lunes, 28 de enero de 2013

Minivacaciones de risa y luz


  Un verano atípico por lo que noto más que por lo que se informa en mi país este año. Los precios en los lugares de veraneo están por las nubes y las condiciones climáticas en las playas del Atlántico sur tampoco ayudan, como de costumbre, entonces parece que muchos han optado por minivacaciones: escapadas de fin de semana para sacarse el gusto y tener algo para presumir, no sea cosa de tener que admitir que no nos fuimos de vacaciones este año porque la mano vino dura, aunque tuvimos que dormir con estufa en la costa y comer fideos con salsa de tomate...

  El diario y los noticieros decían que la mayoría de los turistas más estables en las playas son adolescentes y jóvenes que ya no veranean con sus padres y que llegan a la playa a la caída del sol, porque van a los centros turísticos principalmente para vivir de noche, de boliche en boliche y exceso en exceso. Lo que se percibe claramente en las calles de mi barrio y aledaños es que la clase media se quedó en la ciudad trabajando. Los comercios no cierran tan largamente como acostumbraban ni se ven casas vacías por semanas ni familias cargando el auto de bolsos y adminículos de playa para irse a pasar una quincena al mar, como solíamos hacer.


  La brecha entre la clase a la que no le afecta y nunca le afectó el desajuste entre salario y costo de vida y la que sí se ve muy a las claras. Los primeros siguen con sus viajes en avión al exterior rumbo a playas foráneas o destinos turísticos como Europa o Estados Unidos, con tours de compras incluidos.
 

   El otro día, en la gris mediocridad de la tele veraniega, me encontré con un programa periodístico en el que el planteo era por qué las salas de los teatros de los lugares de veraneo, e incluso de Buenos Aires misma, estaban desiertas: ¿sería por el precio de las localidades o por la pobreza en la calidad de las ofertas en materia de espectáculo? No perdí ni un minuto de mi tiempo después del planteo inicial en seguir viéndolo, ya que habíamos sacado entradas para ver Lutherapia en el Gran Rex, el día de su despedida, que fue el sábado.
 

  La verdad es que estaba tan entusiasmada con esa terapia que estos grandes artistas me iban a brindar a través de la risa y el talento que los caracteriza hace cuarenta años que no me preocupó en lo más mínimo si la sala estaría medio llena o medio vacía: esta vez, para todos los que dicen que veo sólo la mitad vacía del vaso, miré la llena y me emperifollé para disfrutar del trago. Fue una decisión familiar consensuada entre los cuatro. La opción era pasar un fin de semana por ahí, pagando un ojo de la cara y arriesgándonos al mal tiempo, o ir a una de las salas más imponentes de la ciudad y tal vez de Latinoamérica, con una ubicación privilegiada, y disfrutar de dos horas a puro humor de la mejor calidad. Y ni nosotros, grandes, ni nuestro adolescente hiperconectado, ni nuestra doncella de nueve lo dudamos por un segundo.






  No me sorprendió comprobar que Les Luthiers dio su última y magistral función de Lutherapia a sala absolutamente llena: tres pisos que albergan a más de 3000 personas, que lloramos de risa, pataleamos, nos retorcimos y acalambramos de espasmos de diversión, aplaudimos hasta que se nos enrojecieron las manos, silbamos y vibramos como hace tiempo que no hacíamos. Ahí es donde elegimos muchos irnos de vacaciones y la veo una decisión acertada  para los tiempos que vivimos y el año tal como se presenta. Todo me pareció tan sensato y encomiable que por dos horas me olvidé de que vivía en la Argentina. Me lo recordaron los pungas a la salida, cuando me abrieron la cartera que se meneaba descuidadamente de mi hombro, todavía convulsionado de risas en plena Avenida Corrientes, y me robaron la billetera con unos pesos y los documentos personales que me hubiese arruinado el mes de febrero tener que retramitar.

  Pero el domingo por la madrugada, un ser de luz, quizás otro ángel, me llamó por teléfono. La primera llamada fue a las tres de la mañana y no llegué a contestar: la levantó el contestador automático y no me dejó mensaje, pero mi corazón dio un salto. Me desperté temprano a pesar de la trasnochada y me fui a la comisaría a dejar asentado el extravío de mi documentación identificatoria, porque la denuncia por robo no sirve de nada. Tenía que ir a hacerla en las cercanías del suceso y se sabe que si la policía, que no estaba patrullando la salida de los teatros donde ésto es moneda corriente, encuentra a los punguistas, éstos entran y salen en un abrir y cerrar de ojos y mis cosas no aparecen. Hice la denuncia por extravío en la seccional correspondiente a mi domicilio, abonando diez pesos por la misma, y cuando llegué a casa había otro llamado sin mensaje. Por fin, cerca del mediodía, me llamó por tercera y vencida vez: su nombre es Mauricio. A él le habían vaciado tres bolsillos de su bolsito con documentación de su automóvil y medicación que necesitaba tomar. Su esposa, Liliana, se desesperó al darse cuenta de esto último y se puso a revolver los cestos de basura en las cercanías del teatro. Allí encontró, primero, mi billetera con todos mis documentos y sin un peso, excepto una moneda de diez centavos (¿otro signo?), que había encontrado tirada hacía unos días y guardé por la suerte, aunque no suelo creer en esas cosas. Luego, otra billetera cargada de tarjetas de crédito y documentación de una joven abogada a quien Mauricio también contactó en el curso del día. Y finalmente, en el fondo de un tacho y abriéndose paso a través de los residuos con una botella, Liliana encontró todo lo que Mauricio había perdido, menos el dinero, claro. Por lo cual se volvieron a casa sin cenar afuera y comenzó su cadena de favores ya entonces.

  Charlando ayer con ambos, cuando me invitaron amablemente a pasar por su casa a retirar lo que era mío, me comentaban que lo que más angustió a Liliana era la pérdida de los medicamentos, ya que Mauricio padece de una enfermedad rara que le afecta seriamente los ojos. Mauricio tiene un síndrome autoinmune como se sospecha que me sucede a mí, aunque más serio, ya que le han practicado un transplante de córnea por su glaucoma y sigue peleándola a base de medicación e intervenciones quirúrgicas. Hasta en eso este ser de luz me dio una lección de vida, haciéndome sentir que no todo está perdido como sentimos a veces por la situación socioeconómica, nuestras dolencias o como nos quieren hacer creer las noticias, donde estos hechos no se informan aunque sucedan tan a menudo como los robos, cada vez que se nos desampara a merced de los delincuentes por las calles de nuestra ciudad. Mauricio es un ser luminoso que regala salud espiritual a pesar de ver entre sombras a causa de sus problemas de salud física y es capaz de solidarizarse y ayudar a los demás sin esperar nada a cambio. Después de la risa terapéutica y la luz que irradió este fin de semana de minivacaciones en la ciudad, hoy los dos tenemos una cita con un oftalmólogo, simplemente porque seguimos apostando por ver un futuro más claro, limpio y luminoso para todos.



A boca de jarro

martes, 22 de enero de 2013

De ángeles y signos

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"CANCIÓN DE CUNA" (1873), William-Adolphe Bouguereau (1825-1905),
Óleo sobre Lienzo. 112 x 86.5 cms. Colección Privada.




"No vemos a los ángeles, pero en las oscuras avenidas de la angustia,
           se acercan y nos llaman. 
¡Se parecen a ellos las personas queridas,
           y no son sino ángeles los seres que nos aman!”

         Pedro Miguel Obligado.

                                              Mamá
  

  Chequeo mails el domingo y me encuentro con este escueto mensaje de mi mamá, que jamás me había enviado un mail ni se hizo seguidora del blog porque no tiene idea de cómo hacer esas cosas. Pero sabe acariciar mi alma y poner la oreja a mis asuntos todos los días. Mi mamá conoce bien las oscuras avenidas de la angustia y es un ángel de la guarda para mí y para toda la familia. Además, sabe que estoy enojada, muy enojada con todo y, sobre todo, con todos los Santos del cielo a los que solía prenderles velas, así que los ángeles encarnados en quienes me rodean para aferrarme a ellos son bienvenidos.
  
  La llamo y me dice que es una cita que tenía recortada de no se acuerda dónde, tal como me pasa a mí cuando leo algo que me pega y lo guardo, y que la lee junto con todas las otras que atesora de vez en cuando, como hago yo también, como si se tratara de una colección de frases inspiradoras autopublicada. Indago sobre el autor y me encuentro más o menos con esta descripción:

"Podríamos definir las letras de Pedro Miguel Obligado, argentino y porteño (1892-1967) profesor, ensayista, conferencista, guionista y sobre todo, poeta de raíz hondamente romántica, con esta expresión titular: Historia de una melancolía. Historia, pues exista o no una realidad episódica en la inspiración personal, aquella poesía evoca para nuestro bien la eterna emoción humana, compuesta por la repetición del mismo caso, que así es histórico en todos y en cada cual."

   Melancolía:" La eterna emoción humana... en todos y cada cual" a flor de piel por estos días. Dos días antes, el viernes por la tarde, la homeópata a la que fui a pedido y sin mucha convicción me había dicho con vehemencia: "¡Entregate!". Soy hija de médico clínico especialista en cardiología. Para mí ir a un homeópata es cuchillo de palo, y la tipa se dio cuenta al toque. Pero el que pidió que fuese es mi arcángel, el que me quiere y me banca y me explicó que con probar no pasaba nada, que era todo natural, que me iba sentir escuchada como no suele sucederme con los médicos tradicionales. Y le hice caso, porque sin él me hundo. Y sé que él sin mí también se hunde, por eso fui. 

  La señora, de aspecto nada esotérico ni hippie y absolutamente distendida y afable, me escuchó durante cuarenta y cinco minutos y me interrumpió unas tres o cuatro veces para reparar en mi lenguaje gestual, en el tono de mi voz, en lo que se escucha más adentro de las palabras. Y con lo poco que dijo tocó fibras que resonaron por lo identificables que resultan, aunque nunca lo había visto tan claramente así. Justamente se llama Clara.

  Supo hacer una radiografía emocional traslúcida de mi persona y me dejó más tranquila. Me recetó unos globulitos para tomar una vez por día. Los fui a buscar hoy a la mañana y empecé. Me dejó su teléfono particular, su celular y su mail, e insistió en que, ante cualquier duda, la contactara, cosa que nunca antes ningún médico, ni los obstetras que me atendieron, hicieron conmigo. Igual sigo sin creer en los milagros.

  Cuando salí de la consulta, me acordé de que hace unos días recibí un comentario en una entrada vieja del blog que agradecía una traducción que hice de una canción de Sting, tal vez el poeta y músico contemporáneo que más admiro en inglés, que me fascina: "The Book of My Life" ("El libro de mi vida"), ese libro que escribimos todos y cada cual día a día. Y el fanático de Sting que me lo dejó me pidió si podía traducirle "Let Your Soul Be Your Pilot" ("Deja que tu alma sea tu piloto"), porque no abundan traducciones decentes de las letras de Sting online. Le prometí hacerlo, pero al intentar traducirla, destrozo la poesía y me da mucha pena. Lo más maravilloso de todo aquello que nos conmueve es que es pura poesía. Así que le doy una señal de qué trata el tema y dejo que su alma lo guíe en descifrar su significado. Es como un signo, porque sí creo en los signos y creo además que son los que mejor nos guían cuando estamos un tanto desorientados:

"Cuando todos tus secretos quedan expuestos (...)
Cuando tu mapa te conduce a la duda
Cuando no hay información
Y la brújula gira en dirección incierta
Deja que tu alma sea tu piloto
Deja que tu alma te guíe
Te guiará bien"


   El alma en inglés es de género masculino: "He´ll guide you well". Digo porque ésto sucede con muy pocos sustantivos en ese idioma que adoro: ¿otro signo? El domingo, antes de chequear mails y llamar a mi ángel guardián materno, cuando escuché las campanadas de la parroquia de acá a la vuelta, me puse la remera nueva y colorida que me compré y fui. Fui con la intención de mirarlo a los ojos y decirle que estaba decepcionada, enojada. Fui para hacer como Él hizo una vez en su desesperación y preguntarle: ¿Por qué me abandonaste? Pero no pude. Porque me regaló un signo, otro entre todos los que recibí por estos días: convirtió el agua en vino para una boda. Al principio no estaba muy convencido, dijo que no tenía nada que ver con eso, que no había llegado su hora todavía. Pero se lo pidió la Madre. No estaba en juego la salud de nadie, como otras veces, como cuando yo me acuerdo de ir a pedirle o como cuando Sting encontró su inspiración poética para escribir su bella canción:
 
 

Sting - Let Your Soul Be Your Pilot (Official Music Video)

Era simplemente el reclamo de lo que debía ser, ya que una fiesta no es fiesta sin vino. La vida no es vida en seco, sin una alegría...
 
 Por eso no busco un milagro, pero encuentro signos como éstos que traen alegría y luz a las oscuras avenidas de la angustia.

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A boca de jarro
   

jueves, 17 de enero de 2013

Como vasija hundida en un mar seco


   

 

  El oftalmólogo me derivó a un reumatólogo porque se sospecha que padezco de un síndrome que lleva el nombre del científico sueco que lo identificó, Sjögren. Mejor no hagan como hice yo mientras espero el resultado de los análisis, que incluso pueden resultar imprecisos para el diagnóstico, y se pongan a googlearlo en internet, porque se pueden llegar a asustar, como me pasó a mí. Confórmense con lo básico: es una enfermedad autoinmune sistémica que se caracteriza por afectar principalmente a las glándulas exócrinas que conduce a la aparición de sequedad en ojos y boca principalmente y es bastante común en mujeres en la cuarta y quinta década de la vida. Sus causas se desconocen aunque se supone que son hereditarias. Y aún no hay una cura.

  Mientras espero más precisiones y junto todo el pelo que se me cae, también por el sueco éste o por la chifladura, como especuló la dermatóloga ayer, aunque ahora, por si acaso, me va a ver un endocrinólogo ya que estamos, los días se me hacen interminables y recibo muchas palabras que sé bienintencionadas, pero que me confunden aún más que la idea de cómo puede verse afectada mi vida si en efecto padezco de este mal que puede traer otros bemoles. Me dicen que no tema, ya que el miedo es lo opuesto del amor, que somos nosotros los arquitectos de nuestro propio destino, que nuestra mente puede alcanzar todas las metas que nuestros anhelos añoren con sólo proponérselo y que puede sanar todas las heridas y males que ella misma recrea, aunque inconscientemente. No lo entiendo. No entiendo nada. Será mi ignorancia emocional, esa que hace que sea de esas débiles criaturas que se sienten como vasija hundida en un mar seco al enfrentarse cobardemente con la enfermedad. 

  Prefiero creer que tememos porque amamos la vida y lo que vino con ella,  la única bella y terrible realidad que conocemos, y que el destino es aquello que, como dedicados artesanos, construimos día a día con los materiales que nos han sido dados, sin un plan ni un diseño demasiado elaborado; y que la creencia de que querer es poder vende mucho pero en verdad no cura todo los males y es humildad y sabiduría aceptarlo: los ejemplos abundan. 

  Todo esto no invalida, sin embargo, la férrea decisión de dar batalla, a la que reconozco como voluntad, hermanada con el impulso vital más profundo. Quisiera hacer con estos mitos, si se me permite, lo que hace el joven alfarero de una tribu india con la vasija que recibe de manos del experimentado y añoso artista alfarero que sabe que llega su ocaso: hacerlos añicos para moldear mi propia vasija, una que salga a flote, ya que son ideas que generan más culpa y más insatisfacción de la que suele acompañarnos cuando el oleaje de lo cotidiano se presenta plácido y manejable, pero resultan confusas y desesperantes cuando las aguas se agitan y nos sentimos como encallados en las profundidades de un mar seco del que deseamos emerger, precisamente por amor al aire fresco que de vez en cuando, aún en veranos sofocantes de esperas e imprecisiones como éste, nos refresca cuando estamos a flote.

  Cuenta Eduardo Galeano:

"A orillas de otro mar, otro alfarero se retira en sus años tardíos.
Se le nublan los ojos, las manos le tiemblan, ha llegado la hora del adiós. Entonces ocurre la ceremonia de la iniciación: el alfarero viejo ofrece al alfarero joven su pieza mejor. Así manda la tradición entre los indios del noroeste de América: el artista que se va entrega su obra maestra al artista que se inicia.
Y el alfarero joven no guarda esa vasija perfecta para contemplarla y admirarla, sino que la estrella contra el suelo, la rompe en mil pedacitos, recoge los pedacitos y los incorpora a su arcilla."


   Romper la vasija no es una exigencia: es una necesidad para el crecimiento personal del ser que somos, para el empuje que precisamos para emerger de lo profundo y lo oscuro, para encontrar la salida del laberinto. La vasija debe ser rota aunque los pedazos de aquellas que sirven como matriz se incorporan, rediseñados por nosotros mismos esta vez, ya adultos y maduros gracias al haber hecho trizas el ánfora dada, para lograr aquella que será finalmente nuestra propia obra y finalmente nuestro legado que otro hará trizas para reciclarlo y recrearse. Y sospecho que ésto nos pasa varias veces en la vida. En mi caso lo asocio con estos períodos en los cuales pierdo la brújula y me enfrento con la enfermedad.


  Dice Jorge Bucay al respecto de esta historia que él incluye en una versión más extensa en una reflexión recortada y atesorada de una vieja e imprecisa edición de la revista Viva que me encontré en estos días de poca lectura y mucha desorientación con respecto a qué hacer para llegar a la orilla de la sanación, sea como la recuperación de la salud perdida o la aceptación de un mal que no mata pero que me cambiará para siempre:

"... hayamos sido arrasados o bendecidos, nunca hay otro remedio que no sea construir desde y con lo que realmente ha quedado.
Todos los pueblos del mundo que han padecido catástrofes, guerras o graves períodos de crisis se han rehecho desde los cimientos de lo que les quedaba.
Cada persona que ha debido superar una hecatombe interna o externa sólo ha podido rehacerse cuando desde su interior aprendió a confiar en los recursos que aún guardaba.
Nadie resurge contando solamente con sus esperanzas o confiando en la ayuda que los de afuera habrán de acercar.... nada nos servirá si no echamos mano a nuestra propia riqueza, a nuestros más guardados recursos, a nuestra sapiencia y creatividad, a nuestra capacidad y nuestro trabajo."

 Ese es el trabajo que me ocupa en estas vacaciones. De todos modos, tomo la ayuda de las manos que busco y encuentro en el camino. Es un camino que debo recorrer una vez más, como cuando leí esta reflexión y decidí guardarla para siempre porque también me sentía vasija hundida y reseca. Es tiempo de reencontrar ese sentido de fluido equilibrio que no es más que la salud y de hacerlo con lo que cuento en mi haber y lo que ya he aprendido en otras oportunidades en las que se perdió, aunque esas herramientas que empleé entonces exitosamente para rastrearlo no salgan a la superficie en esta exploración tan fácilmente como el impulso que me llevó a releer y a hidratarme otra vez de estas enseñanzas que ya forman parte de los cimientos de mi identidad.



A boca de jarro

domingo, 13 de enero de 2013

De números y esperas



  Esperaba que llegara este tiempo de vacaciones por varias razones. La universal: para descansar. Otra, para controlar ciertas afecciones que fueron apareciendo sobre fin de año. Una mala costumbre de los docentes, y tal vez de otros gremios, es estrenar el año haciendo chequeos de salud que tendemos a postergar por nuestra rutina de trabajo. Y recalco que es una mala costumbre porque nada justifica postergar la salud, mucho menos el trabajo, aunque el sistema no parece entenderlo, y porque así no hay vacaciones.


  El descanso de los primeros días de enero se vio cubierto de polvo y envuelto por un ruido ensordecedor de 8 a 20 horas por más de 7 días por una cuadrilla que repavimentó mi calle, dándole ciertos aires a lo que se ve de Siria por televisión, aunque sin sangre, claro. No habrá sangre, pero no faltarán sudor y lágrimas para deshacernos del polvo que tardará semanas en desaparecer, mientras todos los cimientos temblaron tanto como nuestras cabezas abombadas por el calor y el inhumano nivel de ruido tóxico al que fuimos expuestos. Para colmo, la señora que venía a ayudarme con la limpieza una vez por semana me plantó sin aviso a fin de año alegando que el marido encontró trabajo y decidió quedarse a cuidar de su casa. Por si todo ésto fuese poco, una rama pesada nos dejó una vez más sin internet por 6 días, y nadie podía venir a arreglar el problema con el asfalto a medio terminar. Para rematar, casi interno a mi hijo adolescente debido a la grave crisis de abstinencia sucitada por la falta de señal en casa.

  Me habían enviado un mail que me instigaba a no temerle al 2013 una vez superado el pronóstico fallido del fin de mundo, dado que, según esta fuente, se trata de un número  que en el fondo es "muy majo", aquí diríamos "macanudo", pero es un mail importado. Aseguran que la fobia al 13, denominada Triscaidecafobia, que padecen muchas personas, especialmente los norteamericanos, para quienes no hay piso 13 en los edificios, "no les permite ver que más allá del 12 hay muchísimas cosas interesantes. Sin ir más lejos, nuestro satélite natural, la Luna, realiza 13 órbitas para completar su ciclo anual. Además, 13 semanas es la duración de cada estación, 13 son los ciclos "baktun" de la cuenta larga del gran ciclo maya para quienes era un número sagrado ya que representaba las 13 fases lunares..." ¡Y dale con los mayas este año también!

  Pero eso no es todo, me decía el mail, dirigiéndose a mí por mi nombre: "... los antiguos aseguraban que quien aprende a usar el número 13 recibirá poder y dominio. El 13 porta una advertencia de lo desconocido y lo inesperado. 13 es el número de basílicas originales de la cristiandad. El 13 se asocia con el genio; también con los exploradores, con la ruptura de lo ortodoxo, con los descubrimientos de todo tipo." Será. Yo siempre lo asocié con los 13 comensales de la última cena, incluyendo a quien entrega a Jesús a su muerte en cruz a los 33 años y con los 13 escalones del patíbulo... Aunque nunca fui demasiado adepta al significado de los números  en verdad.


   Entre tanto, mis controles arrojaron datos que no me alegran, aunque parece que de ésta no me muero tampoco. La cosa es que ya la vista venía molestándome con ardor, lagrimeo, ojos rojos y fotofobia (intolerancia a la luz), desde noviembre, cuando hay pilas de exámenes escritos finales para corregir, planillas y boletines para cerrar, y orales para tomar. Había hecho controles por guardia, me habían administrado gotas y ungüentos, pero necesitaba una consulta por consultorio para indagar acerca de las causas de este mal que no cesa. Libre ya de la rutina del trabajo, comencé a buscar un turno oftalmológico por mi sistema de salud prepago. Dado que vivo en la Argentina, no me sorprendió que el turno más próximo disponible fuese en 18 días. Así es que hice como miles de personas que no cuentan con cobertura médica privada hacen a diario: me levanté una mañana gris y plomiza a las 4 y 30 y me fui al centro oftalmológico público más renombrado de la ciudad para estar allí a las 6, hora en que un petizo de chaqueta azul y zapatos de cuero gastado marrones con humos de jefe comienza a repartir los escasos turnos de los afortunados que podrán ser atendidos en el día.



  Ya a las 6 de la mañana de un 3 de enero del 2013 la sala de espera estaba abarrotada de gente. El señor de azul nos hizo hacer fila, como hacemos para todo en esta tierra, y descubrí entonces que se repartían 2 tipos de turnos: los de números negros escritos sobre un cuadrado de cartón hecho a mano y los de números rojos. Los primeros 20 turnos en negro eran para quienes tendríamos la suerte de ser atendidos a partir de las 8. Los otros 20, en rojo, serían recibidos recién a partir de las 12. Sólo los ojos de las  primeras 40 personas que madrugamos como las aves del cielo serían examinados ese 3 del 01 del 13.  A mí me tocó negro el 7, consultorio 7.



   3 horas y 30 minutos de espera sentada sobre un duro tablón de madera entre paredes descascaradas, ventiladores desvencijados que remueven aire caliente y seres de todo tipo, condición y edad, cabeceando, bostezando o con ojos bien despiertos a pesar de sus dolencias, pueden resultar una escuela de vida asombrosa. Ni siquiera saqué los auriculares del celular para enchufarme a la radio porque presentí que no debía enajenarme de esa rica geografía de la cual, según caí en la cuenta, formo parte.



  Sí, son una gran escuela las salas de espera. Sobre todo las de los hospitales públicos donde se espera largo y en seco. Allí desespera quien espera acompañado por la angustia que angosta la garganta tan a sus anchas en su reino, el miedo propio o el del acompañante que acaricia, abraza, sostiene, alimenta, temerosos los dos de perder lo que aman. Allí espera su turno el dolor físico que intentamos transmitirle torpemente en palabras al médico cuando por fin nos interroga pacientemente y el otro, el indecible, el dolor del alma; espera la incertidumbre, la sombra, la certeza de esa mortalidad con olor a acaroína y miseria que siempre me produjo aprehensión y que solemos dejar internada en los hospitales. También se pasea por los pasillos la inconciencia con bastante desparpajo y en números generosos con su gesto de "aquí no pasa nada".



   El paisaje se torna pluriforme, multicolor, hipnótico en su ola de sudor temeroso e inquietante, y los rayos del implacable sol de enero que se cuelan y lastiman a través de un vidrio sucio plasman una radiografía clarísima de la fragilidad del alma humana que se encuentra encarcelada, gimiendo por salir de allí pronto, en cada cuerpo. Me pierdo en esas cavilaciones tan mías: ¿Qué edad tendrá esa mujer a la que le faltan tres dientes? ¿Qué le pasará a esa chiquita que se durmió en el regazo de su mamá de cara triste? ¿Para qué se amontonarán como vacas tras del cerco en la puerta del consultorio 7 si llaman por turno? En eso mis ojos ardientes se posan un rato sobre un pibe de unos 20 años que no logra quedarse quieto. Escucho su conversación por teléfono y descubro que se pierde una changa por $1.500 si no se va antes de las 10. Corta y se da cuenta de que me colgué en su ansiedad para huir de la propia, y mi boca de jarro me puede: 

-No vale la pena que te desesperes así. Tu salud no tiene precio.

 Me quedo con la frase resonando en lo profundo de un cansancio inusitado, casi vital. Mis ojos, diagnosticados 15 minutos más tarde como ojos secos, se inundan de lágrimas. Lástima que uno se venga a dar cuenta de esta verdad de Perogrullo recién cuando se encuentra esperando para que le den tan sólo una pista de por qué se perdió y qué se puede hacer para recobrarla. Para eso no hay número que valga en la ruleta de la vida. 

  Hoy, 13 del 01 del 2013, mi mamá cumple 76 años, entonces le pongo todas las fichas al 13.
  

A boca de jarro

martes, 8 de enero de 2013

Cerrado por vacaciones...






Llamésmoslas así... En cuanto pueda, les cuento. Hasta pronto. Les dejo un abrazo grande y espero sepan disculpar mi ausencia en sus espacios, amigas blogueras y amigos blogueros, hecho que lamento yo más que ustedes, les asuguro.

A boca de jarro

lunes, 31 de diciembre de 2012

¿Año nuevo, vida nueva?






   Se ponen muchas expectativas en general en los cambios de año, como si marcaran cambios de ciclos, de rachas, o como si la vida fuese algo así como una novela, y cada 31 de diciembre diéramos vuelta la página, cerráramos un capítulo y abriéramos mágicamente uno nuevo. Personalmente, tiendo a ver la vida como un continuo más fluido y creo que los ciclos no se delimitan tan prolijamente como hemos logrado hacer con los años. Pero el ritual que muchos observamos en este tiempo sirve justamente para notar lo cíclico. Más allá del aturdimiento, los reuniones, a veces sentidas y otras forzadas, las comilonas y los excesos, llega un punto en el que se apaga la música, se termina el ruido, se lavan y se guardan prolijamente las copas hasta la próxima vez y se da uno un rato para pensar en las implicancias más profundas del ritual del brindis, para observar en qué lugar de la vida estamos y cómo nos encuentra en este momento: si de pie, sentados viéndola pasar, andando, a los golpes con todos y todo, corriendo o tirados en la cama sin ganas de levantarnos a enfrentarla día a día.

  Para mí eso de “Año nuevo, vida nueva” suena espectacular, pero es una fantasía. La vida se puede hacer nueva de un día para el otro pero no porque cambiemos el almanaque: tiene que haber un sacudón existencial que nos espabile o una decisión férrea que venga de adentro que deviene en un abrir los ojos y ver como por vez primera la realidad en la que estamos inmersos y en una necesidad de tomar las riendas en algún aspecto o soltarlas en otro o rectificar el rumbo. Y eso no suele coincidir con el primero de año, porque es una fecha que nos encuentra muy ocupados con lo superfluo del festejo, lo anecdótico o la magia que deseamos, y los cambios nada tienen que ver con la magia, aunque haya tantos que necesitan recurrir a ella en sus diversas formas de presentación.
 
   Además sería una verdadera calamidad decidir que porque comienza un nuevo año hago borrón y cuenta nueva sin integrar eso que da el pasado al presente para lanzarme al futuro bien equipado. Por más penoso que haya sido, el pasado siempre es el propio, el que forjamos y el que nos tocó torear como mejor pudimos. Si somos lo suficientemente maduros, no deberíamos renegar de lo que pasó sino procurar honrarlo como cimiento y abono para la persona que somos hoy. Anselm Grün, monje benedictino de cabellera y barba blanca, autor de una numerosa colección de libros que atesoro y de los que siempre me nutro en este tiempo del año, emplea una imagen muy bella para ilustrar las heridas del pasado, que en algunos casos tardan más en cicatrizar que en otros y, en ocasiones, se vuelven a abrir de tanto en tanto. Él dice que, sanadas a través del trabajo desde y con el alma, son como perlas y así se transforman en un tesoro de energía vital.
  
 No creo que mañana me sienta muy diferente a lo que me siento hoy o a lo que me vengo sintiendo en este ciclo que estoy transitando. Seguiré en tránsito procurando siempre crecer como persona. Algunos también afirman que en este viaje llegar a buen puerto depende en gran medida de la actitud con la que se viaje. No importa qué nos depare el periplo, adoptando la actitud correcta, sabremos sortear los escollos. También en esto me hice más escéptica con cada fin y comienzo de año. Se intenta adoptar la mejor actitud, claro, pero mayormente aflora eso que viene en la matriz, lo que nos sale y que tiene que ver con  nuestra historia y nuestra personalidad ya moldeada por los genes y la experiencia. Aunque sí creo que siempre queda lugar para la sorpresa: hay veces en las que la actitud que brota de mí o de aquellos con quienes trato logra sorprenderme. Es entonces cuando descubro el motivo principal por el que brindamos cada fin de año: porque siempre quedan cosas por descubrir que pueden llegar a darnos una sorpresa que nos permite ver o llegar un poquito más lejos en el viaje de la vida. Brindo hoy con todos ustedes por ser partícipes de algunos de esos descubrimientos que suelen sorprenderme impensadamente.



A boca de jarro

sábado, 29 de diciembre de 2012

Despidos y ñoquis...





"Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la estupidez; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la Luz y de las Tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Teníamos todo por delante, pero no teníamos nada; caminábamos directo al cielo y nos íbamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto para bien como para mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.”

                                                                          Charles Dickens, Historia de dos ciudades.


  No puedo evitar recordar este aniversario cada año porque marcó un antes y un después en nuestras vidas como ningún otro acontecimiento desagradable antes y hasta ahora (toco madera). Hoy hace exactamente dos años que lo despidieron a mi esposo en lo que suele denominase como un despido masivo por reducción de personal muy característico en esta época del año. Con él se fueron otros ocho y algunos de ellos jamás lograron reponerse ni reinsertarse en el mundo del trabajo, con el costo vital, vincular y emocional que eso implica. 

  Es una crueldad que sucede muy a menudo para esta fecha. Primero se festeja la Navidad en la empresa, se hacen brindis entre jefes y empleados, obsequios y votos para el año que está por comenzar, y luego te dan la noticia o te llega el telegrama a los pocos días. La primera reacción es el absoluto descreimiento: uno inocentemente siente que se ha cometido algún error que se podrá subsanar. Después se siente como un baldazo de agua helada en el pecho, la desesperación y la angustia de lo que se presenta como un volver a empezar sin saber cómo ni por dónde, con una sensación espantosa de minusvalía difícil de remontar.

  Para nosotros han sido tiempos difíciles y creo que todavía no hemos dejado el hecho atrás, aunque sí logramos encaminar nuestra vida laboral con mucho esfuerzo sin sentirnos nunca más plenamente satisfechos con ella después de aquel golpe. Lo que queda es el temor de que vuelva a suceder y una extraña sensación de precariedad y fragilidad, como flotar con la corriente. Se pierde la confianza en el sistema ya que es uno quien no se permite volver a confiar en nada ni en nadie en cuestiones laborales y aprende que la única camiseta que hay que llevar puesta es la propia, aunque esté algo percudida.


  A pesar del trauma, rescato la enorme lección que nos dio a todos quienes lo conocemos y lo queremos bien mi compañero de ruta en este tiempo, no sin altibajos, claro, pero siempre luchando, siempre levantándose a enfrentar el día. Él nos enseñó a través del ejemplo el significado de la palabra resiliencia.


  Los 29 de cada mes es costumbre para los argentinos de las clases trabajadoras que la reman en nuestro país comer ñoquis,  porque  las pastas resultan un menú económico para los bolsillos enflaquecidos a fin de mes. Y es también tradición poner debajo del plato ya servido un billete, como deseo de que entre prontamente dinero al hogar. Nosotros no observamos la tradición de los ñoquis del 29, pero aprendimos su significado y este día, el 29 de diciembre, es un día marcado a fuego en nuestra memoria. Hoy brindamos por haberlo dejado atrás, por habernos puesto de pie y haber seguido andando, aunque aprendimos que no hay garantías de ningún tipo, y nos hermanamos con todos los que estén pasando por alguna situación semejante en esta fecha tan especial.


"... precariedad, inestabilidad, vulnerabilidad son las características más extendidas (y más dolorosas) de las condiciones de vida contemporáneas. (...) La precariedad es el signo de la condición que precede a todo lo demás: los medios de subsistencia (...) o sea, los que dependen del trabajo y del empleo (...) se han vuelto extremadamente frágiles, pero continúan haciéndose más quebradizos y menos confiables año tras año. El progreso tecnológico augura aún menos empleos, y no más. No existen tampoco habilidades ni experiencias que, una vez adquiridas, garanticen la obtención de un empleo, y en el caso de obtenerlo, éste no resulta duradero. Nadie puede presumir de tener una garantía razonable contra el próximo "achicamiento", "racionalización" o "reestructuración"... La "flexibilidad" es el slogan del momento."

                                                                                    Zygmunt Bauman, Modernidad Líquida
A boca de jarro 

miércoles, 26 de diciembre de 2012

El paso del tiempo




"El alma nace vieja pero se hace joven. Esa es la comedia de la vida.
          Y el cuerpo nace joven pero se hace viejo. Esa es la tragedia de la vida."
                                                                                                                                 
                                                                                                                             Oscar Wilde
  Mucha buena literatura fue escrita sobre el paso del tiempo y este año el efecto del tiempo fue un gran tema en mi vida. Me cayó la ficha por varios sucesos de que pasó y arrasó el viejo tiempo sobre mí. Y no termino de amigarme con lo que este verdugo hace conmigo. Se me vinieron a la memoria maravillosas letras que leí de joven y me dí cuenta de que ya no lo soy y de que recién ahora, gracias a eso precisamente, ironías de la vida, las entiendo cabalmente.

  Oscar Wilde es uno de los exponentes anglo de las letras que tuvo una relación tormentosa con el paso del tiempo y sus huellas sobre lo que para él era lo único que no necesita explicación: la belleza. No es el único. Otro grande que dejó plasmada su obsesión con los estragos que causa el avance de las agujas del reloj para detenerlo como pocos con sus atemporales letras es William Shakespeare, y tal vez la mejor parte de su obra para sumergirse en esa particular obsesión que lo vincula con Wilde sean sus Sonetos, aquellos justamente dedicados al tema de la juventud, la belleza y la importancia de dejar descendencia para hacer posible de algún modo el sueño de la eterna juventud, a diferencia de los versos que le dedicara a una misteriosa dama de tez morena, The Dark Lady, y los otros, los que más han dado que hablar, que escribió para un joven que arrasaba con su pasión, The Young Man, sobre cuya identidad varios nombres han sido barajados especulando en base a la controvertida dedicatoria:

"Para el único inspirador de los siguientes sonetos, el Sr. W.H. ..."

  Hasta el propio Wilde se dedicó a escribir un cuento, "The Portrait of Mr. W. H.", en el que apunta a una serie de juegos de palabras típicos del estilo Shakesperiano que podrían sugerir que los sonetos están escritos para un joven actor llamado William Hughes; sin embargo, el cuento de Wilde reconoce que no hay evidencias de la existencia de tal persona y al cabo que ni importa. En el caso de Wilde, los nombres de hombres prominentes asociados con él lo hundieron al más amargo de los abismos frente a la sociedad hipócritamente moralista de la que se alimentó su ingeniosa ironía y su filoso cinismo al punto de llevarlo a la cárcel. Dos grandes exponentes de las letras en inglés unidos por su rebeldía en cuestiones morales, por su profundo conocimiento de la naturaleza humana y por esta veneración por la belleza física de la juventud y la honda desesperación ante lo que el tiempo hace al arrasar con ella, a pesar de que ninguno de los dos se destacó por su belleza física. A Shakespeare se le atribuye su sociabilidad, su bonhomía y reputación juerguista, así como un oído privilegiado para rimar y jugar con las palabras, mientras que de Wilde se impone su esteticismo, su estampa de dandy, su esmero en un pulido estilo al vestir y su febril genialidad verbal, especialmente en la interacción social: un gran conversador o diletante.


 Pero no quisiera dedicarle más tiempo a mi admiración por estos grandes y perder el rumbo de lo que hizo que me embarcara en esta reflexión. Cuando leí El Retrato de Dorian Gray tenía ya treinta años. Y sin embargo no logré comprender el horror ante los cambios que acarrea el paso del tiempo en el bello rostro de este joven aristocrático a quien un hombre mayor, Lord Henry Wotton, el personaje autobiográfico por excelencia en la obra de Wilde, convence de la necesidad de perpetuar esa belleza efímera eternizándola en un retrato que, a modo de Pacto Faustiano, se lleva el alma y la mortalidad del ser que termina detestando la monstruosidad de lo antinatural de su impensado deseo.

  Era diez años más joven aún cuando me enamoré de los sonetos Shakesperianos venciendo la barrera de la enorme dificultad que implica decodificarlos en inglés de la mano de una buena maestra. A pesar de derribar el obstáculo lingüístico, estuve lejos de comprender entonces al Bardo en su obstinación por personificar al Tiempo y calificarlo de enemigo con quien estamos en perpetua guerra, un malvado y devorador tirano, "Devouring Time", siempre asociado con la infertilidad gris del invierno, con la decrepitud y el robo del exuberante esplendor y la belleza del verano de la juventud que amaba así como odiaba a la Muerte y su escalofriante e implacable guadaña. No preveía, no entendía tanta insistencia, no la creía: 

                                         "....toda belleza declina de su estado,
                                           por causas naturales o causas imprevistas..."


                                                                          William Shakespeare, Soneto 18.


    No hay caso. No se aprende acerca de la vida de la literatura. Es la vida hoy la que me enseña que todo eso que leí tiene sentido, y siento la necesidad de releer porque el efecto del paso del tiempo hace extraño lo que descubro hasta en el reflejo de mi propia sombra. No pensaba entonces que el espejo se convertiría a veces en un temido objeto, ni comprendía el por qué de la actitud de la propia madre de Wilde, fuente de inspiración para la obra, tan atormentada por su ancianidad que en ocasiones se rehusaba a correr las cortinas para dejar que la luz del sol iluminara su rostro por la mañana.

  Pensaba entonces cuando no había en mí huellas tan claras del paso del tiempo y de las demandas de la vida adulta que tomaría mi propio proceso de envejecimiento con más naturalidad. Pero debo admitir que este año que está por concluir marca una fuerte conciencia que se despertó y que estaba dormida, latente pero asintomática, de que mi juventud me abandonó. Y me da tristeza. Observo mucho a mujeres jóvenes y noto hasta con cierta envidia, para qué negarlo, las diferencias: 
  
                                                " ¿A un día de verano compararte?
                                                  Tú eres más bella y más templada..."


                                                                  William Shakespeare,  Soneto 18.

   La lozanía de la piel, la abundancia y el esplendor de sus cabellos, la frescura de la mirada y sobre todo esa despreocupación y desparpajo de poseer lo que otras hemos tenido, perdemos y viviremos añorando. A tal punto que ahora, cuando alguno de esos piropos que los porteños maduros suelen proferir graciosamente viene en mi dirección, miro alrededor para cerciorarme de que todavía es para mí antes de agradecerlo de corazón. Hasta hace no mucho, fruncía el seño y me parecía pura lujuria barata. Entonces entiendo a Wilde cuando decía que "Experiencia es simplemente el nombre que le damos a nuestras equivocaciones".



  
  Hoy en Dichos y contradichos, entrada 394., el autor publica unos versos muy interesantes, "iluminados", según él, de un poeta brasileño recientemente fallecido, Lêdo Ivo, que dicen:


"Cambio y soy siempre el mismo,
igual que un disparo al azar."

  Yo realmente me pregunto cuánto de lo mismo que había en mí a los veinte o a los treinta queda. Todo cuanto cambia alrededor mío y en mí hace que lo interior, quien soy, también cambie, porque después de todo el cambio es lo único permanente. Aún entendiéndolo me resisto a dejar ir a aquella "plenitud candente" que sé ya no será mía nunca más, y la sigo buscando en los versos atemporales de un bello cisne porque siento que en ella está la yo que mejor conozco y más quiero.


"¡Oh viejo tiempo!, haz lo peor en tu maldad,
pero, joven, en mis versos, mi amor vivirá."

                                 William Shakespeare, Soneto 19.



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