domingo, 27 de mayo de 2012

El sueño en la vida adulta

"De fierro,
de encorvados tirantes de enorme fierro,
tiene que ser la noche,
para que no la revienten y desfonden
las muchas cosas que mis abarrotados
ojos han visto,
las duras cosas que insoportablemente
la pueblan."

Jorge Luis Borges: "Insomnio", en  El otro, el mismo (1964). Obras Completas, Emecé, Buenos Aires, 1977. 


 Me atrevería a decir, sin ninguna base científica que me avale, guiándome simplemente por lo que converso con algunos adultos de más de cuarenta de mi entorno, que el sueño en la edad adulta, a diferencia del sueño en la niñez, la adolescencia y la juventud que se añora, es un sueño que a menudo no nos satisface muy a nuestro pesar. Incluso podría llegar a arriesgar que los desvelos constituyen una constante tan frecuente en nuestras noches que ya casi los tomamos con naturalidad, un mal que aqueja a muchos, especialmente en las grandes ciudades, y una de las causas más agudas de insatisfacción en la vida adulta.

 Según los testimonios que me han llamado la atención por las resonancias con mis vivencias del descanso nocturno, el sueño cambia radicalmente a partir de la llegada de los hijos a nuestra vida: un hijo que llora y despierta a sus padres reclamando leche, amparo, presencia y calor es el primer germen de esos desvelos que se sucederán a pesar de que al principio pensemos que todo volverá a ser igual cuando el niño crezca. 



 Al traspasar el umbral de las despertadas nocturnas a causa del bebé vendrán las noches de fiebre, mocos y toses, los miedos infantiles y las pesadillas, la escuela, con sus desafíos que a veces inquietan al punto de traer dificultades en el sueño, al igual que el entusiasmo que generan cumpleaños, festejos, campamentos y viajes. Y a todo eso vamos sumando nuestras propias inquietudes diurnas no resueltas que se rumian entre oleadas de un sueño que se nos hace más liviano y entrecortado por el peso de las responsabilidades de saberse proveedor y sostén de un nido lleno y por las pesadillas propias que van llegando con las certezas de nuestra propia fragilidad y la del fin de la vida de los seres queridos a quienes también sostenemos desde un lugar más sutil pero igualmente real. La realidad que nos va cambiando tramo a tramo se cuela en nuestro descanso y todo se convierte en una suerte de magma indiferenciado de vigilia, insomnio y sueño poblado de alertas e interrupciones.


 Y luego llega la nocturnidad social a la vida de nuestros hijos adolescentes, que no entendemos y tememos, pero que hemos vivido, aunque se haya adelantado y extendido en estos tiempos. Negarles el permiso de experimentar su atractivo es dejarlos afuera de su grupo de pertenencia. Y limitarla racionalmente por el desajuste y el peligro que significa tanto para ellos como para nosotros, que vamos al rescate, implica poner el despertador para que nos sacuda en medio de ese sueño que se nos hace peliagudo y aventurarnos a la calle para traerlos a la cama como cuando eran bebés. Decir "no" para evitar el desvelo de ese sueño tan esperado del fin de semana, que finalmente se transforma en puro desfasaje familiar, de todo modos nos quitaría el sueño, haciéndonos sentir padres anticuados y castradores.

 De más joven no recuerdo jamás que mi descanso nocturno se haya visto interrumpido por ruidos familiares, como el de las llaves en la cerradura o el sonar del celular, que se incorporan vívidamente al sueño y que me sorprenden al despertarme por su irrealidad. No recuerdo haber necesitado cerciorarme de haber cerrado la puerta con traba y cerrojo o de haber apagado las luces del auto para que arranque la mañana siguiente. Ni haber ido tantas veces al baño antes de conciliar el sueño o haber cambiado de postura o temperatura corporal tan a menudo durante la noche.



 También puede ser como dice una amiga: a partir del momento en que uno deja de ser uno y se convierte en uno y los suyos se va acostumbrando a ser requerido en medio de la noche, y parece que cuando los hijos crecen y dejan de despertarnos apareciéndose al pie de la cama como figuras espectrales en el sigilo nocturno, es el recuerdo de aquellos días o los temores, las ansiedades y las angustias del hoy los que acuden a desvelarnos. Lo cierto es que, como tantas otras cosas que cambian con el paso del tiempo, el sueño evoluciona y se transforma en algo totalmente distinto a lo que conocíamos y a lo que nos producía tanto placer. Los ojos abiertos de par en par y el cuerpo tieso sobre el colchón por horas o por odiosas y temibles rachas que se nos hacen férreas están muy lejos de lo que percibimos y esperamos como descanso, pero es lo que muchas veces logramos en medio de la vorágine de la vida que solemos llevar quienes crecimos y asumimos nuestra cuota de crecimiento respondiendo a los llamados de nuestro rol adulto en pleno siglo XXI.


A boca de jarro

martes, 22 de mayo de 2012

Un paso por vez


Cuando me preparé para afrontar la decisión definitiva de dejar mi adicción al tabaco sabía que experimentaría síntomas de abstinencia. La abstinencia tiene muy mala prensa, asusta, se piensa que es antinatural, que implica reprimir algo que el cuerpo pide y que, al negárselo, se lo cobrará con una buena cuota de dolor psicológico, que es sin dudas el que más se teme y el que menos nos sentimos capaces de doblegar. Creo que todos los que nos hemos enfrentado alguna vez con este tipo de dolor hemos quedado marcados a fuego por una clase de miedo que es tremendamente difícil de superar: el miedo al miedo, es decir, el temor de sentir ese miedo de sufrir los síntomas del flagelo psicológico y no ser capaces de manejarlos. Se trata de un miedo anticipatorio: se padece antes de experimentar dolor y a veces ni siquiera llega el dolor que se esperaba. Y es así que cuando este dolor llega y se hace manejable, se siente una agradable sensación de sanidad y bienestar que disipa al cúmulo de miedos que nos paralizaba y nos autofortalecemos.


He estado leyendo bastante sobre adicciones en general  por estos días y aprendí que todos los adictos a ciertas sustancias somos propensos a hacernos adictos a más de una cosa ya que tenemos ciertas características que nos hacen vulnerables. Inclusive se sospecha que nuestros genes nos juegan en contra y se habla de personalidades adictivas. Las características que se asocian con este tipo de personas son todas negativas y, en mi caso personal, ciertas. Tanto que al dejar esta adicción me he propuesto luchar por lograr un cambio que me lleve a una superación que permita que me desintoxique ya no sólo a nivel físico sino a nivel psicológico. La primera vez que leí que era necesario "crear una nueva identidad" en la cual el fumar no estuviera asociado conmigo, pensé que sería imposible. Pero a medida que fueron transcurriendo los días que llevo sin fumar y al atravesar por estados de ánimo cambiantes que me han llevado a ver otras cosas sobre mí misma y mis conductas y emociones, entiendo que esto es real, aunque mucho más demandante que el hecho de dejar de fumar en sí mismo.

Abstenerse, de acuerdo al diccionario, significa renunciar a alguna cosa fundamentalmente por cuestiones morales. Está además ligado con la sintomatología que presenta la decisión de renunciar a algo a lo que uno se ha hecho adicto. Y al renunciar a la cosa, también se debe renunciar en buen grado a esa parte de nuestra personalidad que depende de ella para sentir que funciona, aunque se trate de un autoengaño, ya que al ser dependiente, se disfunciona. Al entender esto, intentamos enmendar todo el daño que este disfuncionamiento nos ha causado a nosotros mismos y a quienes nos rodean, y nos asalta el miedo: el miedo a sufrir, el miedo a fracasar, el miedo a que todas las características de nuestra personalidad que nos han hecho caer en la adicción salgan a la superficie. Estas son: la inseguridad que genera una baja autoestima, el infantilismo de querer satisfacer nuestros deseos inmediatos y nuestra falta de autocontrol e impulsividad, nuestro alto nivel de frustración y baja tolerancia, nuestra tendencia al autoengaño, la negación y la autojustificación, la ansiedad y la angustia.

Lo que más asombra a quienes somos adictos en recuperación es el permiso que nos hemos dado por tanto tiempo una y otra vez de caer en eso que sabemos que nos daña a pesar de las claras evidencias del deterioro que la adicción hace evidente con el paso del tiempo. Cuando nuestra conciencia comienza a advertir que algo anda mal y que ya no estamos en control de nuestras vidas se toca fondo emocional y se ve claramente esto que en principio parecía una locura, aunque es el único camino hacia el reestablecimiento de esa armonía que llamamos salud: hay que recrear nuestra identidad sin la muleta que nos hacía creer mejores y más fuertes, asumirnos desde nuestras flaquezas, y desde allí empezar a apuntalarnos. Hay que restablecer el equilibrio sutil entre nuestras luces y nuestras sombras.

Al lograrlo día a día, se va robusteciendo el sentido de valía que tiende a ser escaso en nosotros. Comenzamos a notar pequeños cambios que nos van conectando con alguien novedoso que habíamos olvidado. Hay más luz, alegría y esperanza. Hay una reconexión con nuestro ser esencial que se había bloqueado y esa ausencia nos hacía sentir más vacíos. Hay alivio. Hay más ganas y más fuerza para cambiar otros aspectos que se hacen visibles y notorios. Y hay todo un largo camino para seguir andando, porque cualquier paso en falso implicaría volver a descentrarse. Es, como dicen todos los que lo han transitado y caminan este sendero erguidos día a día, dar un paso por vez. El maestro Jung lo explica en términos del claroscuro que entiendo que somos, y se me hace mucho más claro a cada paso:



A boca de jarro

viernes, 18 de mayo de 2012

Vivir bajo los árboles

"Yo vivo en una ciudad 
que tiene un puerto en la puerta
 y una expresión boquiabierta
 para lo que es novedad.

 Y sin embargo yo quiero a este pueblo
 tan distanciado entre sí, tan solo,
 porque no soy más que alguno de ellos..."
                                                                                                                    Pedro y Pablo

Cuando se instalan los tiempos difíciles, las cosas comienzan a desgastarse. Y como no se puede cambiarlas por nuevas, los ojos parecen empezar a acostumbrarse a ver el desgaste y la decadencia como algo normal. Un día se cae un botón del saco y el saco queda sin un botón. Otro día se hace un agujero en el pantalón y el agujero queda sin remiendo, exponiendo la pierna sucia que ya no se lava, total ¿para qué? Y al tiempo se perfora la suela de los zapatos y nos acostumbramos a que nuestros pies desprotegidos y llagados anden pisando todo lo que hay tirado en el suelo. Se van acumulando las averías para convertirse en una vista común del paisaje que miramos a diario.


Así nos ha ido pasando en esta ciudad en la que yo vivo, que tiene un puerto en la puerta, con los indigentes en las calles. Empezamos a verlos hace años ya, cartoneando al caer el sol, abriendo y revolviendo nuestros residuos en busca de alimento o algo que les podía ser útil vaya a saber para qué. Se armó toda una especie de industria del cartoneo, y ahora son un ejército de familias enteras que pasan por la puerta de nuestras casas a levantar lo que encuentran.


Veíamos algunos linyeras durmiendo a la intemperie en ciertos puntos de la ciudad, tapados con papel de diario y cartones para protegerse del frío. Fueron gradualmente tomando las plazas, las escalinatas de edificios públicos e iglesias y algunos lugares ya no públicos, y ahora se ven  seres humanos durmiendo en la puerta de locales cerrados, de casas abandonadas en venta, en el hall de edificios habitados, haciendo una especie de vivienda con carros de supermercado que cumplen la función de alacenas, cartones como paredes, sillas desechadas que conforman su mobiliario y hasta tendederos de ropa donde cuelgan sus dos o tres prendas cunado no están en uso. Cada vez son gente más joven. Y andan con varios hijos viviendo en estación de tren frente de la casa de mis padres, por ejemplo, o en el sector pavimentado de juegos del parque municipal donde solía llevar a mis hijos a jugar de pequeños. Las mujeres hasta barren el piso por la mañana como si estuvieran en su propia cocina. Y cuando se van de allí como quien deja su casa para salir de compras o ir a trabajar, dejan sus cosas en un atado sobre los árboles. El otro día estuve tentada de fotografiar todo esto que describo, pero no me dio el alma...


A veces me pregunto qué futuro les depara a estos jóvenes, a estas argentinas y estos argentinos de veinte o treinta años que tal vez jamás hayan trabajado y que probablemente han pasado de vivir en una villa a sobrevivir en la calle, sin paredes ni techo. Pienso además en sus pequeños hijos. Se trata de una espiral social que veo difícil de revertir. El otro día circulaba por ahí una camioneta del gobierno de la ciudad y se bajaron unas chicas de la asistencia social con guardapolvos y guantes para hablar con ellos. Les hicieron unas preguntas, cargaron sus petates en la camioneta y se los llevaron, para alivio de los vecinos del lugar, a quienes les disgusta y les preocupa la situación, sobre todo ahora que viene el frío. Pero cuando cayó el sol, volvieron a apostarse donde habían quedado sus bártulos en un atado: bajo los árboles.


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