miércoles, 18 de abril de 2012

Yoismo



Hay algo que noté últimamente en mi manía de autoanalizarme que me hace sentir un poco como aquel personaje de la película protagonizada por Jack Nicholson, "Mejor imposible" ("As Good as It Gets", 1997), un escritor de novelas románticas que padece un trastorno obsesivo-compulsivo (T.O.C.), y se le pasa lidiando con sus obsesiones y buscando formas para eludir todo aquello que lo neurotiza. Se podría tratar de una obsesión que me lleva a intentar eludir, aunque mayormente sin éxito, a las personas que abusan del "yo" en su discurso todo el tiempo, personas con quienes la comunicación se limita a ser el receptor pasivo y paciente de un monólogo en el que predomina la palabra "yo". Es a la tercera o cuarta vez que lo escucho cuando empiezo a notar el parloteo de mi mente que me dice:  

— Aguantá, ya sabés cómo viene la mano.... 

Siento que mis hombros y mi cuello se contracturan, que suspiro, que mi vista busca eludirse, que me dan ganas de pararme y salirme de la escucha ante la primer excusa que se presenta, pero, por lo general, soporto estoicamente intentando consolarme con que sólo se trata de un rato de vez en cuando.


A veces son personas con quienes mi vínculo es circunstancial o esporádico. Podría obviarlas, aunque sería descortés y pasaría por antisocial. Prefiero escuchar, paciente pero doliente, el monólogo compuesto por la superabundancia del "yo" y hacer como que está todo bien. Otros son vínculos de años, que siempre han sido así, y ya sé que no cambiarán: ni las personas, ni su discurso ni el vínculo.


Y es que, en definitiva, lo que irrita es que en un discurso yoista no entra la dimensión del receptor, no se lo registra, el "yo propio" no cabe. Es un discurso tiránico que te exige escuchar y no da lugar a comentar o a compartir pareceres. No escuchan. Se sabe que no habrá interés genuino por escuchar tu aporte a la conversación, por mínimo que sea, que serás interrumpido con una oración que irremediablemente responderá al modelo "Yo....". Y es ahí donde atacan los síntomas de mi propia obsesión.


Intento entonces practicar formas de serenarme: respiración consciente, poner la mente en blanco, pensar en lo estrecho del "yo" de esta persona, en su necesidad de volcar su catarata yoista por falta de otros oídos donde dejarla correr, apelo a la empatía, a la compasión, pero no hay caso: termino cargada. Mientras más busco formas de serenarme y soportarlo, menos las encuentro. Mi mente no se silencia, sino que padezco en silencio. Entonces no es posible abordar la calma. Surgen los sentimientos y los reconozco. Y aunque intente no identificarme con ellos, allí estoy, con mi "yo propio" enmudecido e irritado.


El discurso se expande lo que dura el intercambio: "Yo", "mi día", "mi salud", "mi trabajo", "mis logros", "mi pareja", "mi perro", "mis hijos", "mi casa", "mi auto", "mis compras", "mi mundo"... Ellos se convierten en todo eso que nombran, son puro"yo".
 

Dicen los psicólogos que lo que más nos molesta de los demás es precisamente aquello de lo que padecemos nosotros mismos. Por eso intento por todos los medios forzarme a no hacer un uso excesivo del "yo" en mis conversaciones. Se hace una pausa mental en mi discurso antes de que emerja con fuerza, respiro, contengo... ¿reprimo? ¡No, no y no! No quiero un "yo" tan pobre que no registre, que no escuche, que no dialogue.
 

Es hasta peligroso quedar atrapados en las garras del "yo" sin percibir lo que les pasa a quienes están alrededor. Los ejemplos entre los poderosos abundan.  Así nos va. Y aunque seamos seres ordinarios, no hay nada más triste que sólo tener un "yo" como tema de conversación. Por eso, ahora que llegó la hora de ir dejando por hoy, hago silencio y les cedo la palabra.


A boca de jarro

domingo, 15 de abril de 2012

Facebook y la felicidad



Según un informe publicado en el suplemento Ñ del diario Clarín del 5 de marzo, los resultados de un estudio del mes de enero que presentó Cyberpsychology, Behavior and Social Networking determinó que cuanto más tiempo pasa la gente en Facebook, más felices considera que son sus amigos y más triste se siente en consecuencia. Parece que al enterarse de todos los eventos sociales de los que quedan excluidos y que sus amigos hacen públicos en sus muros, surgen en ellos sentimientos de ansiedad, tristeza o desencanto, un cocktail de emociones perturbadoras que los psicólogos norteamericanos han clasificado como FOMO,  "fear of missing out" o "temor de quedar afuera". Esto aparentemente hace que muchas personas opten por dejar de seguir a algunos amigos, lo cual los psicólogos también explican como un proceso clínico natural denominado teoría de la selectividad socioemocional.

Constaté la veracidad de este fenómeno escuchando una conversación en el ómnibus camino al trabajo días pasados entre dos jóvenes veinteañeros. Hablaban de un amigo de Facebook en común que deseaban evitar, pero que indefectiblemente terminaba participando de todas sus reuniones al enterarse de ellas a través de sus muros. Este pobre indeseable no parecía responder al tipo que encaja en el síndrome FOMO, sino más bien se me hace alguien que se resiste a quedar afuera a pesar de no ser formalmente invitado. Cabría preguntarse para qué se tiene de amigo en Facebook a alguien que resulta desagradable, pero eso es harina de otro costal. ¿O tal vez no?

Algo parecido le sucede a veces a mi hijo adolescente que, a través de sus actualizaciones de estado y publicaciones, busca humanamente ser aceptado con el "ME GUSTA" de sus pares, y se siente defraudado cuando esto no sucede. Ser testigo del calibre de los intercambios adolescentes en el muro de mi hijo fue un motivo de infelicidad que me llevó a plantearme salir de allí urgentemente. Pero persistí por un tiempo quitándolo de mi lista de amigos y asumiendo que tenerlo en ella había sido un error.


Al leer este informe, me resultó paradójico que lo que lleva a algunos a abandonar amistades en Facebook sea lo que en principio me impulsó a crear mi propia cuenta allí. Sentía que me estaba quedando fuera de algo nuevo y multitudinario y quise ver de qué se trataba. Confieso que siendo una inmigrante digital nunca lo entendí, no le tuve mucha paciencia ni puse mucho ahínco, aunque me hice de más "amigos" en esta red social de los que puedo contar en toda mi vida real. Lo cierto es que, sin entenderlo desde un principio y de modo experimental, acepté a unas cuantas personas que me ofrecían su amistad sin siquiera conocerlas, por genuina curiosidad acerca de los motivos que los llevaban a querer entablar una amistad conmigo. Terminé interactuando con unos pocos con quienes me vinculo en otros ámbitos que me resultan más enriquecedores y manejables, por lo cual finalmente tomé la decisión de dar de baja a mi cuenta.

Tal vez jugó el factor emocional en esto, debo admitirlo, que entonces sería explicable como un síndrome de NO-FOMA. Estimo que el detonante fue el pasearme por el muro de una persona que colgaba cientos de fotos en las que se le veía feliz, en sitios espléndidos y acompañada, lo cual me hacía sentir algo incómoda, ya que se trata de alguien a quien frecuento en otro ámbito y sospecho que se mostraba en fotos especialmente tomadas para lucir bien en Facebook por despecho. En realidad, la está pasando terrible por mal de amores, para los que resulto ser una oreja paciente y empática. Quizás la idea sea mostrarle a quien le hace sufrir el bocado que se está perdiendo. De algún modo, me sentí cómplice de una mentira. Ante cada cambio de imagen, producción fotográfica mediante, me daban ganas de comentarle "Pero ¿quién te entiende?", mientras otros le daban sus "ME GUSTA".

Además, mi muro se parecía bastante al muro de los lamentos, aunque nunca hice aportaciones del estilo: "Estoy triste porque mi hijo está enfermucho", cosa bastante frecuente. Nunca subí fotos más que la propia, que jamás actualizo (deberé plantearme seriamente cambiar de foto de perfil de una buena vez, porque la chica de esa foto ya no es más la misma), alguna que otra imagen favorita y enviaba los links de mis entradas del blog, amenizando de vez en cuando con algún aporte que me parecía interesante. Mi muro posiblemente fuese sumamente aburrido, sin eventos, sin nada jugoso para husmear.

Otros muros, sin embargo, me resultaban interesantes y nutricios. Pero generalmente eran los que cosechaban cientos o más de mil suscriptores, y entonces sentía que mi conexión original con aquella persona se diluía inevitablemente entre tanta gente, me daba temor quedar fuera de lugar al comentar ante desconocidos, y terminaba paseándome de muro en muro sin hacer mayor contacto. Tenía varias amistades con muros de un perfil más bajo, similar al mío, en las que me encontraba con intercambios más intimistas en los cuales sentía que no encajaba tampoco. Y debo haber hecho algún que otro papelón al irrumpir en muros ajenos...

Temo que resulta difícil resistirse a la tentación de convertirse en una especie de voyeur en Facebook, lo que en la jerga del mundo virtual se denomina lurker: alguien que anda examinando los muros ajenos sin contribuir activamente. Y es allí cuando realmente me sentía mal, no por andar husmeando, sino por la pérdida de tiempo y lo adictivo que el perderlo de esa forma resulta. Andar de muro en muro simplemente por curiosidad, sin que medie un intercambio, me parecía como espiar por la ventana para ver en qué andan mis vecinos, pero hacer como que no pasó nada cuando salgo a la puerta y apenas los saludo. No obstante, según las estadísticas, la aplastante mayoría de los usuarios de las redes sociales somos lurkers, y me atrevería a decir que como vecinos, lo somos también.


En definitiva, siempre me sentí fuera de Facebook, sea porque no aprendí a darle buen uso, sea porque superó mi inteligencia emocional al procesar los intercambios, o porque entré con expectativas distintas al resto de los 844.999.999 usuarios cuyas vidas tal vez sean más o menos felices gracias a su existencia. Mientras tanto, yo seguiré procurando mi felicidad en otros sitios. Espero que todos aquellos que me tenían de amiga allí sepan comprender, sobre todo, aquellos a quienes considero realmente amigables.

A boca de jarro

miércoles, 11 de abril de 2012

Huelga a los deberes


Si las madres lo hablamos en reuniones familiares, de amigos o en la puerta del colegio, no pasa nada. Somos unas histéricas quejosas. Ahora si la cosa viene en caja de perfume importado de Europa y Estados Unidos, sale nota en el diario y todos los especialistas locales lo comentan en los medios, se les da razón a los que saben. Es que nadie es profeta en su tierra...  Y no hay nada más persuasivo y contundente como un libro escrito por un graduado de una prestigiosa universidad norteamericana para darle credibilidad a un hecho cotidiano, a una verdad de perogrullo. Por eso con gusto me uniría a la huelga de los deberes que se lleva a cabo en Francia por estos días.

Los deberes son odiados por los niños en los primeros grados de la escuela primaria, tanto como por sus padres y por sus propios maestros, que deben corregirlos. Hoy los especialistas dicen que este odio no es infundado, ya que carecen de utilidad pedagógica, y contrariamente a lo que se piensa, traen más desventajas que beneficios.

Los beneficios pedagógicos de la tarea para el hogar están bajo la lupa en el hemisferio norte y se encuentran derrotados por la cantidad de efectos nocivos que generan:  agregar horas a la ya extensa jornada escolar de los niños, crear conflictos familiares a la hora de sentarse en casa a hacerlos, ponernos a los padres en el rol de profesores particulares, generar una injusta desigualdad entre quienes reciben ayuda de los adultos paternantes y quienes no a la hora de abordarlos y, sobre todo, reducir o simplemente anular el tiempo del que los niños disponen para hacer lo que deben hacer los niños, es decir, explorar el mundo, crear, hacer actividades recreativas que los conecten con la naturaleza, con su cuerpo, con el arte y la cultura sin ser evaluados y jugar.

Varias veces en este espacio dejé salir el humo de mi pava hirviendo al tener que a hacer de maestra de mis hijos pequeños ante la asignación de actividades absurdamente largas, mecánicas y aburridas bajo el pretexto que refuerzan el aprendizaje del aula. En verdad, los padres somos los verdaderos especialistas en el tema, los que hacemos malabares entre criar e instruir hijos cuando el colegio nos endilga esa responsabilidad que no nos compete y en muchos casos nos excede.

Hoy se escuchan voces que dicen que "La idea de que las tareas enseñan buenos hábitos de trabajo o fortalecen la autodisciplina y la independencia es un mito urbano." ¡Qué alivio verlo publicado en el periódico! Alguna vez, al expresar mi alarma frente a otras madres ante la pobre calidad y el apabullante calibre de lo que se le asignaba a mi hija cuando cursaba su tierno primer grado (que de tierno tuvo bien poco), una madre me respondió: "Mejor. Así se los prepara bien para la universidad." Lo cierto es que mi generación no hizo ni la mitad de todas las cosas que hacen estos chicos a contraturno, jugábamos y leíamos más, y no nos fue tan mal en la universidad. Mientras que los resultados que obtiene esta generación de chicos híperexigidos desde su más tierna infancia no demuestran que sepan más o que les vaya mejor en sus estudios secundarios y universitarios. Pero el mundo en el que viven no es el mismo, aunque nos empeñemos en que aprendan de la misma forma en que lo hicimos nosotros. Al menos, por fin se empieza a verbalizar la idea pedagógica subyacente que tantos ignoran: el tema no pasa por la precocidad en la demanda ni mucho menos por la cantidad o complejidad de lo que se les asigne, sino por la madurez y la unicidad de cada niño y el interés y la relevancia que se genere a través del aprendizaje.


A mayor volumen de tareas forzadas, menor parece ser el interés con el que los niños pequeños arremeten con ellas y con su escolaridad.  La escuela y la tarea se convierten en un mal necesario que todos acatamos por el deber ser. Hay libros publicados como el de Alfie Kohn, educador norteamericano autor de El mito de las tareas escolares, y los padres franceses agrupados en la Federación de Consejos de Padres y Alumnos de Francia (FCPE), están protestando a través de una huelga por la que decidieron no hacer los deberes por dos semanas. La FCPE quiere que todos los actores, incluidos los padres, los enseñantes o los directores de los centros, participen en la que denomina como "quincena sin deberes". Se trata de "reflexionar e imaginar otras relaciones familias-escuela y otros medios de comunicación distintos de los deberes y las notas, como lo hacen muchos enseñantes". En Francia una circular prohíbe desde 1956 encargar deberes escritos a los escolares de primaria, pero en muchos casos no se cumple. Creo que todos somos conscientes de que erradicarlos es misión imposible.

No es casual que esto suceda. Hacemos que los niños vivan sus vidas como adultos pequeños  a pesar de que como adultos no tenemos idea del mundo que les depara el futuro a esta generación de niños. Difícilmente podamos prepararlos apropiadamente para él.

Los adultos estamos desequilibrados, desenfocados, desorientados. Los niños pierden su equilibrio. En eso les va la calidad de su infancia y de sus más valiosos años formativos. Y a pesar de las voces que se vienen alzando a favor de cambios necesarios en el paradigma educativo, como las de Ken Robinson, Howard Gardner, quien introdujo el concepto de inteligencias múltiples, Richard Gerver, el catalán Eduard Punset, y, localmente, Susana Mahuer, psicoanalista especializada en niñez y adolescencia, seguimos acatando el adagio que reza: "La letra con sangre entra". 

Probablemente la cúpula educativa tome todo este planteamiento de serias implicancias a risa, como lo hizo el Ministro de Educación francés al enterarse de la huelga a "los trabajos forzosos fuera del horario lectivo" y seguiremos resignándonos a pensar que fortalecen buenos hábitos de estudio aún cuando hablemos de niños que todavía no pueden estudiar, sino aprender a través de experiencias formativas y significativas que respeten su identidad infantil y la realidad del mundo que los circunda. Mientras tanto, yo celebro una huelga al deber de hacer los deberes aunque la  pregunta obligada que le vaya a hacer a mi hija cuando la retire del colegio hoy, y la que resuena a la salida del colegio cada día después de "¿Cómo te fue?", sea necesariamente "¿Te dieron mucha tarea?". Desafortunadamente, estimo que estamos formulando las preguntas equivocadas.

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