miércoles, 13 de febrero de 2013

Las doradas manzanas del sol


"Aunque estoy viejo de vagar
A través de tierras vacías y de tierras montañosas,
Descubriré a dónde ella ha ido
Y besaré sus labios y tomaré sus manos;
Y caminaré entre el cálido, largo y moteado pasto,
Y recogeré hasta que el tiempo y los tiempos se acaben
Las plateadas manzanas de la luna,
Las doradas manzanas del sol."


                                                                      W. B. Yeats


 Acabo de releer un cuento corto cuyo título, "Las doradas manzanas del sol", da nombre a una colección entera de Ray Bradbury en la cual figura último, y que a su vez cita textualmente la última línea del poema del irlandés W.B. Yeats "The Song of Wandering Aengus" ("La canción de Aengus el errante"). Este fue el verano más atípico de mi vida. Un verano en el que anduve errante, como Aengus, quien en ese breve poema busca a su amada que se fue, como yo estuve y sigo buscando lo que amo y siento ido. Y el título de este cuento en la edición que tiene mi esposo, ya algo amarillenta y en español, fue una de las pocas cosas que me tentaron como lectura últimamente. La clave, creo, está en el sol, ese sol cuya energía los personajes del cuento buscan en su fantástico viaje al Sur, rumbo al sol, aunque no hay direcciones en el espacio para estos hombres en busca de la luz que el capitán de ojos de oro fundido encuentra de todas formas y atrapa; y el sol que faltó en este verano mío que se me hace interminable, y al que ayer, sacando cuentas, descubrí que aún le queda un poco más de un mes de vida.

El relato narra la expedición de un grupo de humanos que tiene como objetivo arrancar un pequeño trozo de la superficie  solar y traerlo a la Tierra. De igual manera que, según piensa el capitán, ya a punto de alcanzar su meta, un millón de años antes de ese sideral viaje un hombre desnudo en una solitaria senda norteña vio un rayo que hería un árbol y lo atrapó en sus manos desnudas para dárselo a su gente como el don del fuego, tal vez la esencia misma del verano, ahora el grupo de expedicionarios espaciales quería obtener aquel otro fuego que llevaba en su seno el secreto de su energía inacabable que guiaba y llevaba vida a los planetas, un trozo de la candente superficie que el capitán de la expedición captura en su Copa de Oro, "un poco de la carne de Dios", según Bradbury. Al final de la narración, la tripulación de la nave interplanetaria Copa de oro, llamada también Prometeo y el Ícaro, cuyo destino era el sol del mediodía, se precipita en la fría oscuridad alejándose de la luz y rumbeando al Norte con la sonrisa fresca de un trozo de crema helada en la boca, habiendo cumplido su misión. 

Mucho se habla del sol. Se dice que estamos entrando en una etapa de tormentas solares que, como si de un cuento de Bradbury se tratara, representan una amenaza para nuestro planeta procedente del espacio. Nos dicen que daña hasta al pelo en verano y nos compramos shampoo reparador para nuestro cabello reseco aunque luminoso. Las mujeres de cutis más bello e inmaculado declaran que su secreto reside en evitar la exposición solar y en la protección extrema y permanente de su piel contra los rayos nocivos del sol, sobre los cuales no se cansan de alertarnos los especialistas. Vemos cientos de publicidades de productos que funcionan como protectores, bloqueadores o pantallas solares cada verano. De hecho, en casa hay varios dando vueltas, con distintos grados de factor de protección y distintas características: resistencia al agua, humectación, propiedades autobronceantes y demás yerbas. Tantas cosas, que cada vez se hace más complicado decidir cuál comprar. Pero lo peculiar de este verano es que no me expuse al sol. Y eso que adoro hacerlo, me hace bien, me llena de energía en su justa medida y a las horas en que no lastima, como le sucede al capitán de la nave que viaja al sol en el cuento, y sobre todo me hace bien verme al espejo con mi piel bronceada y mi mejillas enrojecidas como manzanas, las doradas manzanas del sol.
   
Intenté un par de veces sentarme al sol con mucho protector, anteojos y libro, pero mi piel este maldito verano reaccionó mal al astro rey. Hubo sarpullidos, enrojecimiento y ardor inauditos, y me asustó ese sol que amo, que me conecta con la vida y en buena medida con la salud, ya que el sol es fuente de la indispensable vitamina D que después si falta nos dan  tomar en cápsulas. Por fin me lo confirmó la especialista que me trata cuando le comenté acerca de lo que me andaba pasando con la piel: "Evite exponerse al sol como lo viene haciendo" sentenció, desde su lánguida palidez. Y al aprobar la conducta que adopté como preventiva por instinto, me entristeció, porque también confirmó esa sensación de que me pierdo otra cosa más que amo, aunque yo sigo buscando entre tierras vacías y montañas con esperanzas errantes, como Aengus.

Este verano se me perdió el sol. Está ahí afuera, sus rayos le dan color a la piel de mis hijos, cachorros llenos de energía y luz que juegan y nadan bajo el sol todas las tardes sin que pueda acompañarlos, así como irrumpen y colman las habitaciones de mi casa y levantan la temperatura que sólo aplaca el aire acondicionado, que también daña: ojos y vías respiratorias se resecan con lo que hemos creado los humanos para aliviarnos de un sol que se tornó implacable y que no soportamos ya ni adentro de nuestras propias viviendas cuando el verano citadino aprieta. Y ni hablar del consumo de energía y el daño que ésto causa al medio ambiente.

Otro poeta, pero catalán él, también amado como el sol del recuerdo de una juventud dorada con sus amores de verano, Joan Manuel Serrat, un romántico en el sentido moderno del romanticismo que celebrarán mañana muchos alrededor de este mundo, que sigue girando alrededor del sol y que se muere sin él o tal vez muera por él, como predicen algunos e incluso como sucede con tantas cosas y seres amados, dice en una de sus canciones más intensas, grabada a fuego en mi memoria:

      "No hay nada más bello que lo que nunca he tenido  
Nada más amado que lo que perdí
    Perdóname sí hoy busco en la arena  
Esa luna llena que arañaba el mar...
   

¡Queda la luna! Esa luna que alumbra las horas oscuras y que llevo en todos mis lunares como marcas del sol que me bendijo tantas veces con su luz. Buscaré entonces las plateadas manzanas de la luna, no sin perder las esperanzas de recobrar pronto, quizás cuando acabe el verano, las amadas y doradas manzanas del sol.


A boca de jarro

domingo, 10 de febrero de 2013

Una aventura maravillosa






  
"Una aventura maravillosa" es el título al cual se ha transferido en Latinoamérica a la película denominada "Life of Pi" ("La vida de Pi"), basada en el best-seller homónimo de Yann Martel que ha vendido más de siete millones de copias desde su publicación en 2001. Es una fiesta para los sentidos además de una profunda alegoría de los desafíos que la vida nos presenta, llevados a un extremo que por momentos resulta desgarrador, y de lo que la mente puede hacer ante ellos para enfrentarlos, asimilarlos y superarlos.
 
  Se trata de una historia circular con diversos niveles de lectura y con soberbios efectos de fotografía, sonido, edición y guión, más el sello de la dirección de Ang Lee, pero, por sobre todo, con un uso exquisito de la tecnología y fotografía que no se regodea simplemente en la innovación y el desafío tecnológico, que llevó más de cuatro años de trabajo para plasmar lo que desde el libro parecía una hazaña imposible. Se percibe que la aventura 3D se ha puesto al servicio de la emotividad del cuento y así expandir las reverberaciones del viaje físico y espiritual que realiza el protagonista en su penoso y aleccionador naufragio y sumergirnos en sus implicancias existenciales y místicas. Más allá de lo técnico, imapacta el alcance de la relevancia de este viaje, que, como todo viaje, conduce a un encuentro con lo más valioso y sombrío de nuestra humanidad y a la maduración espiritual del ser que lo emprende, así también como a las múltiples enseñanzas que aporta para quienes lo vemos transcurrir en pantalla.

   Su protagonista es Piscine Martel, nombrado así por un padrino del alma que deseaba para él que nadara en las mejores piscinas del mundo, sin pensar que le esperaba nada menos que el Pacífico como destino. El niño abrevia hábilmente su nombre en sus años escolares a la notación de la letra griega π, Pi, de infinitas lecturas numéricas y filosóficas, bautizándose así mismo como un ser en busca de la trascendencia y evitando la estigmatización de sus compañeros, a quienes supera en avidez de conocimiento del verdadero mundo más allá de los muros de una escuela que lo aburre. A Pi le interesa la naturaleza divina de todo cuanto lo rodea y se zambulle en todas las manifestaciones de la divinidad veneradas por la humanidad que va descubriendo de joven, conectándose y reverenciando cada una sin prejuicios y extrayendo de ellas lo que subyuga a su mente y alimenta a su alma, ávida de sentido existencial, cosa que su padre, un conservador, exitoso y realista hombre de negocios, no comprende ni aprueba, no así como su madre, un alma más receptiva y abierta a la diversidad.

  Lo mismo sucede con su vínculo con los animales del zoológico que su padre regentea en Pondichery, el distrito francés de la India. El muchacho busca conectar con el alma que cree que habita detrás de los ojos de los animales del zoo, aún con la del temible tigre de Bengala, Richard Parker, a quien su padre le enseña brutalmente a temer y que eventualmente se convertirá en su alter ego, ese tigre que llevamos instintivamente en nuestra naturaleza animal, sin que los espectadores sospechemos que no se trata del animal que naufragó también al hundirse el barco japonés que transportaba a toda la familia y al zoo a los Estados Unidos en un intento de salvarse de la bancarrota, interrumpiendo la vida del muchacho en la vivencia de su primer amor.

   El barco de carga se enfrenta con una feroz tormenta y comienza a hundirse mientras Pi está maravillándose por la fuerza de la tempestad en plena cubierta. Al percatarse del peligro, intenta salvar a su familia, ya bajo el agua, pero es arrojado a un bote salvavidas. Desde el mar agitado, Pi observa con impotencia cómo el barco se hunde, matando a su familia y su tripulación. Poco después, vemos que el muchacho se encuentra en el bote con una cebra herida, y se une una orangutana que perdió a su cría en el naufragio. Una hiena se escabulle por debajo de la lona que cubre la mitad de la embarcación y mata a la cebra para alimentarse de ella. Para angustia de Pi, la hiena también hiere mortalmente a la orangutana en una pelea en la que lo defiende a él de su ataque. De repente, el tigre Richard Parker emerge por debajo de la lona, y se come a la hiena.

  Es con el enorme y feroz tigre al que ha sido educado a temer con quien deberá compartir su aventura en un bote para treinta personas, atravesando el océano para sobrevivir al naufragio. El espectador no se percatará de que el tigre no es el soberbio y temible animal del zoo, sino el lado salvaje de la naturaleza del muchacho que le permitirá emerger de los mares de la inmersión en la adultez y el encuentro con las sombras que nos hacen devenir adultos y encarnar nuestras figuras paternantes ante su irremediable ausencia, no sin lamentarse de no poder haberse despedido de esos seres que, con sus virtudes y defectos, le han transmitido todo lo que necesitaba aprender para atravesar los bravíos mares de la existencia y salir a flote. El tigre no es sino una proyección de la personalidad, en pleno desarrollo, del propio muchacho, y ésto no se nos revela hasta el desenlace, narrado por Pi adulto, al volcar su versión alternativa y literal de la historia, tranquila y emotivamente, en los oídos de un ávido escritor en busca de un cuento inspirador y fantástico para recrear.

 Lo más jugoso y temible de este rito de iniciación oceánico es el proceso de aprendizaje por el cual animalidad y humanidad deberán convivir en un mismo ámbito, rodeados por el abismo de las maravillas y los peligros de las profundas aguas en las que se encuentran perdidos y de las cuales no emergerán hasta desaprender lo aprendido acerca de lo que es humano y lo que es animal en nosotros e integrarlo para lograr el equilibrio que hace posible la supervivencia en la liquidez de la existencia humana. El esplendor y la furia de la naturaleza en la inmensidad del mar harán que Pi por fin se enfrente cara a cara con ese Dios al que busca con avidez para cuestionarlo. Es recién entonces cuando se entrega, habiendo luchado hasta extenuarse y habiéndose contentado con los recursos que la naturaleza le provee y que su inteligencia emplea para sobrevivir, domando también a ese tigre a quien en principio teme. Y al doblegarlo, llega a su fin el viaje, se encuentra con la civilización que lo rescata y pierde de vista a Richard Parker, que se ha convertido en un compañero que ahora retorna debilitado pero firme y sin mirar atrás a la selva donde pertenece. El muchacho, ya un hombre, llora amargamente su ausencia sabiendo que es abandonado por esa parte de su naturaleza que lo ha salvado de manera mucho más fehaciente que los hombres que lo encuentran finalmente en la orillas de una playa mejicana y lo hospitalizan.
  Allí entendemos, gracias al relato literal de los hechos que los hombres de la aseguradora de la nave hundida esperan escuchar, que a bordo del bote estaban en verdad los animales que también  habitan a los demás náufragos: la pobre cebra, usada como fuente de alimento por la hiena cuando comienza a apretar el hambre animal, representa a un marinero que cae al bote herido, la repugnante hiena es la figura que encarna al desalmado cocinero "comeratas" del barco, protagonizado por un fugaz y genial Gérard Depardieu, que acabará también con la orangutana, la madre de Pi, para finalmente hacer salir al tigre de Bengala de las entrañas del muchacho mismo que, con un cuchillo, da muerte a la traicionera criatura de risa burlona y a todos los preceptos alimenticios que ha observado durante sus breves años de vida hasta entonces. La historia contada como la vemos en principio no resulta creíble ni útil para los humanos civilizados y alejados de la fantasía de los cuentos humanos que alimentan el alma de Pi desde pequeño. Finalmente, Pi les dará el relato que cuaja para sus mentes terrenas y ajenas a la naturaleza animal en nosotros y pagarán el seguro que salvará al joven materialmente una vez en tierra.

  Es recién entonces cuando obtenemos las dos lecturas de lo sucedido y de quiénes somos en espíritu y en verdad. En su encuentro con el escritor que da comienzo y cierre a la narración,  Pi le pregunta, como el autor a nosotros, qué historia prefiere. Éste elige el cuento con el tigre, a lo que Pi responde: 

-Y así es con Dios

 Echando un vistazo a una copia del informe de los agentes de seguro, el escritor se percata de un comentario final acerca de "la notable hazaña de sobrevivir 227 días en el mar, sobre todo con un tigre", lo cual significa que los agentes eligieron esa versión de la historia también. Todo refuerza la teoría de que la vida misma es el cuento que cada uno de nosotros recrea de la aventura que le toca protagonizar, con la fe, la esperanza y el coraje con los que venimos a ella o que las circunstancias hacen que emerjan o no. Ésta es una historia de fe, esperanza y coraje. No obstante, me volvió la tragedia Shakesperiana al salir del cine, dado que presiento posible que gocemos de cierta libertad para optar por qué lectura hacemos de nuestro paso por el mar de la existencia humana:

 “La vida no es más que una sombra en marcha; 
un mal actor que se pavonea
 y se agita una hora en el escenario 
y después no vuelve a saberse de él: 
es un cuento contado por un idiota, 
lleno de ruido y de furia, 
que no significa nada.” 

(Macbeth, Acto V, Escena V, William Shakespeare).
   

A boca de jarro

miércoles, 6 de febrero de 2013

Hallazgos y ... ¿coincidencias?





  Comienzo a descreer de las coincidencias. Un día antes de que se diera a conocer la noticia del hallazgo arqueológico más importante de los últimos tiempos, el de los huesos de Ricardo III de Inglaterra, escribí unas líneas dedicadas al enojo en las que hacía referencia tanto al personaje histórico como a lo que una de las más grandes piezas del teatro isabelino inmortalizó sobre él a través de la magistral pluma de Shakespeare, plasmándolo como el epítome del humor colérico de acuerdo a los cánones de la filosofía médica clásica. Son más interesantes los datos que descubrí sobre su persona que la naturaleza del genial personaje que pasó a la historia como un rey cruel, inescrupuloso, ambicioso y deforme. El hallazgo histórico resulta relevante por descubrir y darle al mundo gran parte de la verdadera personalidad de quien, según leí, fue el último rey de Inglaterra que murió en pleno campo de batalla. 


  Por siglos se creyó que se trataba de ese ser abominable que eternizó el Bardo en la ficción, basándose posiblemente en la discutida Historia del rey Ricardo III, escrita por Tomás Moro en 1513. Sin embargo, el reciente descubrimiento de sus restos óseos arroja nueva luz sobre su persona, pues el esqueleto identificado, sin dejar lugar a dudas, gracias a las pruebas de ADN que lo confirman como emparentado a las de otras tomadas de un familiar lejano que aún vive en Canadá, presenta una severa escoliosis, que podría ser origen de sus dificultades al caminar y de cierta deformidad en la postura que Shakespeare agiganta y hasta caricaturiza,  aunque también exhibe diez heridas, ocho de ellas en el cráneo, algunas de las cuales pueden haber sido puntazos del enemigo dados post mortem, más un flechazo en la espalda.

  Es evidente que Ricardo III actuó cruelmente en la lucha por el poder, pero se la jugó por entero en el rol que le tocó desempeñar. Y es casi seguro que no haya cometido los despiadados crímenes que le atribuye la tragedia Shakesperiana. El mito del soberano cruel y déspota quedó igualmente ligado a Ricardo, de quien nadie recuerda en cambio aspectos positivos, tales como su protección del comercio del reino y de la naciente burguesía o, en lo que hace a la cultura, la fundación junto con su esposa de los famosos King's y Queen's College de Cambridge.
 
  Más interesante aún resulta la verdadera crónica de su muerte en plena colisión con las fuerzas lancasterianas de Enrique Tudor, su vencedor y sucesor al trono como Enrique VII, en la batalla de Bosworth, así como sus verdaderas últimas palabras, que fueron también cambiadas por el Cisne de Avon para lograr un fuerte impacto dramático que lo hizo pasar a la historia y convertirse en un personaje de la dramaturgia clásica que todo gran actor daría mucho más que un caballo por personificar.


 Parece ser que su muerte tuvo sólo en parte que ver con el hecho de que su caballo le falló por falta de una herradura. La historia ha demostrado que murió al ser traicionado y abandonado por su tropa cuando yacía ya rodeado por sus enemigos que tomarían el trono para dar paso a la dinastía de los Tudores. Y ya sabemos que la historia la escriben los vencedores. Pero aquí va la crónica como parece certera.

  La mañana de la batalla, el 22 de agosto de 1485 (según el calendario gregoriano vigente actualmente, el 31 de agosto de 1485, pleno fin del verano en el hemisferio norte), Ricardo envió a un palafrenero a comprobar si su caballo favorito estaba preparado para enfrentar lo que sabía sería la batalla decisiva en su vida, ya que deseaba liderar sus tropas en el frente. Pero el herrero había estado trabajando sin respiro con todo un ejército y le pidió tiempo. El enviado del rey le ordenó que se apurara y cumpliera con sus órdenes. El herrero puso manos a la obra. Con una barra de hierro hizo cuatro herraduras. Las martilló, las moldeó y las adaptó a los cascos del caballo. Luego empezó a clavarlas. Poco después de clavar tres herraduras, descubrió que no tenía suficientes clavos para la cuarta. Por lo cual, inseguro de  de su resistencia, pero, apremiado por el apuro del encargo y su procedencia, entregó al caballo no sin dudar sobre cómo respondería en la lucha.

  Los ejércitos, que juntos sumarían unas 13.000 almas, chocaron y Ricardo estaba en lo más álgido del combate, cabalgando con valentía, arengando a sus hombres y luchando contra sus enemigos, cuando de pronto notó que a lo lejos, del otro lado del campo, algunos de los suyos retrocedían. Ricardo entonces espoleó a su caballo y galopó hacia la línea rota, ordenando a sus soldados que regresaran a la batalla.


  Estaba en medio del campo cuando el caballo perdió la herradura más débil. El animal tropezó y rodó, y Ricardo cayó al suelo. Antes de que el rey pudiera tomar las riendas, el asustado animal se levantó y echó a correr. Ricardo miró en derredor. Vio que sus soldados daban media vuelta y huían, y que las tropas enemigas lo rodeaban. Blandiendo su espada en el aire, la leyenda cuenta que gritó: "¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!" Eso es lo que conocemos y creemos por la ficción que lo hizo un personaje histórico más que pintoresco.


  Polidoro Virgilio, cronista oficial de Enrique Tudor, escribiría más tarde: "El rey Ricardo, solo, murió luchando como un hombre bajo la mayor de las presiones de sus enemigos". El cuerpo desnudo de Ricardo fue expuesto probablemente en la colegiata de la Anunciación de Nuestra Señora y después ahorcado por Enrique Tudor, ahora Enrique VII, antes de ser enterrado en la iglesia de la hermandad franciscana de los Grey Friars, en Leicester. Luego de siglos de haberse dado por perdido, los restos de Ricardo III, el último rey de la dinastía Plantagenet, tronco de la de York, fueron desenterrados donde había una iglesia en Leicester y en donde hoy funciona un estacionamiento. 
  
  Me quedo sorprendida por la "coincidencia" temática entre mi última reflexión y este hallazgo arqueológico. Creo que tiene algo que ver con el empleo de ese descontento que analicé. En el caso del hallazgo, se trate tal vez de un cierto descontento histórico, que finalmente se canalizó productivamente en el descubrimiento de los huesos que echan luz sobre la verdadera naturaleza de un hombre que se convirtió en mito. El mito, históricamente injusto aunque inigualable en su delineación, no conformaba a muchos que buscaban al verdadero hombre. Queda así finalmente desterrada la persona gracias a la aparición de sus huesos, huesos cuyas heridas de guerra y sus desviaciones revelan una humanidad de luces y sombras, como la de todos, que tuvo el valor de morir por lo que creyó su causa, abandonado hasta por su propio caballo pero luchando hasta el fin. Ese es para mí todo el sentido de una vida sana a pesar de la enfermedad e intensamente vivida aunque breve: murió a los 32 años.


  Además me quedo con la perlita de lo que transmite la leyenda que ha quedado parcialmente desmitificada, pero que sirve como tal, citada por William J. Bennett en El libro de las virtudes:

Por falta de un clavo se perdió una herradura,
por falta de una herradura, se perdió un caballo,
por falta de un caballo, se perdió una batalla,
por falta de una batalla, se perdió un reino,
y todo por falta de un clavo.


  Yo tan sólo agregaría, si se me permite, por el factor tiempo. Coincidentemente o no, por estos días ando con este humor colérico e impaciente del personaje Shakesperiano y del rey mismo frente a una batalla decisiva en la cual me falta también una última pieza, apenas un clavo, para dar en él y lograr desenmascarar para darle lucha a un enemigo cobarde que me traiciona sin revelar su verdadera naturaleza a plena luz, para desenterrar por fin el enigma que me atemoriza, peleando con tan sólo un caballo maltrecho mientras husmeo huesos en busca de pruebas para descifrar lo que hace meses ya es un misterio que me perturba. Como a Ricardo, el hombre, me desespera la espera. Aunque nada más alejado de mí que los cojones de este rey cojo y su valentía al enfrentar su destino último, confiando en su animal dilecto, ese que todo llevamos dentro y a veces parece trastabillar y caer justo cuando más lo necesitamos, su espada, su cuerpo crispado por la escoliosis y habiendo sido abandonado por los suyos en pleno campo de batalla. 


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