domingo, 24 de enero de 2021

Elegía a mi utopía


“El encuentro de sir Tomás Moro con su hija tras su sentencia de muerte”, 

William Frederick Yeames (1872)

 

Esta elegía es para mi Javier, 
idealista empedernido, 

historiador inspirado, 

maestro hacedor de la historia mía 
y artífice de mis mejores utopías.
 


 
Ir por la cabeza del Moro,

de madrugada, en puntillas,

furtiva y secretamente,

escoltada por su gente,

que con pasión la defiende,

con manos heridas de hija

con hambre y sed de justicia

- la poética y divina -

a rescatar del cadalso

a la cabeza del Santo

que por Padre dio su sangre. 


¡Qué bella Utopía sería!

No la leyenda: la mía...


Padre que había estampado

su digna firma de Santo

a favor de los derechos de la reina de Aragón

contra la lascivia de una Bolena usurera,

en férrea oposición

a la anulación ilícita

de un matrimonio real y sagrado

- el Moro y su diestra pluma, 

a quien en franca traición, una vil subyugación

no logran avasallar en su lealtad 

al bien supremo ni a su fe inquebrantable.


¡Qué locura corajuda,

Santa sanidad de padre!


Y quien fue decapitado

por oponerse - estoico,

cual hierro caliente en su eje,

de perenne apego al bien -,

a la figura de quien 

coronado oprobio fue

para una Inglaterra fiel 

a los Siete Sacramentos,

a la lujuria del rey

que reinaba, sucio, entre sábanas.


¡Un lascivo amoral

que por seis esposas fue!


Fue la cabeza del Moro

la que por un mes quedaría expuesta,

ya desmembrada del cuerpo

de sus vísceras vaciado, 

de sus bienes despojado, 

de su dignidad privado

luego de ardua agonía

junto a la Torre de Londres

donde reo y cautivo penó

y donde del copón de oro,

que era su mayor tesoro,

bebió y brindó por última vez. 


- "Le ruego, Señor Verdugo, ayúdeme Usted a subir,

que para bajar he de arreglármelas solo."


Y como en todo viaje 

profético, iniciático y poético,

del padre se va hacia al hijo:

y en este singular caso, a su hija,

una digna Juana de Arco, 

pero de nombre Margarita en pleno Renacimiento,    (1535, era de Cristo, no less...)

para limpiar el escarnio

y el linaje de su padre

habilitado arteramente

hasta por el mismo Cromwell

y la complicidad de Cranmer.


Muere Moro: filial sirviente del rey, 

mas, ante todo, mártir, hijo de Dios Padre.





Llegamos aquí al principio

que es como se ha de acabar...

De la cabeza del padre

rescatada por su hija

poco y nada hoy se sabe:

un puñado borroneado

de huellas sobre la tierra.

En este precioso cuento

los protagonistas son hombres y son rivales:

un epicúreo salvaje y un sufrido humanista,

como suele pasar siempre en nuestra Literatura...


No habrá ni gloria ni hoguera para la hija de Moro:

solo anónima leyenda y un tesoro invaluable.


Es la hija quien de verdad conoce, y calla,

del santo ungido su verdadero destino 

y del destino de toda una Britannia perdida,

y de la cabeza del Santo

que rodó ensangrentada 

y a la cual ella salvó

ya por cuervos lacerada.

Ella es la reina real de esta historia,

la de su padre y la de su ancestría toda,

la que, a pura valentía y sobornando a un ruin guarda cárcel,

logra honrar su memoria...


Así se autoconsagró reina, sacerdotisa y profeta,

y a la cabeza del Moro en óleos santos ungió.


La hija quien finalmente

del copón pudo adueñarse

para beber de su gloria,

de esa casi ni el nombre figura

en los los libros de historia

escritos por quienes supuestamente triunfan...

Pero a mí, a mí se me hace, 

 -casi borgianamente, chaucerianamente,

trágicamente, diría, escribiendo aquí en mi Canterbury,

y a riesgo de no equivocarme -,

que esa hija he de ser yo.


Para mi Tomasa Moro,

con filial y verdadero amor.



Y es con mi pluma de ganso 
que hoy te doy 
yo a vos
tu aún negada 
cristiana y digna
sepultura.


A boca de jarro

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