jueves, 17 de marzo de 2016

Amor de pies


"... la mujer que tiene los pies hermosos

sabe vagabundear por la tristeza."



Mario Benedetti, "Pies hermosos" (Fragmento)









No había sido agraciada 
con cinturita de avispa,
por alta no destacaba,
sus pechos no bamboleaban,
al irse no deslumbraba,
sus cabellos no danzaban,
sus ojos no encandilaban.

¡Pero Dios sí le había dado
unos pies que eran un canto!
De sus pies quedó él prendado,
se quedó anonadado:
la desnudó sin tocarla,
sólo con puro mirarla,
al descalza descubrirla.

De refilón un buen día
desde la vidriera fría
la vio en la zapatería
en el preciso momento
en el que descalzó sus pies;
sin olerla, sin rozarla,
la amó parada y en pata.

Un amor de pies preciosos,
- tentadores como frutos -
libre de todo prejuicio:
amor plantar, amor podal.
Se enamoró de sus pies
perfumaditos, sedosos,
redondeados y carnosos.
¡Mujer de pies asombrosos!






Quentin Tarantino's Foot Fetish





A boca de jarro


domingo, 13 de marzo de 2016

La guerra de los zapatos

    




    No existen guerras más fieras que las domésticas, esas que no figuran en los libros de historia, y no hay guerras más cruentas que las que se libran contra una misma. Sacudida como pocas veces antes, me he pasado días cavilando sobre el botín de la guerra de los zapatos, una lucha territorial que concluyó hace unos días dentro de las paredes de mi reino, y que siento el deber de dejar debidamente asentada en los anales de mi propia historia.



Sucedió, en uno de esos días en los que mis hormonas me dan batalla todavía, que me encontré con una pila de zapatos y zapatillas refugiados en el garaje de casa. Cómo habían ido a parar ahí, con zapateros mudados de los placares y todo, es una cuestión que me supera, pero allí estaban, mirándome desde sus ennegrecidas suelas y sacándome la lengüeta, desafiándome para que los regresara a la tierra prometida, porque como digo siempre y ya todos por aquí saben, "Si no lo hago yo, no lo hace nadie".

Antes de poner manos a la obra, que implicaba unas cuantas escaladas al primer piso, fui a fijarme si había moros en la costa en el lugar de los zapatos dentro de los placares de los dormitorios. Como suele suceder al acometer estas empresas, el sitio había sido tomado por cajas y cajas de zapatos en desuso, que resultaron ser todos míos al abrirlas: clásicos, de fiesta, guillerminas con taco, de pulsera, abotinados, de gamuza, hasta los que me llevaron al altar, blancos de taco y plataforma, y que jamás usé para otra cosa... A pesar de que me considero un soldado del orden bastante sensato y eficiente, esta vez la táctica me había fallado, debía empezar por admitirlo. Perdí un precioso tiempo probando cada par y enganchándome en un monólogo interno que en nada ayudó a despejar el área o a aquietar las aguas de mi irritabilidad.

- Sí, estos en otra vida, nena. Muy apropiados para andar en colectivo o para ir al súper.... ¿Pero cuántas veces me los habré puesto? ¡Cuánta guita tirada, Dios mío!







Se acercaba el mediodía, hora en la que suelo batallar con ollas y sartenes desde las trincheras de la cocina, con todos los demás flancos ya despejados - una guerra cotidiana que jamás se acaba. La pila de zapatos seguía apostada sobre un lateral del garaje, mientras yo sacaba unos y calzaba otros de los míos en el piso de arriba sin poder vencer el poder de fascinación que esos desgraciados ejercen sobre lo más frívolo y vulnerable de mi alma de mujer. Decidí dejar la movida estratégica para la tarde y atender la embestida inminente de las tropas a la hora del almuerzo.

Habiendo cumplido con la misión diurna, subí las escaleras de brazos caídos y portando bandera blanca. No pensaba tirar ni donar ni desprenderme de aquellos zapatos de ninguna manera, aun consciente de que tal vez nunca los calzaría, pero si habían sobrevivido, merecían una decorosa tregua. No haría con ellos lo que sí hice con muchos de mis libros, en los que, creía, iba a encontrar todas las respuestas a todas mis muchas preguntas vitales y la llave de todas las puertas que alguna vez soñé con abrir. Había por fin aprendido y asumido que todas las respuestas y todas las llaves sólo se encuentran a pie y descalza.


Así es como finalmente capitulo, alivianada, ante la guerra de los zapatos. Me bajo de los tacos y elijo caminar mis días desde el llano de mis ojotas, unas cómodas zapatillas, un par de botas de lluvia, unas sandalias planas o simplemente un par de chatas, pero conste que los conservo como lo que son: rehenes cautivos secuestrados por todas esas mujeres que alguna vez pugné por encarnar en el frente del espejo, el botín de todas las luchas ganadas en la guerra que ellas le declararon a quien en verdad soy, esa larga y fútil batalla que he luchado tanto tiempo por ser otra, distinta y distinguida, más alta, más adecuada, más apetecible, menos pedestre. Otra yo. Una que calce más alto, una que pise más fuerte, otra, sin miedo a las alturas.







A boca de jarro

martes, 1 de marzo de 2016

Guardador Compulsivo de Recuerdos





Erik Johansson, "Drifting Away"
(Para el concurso de El Círculo de Escritores: La Imagen Imposible I)



   Guardaba el recuerdo de aquella casa paterna, de calles anchas y arboladas, donde había aprendido a andar en bicicleta empujado por los muchachones del barrio, en una garrafa de ginebra - la última que se había bajado su abuela antes de emigrar al otro mundo. Sus memorias de lugares significativos solía enfrascarlas así: en botellas panzonas y cristalinas para que gozaran de suficiente espacio y le permitieran espiarlas de vez en cuando. Si se trataba de sitios que le habían dejado un sabor amargo, como el recuerdo de su primer colegio de curas - que repartían hostias a diestra y siniestra como sustento de su cristiana pedagogía - prefería pequeñas ánforas de cerámica. Entonces no los veía, aunque lograba satisfacer su necesidad obsesiva de salvarlos del naufragio del olvido. Cuando las imágenes que deseaba conservar evocaban hazañas deportivas propias, su destino era un frasco de mermelada limpio y pelado, pero la impronta de los goles del Tigre Gareca que humillaron a los malogrados "quemeros"en la Final del 94, así como la de "La Mano de Dios" contra los ingleses de aquel glorioso 86 y la de Burruchaga contra los alemanes, días después, en la Final, las había conservado intactas, pegaditas al corcho de unas champañesas, para permitirse olerlas y embriagarse con ellas los domingos en los que no iba a la cancha.


A la llama de cada amor de juventud la mantiene viva, lógicamente, en un frasco de perfume: una fragancia evocadora para cada mujer, mientras que los recuerdos que atesora de su señora los coloca en pequeñas botellitas de heladeras de hotel, símbolo de lo caro que esta mujer le viene costando con los años. Las primeras monerías de su hijo varón y las corridas detrás de sus fiebres y descomposturas nocturnas las metió a presión en los envases de todas las Coca Colas que le compró, así como metió en envases de Fanta naranja los ataques de asma de la nena y su carita de desdicha el primer día de clases. Las gratas reminiscencias de sus contados viajes y de las buenas vacaciones familiares las mantiene en sifones de nariz respingada sobre la chimenea, para todo el que quiera pasar a ver, y las petacas que heredó de su abuela al morir finalmente de una terrible cirrosis, pobre vieja, las ha destinado a perpetuar el triste recuerdo de los ciento veinte días en los que estuvo sin trabajo después de aquel horrendo despido para una Navidad que no le ha hecho falta conservar en botella.


Vez pasada pasé a saludarlo por su cumpleaños. Había que andar de puntillas entre tanto cacharro. Sus recuerdos envasados ya se han apropiado de gran parte del espacio de circulación de la casa. Sirvió unos muy ricos de cuando éramos libres en las calles de Almagro en unas copas altas que parecían de degustación. Los tomamos con gusto, saboreando las masas finas que le llevé de regalo para acompañar. Últimamente le viene pasando que sirve sus recuerdos de las mismas botellas cada vez que lo voy a ver. Las memorias de la vuelta en la que estuvo internado por sus coronarias me las he convidado más de una vez en el último año, así como las de la muerte de su padre. Pero hay algo que realmente es admirable a su edad: su memoria inefable. Sabe exactamente a qué botella acudir y jamás se equivoca en el recuerdo que cada una sabe preservar. Y eso que ninguna botella tiene etiqueta. Ironías de la vida: la única etiqueta en esta historia es la que su médico ha colgado de él.




Este relato resultó ganador del segundo premio (Plata) en el concurso organizado por El Círculo de Escritores: La Imagen Imposible I.

* Basada en este relato, Marybel Galaaz publicó una reseña en su blog de reseñas literarias Anonyma Veneciana que agradezco enormemente.



A boca de jarro

jueves, 25 de febrero de 2016

Jueves erótico


"Stolen Kiss", Ron Hicks, 1965


Mucho escribí y reescribí durante esta semana para la propuesta del Concurso de los jueves eróticos organizada por la Comunidad Ensoñación Literaria de Google +, apoyada en mis dudas por Javier Salinas, a quien quiero agradecerle por la oportunidad de incursionar en este género y por incentivarme para tomarme esto como un estimulante desafío. El género erótico me gusta mucho, me atrae. Es un género sobre el cual he leído bastante, y, así y todo, aún me llena de resquemores. El límite entre el erotismo y lo burdo es muy fino, y hay muy pocos escritores que logran el burbujeo del erótico sin caer en cursilerías o pasarse groseramente de la raya. Es que la raya, según lo veo, la ponemos nosotros, los lectores, y hasta me animaría a decir que la raya sube y baja de acuerdo con fluctuaciones internas que también nos son propias. En definitiva, creo que la literatura erótica - si es que verdaderamente existe tal cosa - debería producir un efecto excitante sin descolocarnos. Con esta participación inauguro la sección erótica del blog, les doy la bienvenida y escucho vuestras opiniones y reacciones. 

Aquí, mi contribución para este jueves erótico:




- Preparo café - dijiste riendo

Escogiste y dispusiste las tazas

Le diste de lleno a mi deseo

Como hacía siglos

Ya nadie le daba

Y eso sólo bastó para beberte




Llovía como hacía mil días no llovía

Chorreábamos agua

Te tomé por la espalda

Ya no pude ni supe ni quise

Esperar por tu café

Preferí tu piel a la toalla




Empapados caímos en la cama

Mi lengua encendió todos tus fuegos

Tus manos acallaron ya mis miedos

Una fiesta de a dos y con la trampa

Conscientes de todos los riesgos

Juntos mordimos la manzana




Una vez en mí el deleite

Las aguas de mis ríos desbordadas

Desnudez del asombro en vos me pierdo

Susurrante pasión sobre la almohada

Jadeante cabalgar sobre la cima

Acabar besándote las playas




Afuera aún llueve

¿Qué importa?

El mundo nos espera

Que espere

Calentemos el café

Y bebámonos otra vez.




A boca de jarro

miércoles, 17 de febrero de 2016

El perfume de Dios

  






"Amas lo justo y odias lo que es malo;
por eso, Dios, tu Dios, te dio a ti solo
una unción con perfumes de alegría
como no se la dio a tus compañeros.
Mirra y áloe impregnan tus vestidos,
el son del arpa alegra tu casa de marfil." 

Salmos 45: 8 -10, La Biblia Latinoamericana.



   Caminando por la calle Tacuarí, en pleno centro porteño y en medio de un calor arrebatador, me encontré con un pituco local de esencias, fragancias, aceites y difusores aromáticos para ambientes, y una fila de personas en la puerta de acceso al negocio, todas con una bolsa entre las manos con la letra "E" impresa sobre ella. Como no es nada difícil tirarle de la lengua a un porteño, sobre todo cuando está practicando su deporte favorito, que, sin lugar a dudas, es hacer cola, me acerqué a una señora de cabellos blancos y le pregunté qué regalaban en el negocio.

-Regalar no regalan nada. Cobran bien caro... Esperamos para que nos cambien estos difusores. Cuando los compramos, nos hicieron oler la fragancia de un tester, y el perfume era riquísimo y bien persistente. Pero al llevarlo a casa, a todos nos pasó lo mismo: las varillas no huelen a nada...  ¡Una estafa!

- ¿Y cuál es la fragancia? - pregunté, curiosa.

- Alegría. - me soltó, muy apenada.


Camino a la parada de colectivo, se me ocurrió pensar que toda esa gente haciendo cola o bien está desesperadamente deprimida o nunca debe haber pasado por una depresión en su vida. Recordé también alguna vez haber leído en un libro muy, muy amarillo, arrugado y perfumado, sobre fragancias y trucos para hacerlas perdurar, que el aroma de la alegría - de enérgicas notas cítricas, avainilladas y florales - se evapora ante el menor intento de comprarlo o de venderlo, ya que es la única fragancia del universo que no tiene precio. Las narices del mundo perfumero dicen que se asemeja al aroma que se desprende de entre los pliegues de la piel de un recién nacido. Algunos lo llaman "el perfume de Dios". Quienes alguna vez lo hemos perdido para volver a encontrarlo en las cosas de todos los días sabemos bien cómo huele y sabemos, además, que no se compra en frasquito.






A boca de jarro

lunes, 8 de febrero de 2016

Reclamos Vitales Móviles

Quino




"Con el pucho de la vida apretado entre los labios
(...)
Esto se le oyó acusar..."


   Cumplidos los cuarenta, la Señora se fue una mañana, toda empilchada y perfumadita, a la Oficina de Reclamos Vitales Móviles antes de que se le fuera el tren, porque dicen los que saben de este asunto de Vivir que es entonces cuando se va.



- Buenos días, Señorita. Vengo a hacer mis Reclamos Vitales Móviles.

- Un momentito que ya la atiendo. (...) ¿Tiene cumplidos los cuarenta?

- Por supuesto, aquí tiene mi documento.

- ¿Y tiene cantadas las cuarenta?

- Las cuarenta las voy a cantar un día de estos. Hoy podría ser, si Usted me lo permite, claro.

- ¿Tiene Seguro de Vida?

- Seguro que no. A mí me dijeron que a Seguro se lo llevaron preso.

- Y Usted les creyó... Bueno. Veamos. ¿Tiene Usted Obra Social?

- Obra y Social. Acá están mis credenciales.

- ¿Aportes Jubilatorios?

- Aporto, aporto, lo que no sé es si a este ritmo voy a llegar, ¿vio?

-¿Llegar a dónde?

-¿A dónde va a ser? ¡A jubilarme! 

- Por Reclamos a Futuro tiene que dirigirse a otra dependencia. Acá sólo atendemos Reclamos Retroactivos. Ahora le aclaro que hoy comenzamos la mañana trabajando a reglamento en señal de protesta por una necesidad imperiosa de mejora salarial, así que sólo estamos tomando tres Reclamos Vitales Móviles por persona.

- Está bien. Creo que con eso me va a alcanzar.

- Perfecto. La escucho. ¿Cuál sería su primer reclamo entonces?

- Deseo reclamar la posibilidad de ser millonaria. A mí me dijeron que si no era millonaria antes de los cuarenta, nunca lo sería.

- Le informaron bien. Así es. Reclamo asentado. ¿Qué otra cosita?

- Bueno, me gustaría reclamar el no haber sido la mujer que los demás esperaban que yo fuera: la hija que mis padres soñaban, la compañera que mi esposo deseaba y la madre que mis hijos necesitaban. ¿Se entiende?

- Perfectamente. Encuadra en el Reclamo 201. Es un reclamo muy común en mujeres de su edad. Aún le queda un reclamo más. ¿Cuál sería?

- La verdad es que yo traía una lista larga, pero ahora Usted me dice que sólo me queda un reclamo más, ¿no es así?

- Me temo que sí. Señora. Mire, no lo vaya a tomar a mal, pero no tengo todo el día para sus reclamos: hay una extensa fila de personas esperando para reclamar. ¿Podríamos apurar el trámite?

- Sí, como no, entiendo. Todo el mundo quiere apurar el trámite. Así es como los cuarenta llegan en un abrir y cerrar de ojos y nos encuentran llenos de reclamos. Se nota que hay mucha insatisfacción vital en esta sociedad. Y, encima, Ustedes, trabajando a reglamento para reclamar por un aumento.... ¡Qué barbaridad! Bueno, ya que estamos en tren de reclamos, por último, yo quisiera reclamar por el tren que se me fue. ¿Por qué se tiene que ir tan pronto el tren, a ver si alguien me lo puede explicar?

- En este momento me asalta una duda, Señora. Déjeme que haga una consulta antes de aprobar este último reclamo suyo. (...) Lamentablemente, y tal como me lo temía, con este último reclamo de que se le fue el tren, Usted acaba de anular su posibilidad hasta de reclamar.

- ¿Cómo dice?

- Lo que escucha, Señora. Esta es la Oficina de Reclamos Móviles: si Usted da por sentado que se le fue el tren, siento mucho tener que informarle que se ha quedado sin el Móvil para reclamar. ¡Siguiente, por favor!



"Toda carta tiene contra
Y toda contra se da..."




Soledad & Adriana Varela - LAS CUARENTA (Teatro Colón)



A boca de jarro

miércoles, 3 de febrero de 2016

El alud

        Alud en la sur del Aconcagua de Rafael Muñoz


"... un viejo que ante el misterio de los arroyos que descienden sonoros 
de la cumbre no sabe escuchar es un sinsentido..."
Carl Gustav Jung

     Se había pasado un año planificando estas vacaciones en ese lugar remoto de su Argentina donde todo parecía fotografiable, disfrutable y, sobre todo, envidiable, los seis meses previos, entrenando y leyendo, y un mes antes de la fecha de partida, había visitado varias casas de indumentaria de alta montaña para adquirir el equipo que vestiría, las vistosas botas de trekking Salomon, los bastones apropiados, la carpa que la alojaría por las noches en el Aconcagua, con bolsa de dormir y colchoneta autoinflables, la mochila con hombreras y cintura acolchadas recubierta de material aislante, medias térmicas, polainas, guantes outdry, gorro y cuello térmicos y un exclusivo reloj Mamut de enorme chrono italiano que pagó cerca de los diez mil pesos. Contaba, además, con su potente celular Blue Earth de carga solar, con el que pensaba registrar las imágenes cumbre de esa caminata guiada de tres días que la esperaba en los Andes. Lo que no esperaba era encontrarse así, como paralizada y aturdida, largas horas, días enteros después de haber por fin emergido de las fauces de la montaña, habiendo sobrevivido el alud. En un alud se desliza súbitamente mucho más que lo subyacente, se desprenden mucho más que rocas de la corteza de la tierra alta para caer rugientes y urgentes por la pendiente vital con toda ferocidad. Se fractura también en el alma la burguesa ilusión de felicidad que otorgan las vacaciones pagas, la falsa seguridad que nos brindan las cosas compradas de controlar lo incontrolable, la vana esperanza de perpetuar nuestra caminata hasta cuando se nos dé la gana. Fue advertida por los lugareños que después de los temblores que causan los aludes en los Andes, hay marejada en los mares del Pacífico, y siente unas extrañas sacudidas de angustia el alma humana, mientras el cuerpo se esfuerza por descansar y la mente intenta olvidar.



Alud en Aconcagua


A boca de jarro

viernes, 29 de enero de 2016

Que alguien me lea

   


   Invertimos la tarde en esas acciones que por nada del mundo son olvidadas aunque no cotizan en ninguna bolsa de este bobo mundo: hamacarnos, comer pochoclo, tomar helado, jugar entre los árboles y mojarnos con el chorro intermitente y gratuito de la fuente. Me senté en un banco a hacer el mate, y se acercó a mí con una dulzura indecible.

-¿No me enseñás a escribir como escribís vos?

-¡Vida! ¿Cómo te explico que no te puedo enseñar a escribir? Nadie te puede enseñar. Quien te prometa eso, te miente. Escribir es como jugar un juego muy sencillo que casi no tiene reglas y en el que lo único que hace falta es que te pongas a imaginar. Para escribir, tenés que cerrar los ojos - como en la escondida - y contar, pero no números, sino hechos: cosas que pasaron o que pudieron o que podrían pasar. Al cerrar los ojos, vas a ver personas reales o inventadas, recuerdos que te hacen feliz o que te ponen triste, vas a oler el aroma de muchas comidas que te hizo mamá, vas a sentir en tu piel el agua llena de burbujas de todos los baños que te ayudó a tomar papá, vas a reír como cuando tu hermana te hace cosquillas o vas a llorar como aquella vez que te caíste de la bici y te raspaste mucho la rodilla, ¿te acordás? Después, con todos esos compañeros, vas a salir a buscar las palabras que están en los lugares donde se les ocurrió esconderse. Cuando las encontrás, gritás fuerte: "¡Piedra libre!", y las escribís donde más te guste. Cuanto más lo hagas, mejor te va a salir, vas a ver.

-Puede ser. Pero creo que me va a faltar una cosa. Que alguien me lea.




A boca de jarro

martes, 19 de enero de 2016

La Vieja Urraca

"Vieja mesándose los cabellos", Quentin Massys.

   El verano tiene por gracia conceder el permiso sin pedirlo de espiar en el interior de las casas, en el devenir en la penumbra de la vida de otras gentes. Sonaba el primer canto de las chicharras en las calles de mi barrio: el mundo en miniatura. Me había caído de la cama y me dispuse a dar una caminata antes de pasar por la panadería amiga a traer una media docena de medialunas recién horneadas a la hora del aroma a pan recién sacadito, a la hora de la fresca, la hora de la Urraca. Quise hacer como que el calor no estaba, dar un paseo matutino, desayunar como cualquier domingo del resto del año en un día de semana, pero las veredas todavía acusaban la resaca del vaho soporífero de la tarde anterior, no corría una gota de viento y no había un alma levantada, excepto la Vieja Urraca.

Hace tiempo ya que mis hijos la bautizaron así luego de que aprendieron una canción con ese título en clase de música, a raíz de la cual se enteraron de que la urraca es un bicho camorrero que almacena objetos brillantes. Esta vieja, que a esta hora, sea invierno o verano, sale a alimentar a las palomas y a juntar a todos sus gatos, hace acopio de bichos y les tira la camorra a los chicos. Otros veranos mis hijos, más chicos, salían a dar vueltas en bicicleta por la manzana, y a la Urraca no le gustaba que le pasaran por la puerta y le espantaran las palomas que van a alimentarse de tachitos que ella les pone con pan del día anterior remojado en leche. A los escobazos limpios los sacó carpiendo una tarde, y desde entonces quedó marcada y bautizada.

Esa mañana tenía la puerta entreabierta y la persiana de su misterioso negocio medio levantada. Del interior de la vivienda irradiaba un olor a pis de gato nauseabundo, y el negocio era un depósito de bobinas de hilo de todos los colores y tamaños apiladas sobre máquinas de coser con pinta de tener siglos de viejas. Nunca jamás he visto entrar a nadie a este negocio que promete, desde un cartel descolorido, torcido y regado por caca de paloma, arreglar máquinas para coser Singer. Miré para un lado, miré para el otro: no había moros en la costa, y las aberturas se me ofrecían como una aventura voyeur de la infancia. La Urraca estaba sentada en un sillón todo destartalado que parecía estar apoyado sobre una alfombra hecha de papeles de diario y comprobantes de compras jamás descartados. Sobre el brazo del sillón, un gato yacía adormecido, y otro, tumbado, sobre su falda. Tres gatos más se paseaban cerca del televisor, enmudecido pero encendido en la profundidad del calamitoso ambiente, que desprendía un calor hediondo y polvoriento. Se llevó algo crujiente a la boca, y uno de los gatos, en muy mal estado, se asomó por la persiana, maullando en mi dirección. La Urraca despegó los ojos del televisor y los dirigió directo a los míos, gruñendo un improperio.



Seguí mi camino y lo disfruté, aunque grande fue mi sorpresa, y no menor cierto sentido de culpa, cuando, ya de regreso, vi a dos patrulleros y una ambulancia estacionados frente a la persiana del negocio que nunca abre y nunca vende nada y algunos vecinos reunidos en el lugar donde hacía un rato había estado espiando en total soledad. La Urraca se había descompuesto, decían, una vecina había llamado a la ambulancia, ya que la Vieja Urraca no tiene teléfono, pero al intentar entrar a la vivienda, comprobaron que la puerta principal de acceso estaba bloqueada por pilas de muebles en desuso y revistas viejas, y pidieron auxilio a la policía.

Una hora y media larga le llevó a las fuerzas de seguridad, asistidas también por los bomberos, derribar la puerta, según se informó por televisión. Al entrar al lugar, se encontraron con una veintena de gatos rodeando a su ama, quien seguía en el mismo sillón en el que la había visto a escondidas aquella mañana, y se negaba a ser trasladada al hospital para no abandonar a sus animales, a quienes, según ella misma aseguraba, nadie podría cuidar mejor ya que esa era "su misión". La casa había dejado de ser habitable para convertirse en un depósito de basura, con mesas y sillas tapadas por envases de gaseosas, papas fritas y galletitas abiertos. Al abrir la heladera, se encontraron con alimentos en mal estado que habían pasado hace tiempo su fecha de caducidad. Algunos gatos escoltaron a la Urraca al ser depositada en la ambulancia en la cual, finalmente, la sacaron de allí. Otros fueron removidos inertes de la vivienda. 

Locos aires soplan en este Buenos Aires. Sobre el tronco del árbol de la vereda de la Vieja Urraca, el loco místico, que anda dejando mensajes en todas las cuadras, pegó una cita del Antiguo Testamento que así lee:



"No codiciarás la casa de tu prójimo. 


No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, 


ni su criado, ni su buey, ni su asno, 


ni cosa alguna de tu prójimo."




A boca de jarro

miércoles, 13 de enero de 2016

Instantáneas de verano



"Cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad de decir, a la voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella habla por las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea. Porque todos, toditos, tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser celebrada o perdonada."


Eduardo Galeano, "Celebración de la voz humana/2", 
El libro de los abrazos.


   El sueño estival suele ser más intenso y hasta podría decirse felizmente agorero. Me había ido a a la cama con el libro de Galeano, los brazos cansados y la espalda dolorida de haberme pasado media tarde ordenando el bajo mesada, abarrotado de todos los envases de productos de limpieza que adquirimos las amas de casa siglo XXI: limpia vidrios, limpia hornos, limpia pisos, limpia inodoros, sacasarro, antigrasa, anti hongos, quitamanchas, lustramuebles, trapos de piso, trapos rejilla, franelas varias, virulana, dispenser de jabón líquido para manos,  jabón líquido para ropa clara, para ropa de color, para ropa negra... En sueños se me recreó la misma escena, alimentada por la resaca de la experiencia diurna. De pie frente a la pileta de la cocina, con el canasto de los enseres rebosando de productos bajo mi nariz, sentí una mano cálida y familiar sobre mi hombro derecho, me di media vuelta y me encontré con los ojos y la sonrisa de mi abuela. Muy suelta y muy resuelta, ella me dijo:

- Fernandita, ¿para qué coños guardas todos esos trastos ahí abajo?

Entonces, miré sobre mi mesada y, junto a la canilla, apareció el único tachito que siempre tenía mi abuela para limpiar todo, con una esponja de cocina, un trapo rejilla, una botella de detergente y un frasquito de puloil. Iba a prodigarle un fuerte abrazo a mi abuela cuando un chirrido cercano me despertó.



A la hora de estar levantada, me fui para la terraza a tomarme unos mates. El canto de un benteveo terminó de espabilarme en la vigilia soñolienta de la radiante mañana de verano porteña. Me encontré con un nido bien plantado de una pareja de benteveos sobre las ramas más altas del árbol de la vereda: una simpleza en presencia y en esencia digna de la visita del recuerdo de mi abuela.







A boca de jarro

martes, 5 de enero de 2016

Milagro de mudanza



— Mudarse es como casarse — comenté, intentando sonar leve, habiendo traspasado el umbral con su emblemático cactus, que me recibió en flor, y antes de ponerme manos a la obra, como queriendo descomprimir el ambiente de la pesadez que le imprimían todos los bártulos diseminados por el piso, sobre el sillón, cubierto por un lienzo polvoriento, la enorme mesa del comedor donde cené con mis suegros la primera vez que visité esta casa y los canastos de mimbre de la empresa de mudanzas todavía a medio llenar. Pero no hubo señal alguna de empatía por parte de mis cuñados y sus respectivas parejas a mi comentario, quienes habían llegado como buitres, supuestamente a echar una mano, y para quienes la idea de un casamiento es un anacronismo al que a mí sola se me ocurrió ponerle el pecho. Mi suegra, sin embargo, por debajo de sus oscuras y gruesas ojeras, me entendió. Ese es un fenómeno que hace relativamente pocos años se ha empezado a suscitar.

Recordé entonces el temblor de piernas que me sacudía aquella noche, la de mi presentación formal ante mi familia política en este mismo ambiente de este caserón que mañana pasará a la historia, y mirándolos ahora me pregunté por qué me habría puesto tan nerviosa. Se los veía tan vulnerables y débiles frente al inminente cambio como impenetrables y fuertes los había visto aquel día del debut. Es que - convengamos - una cosa es mudarse para empezar una vida que trae consigo la promesa de hijos y muchos años de salud y prosperidad, y otra, muy distinta, es mudarse por la necesidad de achicarse, porque las habitaciones sobran y falta la certeza de poder hacerle frente a la demanda de mantener la casa. Mi suegra estaba encorvada por el peso de todas esas dudas, que hace tiempo viene mascullando, con los brazos en jarra, sus ojeras delataban noches de insomnio y sus párpados inflados, amaneceres llorosos. Su estampa era exactamente lo opuesto a la de la noche aquella en la que me aparecí con la minifalda más discreta que tenía en el placard y en la que ni ese estudiado detalle logró evitar que sus ojos se pasearan por toda mi anatomía de veinteañera rapaz para escudriñarla ferozmente, encontrar la yugular y atacar. Resulta casi didáctico observar cómo el paso del tiempo nos va cambiando el pelaje: hoy parece un pájaro de alas rotas rodeado de aves de rapiña dispuestas a repartirse su plumaje.

La razón por la cual mis suegros nunca me aprobaron siempre fue un misterio para mí. Tal vez deseaban alguien que perteneciera a su círculo de amigos - fuerte también por aquel entonces -, alguien que no representara una amenaza a esa cerrazón de clan que de inmediato noté, una partida tan drástica del hijo del medio, una fuga con culpa a la Capital que tanto detestaban. Quizá esperaran alguien con más clase, de mejor cuna, una gacela o un ave copetuda, no lo sé : es más, a estas alturas, creo que nunca lo sabré, y casi que ya no importa. Lo que sí sé, y siempre supe, es que a ninguna parte llegué con la intención de apropiarme de lo que no es legítimamente mío. Aquí desembarqué con los bolsillos pelados y el corazón sin espinas, y así me voy a ir.

A mi esposo lo perdí en unas cajas llenas de fotografías viejas que mi suegro insistía en ordenar y etiquetar. Mis cuñadas se repartían la vajilla, unos petit muebles de la sala de lectura y las lámparas que hablaban de reciclar. Mis cuñados forcejeaban con los acondicionadores del living y del dormitorio principal, para, luego de bajarlos. llevarlos a un depósito que habían conseguido a través de un vecino de esos que nunca faltan a la hora de manotear. Al quedarnos solas en la enorme sala, medio desierta ya y toda revuelta, mi suegra se sonrió levemente, me miró con cierta curiosidad, y me preguntó con voz cansada y yo qué me iba a llevar. Y aunque yo no había venido a llevarme nada, de las pobres plantas alguien se tenía que encargar. Luego de decidir adoptar a todas las desahuciadas al cruel abandono por falta de espacio, no lo dudé ni un segundo: me fui a la entrada por un gajo del cactus del frente - no sin cierto resquemor porque estaba en floración - lo envolví en un retazo de alfombra vieja y lo cargué en el baúl del auto.

Esa misma noche le hice lugar en un rincón de mi jardín donde ahora en verano pega el sol casi todo el día. Todavía tengo la mano medio magullada de los espinazos que me clavó ese cactus que evidentemente tampoco se quería mudar. Observé que se ladeaba un poco, pero pronto las flores se pusieron turgentes, como a punto de explotar. La noche del 31, un rato antes de las doce, se abrieron de par en par. Saqué fotos porque me resulta casi un milagro de mudanza la novedad de que hasta los cactus más espinados y arraigados florezcan a medianoche y se dejen trasplantar.





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