Era una mañana gris y destemplada en Buenos Aires. El maldito despertador sonó puntual a las seis y media. Se desencadenó el ritual matutino de cada día: salir del pijama celeste, dejar la tibieza de la cama y meterme en el uniforme verde que se conocía como "la lechuguita" en todo Villa Pueyrredón y aledaños, aunque las malas lenguas decían que el Huerto era el Maipo II, y yo no me enteré de por qué hasta que me fui de viaje de egresados a Bariloche en el 85... Mi vieja me hizo el café y me acompañó hasta la puerta. Caminé las once cuadras que me separaban del colegio con un amanecer pesado despuntando entre los árboles aquel 2 de abril del 82. Llegué temprano y me entregué mansamente a la inspección de entrada obligada: la mirada de la Vice en la puerta, midiéndonos la altura de la pollera y de las medias, la prestancia de la corbata bien ceñida al cuello de la camisa blanca y la presencia del escudo distintivo del colegio de señoritas prendido al pecho. Chichoneamos un rato en el patio con las chicas. Tocó el timbre y formamos, de menor a mayor, yo, la segunda de la fila de Segundo Bachiller. La Hermana Superiora se subió a su taburete, chirrió el micrófono, como todas los días, se puso el disco, ya medio rayado, del Alta en el Cielo, se izó la celeste y blanca, se rezó un Padre Nuestro somnoliento, y la expresión de la monja cejuda y bigotuda cambió, se endureció aún más que lo habitual.
- Señoritas, les comunico que acabamos de entrar en guerra con Inglaterra para recuperar las Islas Malvinas Argentinas. Roguemos a Dios que nos acompañe en esta gesta e ilumine a nuestra patria. Oremos...
Y nos hizo rezar tres Aves Marías al hilo y el Gloria. Se hizo un silencio más frío que el patio de baldosas blancas y negras. No entendíamos nada sobre este tablero de ajedrez. ¿En guerra nosotros, quiénes? ¿Contra quién? Con lo que me gustaban Los Beatles, Queen y el inglés que hacía unos años había empezado a estudiar y ya soñaba con dominar.
-Silencio, por favor, Señoritas. Vayan ahora, por favor, en silencio y orden, a sus aulas.
¿Al aula? ¿Y si bombardean Buenos Aires, y yo estoy acá en el colegio? ¿Sabrán en casa que esto está pasando o será un cuento de la monja?
Fue una eternidad hasta que volví a casa a almorzarme la amargura de mis viejos, a las puteadas contra Galtieri, ese borracho de mierda, está loco, y la Thatcher, omnipotente, hija de puta... ¿Con qué les vamos a hacer frente a los ingleses nosotros, a ver?
¿Se lo llevarán a Malvinas a mi viejo como médico? ¿Y nosotras tres, qué hacemos solas? Fue un día de noche larga e insomne. Días larguísimos y lánguidos, pálidos, sin sol, con vientos de sangre del sur, de noticias triunfalistas y de prendernos a radio Colonia para enterarnos de la verdad, por más dolorosa que fuera. Y se nos hundió el corazón con cada hundimiento en los gélidos mares del Atlántico del Sur.
Una pesadilla que mi abuelo asturiano, sentado a la mesa con su mate frente a la tele, tratando de digerir una cadena nacional más de tantas - un hombre que nunca había querido a los ingleses, convencido como estaba de que eran unos piratas sin corazón -, declaró, dando un puñetazo sobre la mesa del comedor luego de un discurso del general alcohólico y alcoholizado, que se trataba de una estupidez mayúscula, como todas las guerras sobre las que había leído, y como la guerra que lo había desmadrado de su Asturias natal, condenándolo a la infelicidad perenne del destierro en la Argentina en la que yo nací, la Argentina donde nacieron mis hijos y de la que se quieren ir, la Argentina que quiero ver crecer, pero que que nunca termino de entender por estar sumida en una guerra de ideologías sin darnos cuenta todavía de que tenemos más puntos en común, más "common ground" entre nosotros y con el mundo mas allá de nuestras fronteras - y lo describo tal como aprendí a enseñar a decirlo en el inglés del que siempre he vivido de enseñar y al que amo tanto como a mi lengua madre - tenemos más similitudes y vulnerabilidades en común entre nosotros que grietas. La Argentina que yo amo es una tierra bendecida por Dios en relieves y colores, mares, ríos, sierras, montañas, valles, pampas, glaciares, y, sobre todo, bendecida por mucha buena gente que se levanta cada mañana a las seis y media, y más temprano todavía, para salir a la calle a seguir haciéndola, tal como hice yo aquel 2 de abril de 1982.
En enero del 2021, solicité un permiso de circulación para trasladarme en mi automóvil. Quedé pegada... Como Big Brother sabe que tengo auto - ¿un privilegio de ricos, quizás? - , mi número de patente, el registro de mi temperatura, mi "género" - aunque me percibo "Winston"- y mi número de Documento Nacional de Identidad limpio, quiero decir, sin antecedentes penales, chipeado por un código de barras en números prácticamente ilegibles para quien, como yo, padece de astigmatismo -, un documento por el cual he pagado para acreditar mi identidad y nacionalidad, entre otros varios, que da fe y garantiza que soy ciudadana Argentina con el derecho a la libre circulación en el territorio de mi país, avalado por la Constitución Argentina, en vigencia todavía, hasta donde yo sé... (y no pienso citar el artículo, total... ¿Para qué?...) - ahora se me niega el permiso para circular en transporte público, por mail, desde el Ministerio del No-se-puede...