miércoles, 30 de noviembre de 2011

Flotando en tiempos líquidos

Zygmunt Bauman
  
 Estoy sumergida en un libro verdaderamente poco asequible para el lego: Modernidad Líquida, de Zygmunt Bauman. Es un libro escrito por un lúcido sociólogo de 86 años, nacido en una humilde familia judía en Polonia, con la que escapó de Hitler en el último tren a la Rusia de Stalin, para pasar a luchar por los rojos en la Segunda Guerra Mundial. Al finalizar la guerra, Bauman siguió vinculado al comunismo trabajando como espía. Desencantado por lo que descubrió de la práctica comunista, regresó a su Polonia natal, a trabajar como profesor de filosofía y sociología en la Universidad de Varsovia, pero sus diferencias ideológicas le costaron su puesto: fue purgado bajo la política antisemita desarrollada por el gobierno comunista después de los levantamientos contra el régimen que florecieron en la primavera de 1968 en media Europa. Más tarde, probaría suerte en Israel, Estados Unidos y Canadá, para finalmente fijar residencia en Inglaterra, donde aún vive y escribe. 



 Este hombre comenzó su vida de pensamiento y análisis de la realidad que le tocó protagonizar cuando yo llegué a este mundo, y es el autor del concepto de "modernidad líquida", modernidad en la que vivo y siento que floto, cual náufrago solitario. La liquidez es un término que ha incorporado para referirse a nuestra era, una era que por su condición de licuefacción de todos los principios corpóreos sobre los cuales la humanidad se apoyaba antes, fluye, se derrama, se desborda, salpica, se vierte, se filtra, gotea, inunda, rocía, chorrea, mana, exuda y se hace irrefrenable en su fluido y liviano avance hacia inciertos horizontes. Se contrapone a la idea de los tiempos modernos que él vio solidificarse en su juventud, donde parecía todo más concreto aunque para nada rosa, todo basado en la idea de norma, sistema, sociedad, Estado Benefactor, una modernidad "pesada/sólida/condensada/sistémica de la era de la teoría crítica (...) endémicamente preñada de una tendencia al totalitarismo". No en vano, Bauman apela repetidamente a las distopías visionarias de George Orwell en 1984 y de Aldous Huxley, en Un mundo feliz, como los referentes mas exhaustivos y canónicos, los inventarios más completos, aunque de naturaleza diferente, pero similares en sus pronósticos, de todos los miedos y los problemas contemporáneos que él vivió en carne propia.

     

 Bauman responsabiliza, en tiempos de "desresponsabilización", a la desregulación, la flexibilización, la liberación y la privatización de todo lo público, la "fatídica retirada" del ideal de sociedad justa, por la falta de equidad, estabilidad, previsibilidad y certezas de nuestros tiempos líquidos. Y cuando lo público cesa de existir como entidad sólida y "se encuentra colonizado por lo privado", se licua el peso de pautas tales como ciudadano, comunidad, matrimonio, familia, Estado-nación, etc. Así, la responsabilidad última de todo intento de individuación, de ser, cae fatalmente sobre los hombros del individuo, sobre "nuestra propia e irremediable soledad". Dice Bauman que "... la individualización es un destino, no una elección", y así se siente, aunque se pretende que se sienta y se piense de otro modo. Y agrega: "No existen perspectivas de "rearraigo" al final del camino tomado por individuos ya crónicamente desarraigados." El individualismo nos ha hecho parias. De su mano, se nos ha vendido la ilusión consumista de "la autocontención y la autodependencia":

"... que los hombres y mujeres no tengan a quien culpar de sus frustraciones y preocupaciones no implica, hoy más que ayer, que puedan defenderse de sus frustraciones utilizando sus electrodomésticos o que puedan escapar de sus problemas (...) Y además, si se enferman, se presupone que es porque no han sido lo suficientemente constantes y voluntariosos en su programa de salud; si no consiguen trabajo, es porque no han sabido aprender las técnicas para pasar las entrevistas con éxito, o porque les ha faltado resolución o porque son, lisa y llanamente, vagos; si se sienten inseguros respecto del horizonte de sus carreras y los atormenta su futuro, es porque no saben ganarse amigos e influencias y han fracasado en el arte de seducir e impresionar a los otros. Esto es, en todo caso, lo que se les dice en estos días y lo que han llegado a creer, de forma tal que se comportan como si de hecho fuera así. Como señala acertada y agudamente Beck, "el modo en el que uno vive se vuelve una solución biográfica a contradicciones sistémicas". Los riesgos y las contradicciones siguen siendo producidos socialmente; sólo se está cargando al individuo con la responsabilidad y la necesidad de enfrentarlos."




  

 Así es como nos volvemos consumidores compulsivos de toda ilusión de aquello que necesitamos para "ser", porque hoy "ser es tener", y tener no tiene límite. Y a medida que adquirimos más y más bienes materiales, se agudiza nuestra desdicha y nos hacemos más compulsivos y más vulnerables, ya que al adquirir algo nuevo que se impone como necesario, nos damos cuenta de que siempre hace falta algo más para "ser": comprar se convierte en "una droga indispensable", es el soma de los tiempos de líquidos. Compramos ávidos de finalmente adquirir una receta de vida que nos garantice la autorrealización, sólo para descubrir que siempre hay algo más, algo nuevo y mejor que comprar para ser más, una receta mejorada. Nos convencemos de que somos personalmente incompetentes, ya que la idea de  felicidad  que se nos vende no depende de la competencia personal. Y además, los gurúes de moda nos hacen creer esto a través de aforismos elocuentes pero peligrosamente engañosos y fatalmente banales. Siempre se nos hace creer que necesitamos esforzarnos más, que la falla está en nosotros, por no haber comprado la capacitación adecuada para ser quienes soñábamos ser y así ganarnos la vida, para seducir a los empleadores que nos ofrecerían ese trabajo al que aspirábamos, por no haber logrado alcanzar la imagen que se impone y que triunfa, y que se construye a fuerza de voluntad personal y acatamiento a un cierto programa de ejercicio físico, a una determinada dieta, o a una visión de lo que es estéticamente bello o espiritualmente deseable. Si tu realidad no está bien y no te tiene satisfecho, es porque no la estás mirando bien. La falla está en vos: necesitarás de ayuda adquirible para solucionarlo.




 Bauman no ofrece recetas de autoayuda ni hace futurología: simplemente se dedica a analizar lo que es, a rasgar el telón de la realidad para mostrarnos con crudeza y realismo el relieve poroso de nuestros tiempos líquidos. El domingo pasado se publicó una entrevista a Bauman hecha vía mail en la revista dominical del diario Clarín, Viva. Allí se le pregunta acerca del futuro de todos los movimientos de protesta, que, según su visión, expresan la indignación ante la negación de nuestra dignidad y autoestima así como la omnipresencia de nuestra ignorancia e impotencia. Dice también que hasta ahora son muestras de nuestro hartazgo ante la capacidad destructiva de nuestros tiempos, ante la concentración de la riqueza que debilita y que se ha confiado en un inexistente efecto derrame. Nos hace ver claramente que se ha socavado la solidaridad social y la responsabilidad común, pero asegura que todavía la tarea de hacer resucitar algo sólido que nos ampare a modo de salvavidas, si es que hay algo resucitable, o de encontrar una salida, depende de la tarea de construir el paradigma que viene a continuación, de la mano de líderes que todavía no están a la vista.




 Somos seres precarios, desorientados, frágiles, aislados pero sosegados por una efímera conectividad mayormente virtual, aún compartiendo la misma incertidumbre y el mismo desamparo. Se nos niega hasta la certeza del destino común. Se nos induce a temernos o a envidiarnos unos a otros.

"El proletariado se está convirtiendo, y rápido, en precariado, seguido de una porción en rápida expansión de la clase media."

 Allí pertenezco, precarizada. Ese hondo sentido de desorientación me llevó a escribir mis primeras tímidas líneas en este blog. Y sigo leyendo y escribiendo mientras siento que floto a tientas en la misma marea. Agradezco el anclaje que permiten pensadores como Bauman en medio de la imprevisibilidad que impera en mi vida de cada día así como en la de tantos.


  Hoy un dibujo especial se extiende por todo el ancho de la página inicial de Google en homenaje al gran escritor estadounidense Mark Twain por el día en que se celebra el 176º aniversario de su nacimiento. A propósito de la famosa cita de Twain, "The reports of my death have been greatly exaggerated" ("Las noticias de mi muerte son una burda exageración"), Bauman acota:

"... las noticias de la muerte de la modernidad, e incluso los rumores de su canto de cisne, son una burda exageración: la profusión de los obituarios no los hace menos prematuros."

 Señoras y señores:  hay modernidad líquida para rato...

A boca de jarro

domingo, 27 de noviembre de 2011

Dos recuerdos por un premio


  Mi querida Gi, de Al borde de los treinta, http://albordedelostreinta.blogspot.com/ (¿Hasta cuándo esta chica va a seguir al borde de una edad tan plena que yo ya dejé atrás hace tanto? ¡No hay derecho!), me pasa un premio que va pasando de blog en blog. Agradezco mucho, y tengo una prenda, porque todo premio viene por escribir, y escribir es un premio.

  Se me pide que escriba acerca de dos recuerdos. Aquí van:

*Jamás olvidaré el momento en que, luego de viajar un día y medio en nuestro auto, con 16 horas de manejo y el resto de pernocte en una Neuquén sofocante, llegamos a Bariloche, Río Negro, Patagonia Argentina, habiendo sobrevivido al millón de veces que mis hijos de entonces once y seis años preguntaron "¿Cuándo llegamos?". Fue mágico. Habíamos cruzado la estepa desértica con un calor abrasador, y al llegar a Bariloche, percibimos el frío que nos recibió a pesar de ser pleno enero al tocar las ventanillas. Lloviznaba, y el agua parecía helada, se nos hacía agua nieve. Entramos en la ciudad, y al manejar el tramo que nos conducía a nuestro alojamiento a la vera del lago Nahuel Huapi, dejó de llover, se asomaron el sol y de su mano el arco iris por entre las majestuosas montañas, y los cuatro gritamos, locos de alegría, ante el espectáculo que la naturaleza había montado para recibirnos. Esta foto quedó como mi intento de capturar aquel mágico momento de un paisaje incomparable habitado por parte de nuestra familia, un esplendoroso lugar que ha sido castigado tan duramente por las cenizas y piedras volcánicas del Puyehue en el curso de este año.


  Lo cuento también porque esta foto me ha sido solicitada por el blog Foto Magic Gallery, http://fotomagicgallery.blogspot.com/, y la doy con gusto. Increíble que aquel bello instante tomado con mi camarita me traiga esta satisfacción, y me recuerde que a pesar de todos los vaivenes de la vida, las vacaciones perfectas son posibles si estamos los cuatro juntos como familia y con el corazón abierto para recibir lo que la naturaleza nos quiera regalar.

* El otro recuerdo se remonta a mi infancia. Para este no hay foto, más que la de mi abuela. Hay olores, sensaciones, emociones, perfumes de una cocina con las hornallas siempre encendidas, con las ollas burbujeantes y rebalsantes. Es mi abuela. Este año he tenido muy presente  el recuerdo de mis abuelos. Sus vidas y sus historias han vuelto a mi memoria una y otra vez, historias como las de tantos, con pérdidas y hallazgos, historias de manos que trabajaron siempre, que siempre pusieron el pan en la mesa gracias a ese trabajo, que supieron partirlo y compartirlo, que supieron dar caricias para aprender a gozarlo y a alimentarse de él. Yo llegaba del colegio de la mano de mi mamá, que todos los días iba a buscarme a la puerta. Hace unos años comprendí lo que eso significa, y logré valorarlo y honrarlo haciéndolo con mis hijos día a día. Al llegar a la esquina de mi casa, soltaba la mano más amada y empezaba a correr hasta llegar a la casa en la que vivíamos con mis abuelos maternos. Gritaba: "¡Abueeeelaaaaa!", y se me abría la puerta, y me recibía el calor y la tersura de un delantal de cocina, el aroma de una cocina siempre abierta y dispuesta a nutrir, como la mía hoy, aunque nunca tan rica. No hay ni habrá jamás nada como la cocina de mi abuela, cocina española, importada de Asturias, nada refinado, nada gourmet, pero todo el sabor y el amor de la olla que rebalsa. Y el detalle del pancito mojado en salsa para Fernandita, que viene con hambre del colegio...



  Son historias que hacen historia, que nos habitan y nos hacen ser quienes somos, que dejan huella, historias de madres, de manos que dan y toman, simples, nutricias. Como las manos que escriben hoy sobre el teclado de una compu para intentar capturar momentos o pensamientos de una vida más, como la de todos.

¡Gracias, Gi!

*Abro el juego:

 Se lo paso a Lila de http://delosuspiros.blogspot.com/ 
a ver qué recuerdos con suspiros y huellas nos reciclan.


A boca de jarro

viernes, 25 de noviembre de 2011

La locura de los genios

   
 En un mundo en el que se piensa poco, y en el que los pocos que piensan lo hacen mayormente de modo convergente, los artistas y los pensadores divergentes son generalmente etiquetados de raros, ecxéntricos, disfuncionales, anormales o, lisa y llanamente, de locos. 

¿Serán locamente geniales o genialmente locos?


  Varias veces me he encontrado con escritos de psiquiatras eminentes que se dedican a diagnosticar la locura de los grandes genios incomprendidos de todos los tiempos. Me encontré este año, allá por agosto, con una breve nota en La Nación acerca de le depresión que padecieron líderes tales como Gandhi, Lincoln y Martin Luther King, quienes, de acuerdo al psiquiatra Nassir Ghaemi de la Universidad de Tufts, han llegado a intentar quitarse la vida. Ghaemi publicó un libro este año, en el cual incluye sus pruebas acerca de lo que él denomina "la enfermedad del poder". El libro se llama A first-rate madness (Una locura de primer nivel: Descubriendo los vínculos entre el liderazgo y la enfermedad, Penguin Books, 2011). Es un libro que me voy a permitir no leer. Como ya reflexioné en una entrada oportuna, me quedo con los líderes depresivos que son capaces de tener un sueño, de mover y conmover al mundo con sus ideales y palabras, y prefiero nutrirme de la grandeza de sus locuras antes de sumergirme en las miserias y los tormentos de sus diagnósticos de patología mental. Elijo seguir soñando al son de sus descabellados sueños, y hago votos para que el futuro nos provea de gente con una visión tan clara, tan cuerda, de lo que debería ser la realidad.


  Es muy posible que la psiquiatría no yerre el diagnóstico, pero no puedo dejar de reflexionar críticamente sobre un par de cuestiones. Ante todo, me pregunto hasta qué punto es relevante y pertinente hacer un diagnóstico post-mortem. El fenómeno post-mortem es uno de los más injustos y lucrativos de nuestros tiempos. Injusto, porque la persona que está siendo analizada extemporáneamente y sacada de contexto (al mejor estilo del historicismo que también se ha impuesto en otras cuestiones), puesta bajo la lupa del microscopio de la ciencia de la salud mental, no ha dado siquiera su consentimiento para tal cosa, y el diagnóstico a estas alturas sirve de poco: de hecho, a quien de nada le sirve es al paciente en cuestión. Lo que interesa y verdaderamente nutre es la grandeza del grande, no su locura o disfuncionalidad en vida. Y lucrativo, porque bien sabemos cuánto más venden los genios y las celebridades después de pasar a mejor vida, gente que tal vez en su paso por este mundo vivió y murió en la pobreza, el aislamiento o el destierro, y no fue merecidamente recompensada por su grandeza. Los ejemplos abundan local e internacionalmente.

Vincent Van Gogh, "El suicidado por la sociedad"
 Además, este tipo de literatura se me pinta amarillista, me huele a intento de colgarse de la fama y la grandeza ajenas, así como también de las miserias que todos tenemos, para saborear nuestro minuto de gloria. Es mucho más sencillo hacerse grande a costa de un grande que por grandeza propia: ¿se entiende o suena muy loco? Soy partidaria de dejar a los muertos en paz, de nutrirnos de lo que nos han legado, que queda con nosotros para hacerlos eternamente grandiosos. Las biografías, los documentos y testimonios que se recopilan una vez que un genio se ha ido de este mundo para no volver nos proporcionan una mirada parcial e incompleta del transcurso de sus vidas. Vidas como las de cualquier mortal: ¿Tomaba té o café?. ¿Se duchaba o tomaba baños de inmersión?. ¿Tenía una esposa y un amante o un perro y ningún amigo? Yo pregunto: ¿qué diablos importa? ¿No se parece esto acaso a los programas de chismes de nuestra televisión, que se dedican a husmear en las vidas privadas de la farándula, sin que la información chatarra que se nos proporciona de ellos aporte un ápice a sus talentos o a su absoluta carencia de ellos? Por lo tanto, me rehúso a consumir este tipo de literatura tanto como a ver esos programas. Y hasta diría que soy bien escéptica en cuanto a su validez y su aporte a nuestra cultura, cordura y bienestar.

Libro que se promociona en LNR del 20 de noviembre

  El domingo pasado se publicó una nota en la revista dominical del periódico La Nación, LNR, titulada "Genialidad y locura", escrita por Federico Abuaf (pág. 30-32). En ella se da cuenta de la enfermedad mental que padecieron genios incomprendidos por sus contemporáneos y etiquetados de locos por nosotros, tales como Vincent Van Gogh, "el suicidado por la sociedad" según se lo describe en el informe, Robert Schumann, Albert Einstein, Samuel Beckett, James Joyce, Kafka, el escritor de ciencia ficción Philip K. Dick, exponentes del Art Brut tales como Alöise Corbaz y Adolf Wölfli, etc. Todos ellos han sido analizados por psiquiatras de envergadura sin haber pasado jamás por sus divanes, para ser diagnosticados locos. Los psiquiatras aseguran que el arte era "su quitapenas", según el decir de Sigmund Freud, es decir, una forma de sublimación de sus propios infiernos: una forma de escape, aunque no la puerta de salida.

Philip K. Dick

Kafka

Marilyn leyendo el Ulises de James Joyce


Alöise Corbaz
Adolf Wölfli

  Las etiquetas que se barajan van desde "dispersión", "irracionalidad y comportamiento errático", pasando por "hipomanías recurrentes", "depresión grave", hasta "esquizofrenia y psicosis". Y yo me sigo haciendo preguntas,  ya que en eso reside mi  propia locura, y lo digo antes de que alguien me etiquete, ya que según los expertos "Existe una relación fuerte entre escritura y psicosis"... Yo me pregunto a cuántos de nosotros nos sirve de algo saber todo esto en lugar de asomarnos a las obras de estos genios, desviados y atormentados por sus visiones extra-ordinarias y sus voces internas divergentes, para sencillamente disfrutarlas, porque en eso estos tipos estaban bien cuerdos: el arte es un modo muy saludable de disfrutar de los infiernos de la vida. ¿Cuántos de nosotros podemos llegar a comprender cabalmente lo que los psiquiatras nos dicen cuando estampan un rótulo sobre alguna destacada personalidad del mundo del arte, mundo que de por sí no responde a las normas que consideramos "funcionales" el resto de los mortales, quienes, muy a nuestro pesar, no pasaremos a la historia como ellos, ni siquiera escribiendo libros para registrar el número de escritores, pintores, poetas y músicos que pueden considerarse locos?


  
  Insisto, como los locos, y pido disculpas si a alguien perturbo con mi insistencia: me rehúso a leer libros que se encargan de indagar en las miserias de nuestros genios, que diseccionan sus cerebros, los miden y los pesan, que revuelven sus cajones buscando pruebas de anormalidad. Me quedo con la genialidad de los genios, con el disfrute que nos han regalado sin pedir mucho a cambio, y ni siquiera respetamos el derecho que todo difunto tiene de descansar en paz y de ser recordado y celebrado por su legado. Por estos días, se cumplieron veinte años de la muerte de otro loco lindo, brillante, la mejor voz que el rock nos regaló en mi humilde parecer: Freddie Mercury. Me quedo con su "Rapsodia Bohemia", desciendo con él a los infiernos orquestados en la esencia de esa composición demencialmente magistral, y me dedico a disfrutar de la grandeza de los grandes. Mientras tanto, ciertos círculos psiquiátricos seguirán proliferando a fuerza de clasificar lo inclasificable, de racionalizar lo irracional, de estigmatizar la genialidad por un minuto de gloria loca.

I'm going sligthly mad...
                      
  Me quedo con la genialidad del psiquiatra y pensador francés Michel Foucault, que alguna vez supo decir acerca de la normalidad y la anormalidad que tanto nos preocupan:

"La anormalidad es una construcción discursiva que está atravesada por los condicionamientos políticos de una época que determina quién es normal, por ende, quién es anormal, - "biopolítica" - y que tiene un poder sobre nuestras vidas - "biopoder" - que ejerce dictaminando qué es lo que se debe hacer con el diferente".  

                                               
    
 Etiquetamos, y así, el diferente y el extra-ordinario es un extraño que se convierte en "anormal", y al etiquetarlo, todo el resto de los individuos que suponemos conformar "la norma" nos quedamos tranquilos, nos sentimos seguros dentro de lo que rotulan como nuestra propia "normalidad". Y los rótulos nos tranquilizan a todos, ¿verdad? 




Bohemian Rhapsody (subtitulado) Queen 

"Nothing really matters to me

Any way the wind blows..."

A boca de jarro

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Adolescencia devorada


  La sincronicidad en los ecos que mis pensamientos encuentran en las voces que se expresan en la prensa escrita sigue siendo fuente de inspiración. Ojeaba en el fin de semana el libro de Laura Gutman, "La familia ilustrada", y pensaba que voces como la de esta mujer, que tanto me nutrieron durante los primeros arduos años de la crianza de mis hijos, ya no me acompañan de igual modo ahora que se están haciendo grandes. No la culpo, tal vez la adolescencia no sea parte de lo que se encasilla bajo el rótulo de "crianza". Gutman conoce como nadie los misterios del puerperio materno, y echó luz, apoyándose en Carl Jung, en el esclarecimiento que necesité en aquel momento de profunda crisis vital para mi entendimiento de lo que ella brillante y detalladamente explica como "el encuentro con la propia sombra".

  Sin embargo, al leer lo que le dedica a la etapa de crianza en la adolescencia, no me siento contenida. Escasos párrafos se le dedican a este período en el que creo que los padres debemos seguir acompañando a nuestros hijos, aunque ya no con pura fusión física, upa, teta y colecho, claro.  Parece que cuando nuestros hijos crecen y dejan de ser bebés, ya todo depende de lo que les hemos dado o negado en esa etapa idílica que tantos padres parecen querer eternizar.  Es claro que a pesar de los berrinches, la imposibilidad de razonar y dialogar con un niño pequeño, así como todos los demandantes cuidados en los que dependen de nosotros, relacionarse con ellos tiene la gran ventaja de que nos adoran incondicionalmente. Devenidos adolescentes, la relación necesariamente se torna más ríspida, empiezan las contestaciones, los planteamientos, las críticas y la desendiosamiento de esa figura que nos tenía bien alto, en un pedestal, y nos hacía vernos perfectos al mirarnos al espejo. El hijo que comienza a darse cuenta de que somos humanos, de que estamos llenos de defectos que a veces no podemos disimular ni limar, ese hijo no se hace tan fácilmente adorable: es un desafío amar a este hijo que se extraña de sí mismo y de nosotros, y nos hace extrañar a aquel niño que hasta hace muy poco le bastaba con ir de nuestra mano a la plaza o al cine a ver el último estreno de Disney o Pixar para tocar el cielo con las manos.



 De todas formas, como padres que han criado con compromiso y apego a ese ser devenido adolescente, cada vez más prematuramente y por imposición social antes que por madurez propia, uno sigue haciendo upa y dando teta de sutiles y diversas maneras a ese ser en desarrollo y con una profunda y genuina necesidad de mirada, quien además es capaz de herirnos con palabras y gestos que jamás sospechábamos podrían venir de él.  He ahí el mayor desafío de la crianza y del ser padres: amar incondicionalmente a nuestros hijos en su verdadera naturaleza, que comienza a moldearse en esta etapa crítica. Y seguir intentando acompañarlos en ese despertar a su propia identidad y al mundo del afuera sin ahogarlos ni reprimir sus impulsos conquistadores, pero guiándolos para que no naufraguen en semejante empresa. 


 Proteger y cuidar a un hijo adolescente no es sobreprotección, aunque a veces se nos acusa de ello. Esto es lo natural, esperable y deseable. Los mamíferos superiores empujan a sus cachorros cuando todavía logran nada más que un andar tambaleante, del mismo modo en que los amamantan a libre demanda un poco antes de eso. Y por más que vistan ropas caras y de marca, anden cargados de toda la tecnología de moda, pretendan vivir en la supuesta diversión que les ofrece la nocturnidad, beban alcohol para demostrar su valía, usen tachas y piercings y se tatúen la piel, estos chicos no son más que esos cachorros tambaleantes asomando el hocico a una jungla llena de predadores al acecho. Estos hijos, que comienzan a andar el camino de la metamorfosis hacia una adultez que cada vez se impone más lejana, necesitan de nuestra mirada y nuestro acompañamiento, porque el afuera los devora, literal y metafóricamente hablando.

 Sergio Sinay publica ayer un impecable artículo al respecto en La Nación titulado "La sociedad que devora a sus hijos". Sinay acusa con absoluta sensatez y razón, como nos tiene acostumbrados:

"El cuidado de los chicos y los jóvenes es una cuestión moral. Para cualquier grupo humano, desde una familia hasta un país en su conjunto, la valoración y el cuidado de ellos está vinculado a la continuidad de su historia, a la trasmisión y honra de los valores de la vida y a la trascendencia."

 Moral, familia, país, valores, historia, honra, vida, trascendencia: fundamentos que han sido relativizados y desdeñados, pisoteados y pseudo-superados por la posmodernidad. Y quienes pagan el pato son nuestros jóvenes, al ser descuidados y privados de mirada por padres que prefieren pensar que el trabajo ya está hecho, que basta con darles lo que piden de esta sociedad consumista donde ser es tener, y los dejan a merced de quienes hacen de ellos el target de una alarmantemente lucrativa industria, jugando lastimosamente como grandes no adultos "al gran Bonete", como Sinay ilustra. Es también lo que se espera de los padres de esta generación de jovenzuelos: que sean amigotes y compinches de sus hijos, que trancen con lo que se impone en aras de una libertad que estos chicos se beben de un trago para dejar la vida en un accidente automovilístico en el asfalto algún sábado a la noche, o en la guardia de un hospital por un coma alcohólico. Lo leemos en el diario, lo vemos en la noticias, lo constatamos en la calle, le pasa a alguien conocido o cercano, pero todo sigue igual. Nos encargamos de lamentarnos cuando ya es demasiado tarde para lágrimas, de hablar unos días del tema, de ver a quién se puede usar como chivo expiatorio, si es la sociedad que no les da proyectos, que les impide soñar, si son los padres, los docentes o los gobernantes de turno. Pero la sociedad la hacemos todos y cada uno de nosotros: somos nosotros.

"Todos culpan a todos. (...) Responsabilidad cero. Mientras tanto se siguen perdiendo vidas breves y futuros largos. (...) La sociedad argentina (una parte significativa de ella, que incluye represantantes de todas las actividades y clases sociales) malogra serialmente la vida de sus hijos. Cuando algo ocurre una vez es un hecho. Cuando sucede nuevamente es una casualidad. Si se repite como hábito es una coincidencia significativa, según las llamaba Carl Jung. Las coincidencias significativas no obedecen al azar ni a la mala suerte. Tienen significados y correlaciones concretos y profundos."

 Debido a la coincidencia significativa y a sus profundas y concretas correlaciones, asumo la responsabilidad de reflexionar sobre el tema. Sinay nos convoca a pensar, a preguntarnos seriamente qué nos sucede a nosotros como adultos protagonistas de esta realidad, qué hace que nuestra mirada no se detenga ante este fenómeno que observamos y aceptamos resignados, encogiéndonos de hombros porque: "Ahora las cosas son así. Los chicos son así." Padres que permiten que sus hijos hagan el preboliche en sus propias casas, es decir, se alcoholicen bajo su propio techo con la bebida que ellos mismos les suministran, para que no tengan que ir a hacerlo a un bar o un pub, y así llegar al boliche totalmente borrachos a las tres de la mañana, hora en que comienza "la diversión". ¿Hasta cuándo vamos a seguir haciendo como que esto es normal? ¿Cuántas vidas más deberán ser devoradas para llenar los bolsillos de las industrias que se alimentan de este escarnio  malogrando lo mejor nuestro? ¿Será tan alto el precio que se pague por decir simple y rotundamente que no a tanto desborde malsano y sin sentido? ¿Será tan fastidioso hacernos verdaderamente adultos, dejar de hacernos los pendejos, y ejercer el rol que nos compete como padres y modelos de roles para esta juventud desorientada de futuro incierto y pronóstico reservado?  

  Habrá que descender a los abismos de nuestras propias miserias y por fin enfrentarnos con nuestras propias sombras...


"No son el precio del dólar, las tramoyas internas de un poder político ensoberbecido y narcisista, las patéticas piruetas de una oposición sin brújula y sin propósito, la desorientación patológica del técnico de la selección de fútbol y sus jugadores o el último juguete tecnológico (...) los que determinarán y mostrarán el sentido y el futuro de esta sociedad y de la vida de sus integrantes."


  Como decía Carl Gustav Jung, una honda coincidencia significativa vital:

"El único propósito de la vida humana es encender una luz en las tinieblas del mero existir." 



"Tu visión se voleverá clara sólo cuando mires dentro de tu corazón.
Quien mira afuera, sueña. Quien mira adentro, despierta...."
 
A boca de jarro.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Tiempo de evaluaciones finales

   

 Fin de ciclo: tiempo de evaluaciones finales. Así, con rojo. Siempre buscando con la lupa el error, mirando el lado vacío del vaso, así evaluamos a los niños del siglo XXI. Siempre demandando cantidad por sobre calidad. Siempre la burocracia del examen escrito.

 Mi hija menor está por terminar su tercer grado del primario. Su propia evaluación del año es sumamente positiva. El otro día, mientras caminábamos, me comentó que este año se le pasó rapidísimo, que es el primer año que verdaderamente disfrutó desde que dejó el jardín de infantes, y que no podía creer ya estar terminándolo. Mi propia evaluación de su cierre del primer ciclo de la primaria es por fin positiva: se la ve contenta, confiada y capaz, como se sospechó desde un principio, a pesar de los malos pronósticos de su mala maestra de primer grado. Superó una serie de desaguisados metodológicos impensados para esta etapa, además de un cambio de colegio para pasar de jornada completa a simple a fin de primer grado, cosa que resultó positiva en términos generales, y sobre todo, logró sobrevivir a varias maestras poco cariñosas, poco maternales, que ven con malos ojos que estos niños sean niños, siempre insistiendo con que ya son grandes. Por fin este año le tocó una guía que le dio exactamente lo que todo chico necesita en esta etapa de debut en la escolaridad formal, y sigue necesitando a lo largo de todo su paso por la escuela: afecto y confianza.
La importancia de las manos que guían

 Ya escribí varias veces acerca de los problemas de ansiedad escolar que padeció mi hija, los cuales perturbaron su sueño y el nuestro, y que nos llevaron de consulta en consulta con especialistas en distintos momentos de este año y el pasado para afortunadamente no encontrar nada fuera de lo común en ella. Todo eso parece haber quedado atrás, y lo celebramos. Es sin dudas la ansiedad de muchos adultos al frente de estos niveles lo que genera ansiedad en los chicos, la idea errónea que muchos de estos docentes tienen de que los chicos dejan de ser pequeños cuando ingresan al primario, lo que puede llegar a causar estragos en su desempeño escolar y su bienestar general. Es la exigencia académica mal entendida, que no genera mejor calidad educativa, pero que conforma a muchos padres siglo XXI.

 Son esos padres que celebran el fin del preescolar con bombos y platillos, que hacen distintivos de "Egresaditos", y uno se pregunta de qué egresan esos pichoncitos con caritas asustadas y embargados por la nostalgia de ya no poder volar al área de juegos del cole. Luego se los viste de señoritos grandes, se los sienta en un pupitre con cartuchera y armados con una veintena de cuadernos y mochilas que pesan más que sus propios cuerpos, cuerpos movedizos que añoran correr, saltar y abrir la puerta para ir a jugar. Se les pide estarse ahí, quietitos y calladitos, forzados a emprender tareas en las que raramente se les muestra una utilidad práctica y relevante para sus vidas o un sentido lúdico para sus mentes y almas infantiles.


 Mi hija está ahora justo en el momento en el  que sería esperable que hubiese perdido una buena parte del potencial creativo característico de la infancia. Sin embargo, ha resistido. Todavía sigue vibrando en ella el pulso del artista que late en todo niño, cosa que me colma de alegría:

Gigantografía dedicada a su maestra Andrea
                                      
 Pero ya ha sido "domesticada" en la escolaridad. Ya sabe que las amenazas de que "Si ésto no se sabe no se pasa de grado", son sólo eso: amenazas. Ya se ha resignado a que lo único divertido es el recreo y tal vez sus escasos 80 minutos de "Educación Física" semanales o el taller de teatro. Y ha aprendido, después de haber sido sometida a cientos de ellas, a enfrentar las evaluaciones sin desvelos, pruebas siempre escritas, ya que todo parece ser escrito en el primario. A veces me parece que los docentes de este nivel suponen que la expresividad oral se da por generación espontánea. Quizás temen el ruido y la alegría que genera una clase trabajada desde el entusiasmo en forma oral. O  sienten que si el trabajo que se hace en el aula no queda registrado por escrito en cuaderno o carpeta, es como que no se ha hecho nada. Y luego los docentes de secundaria nos quejamos de la pobreza de la oralidad de nuestros alumnos: ¿pues qué se puede esperar?


 En las últimas tres semanas, mi hija de ocho años, que ha superado la ansiedad que le generaba la falta de confianza que le inspiraron varias maestras, y que ha logrado dejar atrás sus episodios de insomnio ante las evaluaciones escritas, ha hecho más de seis pruebas, cambiando juego y plaza por horas de culo en la silla con mamá y papá de profes, y me temo que aún nos quedan las integradoras finales, larguísimos compendios de todo lo que ha sido "enseñado" durante el año (no sé si "aprendido", tampoco me preocupa...), tanto en lengua como en  matemáticas.

  En la última obtuvo la siguiente calificación:

¿Sobresaliente menos?

 Lo dejamos ahí: sin comentarios. Como docente de alumnos de nivel medio, me encuentro con colegas que hacen lo mismo: 10 es para Dios, si existe, 9 para el profesor, y de ocho para abajo está el alumno. Nadie se toma el trabajo que evaluar necesariamente implica: medir, ponderar y premiar el progreso que uno como adulto guió y acompañó, y, por ende, conoce, y que cada alumno desde su unicidad ha hecho, a partir de que comenzó el ciclo y hasta el momento del continuo que se evalúa. Para ésto no hace falta diseñar mucha prueba ni mezquinar la calificación: basta con haber seguido al alumno, haber estado atento a lo que trajo, y tener la grandeza de valorar con qué se va, que seguirá incrementándose con su propia maduración y esfuerzo el año que viene si todo va bien en su mundo.  Y estimo que no hace falta abstraerse de la norma, de lo esperable y cuantificable para su nivel, aunque es imprescindible ser capaz de ver la singularidad, la condición diferencial y única de cada ser, y aplicar el menos común de los sentidos: el sentido común.

  A propósito del examen, dice el psiquiatra y filósofo francés Michel Foucault (1926-1984):

"... es un control normativo, una vigilancia que permite calificar, clasificar y castigar. Establece sobre los individuos una visibilidad a través de la cual son diferenciados y sancionados. Es por eso que en todos los dispositivos de disciplina, el examen está altamente ritualizado."

 De acuerdo a este brillante pensador, el surgimiento de la infancia como fenómeno observable es la construcción del niño que responde a una necesidad y a una voluntad del poder ("biopoder" y "biopolítica"): se los conoce para gobernarlos. Se hace necesario describir al niño, jerarquizarlo, medirlo, compararlo y etiquetarlo para poder inducir efectos de poder desde la más tierna infancia, haciendo que los medios de coerción se hagan claramente visibles a los sujetos sobre quienes se los aplican.


  Al respecto, Nietzsche acota:

"El propio hombre tiene que haberse convertido antes en calculable, regular, necesario, inclusive en la propia imagen de sí mismo (...) La tarea de educar (regular) (...) abarca y presupone, necesariamente, como tarea preparatoria, volver primero a los hombres necesarios hasta cierto punto, uniformes, iguales entre iguales, regulares, y, consecuentemente, calculables (...)"


(Foucault y Nietzsche según citas tomadas de "Infancias que se nos escapan, Del niño de la calle al cyber-niño", Leni Vieira Dornelles, Palabras Ediciones, 2009.)

 De ahí tal vez que las escuelas se sientan a menudo como fábricas o cárceles, con sus métodos de producción en masa, su corte correccional y de adiestramiento con horarios rígidos, timbres, uniformes, etc.


 Para que la evaluación no fuese algo tan traumático en la infancia, debería enfrentarnos con lo que nosotros hemos hecho como guías del proceso, desde casa como padres, y en la escuela como docentes a cargo. Se suele decir: "Tema dado, tema enseñado", pero sabemos que esta postura no garantiza ni favorece el aprendizaje. Enseñar y aprender son procesos complejos, sujetos a numerosas variables a considerar, y no siempre se encuentran tan simbióticamente sincronizados. Y no tenemos por qué frustrarnos ante lo que resulta la realidad más natural del aprendizaje.


Isaac Asimov

 Hace poco leímos con uno de mis cursos un cuento de Isaac Asimov titulado "The Fun They Had". Es una historia de ciencia ficción en un futuro posible. En el año 2155 una parejita de hermanos que viven en algún lugar de habla inglesa se encuentra con un libro en el ático. Registran el hallazgo en un diario que llevan, escrito a mano, y descubren que en un pasado que no conocen, los niños usaban libros y asistían a la escuela. Para ellos, la escuela es meterse en su habitación y hacer las tareas que les impone una computadora que a veces se descompone y va muy rápido, por lo que es necesario llamar al inspector del condado para que haga los necesarios ajustes: así de simple es evaluar en un futuro imaginario aunque posible. La computadora debe ajustarse al nivel de rendimiento del niño que la emplea. Y mide sus logros y sus falencias, las cuales encara volviendo sobre ellas con el fin de la adquisición.



 Al descubrir un libro, los personajes del cuento se sienten extrañados: piensan en la inutilidad de tal cosa ahora que ellos leen de sus pantallas y no ocupan espacio acumulando semejantes objetos en casa. Todo se guarda dentro de sus "telebooks". Pero también fantasean con lo que no conocen: lo divertido de estar en un espacio compartido con adultos que son maestros humanos, y con otros niños que juegan, vibran, temen y fantasean como ellos, desde su ser niños.


 Tal vez lleguemos a eso. De hecho el "home schooling" y la "escuela virtual" son una realidad en ciertos círculos o circunstancias. Nos perderíamos la dimensión socializadora de la escuela. Deberíamos pensar en cómo reunir a los niños con sus pares en nuevos ámbitos. Mientras tanto, seguiremos resignándonos a rendir demasiadas pruebas para seguir procurándonos amistades y algo de diversión, de a ratos, durante el recreo escolar, siempre a riesgo de desarrollar trastornos de pánico en la adolescencia o la juventud debido a la sobredemanda académica y el miedo al fracaso, en un mundo que no garantiza una mejor inserción laboral a quienes se han aplicado y destacado en sus estudios. Y para aprender a fuego que, en la vida, nunca dejamos de rendir examen.
  
 

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