría - de enérgicas notas cítricas, avainilladas y florales - se evapora ante el menor intento de comprarlo o de venderlo, ya que es la única fragancia del universo que no tiene precio. Las narices del mundo perfumero dicen que se asemeja al aroma que se desprende de entre los pliegues de la piel de un recién nacido. Algunos lo llaman "el perfume de Dios". Quienes alguna vez lo hemos perdido para volver a encontrarlo en las cosas de todos los días sabemos bien cómo huele y sabemos, además, que no se compra en frasquito.






A boca de jarro

lunes, 8 de febrero de 2016

Reclamos Vitales Móviles

Quino




"Con el pucho de la vida apretado entre los labios
(...)
Esto se le oyó acusar..."


   Cumplidos los cuarenta, la Señora se fue una mañana, toda empilchada y perfumadita, a la Oficina de Reclamos Vitales Móviles antes de que se le fuera el tren, porque dicen los que saben de este asunto de Vivir que es entonces cuando se va.



- Buenos días, Señorita. Vengo a hacer mis Reclamos Vitales Móviles.

- Un momentito que ya la atiendo. (...) ¿Tiene cumplidos los cuarenta?

- Por supuesto, aquí tiene mi documento.

- ¿Y tiene cantadas las cuarenta?

- Las cuarenta las voy a cantar un día de estos. Hoy podría ser, si Usted me lo permite, claro.

- ¿Tiene Seguro de Vida?

- Seguro que no. A mí me dijeron que a Seguro se lo llevaron preso.

- Y Usted les creyó... Bueno. Veamos. ¿Tiene Usted Obra Social?

- Obra y Social. Acá están mis credenciales.

- ¿Aportes Jubilatorios?

- Aporto, aporto, lo que no sé es si a este ritmo voy a llegar, ¿vio?

-¿Llegar a dónde?

-¿A dónde va a ser? ¡A jubilarme! 

- Por Reclamos a Futuro tiene que dirigirse a otra dependencia. Acá sólo atendemos Reclamos Retroactivos. Ahora le aclaro que hoy comenzamos la mañana trabajando a reglamento en señal de protesta por una necesidad imperiosa de mejora salarial, así que sólo estamos tomando tres Reclamos Vitales Móviles por persona.

- Está bien. Creo que con eso me va a alcanzar.

- Perfecto. La escucho. ¿Cuál sería su primer reclamo entonces?

- Deseo reclamar la posibilidad de ser millonaria. A mí me dijeron que si no era millonaria antes de los cuarenta, nunca lo sería.

- Le informaron bien. Así es. Reclamo asentado. ¿Qué otra cosita?

- Bueno, me gustaría reclamar el no haber sido la mujer que los demás esperaban que yo fuera: la hija que mis padres soñaban, la compañera que mi esposo deseaba y la madre que mis hijos necesitaban. ¿Se entiende?

- Perfectamente. Encuadra en el Reclamo 201. Es un reclamo muy común en mujeres de su edad. Aún le queda un reclamo más. ¿Cuál sería?

- La verdad es que yo traía una lista larga, pero ahora Usted me dice que sólo me queda un reclamo más, ¿no es así?

- Me temo que sí. Señora. Mire, no lo vaya a tomar a mal, pero no tengo todo el día para sus reclamos: hay una extensa fila de personas esperando para reclamar. ¿Podríamos apurar el trámite?

- Sí, como no, entiendo. Todo el mundo quiere apurar el trámite. Así es como los cuarenta llegan en un abrir y cerrar de ojos y nos encuentran llenos de reclamos. Se nota que hay mucha insatisfacción vital en esta sociedad. Y, encima, Ustedes, trabajando a reglamento para reclamar por un aumento.... ¡Qué barbaridad! Bueno, ya que estamos en tren de reclamos, por último, yo quisiera reclamar por el tren que se me fue. ¿Por qué se tiene que ir tan pronto el tren, a ver si alguien me lo puede explicar?

- En este momento me asalta una duda, Señora. Déjeme que haga una consulta antes de aprobar este último reclamo suyo. (...) Lamentablemente, y tal como me lo temía, con este último reclamo de que se le fue el tren, Usted acaba de anular su posibilidad hasta de reclamar.

- ¿Cómo dice?

- Lo que escucha, Señora. Esta es la Oficina de Reclamos Móviles: si Usted da por sentado que se le fue el tren, siento mucho tener que informarle que se ha quedado sin el Móvil para reclamar. ¡Siguiente, por favor!



"Toda carta tiene contra
Y toda contra se da..."




Soledad & Adriana Varela - LAS CUARENTA (Teatro Colón)



A boca de jarro

miércoles, 3 de febrero de 2016

El alud

        Alud en la sur del Aconcagua de Rafael Muñoz


"... un viejo que ante el misterio de los arroyos que descienden sonoros 
de la cumbre no sabe escuchar es un sinsentido..."
Carl Gustav Jung

     Se había pasado un año planificando estas vacaciones en ese lugar remoto de su Argentina donde todo parecía fotografiable, disfrutable y, sobre todo, envidiable, los seis meses previos, entrenando y leyendo, y un mes antes de la fecha de partida, había visitado varias casas de indumentaria de alta montaña para adquirir el equipo que vestiría, las vistosas botas de trekking Salomon, los bastones apropiados, la carpa que la alojaría por las noches en el Aconcagua, con bolsa de dormir y colchoneta autoinflables, la mochila con hombreras y cintura acolchadas recubierta de material aislante, medias térmicas, polainas, guantes outdry, gorro y cuello térmicos y un exclusivo reloj Mamut de enorme chrono italiano que pagó cerca de los diez mil pesos. Contaba, además, con su potente celular Blue Earth de carga solar, con el que pensaba registrar las imágenes cumbre de esa caminata guiada de tres días que la esperaba en los Andes. Lo que no esperaba era encontrarse así, como paralizada y aturdida, largas horas, días enteros después de haber por fin emergido de las fauces de la montaña, habiendo sobrevivido el alud. En un alud se desliza súbitamente mucho más que lo subyacente, se desprenden mucho más que rocas de la corteza de la tierra alta para caer rugientes y urgentes por la pendiente vital con toda ferocidad. Se fractura también en el alma la burguesa ilusión de felicidad que otorgan las vacaciones pagas, la falsa seguridad que nos brindan las cosas compradas de controlar lo incontrolable, la vana esperanza de perpetuar nuestra caminata hasta cuando se nos dé la gana. Fue advertida por los lugareños que después de los temblores que causan los aludes en los Andes, hay marejada en los mares del Pacífico, y siente unas extrañas sacudidas de angustia el alma humana, mientras el cuerpo se esfuerza por descansar y la mente intenta olvidar.



Alud en Aconcagua


A boca de jarro

viernes, 29 de enero de 2016

Que alguien me lea

   


   Invertimos la tarde en esas acciones que por nada del mundo son olvidadas aunque no cotizan en ninguna bolsa de este bobo mundo: hamacarnos, comer pochoclo, tomar helado, jugar entre los árboles y mojarnos con el chorro intermitente y gratuito de la fuente. Me senté en un banco a hacer el mate, y se acercó a mí con una dulzura indecible.

-¿No me enseñás a escribir como escribís vos?

-¡Vida! ¿Cómo te explico que no te puedo enseñar a escribir? Nadie te puede enseñar. Quien te prometa eso, te miente. Escribir es como jugar un juego muy sencillo que casi no tiene reglas y en el que lo único que hace falta es que te pongas a imaginar. Para escribir, tenés que cerrar los ojos - como en la escondida - y contar, pero no números, sino hechos: cosas que pasaron o que pudieron o que podrían pasar. Al cerrar los ojos, vas a ver personas reales o inventadas, recuerdos que te hacen feliz o que te ponen triste, vas a oler el aroma de muchas comidas que te hizo mamá, vas a sentir en tu piel el agua llena de burbujas de todos los baños que te ayudó a tomar papá, vas a reír como cuando tu hermana te hace cosquillas o vas a llorar como aquella vez que te caíste de la bici y te raspaste mucho la rodilla, ¿te acordás? Después, con todos esos compañeros, vas a salir a buscar las palabras que están en los lugares donde se les ocurrió esconderse. Cuando las encontrás, gritás fuerte: "¡Piedra libre!", y las escribís donde más te guste. Cuanto más lo hagas, mejor te va a salir, vas a ver.

-Puede ser. Pero creo que me va a faltar una cosa. Que alguien me lea.




A boca de jarro

martes, 19 de enero de 2016

La Vieja Urraca

"Vieja mesándose los cabellos", Quentin Massys.

   El verano tiene por gracia conceder el permiso sin pedirlo de espiar en el interior de las casas, en el devenir en la penumbra de la vida de otras gentes. Sonaba el primer canto de las chicharras en las calles de mi barrio: el mundo en miniatura. Me había caído de la cama y me dispuse a dar una caminata antes de pasar por la panadería amiga a traer una media docena de medialunas recién horneadas a la hora del aroma a pan recién sacadito, a la hora de la fresca, la hora de la Urraca. Quise hacer como que el calor no estaba, dar un paseo matutino, desayunar como cualquier domingo del resto del año en un día de semana, pero las veredas todavía acusaban la resaca del vaho soporífero de la tarde anterior, no corría una gota de viento y no había un alma levantada, excepto la Vieja Urraca.

Hace tiempo ya que mis hijos la bautizaron así luego de que aprendieron una canción con ese título en clase de música, a raíz de la cual se enteraron de que la urraca es un bicho camorrero que almacena objetos brillantes. Esta vieja, que a esta hora, sea invierno o verano, sale a alimentar a las palomas y a juntar a todos sus gatos, hace acopio de bichos y les tira la camorra a los chicos. Otros veranos mis hijos, más chicos, salían a dar vueltas en bicicleta por la manzana, y a la Urraca no le gustaba que le pasaran por la puerta y le espantaran las palomas que van a alimentarse de tachitos que ella les pone con pan del día anterior remojado en leche. A los escobazos limpios los sacó carpiendo una tarde, y desde entonces quedó marcada y bautizada.

Esa mañana tenía la puerta entreabierta y la persiana de su misterioso negocio medio levantada. Del interior de la vivienda irradiaba un olor a pis de gato nauseabundo, y el negocio era un depósito de bobinas de hilo de todos los colores y tamaños apiladas sobre máquinas de coser con pinta de tener siglos de viejas. Nunca jamás he visto entrar a nadie a este negocio que promete, desde un cartel descolorido, torcido y regado por caca de paloma, arreglar máquinas para coser Singer. Miré para un lado, miré para el otro: no había moros en la costa, y las aberturas se me ofrecían como una aventura voyeur de la infancia. La Urraca estaba sentada en un sillón todo destartalado que parecía estar apoyado sobre una alfombra hecha de papeles de diario y comprobantes de compras jamás descartados. Sobre el brazo del sillón, un gato yacía adormecido, y otro, tumbado, sobre su falda. Tres gatos más se paseaban cerca del televisor, enmudecido pero encendido en la profundidad del calamitoso ambiente, que desprendía un calor hediondo y polvoriento. Se llevó algo crujiente a la boca, y uno de los gatos, en muy mal estado, se asomó por la persiana, maullando en mi dirección. La Urraca despegó los ojos del televisor y los dirigió directo a los míos, gruñendo un improperio.



Seguí mi camino y lo disfruté, aunque grande fue mi sorpresa, y no menor cierto sentido de culpa, cuando, ya de regreso, vi a dos patrulleros y una ambulancia estacionados frente a la persiana del negocio que nunca abre y nunca vende nada y algunos vecinos reunidos en el lugar donde hacía un rato había estado espiando en total soledad. La Urraca se había descompuesto, decían, una vecina había llamado a la ambulancia, ya que la Vieja Urraca no tiene teléfono, pero al intentar entrar a la vivienda, comprobaron que la puerta principal de acceso estaba bloqueada por pilas de muebles en desuso y revistas viejas, y pidieron auxilio a la policía.

Una hora y media larga le llevó a las fuerzas de seguridad, asistidas también por los bomberos, derribar la puerta, según se informó por televisión. Al entrar al lugar, se encontraron con una veintena de gatos rodeando a su ama, quien seguía en el mismo sillón en el que la había visto a escondidas aquella mañana, y se negaba a ser trasladada al hospital para no abandonar a sus animales, a quienes, según ella misma aseguraba, nadie podría cuidar mejor ya que esa era "su misión". La casa había dejado de ser habitable para convertirse en un depósito de basura, con mesas y sillas tapadas por envases de gaseosas, papas fritas y galletitas abiertos. Al abrir la heladera, se encontraron con alimentos en mal estado que habían pasado hace tiempo su fecha de caducidad. Algunos gatos escoltaron a la Urraca al ser depositada en la ambulancia en la cual, finalmente, la sacaron de allí. Otros fueron removidos inertes de la vivienda. 

Locos aires soplan en este Buenos Aires. Sobre el tronco del árbol de la vereda de la Vieja Urraca, el loco místico, que anda dejando mensajes en todas las cuadras, pegó una cita del Antiguo Testamento que así lee:



"No codiciarás la casa de tu prójimo. 


No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, 


ni su criado, ni su buey, ni su asno, 


ni cosa alguna de tu prójimo."




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