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lunes, 5 de septiembre de 2016

Una amiga de café

Edward Hopper, "Chop Suey".



      Las mujeres hemos adoptado el ritual del café al liberarnos del confesionario al que mi abuela acudía a desprenderse del peso de aquellas acciones que creía pecaminosas por haber sido educada para sentirlas y asumirlas de ese modo. Tal vez no debería hablar tanto en pasado sobre esto último, en tren de confesiones... Supongo que Mercedes me citó en el café de la plaza este domingo que pasó lluvioso con la misma necesidad de ventilar sus cuitas que llevaba a mi abuela al altar lateral de San Antonio a esa misma hora del mismo día de la semana. Este pensamiento me acompañó todas las cuadras que caminé bajo una delgada lluvia helada en pleno mes de septiembre hacia el encuentro de mi amiga, y la imagen de la soledad vital de mi abuela - arrodillada en el reclinatorio del confesionario de San Antonio - se me vino patente a las pupilas al pasar por la puerta de la iglesia cerrada bajo candado a pesar de ser domingo.

Es posible que otras mujeres más modernas que mi abuela y que Mercedes hayan trocado al cura por el psicoanalista, aunque me temo que no por ser modernas han hecho gran negocio: el cura escuchaba, silencioso, les colgaba el cartel de pecadoras y les daba una penitencia que sólo las confirmaba en falta, así como el psicoanalista escucha, silencioso, les cuelga la etiqueta de neuróticas, histéricas, bipolares o depresivas a las modernas y las deja ir igual de condenadas, con un agujero en el bolsillo y sintiéndose aun más en falta. 

Una amiga de café es otra cosa. Una amiga de café no se animará a juzgarte ni a diagnosticarte - al menos no en tu cara - y mucho menos intentará que salgas de la charla de café con el firme propósito de cambiar, lo cual ya es un alivio, sobre todo si además de tomarnos un rico cafecito que nos vienen a servir a nosotras, que siempre lo servimos, tomamos en cuenta el hecho de que todas las intervenciones de curas y de analistas en el libro de la vida de todas las mujeres que conozco - incluyendo las hechas al libro de la mía - han respondido al afán de editarlo burdamente. 

Es posible que este pensamiento que finalmente me dejó al momento de encontrar a Mercedes en el café de la plaza sentada a una mesa alejada del ventanal salpicado por la lluvia este domingo sea de lo más complejo, tan fútil como femenino, pero, convengamos en que, al momento de poner el hombro y la oreja, me dejó en absoluta y desinteresada libertad, que es mucho más de lo que se puede decir a favor de los curas, los analistas y hasta de los editores, sobre todo en un domingo. Es muy posible, también, mal que me pese hoy lunes, que este café haya sido inútil para aliviar las penas de quien me lo convidó.

Mercedes es de esa gente que al presentarse no enrostra ni dobles apellidos, ni títulos obtenidos, ni número de hijos, ni marca de auto o de perfume. No es de esas minas que se ponen a averiguar con voz nasal en dónde trabajás, a qué se dedica tu marido, cuántos idiomas hablás o cuántos kilos te quedaron de más después del último embarazo para darte su amistad, no sé si me explico. Mercedes es al pan, pan, al vino, vino, y al café, azúcar. En eso somos parecidas, y creo que por eso nos hicimos amigas. Lleva como marca personal la capacidad de jamás olvidarse de un cumpleaños, no importa cuándo haya sido la última vez que te vio para recordarlo. En eso no nos parecemos. Es una persona que no necesita parecer para ser, y eso me hizo su amiga. Y a Mercedes le pasó algo parecido a lo que a tantos nos suele pasar cuando intentamos escribir el libro de la vida: siente que se quedó sin editor y entonces llamó a una amiga a ver qué le parecía.

Lo dejé, Fer, al final me animé y lo dejé me dijo, ni trágica ni triunfalista, pegándole un sorbo mocoso a su café. 

Los últimos años de la vida de Mercedes estuvieron marcados por los mocos y por la inquietud miedosa y culposa de vivir para salvar a los suyos, una inquietud que invade lo motriz y que he visto en mil mujeres: salvar a sus tres hijos de la indiferencia paterna y social, salvar a sus padres de los dolores y los horrores que les tocó enfrentar en el invierno de sus vidas y salvar a su marido de una brutal depresión que lo postró en el sillón del living frente al televisor, lo condenó a una obesidad tal que hasta le costaba vestirse por sí mismo y la condenó a ella a vivir sin una puta alegría de domingo lluvioso. Yo creo que hasta los cordones de las zapatillas le ataba esta mujer, aunque nunca me lo dijo. Y por esa inquietud sin tregua por salvar a todo el mundo, Mercedes se hundió a sí misma y casi se queda paralítica. Fue de empleo en empleo tratando de parar la olla, de médico en médico intentando apuntalar la vejez de sus padres y de sacar del pozo a su marido, de curso en curso para preparar a sus hijos para la vida adulta, y un buen día su espalda dijo basta al peso que le cargaba, literalmente basta. Empezó tratamientos con inyecciones que le reventaban el estómago, sesiones interminables de kinesiología y finalmente enfrentó una cruenta cirugía. Apoyada por su hermana y por sus contadas amigas, que somos antes de parecerlo, lenta y dolorosamente, salió adelante y volvió a caminar erguida.

—¿Y cómo te sentís con eso?

—Tengo mucho miedo, qué querés que te diga.... Miedo y culpa.

No encontré respuestas, consejos o defensas contra esos dos cretinos que arruinan todos los grandes finales de libro de la vida. Sólo se me ocurrió sentar a nuestra mesa de café a ese pensamiento intrusivo y femenino que me había dejado cuando la vi sentada y sola a la mesa lejos de la ventana, y se lo presenté, sin miedo ni culpa, sin dobles apellidos, sin títulos ni marcas, para que se hicieran amigos. La senté a mi abuela, sola en su soledad vital, al inservible cura, solo en su egoísmo, y lo senté al analista, solo en su autosuficiencia, pero no dejé a ninguno editar mi letra. Sólo me salió abrazarla y llorar con ella. El miedo a la condena y la culpa por no ser lo que los demás quieren que seamos se encuentra en el fondo de la taza de tantos cafés amargos que aprendemos a tomarnos que nada podría hacernos uno más igual de amargo en una tarde lluviosa de domingo. Al menos una cosa sí supimos hacer bien: el no editar la vida.


Edward Hopper, "Autómata".



A boca de jarro

jueves, 9 de junio de 2016

El Olimpo de las Letras

Jean-Léon Gérôme, "La pelea de gallos".
   


     Cuenta el mito que el joven Escritor se enamoró de Poesía a muy temprana edad. Ya desde su pubertad, ella lo tomaba de la mano y lo llevaba a dar largos paseos por los jardines del Olimpo de las Letras donde el joven solía perder toda noción del tiempo al intentar atrapar la belleza de su chica en versos. Al ver que cada día volvía ya entrada la noche y que dejaba inconclusas sus tareas escolares y hogareñas, sus padres comenzaron a preocuparse y se propusieron hacer que Practicidad - una doncella huérfana y aplicada - ocupara un lugar en su corazón y en su casa, próximo a la habitación del joven, con vistas a un futuro matrimonio. Pero el joven Escritor no tenía ojos para otra que no fuera Poesía: ella le hablaba en un lenguaje lleno de emoción que lo embargaba de ansias de trascendencia. 

Las amistades del joven veían en aquella unión tan singular encanto que comenzaron a animarlo para que mostrara al mundo lo que él era capaz de hacer cuando estaba junto a Poesía, y de ese modo persuadir a sus mundanos padres de la necesidad de abandonar la resistencia que albergaban contra ella. El joven Escritor sintió que la de sus amigos no era una mala idea, entonces, sin que mediara autorización paterna, pasó noches enteras en compañía de su amor haciendo versos. El fruto de estas noches de laboriosa pasión fue un ardiente poemario. Espantados y furiosos ante tamaña osadía, sus padres optaron por convocar al Tribunal de Críticos del Olimpo para que determinara la legitimidad de los recién nacidos versos. 

La semana siguiente al nacimiento llegaron al jardín del Olimpo unos señores muy bien vestidos, armados con gafas y con pesados tomos de crítica literaria de la más pura sepa. Se instituyó un Tribunal de Validación Poética en medio del jardín, y se citó a declamar al joven Escritor en compañía de sus consternados padres. La omisión de citar a declarar a Poesía fue hecha ex profeso.

Apabullado por la formalidad y la frialdad de su audiencia, el joven Escritor tímidamente exhibió sus neonatos. Enorme fue su conmoción y más grande aún su desazón cuando el tribunal se expidió tan duramente acerca de la legitimidad del fruto de su amor por Poesía.

Al concluir, los miembros del renombrado tribuno se tomaron un par de días de descanso en el Olimpo de las Letras aprovechando el cálido clima imperante. Se hospedaron en lujosos hoteles, se fueron de shopping y aprovecharon para exprimir a sus contactos literarios y decidir quién sería su próxima víctima en el estrado. Abatido, el joven Escritor rehuyó todo contacto con su amada. Durante esos días se propuso comenzar a escribir un libro de autoayuda inspirado por la presencia de Practicidad en su hogar, resignarse a vivir una vida antipoética junto a ella y así complacer a sus contrariados padres. 

Poesía no paraba de llorar ni de día ni de noche. Sus lágrimas llegaron a inundar toda la superficie del Olimpo de las Letras, y todos sus habitantes debieron ser rápidamente evacuados. La tormenta que el llanto de Poesía desató fue tal que los rayos de Justicia Poética que cayeron desde las alturas partieron a todos los miembros del apestoso tribunal y a los inflexibles padres del joven, y luego arrastraron a sus sobrevivientes - Escritor y Poesía- a la tierra de Contigo Pan y Cebolla, donde vivieron felices, aunque pobres, haciendo hermosos versos por el resto de los tiempos. Practicidad también fue prácticamente transportada por las aguas para quedar varada por siempre en el Archipiélago de los Finales Abiertos.








Logical Song - Roger Hodgson - Voice of Supertramp


A boca de jarro


jueves, 31 de marzo de 2016

Menos pausa

 

  Salió del consultorio sintiéndose menos abatida pero más enojada. La doctora le había explicado que no había pastillitas para aliviar esos síntomas que la habían llevado a consultarla, que el tratamiento, con sus antecedentes familiares, podría resultar peligroso, que lo de ahí adentro estaba todo en orden, simplemente que era como una especie de motor: ahora que estaba por dejar de funcionar, hacía ruido, pero no era ruido de enfermedad, que se quedara tranquila, que no había razón alguna para preocuparse. Preocuparse lo empeoraría todo, le había recalcado. ¿Empeorarlo? Imposible. Esos calores y la taquicardia que les seguía la tenían a mal traer, así que peor no podía haber. Poco y nada estaba durmiendo con este yeite de levantarse de noche empapada en sudor para escuchar cómo le castañeteaban los dientes y cambiarse el camisón a oscuras para que su marido no se enterara. La falta de sueño la ponía de un humor de perros.

-¿Cómo puede ser que no haya pastillitas todavía para aliviar los calores, Doctora? Bien que cuando a ellos no les arranca el motor, lo hacen funcionar con la pastillita mágica... Si los calores fueran cosa de hombres, seguro ya tendrían remedio, no me diga.

Menos abatida y más enojada. A su edad ya sabía reconocer sus emociones perfectamente; para diagnosticarlas no necesitaba de ningún facultativo matriculado. A los quince había consultado preocupada por ser la única chica de su grupo que aún no había desarrollado. "Menarca tardía" le habían escupido, y a seguir esperando. A los treinta y cinco por fin se animó a incurrir en la maternidad. "Madre añosa", sentenció el obstetra, solemne, y la mandó a hacerse análisis de todos los colores por haber esperado mucho. ¿Y ahora le venían con "Menopausia precoz"?





Camino de vuelta a casa lo vio todo claro a través del cristal empañado de la ventana del colectivo en aquella mañana otoñal. Ante las pérdidas de la vida, siempre hay dos actitudes entre las que se puede y se debe elegir: el abatimiento o el enojo. Abatidas por la menopausia habían quedado todas las mujeres de su familia que adoptaron el abanico y el gris, que alargaron sus faldas y trocaron tristemente zapatos por chancletas, que se resignaron a usar dos talles más de pantalón, a pasar inadvertidas ante todas las miradas. Ella, en cambio, usaría este enojo para resarcirse por todas sus esperas, por sus postergamientos históricos, por lo que se le anunciaba como el fin de su edad fértil. Menopausia: menos pausa. Menos pausa para empezar a vivir para ella misma, para cuidarse, para acicalarse. Menos tela para cubrirse, menos inhibiciones, menos invisibilidad. 





Media vida tratando de probar al mundo que era una buena mujer. Pues bien, ahora, con sus hijos grandecitos, bien criados, provistos, y con un matrimonio estable y estático que había superado el vigésimo aniversario, había quedado totalmente probado. Ahora sentía el calor que producían sus hormonas femeninas más que nunca antes, la premura de gozar con menos pausa y menos peligros, porque si no era ahora, entonces ¿cuándo? 





En cuestión de meses, su figura y su aspecto cambiaron sin pausa. Se cortó el pelo, se tiñó de rubia, se empezó a maquillar de mañana y a pintar las uñas de rojo, se aseguró de que el salero en sus brazos desapareciera haciendo gimnasia todos los días, se apuntó a las clases de spinning, que levantaban cachas y bajaban kilos, se hizo las tetas y cuando no quedaban carnes colgando de su cuerpo se colgó todos los aretes y los brazaletes a los que nunca se había animado y que hacían su nueva presencia audible y notoria, se hizo experta en lencería íntima sensual, se metió en mini bombachas cola less y se encontró un novio con bastantes años menos que ella. Para los calores, nada de abanico: se consiguió - en el mismo catálogo online donde había descubierto unos aparatitos a pila de lo más simpáticos y efectivos - un precioso ventilador portátil de cartera que adquirió sin pausa.




A boca de jarro

domingo, 13 de marzo de 2016

La guerra de los zapatos

    




    No existen guerras más fieras que las domésticas, esas que no figuran en los libros de historia, y no hay guerras más cruentas que las que se libran contra una misma. Sacudida como pocas veces antes, me he pasado días cavilando sobre el botín de la guerra de los zapatos, una lucha territorial que concluyó hace unos días dentro de las paredes de mi reino, y que siento el deber de dejar debidamente asentada en los anales de mi propia historia.



Sucedió, en uno de esos días en los que mis hormonas me dan batalla todavía, que me encontré con una pila de zapatos y zapatillas refugiados en el garaje de casa. Cómo habían ido a parar ahí, con zapateros mudados de los placares y todo, es una cuestión que me supera, pero allí estaban, mirándome desde sus ennegrecidas suelas y sacándome la lengüeta, desafiándome para que los regresara a la tierra prometida, porque como digo siempre y ya todos por aquí saben, "Si no lo hago yo, no lo hace nadie".

Antes de poner manos a la obra, que implicaba unas cuantas escaladas al primer piso, fui a fijarme si había moros en la costa en el lugar de los zapatos dentro de los placares de los dormitorios. Como suele suceder al acometer estas empresas, el sitio había sido tomado por cajas y cajas de zapatos en desuso, que resultaron ser todos míos al abrirlas: clásicos, de fiesta, guillerminas con taco, de pulsera, abotinados, de gamuza, hasta los que me llevaron al altar, blancos de taco y plataforma, y que jamás usé para otra cosa... A pesar de que me considero un soldado del orden bastante sensato y eficiente, esta vez la táctica me había fallado, debía empezar por admitirlo. Perdí un precioso tiempo probando cada par y enganchándome en un monólogo interno que en nada ayudó a despejar el área o a aquietar las aguas de mi irritabilidad.

- Sí, estos en otra vida, nena. Muy apropiados para andar en colectivo o para ir al súper.... ¿Pero cuántas veces me los habré puesto? ¡Cuánta guita tirada, Dios mío!







Se acercaba el mediodía, hora en la que suelo batallar con ollas y sartenes desde las trincheras de la cocina, con todos los demás flancos ya despejados - una guerra cotidiana que jamás se acaba. La pila de zapatos seguía apostada sobre un lateral del garaje, mientras yo sacaba unos y calzaba otros de los míos en el piso de arriba sin poder vencer el poder de fascinación que esos desgraciados ejercen sobre lo más frívolo y vulnerable de mi alma de mujer. Decidí dejar la movida estratégica para la tarde y atender la embestida inminente de las tropas a la hora del almuerzo.

Habiendo cumplido con la misión diurna, subí las escaleras de brazos caídos y portando bandera blanca. No pensaba tirar ni donar ni desprenderme de aquellos zapatos de ninguna manera, aun consciente de que tal vez nunca los calzaría, pero si habían sobrevivido, merecían una decorosa tregua. No haría con ellos lo que sí hice con muchos de mis libros, en los que, creía, iba a encontrar todas las respuestas a todas mis muchas preguntas vitales y la llave de todas las puertas que alguna vez soñé con abrir. Había por fin aprendido y asumido que todas las respuestas y todas las llaves sólo se encuentran a pie y descalza.


Así es como finalmente capitulo, alivianada, ante la guerra de los zapatos. Me bajo de los tacos y elijo caminar mis días desde el llano de mis ojotas, unas cómodas zapatillas, un par de botas de lluvia, unas sandalias planas o simplemente un par de chatas, pero conste que los conservo como lo que son: rehenes cautivos secuestrados por todas esas mujeres que alguna vez pugné por encarnar en el frente del espejo, el botín de todas las luchas ganadas en la guerra que ellas le declararon a quien en verdad soy, esa larga y fútil batalla que he luchado tanto tiempo por ser otra, distinta y distinguida, más alta, más adecuada, más apetecible, menos pedestre. Otra yo. Una que calce más alto, una que pise más fuerte, otra, sin miedo a las alturas.







A boca de jarro

martes, 1 de marzo de 2016

Guardador Compulsivo de Recuerdos





Erik Johansson, "Drifting Away"
(Para el concurso de El Círculo de Escritores: La Imagen Imposible I)



   Guardaba el recuerdo de aquella casa paterna, de calles anchas y arboladas, donde había aprendido a andar en bicicleta empujado por los muchachones del barrio, en una garrafa de ginebra - la última que se había bajado su abuela antes de emigrar al otro mundo. Sus memorias de lugares significativos solía enfrascarlas así: en botellas panzonas y cristalinas para que gozaran de suficiente espacio y le permitieran espiarlas de vez en cuando. Si se trataba de sitios que le habían dejado un sabor amargo, como el recuerdo de su primer colegio de curas - que repartían hostias a diestra y siniestra como sustento de su cristiana pedagogía - prefería pequeñas ánforas de cerámica. Entonces no los veía, aunque lograba satisfacer su necesidad obsesiva de salvarlos del naufragio del olvido. Cuando las imágenes que deseaba conservar evocaban hazañas deportivas propias, su destino era un frasco de mermelada limpio y pelado, pero la impronta de los goles del Tigre Gareca que humillaron a los malogrados "quemeros"en la Final del 94, así como la de "La Mano de Dios" contra los ingleses de aquel glorioso 86 y la de Burruchaga contra los alemanes, días después, en la Final, las había conservado intactas, pegaditas al corcho de unas champañesas, para permitirse olerlas y embriagarse con ellas los domingos en los que no iba a la cancha.


A la llama de cada amor de juventud la mantiene viva, lógicamente, en un frasco de perfume: una fragancia evocadora para cada mujer, mientras que los recuerdos que atesora de su señora los coloca en pequeñas botellitas de heladeras de hotel, símbolo de lo caro que esta mujer le viene costando con los años. Las primeras monerías de su hijo varón y las corridas detrás de sus fiebres y descomposturas nocturnas las metió a presión en los envases de todas las Coca Colas que le compró, así como metió en envases de Fanta naranja los ataques de asma de la nena y su carita de desdicha el primer día de clases. Las gratas reminiscencias de sus contados viajes y de las buenas vacaciones familiares las mantiene en sifones de nariz respingada sobre la chimenea, para todo el que quiera pasar a ver, y las petacas que heredó de su abuela al morir finalmente de una terrible cirrosis, pobre vieja, las ha destinado a perpetuar el triste recuerdo de los ciento veinte días en los que estuvo sin trabajo después de aquel horrendo despido para una Navidad que no le ha hecho falta conservar en botella.


Vez pasada pasé a saludarlo por su cumpleaños. Había que andar de puntillas entre tanto cacharro. Sus recuerdos envasados ya se han apropiado de gran parte del espacio de circulación de la casa. Sirvió unos muy ricos de cuando éramos libres en las calles de Almagro en unas copas altas que parecían de degustación. Los tomamos con gusto, saboreando las masas finas que le llevé de regalo para acompañar. Últimamente le viene pasando que sirve sus recuerdos de las mismas botellas cada vez que lo voy a ver. Las memorias de la vuelta en la que estuvo internado por sus coronarias me las he convidado más de una vez en el último año, así como las de la muerte de su padre. Pero hay algo que realmente es admirable a su edad: su memoria inefable. Sabe exactamente a qué botella acudir y jamás se equivoca en el recuerdo que cada una sabe preservar. Y eso que ninguna botella tiene etiqueta. Ironías de la vida: la única etiqueta en esta historia es la que su médico ha colgado de él.




Este relato resultó ganador del segundo premio (Plata) en el concurso organizado por El Círculo de Escritores: La Imagen Imposible I.

* Basada en este relato, Marybel Galaaz publicó una reseña en su blog de reseñas literarias Anonyma Veneciana que agradezco enormemente.



A boca de jarro

martes, 19 de enero de 2016

La Vieja Urraca

"Vieja mesándose los cabellos", Quentin Massys.

   El verano tiene por gracia conceder el permiso sin pedirlo de espiar en el interior de las casas, en el devenir en la penumbra de la vida de otras gentes. Sonaba el primer canto de las chicharras en las calles de mi barrio: el mundo en miniatura. Me había caído de la cama y me dispuse a dar una caminata antes de pasar por la panadería amiga a traer una media docena de medialunas recién horneadas a la hora del aroma a pan recién sacadito, a la hora de la fresca, la hora de la Urraca. Quise hacer como que el calor no estaba, dar un paseo matutino, desayunar como cualquier domingo del resto del año en un día de semana, pero las veredas todavía acusaban la resaca del vaho soporífero de la tarde anterior, no corría una gota de viento y no había un alma levantada, excepto la Vieja Urraca.

Hace tiempo ya que mis hijos la bautizaron así luego de que aprendieron una canción con ese título en clase de música, a raíz de la cual se enteraron de que la urraca es un bicho camorrero que almacena objetos brillantes. Esta vieja, que a esta hora, sea invierno o verano, sale a alimentar a las palomas y a juntar a todos sus gatos, hace acopio de bichos y les tira la camorra a los chicos. Otros veranos mis hijos, más chicos, salían a dar vueltas en bicicleta por la manzana, y a la Urraca no le gustaba que le pasaran por la puerta y le espantaran las palomas que van a alimentarse de tachitos que ella les pone con pan del día anterior remojado en leche. A los escobazos limpios los sacó carpiendo una tarde, y desde entonces quedó marcada y bautizada.

Esa mañana tenía la puerta entreabierta y la persiana de su misterioso negocio medio levantada. Del interior de la vivienda irradiaba un olor a pis de gato nauseabundo, y el negocio era un depósito de bobinas de hilo de todos los colores y tamaños apiladas sobre máquinas de coser con pinta de tener siglos de viejas. Nunca jamás he visto entrar a nadie a este negocio que promete, desde un cartel descolorido, torcido y regado por caca de paloma, arreglar máquinas para coser Singer. Miré para un lado, miré para el otro: no había moros en la costa, y las aberturas se me ofrecían como una aventura voyeur de la infancia. La Urraca estaba sentada en un sillón todo destartalado que parecía estar apoyado sobre una alfombra hecha de papeles de diario y comprobantes de compras jamás descartados. Sobre el brazo del sillón, un gato yacía adormecido, y otro, tumbado, sobre su falda. Tres gatos más se paseaban cerca del televisor, enmudecido pero encendido en la profundidad del calamitoso ambiente, que desprendía un calor hediondo y polvoriento. Se llevó algo crujiente a la boca, y uno de los gatos, en muy mal estado, se asomó por la persiana, maullando en mi dirección. La Urraca despegó los ojos del televisor y los dirigió directo a los míos, gruñendo un improperio.



Seguí mi camino y lo disfruté, aunque grande fue mi sorpresa, y no menor cierto sentido de culpa, cuando, ya de regreso, vi a dos patrulleros y una ambulancia estacionados frente a la persiana del negocio que nunca abre y nunca vende nada y algunos vecinos reunidos en el lugar donde hacía un rato había estado espiando en total soledad. La Urraca se había descompuesto, decían, una vecina había llamado a la ambulancia, ya que la Vieja Urraca no tiene teléfono, pero al intentar entrar a la vivienda, comprobaron que la puerta principal de acceso estaba bloqueada por pilas de muebles en desuso y revistas viejas, y pidieron auxilio a la policía.

Una hora y media larga le llevó a las fuerzas de seguridad, asistidas también por los bomberos, derribar la puerta, según se informó por televisión. Al entrar al lugar, se encontraron con una veintena de gatos rodeando a su ama, quien seguía en el mismo sillón en el que la había visto a escondidas aquella mañana, y se negaba a ser trasladada al hospital para no abandonar a sus animales, a quienes, según ella misma aseguraba, nadie podría cuidar mejor ya que esa era "su misión". La casa había dejado de ser habitable para convertirse en un depósito de basura, con mesas y sillas tapadas por envases de gaseosas, papas fritas y galletitas abiertos. Al abrir la heladera, se encontraron con alimentos en mal estado que habían pasado hace tiempo su fecha de caducidad. Algunos gatos escoltaron a la Urraca al ser depositada en la ambulancia en la cual, finalmente, la sacaron de allí. Otros fueron removidos inertes de la vivienda. 

Locos aires soplan en este Buenos Aires. Sobre el tronco del árbol de la vereda de la Vieja Urraca, el loco místico, que anda dejando mensajes en todas las cuadras, pegó una cita del Antiguo Testamento que así lee:



"No codiciarás la casa de tu prójimo. 


No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, 


ni su criado, ni su buey, ni su asno, 


ni cosa alguna de tu prójimo."




A boca de jarro

martes, 5 de enero de 2016

Milagro de mudanza



— Mudarse es como casarse — comenté, intentando sonar leve, habiendo traspasado el umbral con su emblemático cactus, que me recibió en flor, y antes de ponerme manos a la obra, como queriendo descomprimir el ambiente de la pesadez que le imprimían todos los bártulos diseminados por el piso, sobre el sillón, cubierto por un lienzo polvoriento, la enorme mesa del comedor donde cené con mis suegros la primera vez que visité esta casa y los canastos de mimbre de la empresa de mudanzas todavía a medio llenar. Pero no hubo señal alguna de empatía por parte de mis cuñados y sus respectivas parejas a mi comentario, quienes habían llegado como buitres, supuestamente a echar una mano, y para quienes la idea de un casamiento es un anacronismo al que a mí sola se me ocurrió ponerle el pecho. Mi suegra, sin embargo, por debajo de sus oscuras y gruesas ojeras, me entendió. Ese es un fenómeno que hace relativamente pocos años se ha empezado a suscitar.

Recordé entonces el temblor de piernas que me sacudía aquella noche, la de mi presentación formal ante mi familia política en este mismo ambiente de este caserón que mañana pasará a la historia, y mirándolos ahora me pregunté por qué me habría puesto tan nerviosa. Se los veía tan vulnerables y débiles frente al inminente cambio como impenetrables y fuertes los había visto aquel día del debut. Es que - convengamos - una cosa es mudarse para empezar una vida que trae consigo la promesa de hijos y muchos años de salud y prosperidad, y otra, muy distinta, es mudarse por la necesidad de achicarse, porque las habitaciones sobran y falta la certeza de poder hacerle frente a la demanda de mantener la casa. Mi suegra estaba encorvada por el peso de todas esas dudas, que hace tiempo viene mascullando, con los brazos en jarra, sus ojeras delataban noches de insomnio y sus párpados inflados, amaneceres llorosos. Su estampa era exactamente lo opuesto a la de la noche aquella en la que me aparecí con la minifalda más discreta que tenía en el placard y en la que ni ese estudiado detalle logró evitar que sus ojos se pasearan por toda mi anatomía de veinteañera rapaz para escudriñarla ferozmente, encontrar la yugular y atacar. Resulta casi didáctico observar cómo el paso del tiempo nos va cambiando el pelaje: hoy parece un pájaro de alas rotas rodeado de aves de rapiña dispuestas a repartirse su plumaje.

La razón por la cual mis suegros nunca me aprobaron siempre fue un misterio para mí. Tal vez deseaban alguien que perteneciera a su círculo de amigos - fuerte también por aquel entonces -, alguien que no representara una amenaza a esa cerrazón de clan que de inmediato noté, una partida tan drástica del hijo del medio, una fuga con culpa a la Capital que tanto detestaban. Quizá esperaran alguien con más clase, de mejor cuna, una gacela o un ave copetuda, no lo sé : es más, a estas alturas, creo que nunca lo sabré, y casi que ya no importa. Lo que sí sé, y siempre supe, es que a ninguna parte llegué con la intención de apropiarme de lo que no es legítimamente mío. Aquí desembarqué con los bolsillos pelados y el corazón sin espinas, y así me voy a ir.

A mi esposo lo perdí en unas cajas llenas de fotografías viejas que mi suegro insistía en ordenar y etiquetar. Mis cuñadas se repartían la vajilla, unos petit muebles de la sala de lectura y las lámparas que hablaban de reciclar. Mis cuñados forcejeaban con los acondicionadores del living y del dormitorio principal, para, luego de bajarlos. llevarlos a un depósito que habían conseguido a través de un vecino de esos que nunca faltan a la hora de manotear. Al quedarnos solas en la enorme sala, medio desierta ya y toda revuelta, mi suegra se sonrió levemente, me miró con cierta curiosidad, y me preguntó con voz cansada y yo qué me iba a llevar. Y aunque yo no había venido a llevarme nada, de las pobres plantas alguien se tenía que encargar. Luego de decidir adoptar a todas las desahuciadas al cruel abandono por falta de espacio, no lo dudé ni un segundo: me fui a la entrada por un gajo del cactus del frente - no sin cierto resquemor porque estaba en floración - lo envolví en un retazo de alfombra vieja y lo cargué en el baúl del auto.

Esa misma noche le hice lugar en un rincón de mi jardín donde ahora en verano pega el sol casi todo el día. Todavía tengo la mano medio magullada de los espinazos que me clavó ese cactus que evidentemente tampoco se quería mudar. Observé que se ladeaba un poco, pero pronto las flores se pusieron turgentes, como a punto de explotar. La noche del 31, un rato antes de las doce, se abrieron de par en par. Saqué fotos porque me resulta casi un milagro de mudanza la novedad de que hasta los cactus más espinados y arraigados florezcan a medianoche y se dejen trasplantar.





A boca de jarro

jueves, 17 de diciembre de 2015

La peluda

      


       De todas las chicas de mi cuadra, Isabel, que vivía en el conventillo de enfrente de mi casa, tuvo como sino ser "la peluda". Yo tenía expresamente prohibido meterme en ese conventillo, pero la fascinación que ejercían esas seis habitaciones de alquiler en una casa chorizo en pleno Villa Devoto - una detrás de la otra, con entrada por el frente y por la vuelta, más un patio cubierto en común - era irresistible. En la pieza que daba al frente vivía una familia de morochos de la que ya no sabíamos por qué número de hijo iban. Nos hacíamos el plato a la hora de la siesta espiándolos desde la terraza. Era la hora en la que llegaba quien suponíamos era el padre de los pibes de regreso de sus changas matutinas, siempre cargando un bolso negro, enfundado en una campera de cuero negra, aunque fuese pleno verano, y calzado. Era un tipo oscuro, con los ojos inyectados de sangre, un andar cansino a la vez que firme, olor a vino tinto desde temprano y capaz de hacer que sus ruidosos escupitajos volaran por sobre el asfalto y le dieran justo en el medio del parabrisas al auto de mi viejo. Su hijo mayor, Hugo, también andaba armado a sus diecisiete años, y un día mi viejo se pudrió de que le jugara a la pelota con todos los muchachones del conventillo justo en la puerta de su consultorio a la hora de la consulta y llamó a la cana. Cuando llegó el patrullero y el cana más enchapado peló la 45 y les reventó la pelota de cuero de un culatazo, lo único que nos salvó fue estar espiando desde la terraza, porque Hugo se sacó de tal manera que empezó a los cohetazos limpios: tres tiros al aire se mandó, antes de que salieran todos rajando por el largo pasillo del conventillo y se dispersaran para marear a la yuta una vez que emergieron por la vuelta. Jamás los agarraron - ni siquiera tenían la menor intención de hacerlo, convengamos - pero era obvio que el cabrón que había llamado a la policía había sido mi viejo, así que nos hicieron las mil y una como venganza. Para empezar, sembraron las veredas y la calle de clavos miguelitos para reventar las gomas de nuestras bicicletas y las del auto de mi viejo, y, para coronar, nos volaron el buzón de un petardazo la noche de primero de año. Desde entonces, no se hablaba de otra cosa a la mesa que no fuese lo peligroso que era Hugo y, por extensión, el conventillo. Y así fue como quedó sentenciado en casa que ni se nos ocurriera ir a visitar a Isabel, que solía invitarnos a todas las chicas a la hora del mate con las tortas que cocinaba su madrina para vender en la estación de tren y que compartíamos en el patio del conventillo con más hambre de ver que de comer.

Isabel era pura dulzura: un metro setenta de dulzura pueblerina. Una tarde de lluvia nos había contado que ella era adoptada, que su madrina era en realidad la mujer que la había criado y la había traído de Corrientes - donde sus padres la habían abandonado al nacer - a vivir a la Capital. Hablaba con un acento suave y colorido, aspirándose las eses y marcando bien las elles, tenía los dientes grandotes y se le juntaba un hilito de saliva a los costados de la boca que se reventaba en una burbuja al hablar. Pero lo que más nos llamaba la atención a todas las chicas del barrio eran sus renegridos y tupidos bigotes. Los varones le hacían bromas crueles y la llamaban "la peluda", pero Isabel era tan tierna como sufrida, la pobre: encogía sus hombros huesudos, se le subían todos los colores y se sonreía, como aceptando ese destino en el cual no tenía ni arte ni parte. Cuando jugábamos a la mancha, sus axilas despedían un olor intenso y amargo, y aunque siempre usaba remera o vestido con mangas, se adivinaba un chivo generoso.



Aquellos días fueron inolvidables. Corría un verano de cielos diáfanos y tardes eternas, de bicicleteadas alrededor de la manzana - que era nuestra - y de incursiones intempestivas a la casa abandonada de la esquina. Tal como habíamos pedido en nuestras cartas, los Reyes Magos nos trajeron una pileta plástica celeste, con forma de riñón, y la dejaron en la terraza. Hubo gran fiesta de inauguración en casa y todas las chicas fueron invitadas. Era la primera vez que nos veíamos los cuerpos en traje de baño. Isabel se negó a quitarse la remera para meterse al agua, explicando que su madrina le había dado órdenes de cuidarse del sol. Sus largas piernas mostraban los signos del paso reciente de la maquinita de afeitar, exhibiendo cortes y granitos irritados, con los poros abiertos como un fruto maduro y oscuro. Cuando llegó la triste hora de concluir el festín acuático para tomarnos una merienda, nos repartimos para cambiarnos entre el lavadero y el bañito de arriba. Enormes se abrieron mis ojos al notar, en la penumbra, apoyada contra la puerta, la espalda de Isabel, toda cubierta por una espesa línea de largos pelos negros que se perdía dentro de su bombacha. Nunca supe si me vio mirarla con tal asombro porque jamás me animé a decirle nada al respecto: era dos años mayor que yo y un amor de chica. Esa noche - luego de confesar mi visión ante mi mamá y mi hermana con algo de risa - las palabras maternas se hicieron oír desde la más férrea empatía:

- La naturaleza es muy sabia, hija. Si las mujeres tenemos pelos, alguna función deben cumplir...

No tuve oportunidad de compartir las conclusiones pueriles que sacamos con mi hermana acerca de la función del vello corporal femenino con la más interesada, "la peluda". Días después de la inauguración de la pileta, su madrina decretó que Isabel ya estaba demasiado grande para salir a jugar a la vereda con nosotras, que mejor se pasaba las tardes estivales encerrada en el patio del conventillo, dándole a la otra máquina, la de coser - a la que también había nacido destinada sin tener ni arte ni parte - y así, de paso, le daba una mano a la madrina - que nada tenía de hada -para juntar esos pesitos que ayudaban a evitar el inminente desalojo.






El Conventillo - Edmundo Rivero

A boca de jarro


lunes, 14 de diciembre de 2015

Una vida más o menos hervida







"Dejé de comer a los quince años, ¿sabe usted? A los quince años empecé a alimentarme, a ingerir lo estrictamente necesario para ir tirando, verdura hervida, carne hervida, pescado hervido, vida hervida... Y todo por amor, que ya es triste, lo imbéciles que podemos llegar a ser las mujeres, pero es que aquella tarde, yo no sé si usted lo entenderá, pero aquella tarde, jugando a la botella, yo creía que me moría, que me moría de pena, y de asco, y de ganas de Andrés..."


Almudena Grandes, Modelos de mujer, "Malena, una vida hervida", 
(Relato parcialmente autobiográfico), Buenos Aires: Tusquets Editores, 2012.




      A los trece años dejé de comer yo, sí Señor Juez. Hoy puedo culpar sin culpa alguna a la alegría por todas mis penas. A los trece años, volvía yo de la escuela pasada la una y media de la tarde, y mi almuerzo consistía en una ensalada y una naranja. Dos veces a la semana tocaba una hamburguesa para acompañar la ensalada y una tostada de pan integral. Los sábados era el festín del pescado, que me daba asco porque habíamos disectado uno medio pasado en el laboratorio de ciencias, y los domingos, pollo hervido con verduras hervidas y un poco de arroz hervido, para poder pasarlo. Abandoné la Coca Cola junto a las muñecas y la reemplacé - no sin resquemor y con mucho dolor - por agua de la canilla. Dejé las cenas a la mesa y en familia por una manzana que me comía escondida detrás de un libro metida en la cama, bien lejos de la heladera y de las sobras que quedaban en el horno. Cursaba el primer año del bachillerato en mi colegio de monjas, y todas mis compañeras ya habían desarrollado y se pasaban las tardes midiendo sus pechos, su cintura y sus caderas frente al espejo, mientras yo seguía siendo una nena regordeta y temerosa, siempre queriendo encajar y complacer, que estudiaba historia como loca para levantar el mal concepto que debía tener de mi persona la profesora que me llamó a dar lección un día que había pedido que "leyéramos" el tema, y yo - confiada en la palabra adulta como era - lo había leído nada más, lo cual me valió un tres como debut y un buen reto con papelón público incluido en el aula de primero bachiller.

-¡A ver, qué se cree usted, señorita! Cuando se le dice que debe leer, lo que debe hacer usted es estudiar. Usted ya está en la secundaria, por favor.

Estaba en la secundaria, me trataban de "usted", pero señorita no era. Cada vez que iba al baño a hacer pis, me fijaba si había algo rojo en mi bombacha, pero nada, nada de nada. Mis pechos eran una tabla rasa, y sólo destacaba en mi cuerpo infantil una cara redonda como la luna, un par de botones marrones como ojos y una panza que me apoltronaba desde los nueve años - el año en que abandonamos la casa de mis abuelos maternos con ellos adentro para vivir en un inmenso caserón, hecho que hizo bastante infeliz a mi mamá, aunque colmara mi infancia de felicidad y la anclara a un territorio vasto y entrañable, coronado de amistades por vez primera. Ahora que lo pienso, eso de estudiar en lugar de leer, eso mismo pero a la inversa, lo aprendí tan a fuego a mis trece años que lo apliqué al hecho de comer: cuando era cuestión de comer, yo hacía como que comía, pero me quedaba con un hambre feroz, como si tan sólo hubiese leído el menú de una carta, y ese hambre que quedaba dentro de mí lo sublimaba estudiando - como toda buena gorda traga.



En cuestión de meses, me convertí en un palo vestido y medio andrógino que andaba por ahí sin saber bien quién era. Mi mamá me llevó una tarde a la peluquería a la cual ella concurría e hizo cortar mi larga cabellera para transformarla en una melena estilo Colón, que haría resaltar mi adquirida delgadez insípida y rectilínea enfundada en nuevas prendas raras. Las fotos de esa época las tengo escondidas junto a otras más tempranas que dan cuenta de rollitos indeseables que asomaban por los costados de un traje de baño rojo furioso que se fue en una fogata de San Pedro y San Pablo en la esquina de mi casa. Lo de la quema o el desprendimiento de prendas - en forma de donación a la parroquia más cercana -  ha sido una constante en mi vida desde aquel traje de baño. Todas fueron prendas que llegaba a detestar al vérmelas puestas en fotografías tomadas sin permiso y en contra de mi propia voluntad. Cuando lograba bajar algunos kilos para entrar en ropas más amigables y atractivas, me deshacía de ellas como en un rito de purificación expiatorio, para arrepentirme al tiempo, cuando me ponía encima todos los kilos penosamente rebajados de vuelta.

Así fue como a lo largo de mis días he vivido una vida más o menos hervida como la de la Malena de Almudena, o bien una vida al horno de esa gordura consentida por rachas, una vida pendiendo siempre del hilo de un yo-yo. Hasta la fecha, me he puesto miles de veces a dieta y he leído decenas de libros sobre el tema sin dejar de verme siempre gorda. Algunos de esos libros se centran en el disbalance entre ingesta y consumo de energía, como si de hacer cuentas se tratara este asunto de comer y de vivir; otros, en cambio, ahondan en los ribetes emocionales y psicológicos de las personas gordas: el sobrepeso y el exceso entendidos como refugio de una debilidad emocional de la cual se percibe una necesidad irrefrenable de protegerse embutiendo. Lo cierto es que hoy he visto mi cuerpo reflejado en un espejo ajeno, más hostil y más certero que el propio, y me he vuelto a ver gorda, o - mejor dicho - me he vuelto a asumir gorda. Nunca se deja de serlo en verdad: puede haber tiempos de remisión, de control, pero la condición latente siempre se presiente, siempre está presente. Es tan sólo cuestión de empezar a comer en lugar de alimentarse y ahí viene.

Resulta por lo menos paradójico que los tiempos más felices y más plenos de mi vida - justo cuando algún logro extraordinario que envisiono desde lo más gordo de mis entrañas de soñadora sin remedio parece estar a punto de caramelo - han estado signados por ese descuido libre de melancolía que da paso a la alegría y que invariablemente trae consigo un odioso y fastidioso sobrepeso. Mi gordura, he concluído, por fin, frente a ese espejo juez a quien se lo he hecho saber en voz bien alta, es producto de mi alegría, es lo que me quita la cara de acelga hervida que tanto gusta en esta época. Y lo más curioso que me sucedió hoy, al ver mi cuerpo desnudo frente a ese impiadoso espejo, fue encontrarme al otro lado con los ojos indulgentes y amorosos de mi abuela, una gorda alegre y gallega, a quien hoy me encontré viva y plena del otro lado del espejo, toda ella, mi abuela: en mis brazos, en mis pechos, en mi vientre, en mis caderas, en mis piernas, en mis espaldas y en mis venas, hastiadas de una vida más o menos hervida de tantas dietas.




A boca de jarro

lunes, 30 de noviembre de 2015

La visitación

Mosaico en la fachada de la Iglesia de la Visitación






     Fui a visitarla con un rosario de frases hechas y poco convencimiento. ¿Tendría ganas de recibir visitas? Yo, en su lugar, no las tendría. Hay tanto morbo en los ojos que visitan a veces. Iba sentada en el asiento del acompañante mirando a un costado, pensando, recordando, y me secaba las lágrimas, tratando de esconderlas, como ahora haría ella con la mitad de su cuerpo. 

Se me vino aquella mañana gris, camino a la maternidad, el día que nació Juan. Yo había soñado con un día de sol. Había soñado con salir con todo en orden y listo, pero no había podido ser, y una lanza de angustia indecible me atravesaba la garganta por tener que acatar al destino tal como se había presentado. Pedí expresamente que no viniera toda la parentela hasta que estuviese repuesta, con la presión estabilizada, pero no hubo caso. La primera en caer fue mi suegra, y recuerdo bien - para mi mal - la incomodidad que me causaron sus ojos impiadosos escudriñando mi cuerpo tajeado y cosido, grueso y fofo, un cuerpo que albergaba un alma anestesiada y que todavía parecía paralizado luego de tantas horas de manoseo en el quirófano. Al menos en esos casos está la promesa del bebé recién nacido que hace que las heridas sanen más pronto, pero para ella no hay aliciente. Hay mutilación y un miedo que no cesa.

Recordé el cambio repentino en su voz al teléfono cuando arrancó con el tratamiento. Además del pelo, había perdido en náuseas aquellas notas cantarinas que hacían que me dieran ganas de hablarle. Se negaba a que la visitara, y negaba lo que todos sabíamos desde nuestra impotencia: que se salteaba sesiones, que demoraba en levantarse del escondite en el que había convertido su cama hasta pasado el mediodía, que ya no cocinaba y que había tapado todos los espejos de la casa con sus pañuelos de colores.

El hospital era tan deprimente por dentro como pintaba de afuera, y de las manchas de humedad en las paredes de los pasillos se desprendía esa vaharada - mezcla de acaroina y comida de enfermo - que me aflojaba las piernas. Sobrepuesta a mi aprehensión primitiva, caminé hasta la habitación 405. La puerta estaba entornada y la habitación, en penumbras. Sonaba de fondo el eco de pasos perdidos, el seseo de algunos televisores encendidos y el bullicio de la hora de la visita. Repasé rápidamente la lista de frases que había pensado decirle, resoplé y toqué a la puerta. La encontré tumbada de cara a la pared. Se dio vuelta lentamente, en un intento por disimular la dificultad de incorporarse, y sus ojos se salieron de unas ojeras infinitas y se fundieron con los míos, haciendo que estallaran las lágrimas en mil pedazos. Algo se sacudió dentro de mi seno.



A boca de jarro


martes, 17 de noviembre de 2015

La edad de las orquídeas

  




    La última gran adquisición de Grace es una orquídea que consiguió de rebaja en el vivero del barrio una tarde calurosa de domingo. Según le dijo el joven empleado que se acercó amablemente a informarla, viéndola tan embobada con ella, las orquídeas también tienen edad. Necesitan completar todo un ciclo vital para poder dar flor. Sería justo decir que es al florecer por primera vez cuando una orquídea entra a la edad adulta: es así de injusta, también, la vida de una orquídea. Y si bien el follaje de una orquídea puede resultar interesante, lo que la hace realmente valiosa es, naturalmente, su flor, que - como toda injusta belleza - vive apenas unas semanas. 

El atento muchacho - muy buen mozo, por cierto - pasó luego a adentrarse en los secretos iniciáticos del cultivo de las orquídeas domésticas que hacen que florezcan: que el riego, que la luz, que las temperaturas y la humedad, que los fertilizantes. Los cuidados deberán ajustarse, también, a la especie de orquídea que tengamos entre manos. Grace quedó debidamente advertida de que alguien que decide cuidar de una orquídea como esa debería a su vez prepararse para cuidarla debidamente. En el vivero se dictan cursos los jueves por la noche para principiantes y avanzados en el arte. No hacía falta que el joven le dijera nada de todo aquello, tan gracioso y pintoresco como su camisa, abierta tres botones por los que no asomaba ni un sólo pelo. Grace ya había notado cómo tienen a todas las pobres orquídeas en ese vivero, bajo luces especiales, rodeadas de termómetros, clavadas a tutores, bajo el soplo de vida artificial de ventiladores y calefactores encendidos a través de las estaciones y siempre adentro. ¿Estos chicos jóvenes realmente creerán que hace falta tanto remilgo para llegar a viejo?


Bastaba con saber leer su mirada de maestra jardinera para jurar que se la iba a llevar a casa en el preciso momento en el que posó sus ojos a través de sus anteojos sobre esa preciosa flor amariposada que luce tan como ella, que no le importaba nada que esa única flor se cayera a los pocos días o que tomara casi un año más de cuidados intensivos intentar que floreciera de nuevo. A una forzada jubilada a quien le hicieron tirar la toalla antes de su mejor floración no la iban a venir a amedrentar con la edad de las orquídeas. Ella mejor que nadie sabe cuál es el valor de una orquídea, sabe que una orquídea vale más por ser quien es, por todos los inviernos internos sin flor soportados en sus días, que por sus flores, y que nunca se la debería rebajar por eso. Ella mejor que nadie sabe del arte de cuidar de lo que queda cuando se decide que una orquídea ya pasó su mejor momento.









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