lunes, 4 de junio de 2012

El Ministerio de la Verdad



"El Ministerio de la Verdad — que en neolengua se le llamaba el Miniver — era diferente, hasta un extremo asombroso, de cualquier otro objeto que se presentara a la vista. Era una enorme estructura piramidal de cemento armado blanco y reluciente, que se elevaba, terraza tras terraza, a unos trescientos metros de altura. Desde donde Winston se hallaba, podían leerse, adheridas sobre su blanca fachada en letras de elegante forma, las tres consignas del Partido:

LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA."

George Orwell, 1984. 



¡Qué bofetada el diario de ayer! Fuertes sospechas de corrupción en la cúpula gubernamental, inflación en ascenso, cepo cambiario, dólar paralelo a $5,10 y esta película que ya la vimos, cae la economía en casi todos los rubros, la industria pone un freno, los containers detenidos en la aduana, el panorama de un semestre complicado, el déficit fiscal que costeamos a fuerza de impuestos, la economía familiar que acusa un deterioro, "el peor momento para levantar la cabeza", posibles desbordes de las villas que ahora el gobierno intenta controlar, el campo en paro, intolerancia y agresiones en actos políticos, robo de autos: el delito más sangriento, la crisis en Europa contada por quienes la sufren...

¡Paren: me quiero bajar! Quiero sacar boleto para irme a algún lado y no sé a dónde, ni cómo, ni con qué. Ya se escuchan los cacerolazos otra vez. A veces desearía haber nacido con ese gen que me faltó, ese que le permite a tanta gente evadirse de la realidad que aparece en la primera plana de los diarios, que se ve y se palpa en las calles que se caminan a diario, que les permite lograr una alegría genuina y hasta duradera con los pases milimétricos y los goles descomunales de Messi, con el triunfo de la selección argentina o la espectacular luna llena que nos acompaña en la noche porteña. ¿Cómo harán? ¿Será que soy hiperrealista, o simplemente amarga, pesimista, siempre conectada con la cara oscura de la luna? ¿O será que ellos son escapistas, o simplemente optimistas innatos, positivos, capaces de vislumbrar esperanza y luz donde otros sólo vemos sombras?

¿O será tal vez como profetizaba el genial Orwell y algunos deslizan, toda una manipulación de la información para dominarnos, para controlar nuestras mentes y nuestras vidas, para ponermos la pata encima y sacar provecho del lavado de cerebros y el sometimiento? ¿Cómo será? ¿Qué será?


¿Será que habrá que practicar el arte del Doublethink, lo que el mismo Orwell describe como el acto de aceptar simultáneamente dos creencias contradictorias como correctas y posibles?

Leo en 1984, sin poder dejar de identificarme con el protagonista, Winston:

"La Policía del Pensamiento lo descubriría de todas maneras. Winston había cometido — seguiría habiendo cometido aunque no hubiera llegado a posar la pluma sobre el papel — el crimen esencial que contenía en sí todos los demás. El crimental (crimen mental), como lo llamaban. El crimental no podía ocultarse durante mucho tiempo. En ocasiones, se podía llegar a tenerlo oculto años enteros, pero tarde o temprano lo descubrían a uno."


Creo que debería dejar de leer el diario los domingos, de ver los noticieros en la semana e inclusive olvidar que alguna vez leí a Orwell. Abandonar el Ministerio de la Verdad de una vez por todas...  Algún día me descubrirán cometiendo el crimen mental, padre de todos los crímenes: en efecto, algunos ya lo han hecho.


A boca de jarro

miércoles, 30 de mayo de 2012

Ausencias que iluminan



Hay lugares y personas que uno concibe como parte del país propio, que no es más que un pequeño territorio que ocupa el espacio que se cubre con la mirada y con los pasos que andamos a diario. Ellos hacen a la identidad de ese lugar con el que nos identificamos y que sentimos como el terruño. Esa geografía se ha ido modificando a través de ciertos cierres a lo largo de los últimos meses y esto nos ha embargado de nostalgia a grandes y chicos en casa. Se siente como una carencia que genera un duelo que estamos procesando.

Primero faltó sin previo aviso una mañana el diariero de la esquina, un personaje que le daba vida y color a su puesto y a nuestra cuadra. Su presencia era una lumbre que acompañaba desde antes de la salida del propio sol. Su voz fuerte, gruesa, callejera, se escuchaba desde la cama y su rostro, cansado y marcado por tantos madrugones y mañanas a la intemperie, era un encuentro obligado cada mañana de domingo con la llegada de los únicos diarios que compramos en la semana y que nos damos el  gusto de leer en familia alrededor de un desayuno en pijama que se hace lujosamente largo.


Luego decidió apagar sus luces para no volver a encenderlas el pizzero de en frente de casa. Fue una gran pena y los chicos no se resignan y siguen ilusionados con que va a volver. Le daba sabor a nuestros fines de semana, aroma a cebolla frita y pan recién horneado a la vida de nuestra calle y digna prestancia de buena gente, un laburante de fin de semana y feriados, el Mariscal de la Pizza, cuya cercanía era envidiada por medio mundo de este que es nuestro pequeño, significativo, entrañable mundo.

Su luz se apagó porque perdió a su compañera y ya no quiso o no pudo seguir alimentándonos, imagino que por falta de alimento propio. Digo imagino porque soy de las que no les gusta andar preguntando a los vecinos por ahí. De refilón escuché el triste chisme de que un día tuvo que ir un vecino a socorrerlo porque había estado intentando una fuga a lo insoportable que se le hacía la carencia: "Se puso a pelar unos cables ahí y tuve que entrar a sacarlo cuando estaba todo a oscuras". Debe ser difícil atravesar esa oscuridad. Ya no quiso seguir y nos dejó a nosotros a oscuras: las luces de la pizzería ya no inundan el living de casa cuando apagamos las nuestras. Los otros días llegó acompañado de unos muchachos jóvenes en un camión. Vaciaron el local de todo su mobiliario y equipamiento y sentimos una puntada, como si perdiésemos parte de lo propio cuando por fin se lo llevaron todo.


Y ayer mi hijo se levantó unos minutos más temprano de lo habitual para ir al polirrubro de Carlitos, kiosco, librería y juguetería, a mitad de cuadra, el que siempre nos salva cuando nos olvidamos de comprar lo que habían pedido para la clase del día. Abre antes de que nos levantemos para ir al cole y parece que adivina nuestros olvidos diurnos devenidos en necesidades de primera hora: cartuchos, mapas, la escuadra que se perdió y hace falta para hoy que hay prueba... Nos falló por primera vez. Tenía cerrado. Estábamos todos extrañados, y los chicos espiaron dos o tres veces durante el transcurso del día a ver si había algún indicio de su vida, que cambió ayer para ya no volver a ser la misma aunque hoy ya esté de vuelta en el negocio.

Nos acongojamos. Son esos detalles que nos hacen valorar a quienes damos por sentado, esas omnipresencias que ligan la masa de la rutina, que se erigen como íconos de nuestra cotidianeidad guiando como faros el desarrollo de lo que conocemos como nuestra vida de todos los días. Sólo nos percatamos de su importancia cuando nos faltan. Y al faltar nos recuerdan de que a todos nos llega un día en el que permanecemos cerrados. Ese día no se abre y marca el límite tan temido, el fin de lo conocido, aunque todo alrededor siga en marcha. Tal vez llegue alguien que vuelva a abrir, tal vez se siga adelante con la cortina baja. Pero ya nunca nada será igual. Por estos días, al apagarse las luces, se nos hizo claro.


A boca de jarro

domingo, 27 de mayo de 2012

El sueño en la vida adulta

"De fierro,
de encorvados tirantes de enorme fierro,
tiene que ser la noche,
para que no la revienten y desfonden
las muchas cosas que mis abarrotados
ojos han visto,
las duras cosas que insoportablemente
la pueblan."

Jorge Luis Borges: "Insomnio", en  El otro, el mismo (1964). Obras Completas, Emecé, Buenos Aires, 1977. 


 Me atrevería a decir, sin ninguna base científica que me avale, guiándome simplemente por lo que converso con algunos adultos de más de cuarenta de mi entorno, que el sueño en la edad adulta, a diferencia del sueño en la niñez, la adolescencia y la juventud que se añora, es un sueño que a menudo no nos satisface muy a nuestro pesar. Incluso podría llegar a arriesgar que los desvelos constituyen una constante tan frecuente en nuestras noches que ya casi los tomamos con naturalidad, un mal que aqueja a muchos, especialmente en las grandes ciudades, y una de las causas más agudas de insatisfacción en la vida adulta.

 Según los testimonios que me han llamado la atención por las resonancias con mis vivencias del descanso nocturno, el sueño cambia radicalmente a partir de la llegada de los hijos a nuestra vida: un hijo que llora y despierta a sus padres reclamando leche, amparo, presencia y calor es el primer germen de esos desvelos que se sucederán a pesar de que al principio pensemos que todo volverá a ser igual cuando el niño crezca. 



 Al traspasar el umbral de las despertadas nocturnas a causa del bebé vendrán las noches de fiebre, mocos y toses, los miedos infantiles y las pesadillas, la escuela, con sus desafíos que a veces inquietan al punto de traer dificultades en el sueño, al igual que el entusiasmo que generan cumpleaños, festejos, campamentos y viajes. Y a todo eso vamos sumando nuestras propias inquietudes diurnas no resueltas que se rumian entre oleadas de un sueño que se nos hace más liviano y entrecortado por el peso de las responsabilidades de saberse proveedor y sostén de un nido lleno y por las pesadillas propias que van llegando con las certezas de nuestra propia fragilidad y la del fin de la vida de los seres queridos a quienes también sostenemos desde un lugar más sutil pero igualmente real. La realidad que nos va cambiando tramo a tramo se cuela en nuestro descanso y todo se convierte en una suerte de magma indiferenciado de vigilia, insomnio y sueño poblado de alertas e interrupciones.


 Y luego llega la nocturnidad social a la vida de nuestros hijos adolescentes, que no entendemos y tememos, pero que hemos vivido, aunque se haya adelantado y extendido en estos tiempos. Negarles el permiso de experimentar su atractivo es dejarlos afuera de su grupo de pertenencia. Y limitarla racionalmente por el desajuste y el peligro que significa tanto para ellos como para nosotros, que vamos al rescate, implica poner el despertador para que nos sacuda en medio de ese sueño que se nos hace peliagudo y aventurarnos a la calle para traerlos a la cama como cuando eran bebés. Decir "no" para evitar el desvelo de ese sueño tan esperado del fin de semana, que finalmente se transforma en puro desfasaje familiar, de todo modos nos quitaría el sueño, haciéndonos sentir padres anticuados y castradores.

 De más joven no recuerdo jamás que mi descanso nocturno se haya visto interrumpido por ruidos familiares, como el de las llaves en la cerradura o el sonar del celular, que se incorporan vívidamente al sueño y que me sorprenden al despertarme por su irrealidad. No recuerdo haber necesitado cerciorarme de haber cerrado la puerta con traba y cerrojo o de haber apagado las luces del auto para que arranque la mañana siguiente. Ni haber ido tantas veces al baño antes de conciliar el sueño o haber cambiado de postura o temperatura corporal tan a menudo durante la noche.



 También puede ser como dice una amiga: a partir del momento en que uno deja de ser uno y se convierte en uno y los suyos se va acostumbrando a ser requerido en medio de la noche, y parece que cuando los hijos crecen y dejan de despertarnos apareciéndose al pie de la cama como figuras espectrales en el sigilo nocturno, es el recuerdo de aquellos días o los temores, las ansiedades y las angustias del hoy los que acuden a desvelarnos. Lo cierto es que, como tantas otras cosas que cambian con el paso del tiempo, el sueño evoluciona y se transforma en algo totalmente distinto a lo que conocíamos y a lo que nos producía tanto placer. Los ojos abiertos de par en par y el cuerpo tieso sobre el colchón por horas o por odiosas y temibles rachas que se nos hacen férreas están muy lejos de lo que percibimos y esperamos como descanso, pero es lo que muchas veces logramos en medio de la vorágine de la vida que solemos llevar quienes crecimos y asumimos nuestra cuota de crecimiento respondiendo a los llamados de nuestro rol adulto en pleno siglo XXI.


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