Hay muchas frases célebres sobre la capacidad de dar. Todos los libros sagrados, todos los iluminados, aquellos a quienes muchos tenemos como ejemplos de vida por su humildad, sencillez, auténtica generosidad, y por haber dejado una huella humana viviendo una vida llena de sentido gracias a lo que han dado para el bienestar de la vida de otros, nos han dado además poderosas palabras que ensalzan el acto de dar. "Así que yo les digo: pidan, y se les dará; busquen, y encontrarán;
llamen, y se les abrirá la puerta. Porque todo aquel que pide, recibe; y
el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá"; así enseñó Jesús que hay más dicha en dar que en recibir. "Da y tendrás en abundancia", decía Lao-Tsê. "Dar un vaso de agua a cambio de un vaso de agua no es nada; la verdadera grandeza consiste en devolver el bien por el mal", nos transmitió Mahatma Gandhi. "La raíz escondida no pide premio alguno por llenar de frutos la rama", nos legó Rabindranath Tagore.
Lo cierto es que la mayoría de nosotros tomamos estas frases como consejos para una vida más plena, como si se tratara de recetas para lograr mejorar nuestras vidas. Hoy por hoy, tal vez más que nunca antes, el languidecer de las religiones y el apogeo de una espiritualidad diversa y difusa, personal y a la carta, cientos de gurúes famosos viajan en autos caros y viven en lujosas casas a costa de las toneladas de libros que publican o las charlas que ofrecen. En verdad, se nutren del testimonio de iluminados como los que he citado para cocinar un refrito paladeable y sin etiquetas convencionales que actualmente producen urticaria. Nos sirven así sus pseudo-filosofías de autosuperación personal en versión gourmet, y, sin embargo, hacen mucho dinero llevándolas de un lugar a otro por el mundo. Seguramente, le harán bien a muchos, y el mensaje que transmiten no es nocivo, pero no es original ni parte del testimonio auténtico de sus propias vidas.
Y es que se puede decir y escribir bellas frases y libros enteros sobre el gozo de dar, interiorizarse en prácticas zen para lograr contactarnos con la fuente universal ante el eclipse de Dios, y hasta garantizar, por escrito - y con derecho a reembolso si el método falla -, que dando se sentirá uno más plenamente realizado y recibirá, a cambio, alegría y bienestar; pero me temo que este don nace con nosotros o nos llega, como dirían algunas personas que aún se animan a exteriorizar sus creencias, por la gracia que a veces nos brinda alguna circunstancia de la vida que nos pone a prueba en lo más íntimo. El gozoso acto de dar no proviene del pensamiento, no puede ser intelectualizado ni racionalizado, sino que nace como una auténtica vocación de servicio y una forma de encarar la existencia propia desde el alma, otra entidad cuestionada y descuidada. Si damos porque nos aseguran que, de ese modo, nos sentiremos mejor con nosotros mismos y los demás, o porque al dar, recibiremos en abundancia, no hemos entendido nada y seguiremos siendo las mismas pequeñas y mezquinas personas que somos cuando nos rehusamos a dar. Y hablo de dar en un sentido muy amplio: no me refiero a darle unas monedas a un mendigo o hacer mi contribución para apoyar una noble causa en la que creo. Esto no está mal, pero es insuficiente: "Si sólo se dieran limosnas por piedad, todos los mendigos hubieran ya muerto de hambre", dijo el hombre que declaró a Dios muerto, Friedrich Nietzsche.Y resulta tan cierto como que si el dar se convierte en un acto para demostrarme a mí mismo y a los demás lo bueno que soy capaz de ser, no da frutos. Si damos forzándonos a desprendernos de aquello que consideramos nuestro tesoro, ya sea nuestras posesiones, nuestro tiempo, nuestra presencia, nuestra escucha, nuestro apoyo, nuestro afecto incondicional, nuestra contención, nuestro interés por el otro, entonces es que no hemos nacido con la enorme riqueza de ser capaces de dar, y sufriremos esa amarga miseria de estrechez de corazón que no se arregla a fuerza de ceñirnos a máximas y preceptos. Seremos lo que Jesús llamaba "pobres de espíritu".
Creo que en eso los místicos no se equivocan. La visión del cielo en la tierra es la que vivenciaron almas capaces de darse a sí mismas con absoluto desapego por lo que la gran mayoría de los mortales consideramos digno de ser cuidado, protegido y valorado para ser. Esa inmensa mayoría incluye a todos los que no tenemos la libertad de corazón para dar-nos, y es allí donde encontramos nuestra propia cárcel. Somos aquellos incapaces de dar antes de que se nos pida, y nuestro infierno consiste en no conocer la verdadera generosidad, la que sabe anticipar lo que el otro necesita recibir de uno, y en eso encuentro dicha. Somos aquellos que creemos que nuestro efímero valor se prueba a fuerza de poner a buen recaudo nuestras posesiones materiales, y nos duele compartirlas: ahí reside nuestra mayor miseria, en nuestra incapacidad de desprendernos y de compartir. Y esta estrechez, tan típicamente humana, es lo que nos hace profundamente infelices, y la que difícilmente podamos enmendar a fuerza de hacernos seguidores del gurú de turno que vende sus libros en el kiosco de revistas.
Siempre que siento el dolor de dar y, sobre todo, el de dar-me, en la medida en que implica un autosacrificio, una auto postergación, una renuncia a lo que considero mi necesidad, mi yo, mi prioridad, mi momento, mi ego, recuerdo esa frase de la Madre Teresa que admite que hay un punto donde se experimenta dolor: "Ama hasta que te duela. Si te duele es buena señal." Y sin embargo sigo creyendo que a pesar de toda la publicidad negativa que estos conceptos tienen hoy, en tiempos de egoísmo, individualismo y hedonismo, realmente sería mucho más feliz si fuese capaz de dar y dar-me sin pagar esa cuota de dolor como buena señal.
Como a algunos se les da por echar un vistazo a los obituarios, es mi costumbre ojear los avisos clasificados de los diarios del domingo aunque no esté buscando trabajo. O tal vez sí, inconscientemente. La docencia ha perdido buena parte de su encanto para mí. Hay mucha burocracia alrededor del acto de enseñar y aprender que poco ayuda al meollo de la cuestión; más bien distrae, quita tiempo, roba energías y aburre. La planificación detallada, por ejemplo, que es solamente una ilusión cuya concreción depende de innumerables factores que a veces son descuidados por un apego excesivo a lo que se ha programado en abstracto y sobre papel, o la corrección de tarea escrita que se requiere que asigne a mis alumnos, quienes muchas veces entregan a destiempo y contra su voluntad, cuando están por recibir sus calificaciones bimestrales y sienten que les llega el agua al cuello, son aspectos de mi trabajo que me llevo a casa y me pesan cada año que pasa un poco más. Ni hablar de tener que dedicarle horas al diseño de evaluaciones de mitad y fin de año, como si eso realmente influyera en el proceso de aprendizaje de manera tan decisiva. Soy de las que creen en la evaluación permanente, sin tanta formalidad ni trámite, la evaluación que no genera ansiedad desmedida en nadie y arroja los mejores resultados porque se trata de ver lo que el alumno es capaz de hacer antes que estar dándole cantidad de ejercicios bajo presión cronometrada en los que indefectiblemente no mostrará sus mejores logros y terminará metiendo la pata traicionado por los nervios y el reloj. Pero debe quedar constancia escrita con fecha y hora de cada instancia evaluativa.
El hecho de enfrentarme a aulas superpobladas, mal ventiladas, pobremente equipadas para los desafíos de la enseñanza y el aprendizaje del siglo XXI, con alumnos que están en general mal dormidos, con hambre, que me bostezan en la cara o se duermen ni bien pongo un CD o un DVD para ejercitar comprensión auditiva (lo más moderno y avanzado que hacemos en clase de idiomas por aquí...), poco interesados en aprender y mucho más motivados en llegar a casa a conectarse con sus pares en Facebook o a prender la tele para seguir sus series importadas, sus programas favoritos o sus partidos de futbol hasta pasadas las doce de la noche, para luego volver a arrancar mal descansados la extensa jornada a las seis o siete de la mañana del día siguiente: todo ese estado y cúmulo de cosas hace que a veces se me dé por fantasear con un cambio de rubro.
Me lo he planteado seriamente varias veces. El tema es hacia dónde rumbear. Los avisos clasificados imponen generalmente límites de edad rigurosos que ya he superado ampliamente y un mínimo de años de experiencia comprobable con la que no cuento en ciertas áreas que me pueden resultar tentadoras. Además, es claro que la competencia ganaría ampliamente: gente joven, sin hijos ni padres mayores que pueden implicar ausentismo y complicaciones a la hora de cumplir son detalles que a ningún empleador se le escapan. A los 40 ya se es mañoso, se ingresa a un trabajo con expectativas muy concretas acerca de lo que se espera en términos decalidad laboral. Y además, también generalizando, ya se tiene en claro que el trabajo no es prioritario en la vida de uno, que es simplemente un medio para otros fines.
Pero si me corro un momento de las generalizaciones en las que muchas veces me hundo, encuentro que hay honrosas excepciones que hacen que siga adelante. No todos mis alumnos carecen completamente de interés por aprender, no todos toman su clase de inglés como una pesada carga impuesta por sus padres bajo el pretexto que les permitirá acceder a mejores empleos en el futuro, no todos los adolescentes y jóvenes de hoy se conforman con la mediocridad que suele proceder directamente de lo que promueve el sistema. Hay algunos que hacen que el hecho de transmitir lo que uno ha aprendido al aprender toda la vida cobre sentido. Hay quienes dejan moldearse, parecen iluminarse al descubrir nuevos caminos, permiten una interacción nutricia que reverbera más allá de las paredes del aula y llega al alma. Y es en las excepciones a lo que parece una regla donde se encuentra la motivación para seguir adelante en este oficio de enseñar.
Justamente, el domingo me encontré con una búsqueda laboral que de alguna manera confirma mi sensación de que no todo está perdido. Como estudiante, siempre me esmeré por sacarme buenas calificaciones y obtener un buen promedio en mis estudios, aunque a la hora de buscar trabajo, no se siente que ese mérito alcanzado a base de mucho sacrificio, empeño y constancia sea lo que defina la obtención de un puesto laboral. Y creo que no me equivovo al afirmar que muchos de mis alumnos sienten lo mismo. Se sabe que en otros países se busca a los altos promedios escolares y universitarios, se los estimula a seguir formándose a través de becas y postgrados, se les proponen trabajos con capacitación y mejor remuneración. Pero aquí no parecen abundar ese tipo de iniciativas.
En la sección de búsquedas laborales de los diarios Clarín y La Nación del pasado domingo 6 de mayo aparece un importante aviso publicado por el Banco Ciudad que busca personas "... preferentemente egresadas de colegios públicos", con "Título Secundario con promedio igual o mayor a 7" (cuando en nuestra ciudad se aprueba con 6), y que ostenten "Muy buen nivel cultural..." además de manejo de PC, a cambio de una jornada reducida de 4 horas de trabajo diario, lo cual les permitiría estudiar al mismo tiempo que trabajar, con una remuneración bruta de $3900, más premios y beneficios, lo cual no está mal para un primer sueldo contando con un título secundario nada más, con lugar de trabajo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y en un ámbito donde tal vez puedan crecer y progresar. Si bien se advierte que se llevará a cabo un exhaustivo proceso de selección, se aclara explícitamente que se buscaexcelencia.Hacía tiempo que no me encontraba con conceptos que parecen hasta anacrónicos en los clasificados. Y espero encontrarme con muchos más avisos de este tipo, ya que tal vez ayuden a espabilar las mentes adormiladas de tantos jóvenes que sienten que el esfuerzo no vale de mucho porque no se encuentran con este tipo de incentivo tan a menudo como deberían encontrarse.
Anoche vi por tercera vez "In her shoes" ("En sus zapatos", 2005), una adaptación de una novela en inglés de Jennifer Weiner dirigida por Curtis Hanson y protagonizada por Toni Collette, Cameron Diaz y Shirley MacLaine. Una película que quizá no merezca la pena verse más de una vez, pero que siempre me engancha. Creo que lo que más me gusta es que puedo identificarme con ciertos rasgos de las tres mujeres que alimentan la historia, diría mejor, con las cuatro, aún con la que se menciona y se ve en fotos, pero que no está presente físicamente a pesar de ser quien ha dejado una huella indeleble en las otras tres. Y es esclarecedor en momentos de transición, de cambio, ver ciertas cosas propias con la distancia que impone la ficción, una ficción con un poco de melodrama, lo admito, pero con un planteo por lo menos interesante.
Es una película sobre la empatía y sobre cómo se pueden elaborar las pérdidas. Es una película que regala algunas líneas de poesía bellísimas que ayer me hicieron vibrar una vez más. Uno de esos regalos es el poema de Elisabeth Bishop, "One Art", traducido como "El arte de perder". Irremediablemente se pierde al traducir poesía, pero dejo que la mejor traducción que encontré hable por sí misma:
"El arte de perder" ("One Art"), de Elizabeth Bishop.
El arte de perder no es muy difícil;
tantas cosas contienen el germen
de la pérdida, pero perderlas no es un desastre.
Pierde algo cada día. Acepta la inquietud de perder
las llaves de las puertas, la horas malgastadas.
El arte de perder no es muy difícil.
Después intenta perder lejana, rápidamente:
lugares y nombres y la escala siguiente
de tu viaje. Nada de eso será un desastre.
Perdí el reloj de mi madre. ¡Y mira! Desaparecieron
la última o la penúltima de mis tres queridas casas.
El arte de perder no es muy difícil.
Perdí dos ciudades entrañables. Y un inmenso
reino que era mío, dos ríos y un continente.
Los extraño, pero no ha sido un desastre.
Ni aún perdiéndote a ti (la cariñosa voz, el gesto
que amo) me podré engañar. Es evidente
que el arte de perder no es muy difícil,
aunque pueda parecer (¡escríbelo!) un desastre.
El arte de perder se aprende al asomarse al secreto que revela el poema de e.e. Cummings que cierra la película:
"I carry your heart with me" by e.e. Cummings(Fragment).
Here is the deepest secret nobody knows.
(Here is the root of the root and
the bud of the bud
And the sky of the sky of a tree called life; which
grows
higher than soul can hope or mind can hide)
And this is the wonder
that's keeping the stars apart
I carry your heart (I carry it in my
heart).
"Llevo tu corazón conmigo" de e.e. Cummings(Fragmento).
He aquí el más profundo secreto que nadie conoce
(he aquí la raíz de la raíz y el brote
del brote
y el cielo del cielo de un árbol llamado vida; que crece
más
alto de lo que un alma puede esperar o una mente puede ocultar)
y éste es el
prodigio que mantiene a las estrellas separadas
Llevo tu corazón (lo
llevo en mi corazón).
¡Y qué difícil se me hace ver a Cummings en casi todas sus fotos con un cigarrillo en la mano al cabo de cumplir las primeras 48 horas de haberlo dejado! Por fin encontré esta imagen en la que se le ve muy apuesto y libre de humo:
Fumo desde los diecisiete años. Empecé como tantas adolescentes para sentirme más grande, más cool, más segura de mi misma. Detrás de todo fumador hay un ser inseguro que necesita una muleta y un manojo de ansiedad que el cigarrillo incrementa aunque se crea lo contrario. El cigarrillo me acompañó durante mi carrera, me parecía que me ponía en un estado de alerta mental para estudiar largas horas diurnas y nocturnas. Luego me apoyé en él para dar mis primeros pasos en el mundo del trabajo, cuando todavía se nos permitía llenar de humo los lugares que compartíamos con nuestros colegas.
Me puse de novia y luego me casé con un tipo más sano que el Quaker que me aceptó a mí y a mi compañero sin chistar. Nunca fui de fumar más de mis cinco o seis cigarrillos por día, y comencé a hacerlo al aire libre, en el patio o la terraza de casa. Empecé a convertirme en una fumadora culposa, avergonzada y bien consciente de los daños que el cigarrillo produce. Cuando supe que estaba embarazada de mi primer hijo, guardé el paquete en uso en un rincón de un cajón y nunca más probé uno. Hasta que dejé de amamantarlo. Con la excusa de las largas horas de estar en casa viviendo al ritmo del bebé y la sensación de encierro y falta de descanso, volví a fumar.
Cuando decidí buscar mi segundo embarazo, dejé de fumar con esfuerzo bastante antes de quedar embarazada. Quería estar sana y hacer un cambio radical en mi estilo de vida, hacer ejercicio, cambiar mi dieta, bajar de peso. Y traspasada la crisis de abstinencia que manejé alejándome de los lugares de casa donde solía fumar a escondidas para que mi hijo pequeño no me viera, logré superarlo. Me mantuve sin fumar por más de un año y medio. En el segundo postparto experimenté síntomas de ansiedad más agudos que la primera vez. Acudí esta vez a una terapia en lugar de ir corriendo al quiosco a comprarme un atado, aunque la idea me rondaba. Y la psicóloga me dijo que si sentía que caminaba por las paredes, no estaba tan mal fumar dos o tres cigarrillos por día para calmar los nervios. Ahí ya no amamantaba. Muchos profesionales, tal vez fumadores ellos y sin malas intenciones, recomiendan consumir una dosis de nicotina controlada antes de forzar al paciente a transitar por la desesperante abstinencia que dejarlo totalmente conlleva. Entonces reincidí.
Creí que lo tenía controlado. Fumaba mi cuota diaria que no sobrepasaba los cinco, hasta que el año pasado, a raíz de una serie de experiencias estresantes que cualquier vida trae de tanto en tanto, se me fue de las manos. Empecé a hacerlo automáticamente, y si bien nunca perdí la cuenta de lo que fumaba, lo que parecía la mesura de los cinco diarios se duplicó. Tanto es que comenzó a controlarme él a mí que dejé de hacer cosas que antes hacía con mayor asiduidad, como ejercicio intenso, porque las energías no alcanzan.
Últimamente me hice plenamente consciente de que soy esclava de mi vicio. Siento que necesito fumar para rendir, para trabajar, para premiarme después de trabajar, para inspirarme para escribir. Pero termino el día exhausta y sé que es por el cigarrillo.
Estoy leyendo un libro escrito por dos ex-fumadoras empedernidas que llevan adelante un método exitoso y serio para ponerle fin al tabaquismo. No creo en la magia: ni el láser, ni la acupuntura, ni la auriculoterapia. Pero necesito apoyarme en un libro en este momento en el que he tomado la decisión de dejarlo porque tengo pánico de fracasar y reincidir otra vez. Según el libro, debo prepararme psicológicamente, pensar en positivo, asumir un cambio profundo que incluye una nueva identidad en la que el cigarrillo no entre, bucear en las causas y las formas de esta adicción. Debo fijar un día, el Día D, y una hora. Se aconseja hacer un pequeño ritual de despedida íntimo entre el cigarrillo y yo la noche anterior a ese día y prepararse mentalmente para lo que serán unos siete o diez días de irritabilidad, impaciencia, más ansiedad, desasosiego y quizás insomnio, con los cuales no sólo yo tendré que lidiar, sino también quienes conviven conmigo. Y tengo miedo. Quiero dejarlo, pero tengo miedo.
Sobre todo temo porque había pensado que el mejor sustituto en esos días de crisis sería un buen termo de mate disponible a toda hora a la que suelo fumar, sobre todo, por las mañanas. Y justo pasa que voy al súper y no hay yerba mate a la vista por las góndolas donde solía encontrarme con todas las marcas y clases: la que tiene cascaritas de naranja sobre todo, que es mi preferida. En los supermercados chinos de alrededor de casa la yerba se consigue, pero el paquete sale justo el doble de lo que me cuesta el atado de cigarrilllos que compro cada dos dias. Cosas que pasan en la tierra de la yerba mate...
Igualmente, esta vez quiero dejarlo y quiero hacerlo por mí. Las otras veces estaba la enorme motivación de estar sana para los hijos que llevaba adentro. Y resulta que ahora están afuera, me pescan infraganti y no me gusta para nada que me vean con un cigarrillo en el patio: no se es coherente como padre de ese modo. ¿Con qué argumentos les voy a decir que nunca lo hagan? Admito que me siento como de duelo. Estoy de duelo por la que quiero dejar de ser, aunque no sé si podré, ni sé en quién me convertiré. Pienso y pienso en cuál será el día más apropiado, en cómo voy a hacer para resistir, trato de poner la cabeza en los beneficios que se me auguran y que sé ciertos, pero no me resulta fácil.
Para quienes nunca han fumado tal vez sea imposible comprender todo esto. Esto es una enfermedad. De poco sirve que nos espanten con testimonios e imágenes de órganos o personas arruinadas por el cigarrillo: sabemos de qué se trata, y ya estamos enfermos. Eso es lo más patético. Según los expertos, la nicotina genera una adicción cinco veces más potente que algunas drogas duras, que jamás he probado y me jactaba de ello. Sin embargo, se tiende a ser más intolerante con el fumador que con cualquier otro adicto. Ahora me siento una adicta más, luchando. Los familiares y amigos me dicen que todo es cuestión de fuerza de voluntad, pero parece que sólo con eso no alcanza. Es necesario plantearse una nueva vida, un cambio profundo y eso genera sentimientos encontrados. Ver la vida sin la capa de humo gris que la cubre puede llegar a des-cubrir vastas áreas grises que necesiten oxigenarse tanto como mis propios pulmones y desintoxicarse igual que mi torrente sanguíneo.
Por ahora estoy en la etapa previa, tomando coraje, recabando testimonios de quienes lo lograron. Ya tengo una idea aproximada de cuál será el Día D, un nuevo comienzo en mi vida. Porque en definitiva, siempre se trata de volver a empezar.
Volver a empezar, de y por Alejandro Lerner.
Pasa la vida y el tiempo
no se queda quieto
llevo el silencio y el frío
con la soledad.
En que lugar anidaré
mis sueños nuevos
y quien me dará una mano
para volver a empezar.
Volver a empezar
que no termina el juego.
Volver a empezar
que no se apague el fuego.
Queda mucho por andar
y que mañana será un día
nuevo bajo el sol
volver a empezar.
Volver a empezar
volver a intentar
Se fueron los aplausos
y algunos recuerdos
y el eco de la gloria
duerme en un placard.
Yo seguiré adelante
atravesando miedos
sabe Dios que nunca es tarde
para volver a empezar
Volver a empezar
que aún no termina el juego.
Volver a empezar
que no se apague el fuego.
Queda mucho por andar
y que mañana sera un día
nuevo bajo el sol
volver a empezar.
Volver a empezar
volver a intentar.
Se lee y se escribe mucho sobre el trabajo. Sobre todo, se trabaja mucho. Se especula sobre las mutaciones que sufrirá la naturaleza del trabajo como lo conocemos: se pronostica que la gente trabajará de manera remota, conectada a su computadora desde su casa, que tendrán más de una ocupación a lo largo de su vida, que el trabajo se transformará en algo más impersonal, más flexible, más cambiante. El panorama en el mundo laboral ha cambiado dramáticamente desde que ingresé a él y sigue cambiando, a través de nuevas leyes y modalidades que se imponen.
En casa, el tema trabajo es todo un tema. Por las horas que ocupa, por las expectativas que alguna vez depositamos en él y que no vemos plenamente colmadas, por la recompensa económica que nos da, porque ya comenzamos a prestar atención a las inquietudes del futuro laboral de nuestros hijos y no nos sentimos en posición de orientarlos, ya que no tenemos idea de cuáles serán las opciones que les permitirán ejercer una ocupación o desplegar una vocación satisfactoriamente en unos años, y porque a menudo no es fácil descubrir qué quiere hacer uno con su vida tempranamente.
Si de vocación se trata, muchos de mis coetáneos ya se han cuestionado varias veces la que han elegido como forma de vida aún amándola. Nos cuestionamos el haber desoído otros llamados vocacionales que descartamos por no encontrarlos viables, o por pura cobardía. ¿Pero quién no tiene esas dudas existenciales en su haber?
Noto que muchos jóvenes comienzan carreras que abandonan al poco tiempo, inclusive luego de haber invertido tiempo y buenas sumas de dinero en recibir orientación vocacional. Y simplemente cambian. Percibo que no lo viven como una frustración: hay un mayor margen emocional de prueba y error en este terreno que los jóvenes se permiten hoy en su elección vocacional sin vivirlo como un fracaso. Hay carreras que me suenan novedosas, inéditas. Se dice que la Argentina es hoy el cuarto exportador en el mundo de formatos televisivos, por ejemplo, que hace tiempo se imponen y se venden alrededor del mundo. Datos que manejan los expertos en el tema que me sorprenden y que me desorientan aún más cuando se trata de orientar a mi descendencia.
Se dice también que en el mundo habrá problemas debido a que existirá una proporción mayor de población inactiva y longeva que personas activas que produzcan para mantener el equilibrio de la ecuación social que el trabajo sustenta.
Lo cierto es que cada mañana al sonar los despertadores, millones de personas nos ponemos en marcha para hacer lo mismo: trabajar. Los modos son tan diversos como personas hay en el mundo, pero el trabajo es un denominador común que nos asemeja, nos aglutina, que brinda sentido a nuestra rutina, coherencia a nuestra historia, respaldo a nuestra identidad, sustento a nuestras necesidades. Sólo nos percatamos de cuán importante es el trabajo cuando nos falta.
Se dice que trabajamos un tercio de nuestra vida en promedio, pero se siente real la reflexión inicial de Mafalda: es como si viviéramos para trabajar si contamos todas las horas que le dedicamos al trabajo cuando estamos fuera del lugar de trabajo, si tenemos en cuenta todas las dificultades que nos generan esos aspectos del trabajo para los que nadie nos capacita, como las relaciones interpersonales y el estrés que genera lidiar con el peso de las responsabilidades, el afán por progresar o el temor de perderlo. Se postergan deseos de hacer cosas por el deber de hacerlas y resulta todo un trabajo aceptar que así es la vida del trabajador.
Y al llegar a casa, nos calzamos las pantuflas y continuamos trabajando en las tareas domésticas, que pocos consideran trabajo en los términos en los que se celebra hoy el Trabajo, y que sin embargo son fundamentales para encarar el trabajo de vivir. Vivir es un trabajo de principio a fin que, a pesar de todas las variables, vale la pena.
Desde temprana edad, haciendo cuentas sentada en el pupitre de un colegio de monjas y resolviendo problemas matemáticos como tarea para el hogar por la noche, cuando mi papá, que era el "bueno" para los números en casa, me podía dar una mano después de su larga jornada laboral, me asumí como una negada para la matemática. Me aburría, superaba mi entendimiento, sólo valía dar con el resultado correcto, al cual a menudo no llegaba por algún error procedimental (o quizás mental, a secas...), y todo mi esfuerzo parecía en vano. Así que me di por vencida y me convencí de que lo mío eran las palabras, las lenguas. Creo que el asumir esta teoría de que si somos malos para los números, somos aptos para las lenguas, y viceversa, es cosa bastante frecuente, y además creo que ha habido cierto refuerzo en el discurso adulto en mi paso por la escuela para creerla cierta.
De chica también conocí a Adrián Paenzacomo periodista deportivo, y aprendí, también junto a mi padre, a entender de fútbol mucho más que de matemáticas. Mi papá solía decir, lleno de admiración, que Paenza era profesor de matemática. Yo asumía que era lógico que se dedicara al fútbol en los medios antes que a enseñar matemática, por unas cuantas razones que ya por entonces se me hacían obvias, incluyendo las cifras que se ganan por una y otra tarea. Hoy, Adrián Paenza, licenciado y doctor en ciencias matemáticas por la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires y periodista deportivo, vive en Estados Unidos y escribe libros de divulgación científica en los que demuestra ser un apasionado por el descubrimiento y los desafíos. En su intento por demostrar que la matemática puede ser sumamente relevante y estimulante si está bien planteada, no deja de admitir algo que aquellos que nos hemos asumido como nulos para ella intuimos:
"... la matemática no puede ser disfrutada por los
alumnos, sencillamente porque quienes la difundimos terminamos dando
respuestas a preguntas que la gente no se hizo. Y eso es,
inexorablemente, muy aburrido. Estar sentado frente a una persona que
responde a lo que yo no me pregunté es, cuanto menos, un sufrimiento. Y
encima, existe el poder que tiene el docente que no le permite al alumno
que se levante y se retire. Por eso creo que deberíamos empezar por
reformular qué queremos enseñar, por qué lo queremos enseñar, qué
problemas intentamos resolver y cuáles son las curiosidades de los
chicos que vamos a ayudar a evacuar. La vida es al revés: uno primero
tiene problemas, luego trata de resolverlos, y finalmente, cuando
advierte que ciertos patrones se repiten, formula una teoría. Si el
proceso frente al estudiante es al revés, o sea, primero le explicamos
la teoría y después le fabricamos artificialmente un problema que él no
tiene, es posible que no le interese. Ahora, el día en que comprendamos
que la verdadera tarea de un docente es generar preguntas y saber
descubrir las curiosidades que tiene un chico, entonces habremos dado un
salto cualitativo muy importante para vencer la barrera docente-alumno
(en matemáticas al menos)."
Ahora se me hace claro el por qué de tanto hastío y frustración. Y lo peor es que, a pesar de que hay gente valiosa como Paenza que dice estas cosas a boca de jarro y encabeza la lista de best sellers locales, las matemáticas siguen siendo igualmente aburridas y poco convocantes para mi hija como lo eran para mí cuando yo iba a la escuela, por la sencilla razón de que se insiste en plantear el aprendizaje "al revés".
A una niña de nueve años en pleno siglo XXI se le enseñan en clase de matemática los números romanos a través de una tabla de conversión entre los números arábigos y las letras mayúsculas a las que los romanos les asignaron un valor numérico XXVIII siglos atrás... En los sitios de internet que he consultado para asistir a esta niña en sus arduas tareas de pasaje de nuestro sistema de numeración al romano durante las últimas tres semanas, se advierte queeste tipo de numeración debe utilizarse lo menos posible, sobre todo por las
dificultades de lectura y escritura que presenta. No obstante, la maestra de matemática arremete ferozmente, proponiendo actividades carentes de utilidad e incluyendo cifras que van mucho más allá de los valores para los que normalmente se emplea esta numeración. Lo que es aún más triste es que jamás les explicó a sus alumnos, nativos digitales, para qué se usan estas complejas entidades en la actualidad. Tal vez si por allí hubiera empezado, todo el esfuerzo que conlleva lidiar con este fardo se habría hecho menos penosamente inútil. Es tal como afirma Paenza: "el día en que comprendamos
que la verdadera tarea de un docente es generar preguntas y saber
descubrir las curiosidades que tiene un chico, entonces habremos dado un
salto cualitativo muy importante...". Mucho me temo que ese día está aún muy lejano.
La numeración romana se emplea hoy en los números de capítulos y tomos de una obra escrita que raramente consultará una niña de nueve años, en los actos y escenas de una obra de teatro que aún no lee, en los nombres de papas, reyes y emperadores que aún no estudia, en la designación de congresos, juegos olímpicos, asambleas y
certámenes que le son ajenos, en algunos relojes que ella descarta por complejos y antiguos, prefiriendo los digitales, y en el registro de la fecha de construcción de algún monumento o lugar histórico importante que no puede visitar. Es que cuesta muchos dólares que sus padres no pueden siquiera comprar aunque tuviesen ahorrado el dinero, ya que hay restricciones en los montos de la compra de dólares en nuestro país actualmente. Y hay que ver lo que cuesta hoy lograr reunir esos cuantos miles de pesos y convertirlos a dólares para llevar de paseo a una familia tipo a visitar monumentos con inscripciones en números romanos a la vista.... Para calcular esto mis matemáticas son infalibles.
Matemática... ¿Estás ahí? es el título que Paenza ha utilizado para su colección de libros y así hacernos ver que seguramente los números están ahí, a la vuelta de la esquina, en nuestra vida cotidiana y
esperando que los descubramos, que ya es hora de asomar la cabeza por fuera del purgatorio de la clase de matemática que tantos hemos vivido y aún hoy padecemos para descubrir las maravillas y grandezas de esta ciencia sin dudas apasionante para muchos.
Porque de eso se trata: de darle relevancia y aplicación concreta a un saber que, al ser
encriptado, se vuelve estéril. Mientras tanto sigo trabajando en formas de ayudar a esta niña a aprobar su prueba del viernes de números romanos a base de memorizar tablas complejas, y me sigo agarrando la cabeza porque la matemática... ¡aquí no está!
"Si
alguien no marcha a igual paso que sus compañeros, puede que eso se
deba a que escuche un tambor diferente. Que camine al ritmo de la música
que oye, aunque sea lenta y remota..." Thoreau
En mi labor como madre de dos niños en edad escolar y docente, e
incluso frente a mi propia respuesta emocional e intelectual frente a la
vida, me veo confrontada a diario con preguntas del estilo: ¿Este comportamiento, reacción o rendimientoes normal? Preguntas
de difícil respuesta si las hay. Y lo que es aún más difícil es tener
que aplicar un estándar para evaluar, para calificar, para medir, para
decidir quién aprueba y quién no aprueba, quién está dentro de los
parámetros aceptados y aceptables, y quién se queda afuera. Esto cada
vez me resulta más odioso, tal vez porque ahora soy madre, y veo lo que
este tipo de juicio conlleva y lo que puede generar sobre la autoestima
del ser en plena etapa evolutiva y formativa, o
sobre el adulto mismo frente a su circunstancia particular.
Como madre normal del
siglo XXI, suelo llevar a mis
hijos al chequeo de rutina con el pediatra. Los pediatras
invariablemente recurren a tablas estadísticas que los remiten a
percentilos con los que se determina si un niño es normal en
términos de peso y talla. La relación entre estas medidas se obtiene por
un cálculo matemático que arroja como resultado el conocido y siempre
temido
BMI (Body Mass Index), o Índice de Masa Corporal (IMC), bajo cuya dictadura vivimos unos cuantos.
Presto atención y escucho lo que el pediatra me dice, pero miro con
cierto recelo las tablas. La verdad es que, de acuerdo a una tabla como
la del IMC, muy pocos de nosotros podemos considerarnos normales, ya que los cuerpos de los individuos raramente se ajustan a esos índices, aunque sean perfectamente normales. Mi abuela gallega se habría espantado si algún médico le hubiese dicho: "Señora, usted necesita bajar unos kilos, porque de acuerdo a esta tabla tiene usted sobrepeso". Para mi abuela, oriunda de Vivero, el lema era:"Dame gordura y te daré hermosura", pero han cambiado los tiempos...
Lo mismo sucede con el rendimiento de los niños en la escuela. El hecho
de que a la mayoría de los niños les resulte relativamente fácil
alcanzar ciertas habilidades o destrezas a cierta edad no significa necesariamente que quienes no lleguen a alcanzarlas al mismo tiempo, o quizás se les
adelanten al resto, sean raros.
A veces, la rareza es sinónimo de genialidad o de algo extraordinario. Todos sabemos que Albert Einstein, una de las mentes científicas más brillantes del siglo XX, era considerado por sus maestros como un verdadero fracaso escolar, probablemente por encontrar la escuela aburrida. Me
pregunto quién debía enseñar y quién aprender ante la presencia de
tanta genialidad incomprendida. El mismo Einstein sentenció:
"Los grandes de espíritu siempre han tenido que luchar
contra la oposición feroz de mentes mediocres."
"Pero todavía sigo sin entender a las mujeres..."
Y si seguimos pensando en grandes incomprendidos por la mediocridad muchas veces considerada como normalidad, podríamos incluir a Van Gogh, Miguel Ángel, Shakespeare, James Joyce, Hemingway, Cervantes... ¿Se imaginan
lo que sus maestros habrán pensado o hasta sentenciado a la hora de
evaluarlos? Imagino a Van Gogh siendo descalificado por pintarcon trazos tan desprolijo...
Imaginemos a Miguel Ángel siendo calificado de lento por tomarse años para decorar la bóveda de la Capilla Sixtina. Hoy, la bóveda, y especialmente El Juicio Final, son considerados como los mayores logros de Miguel Ángel en la pintura, y poco importa el tiempo que le insumió engrandecerla.
O a Shakespeare, siendo desaprobado por escribir de forma tan extraña,
y a sus propios contemporáneos y amigos de parranda, exhortándolo a
escribir sonetos como enseñara el gran maestro Petrarca, o a evitar su honestidad
sobre sus inclinaciones bisexuales al dedicarle sus versos a una
misteriosa dama y a un joven de la aristocracia, o al meterse con temitas que rayan la locura...
Imaginemos a Joyce, siendo reprobado en Lengua Inglesa por no ajustarse a
usar los signos de puntuación correctamente. A Hemingway se le habría bajado el pulgar en sus escritos por hacer uso de una sintaxis simplona y por su tendencia al laconismo. Y Cervantes debería haber sido mandado al rincón por luchar
contra los molinos de viento en plena clase de Lengua Castellana...
Hace poco escuché el discurso de agradecimiento que dio Jack Nicholson al recibir su primer Oscar. Se lo dedicó a su agente, quien años antes le había dicho que jamás llegaría a ninguna parte como actor. Hace poco también leí por ahí que Leonardo da Vinci y Anthony Hopkins tienen en común su dislexia, y es claro que este rótulo no les impidió descollar en sus oficios. Raros
incomprendidos que pasaron a la inmortalidad gracias a no ajustarse a
ningún parámetro ni estándar, gracias a lo cual ennoblecieron al
género humano con su inconmensurable talento y visión creadora, con su capacidad innata de romper con el molde para erguirse como modelos e ir más allá de los encasillamientos.
Más allá de los genios, o tal vez, más acá, cabe preguntarse entonces¿qué es normal y qué es anormal?Michel Foucault, filósofo y psiquiatra francés, dijo enLos Anormales que "la
anormalidad es una construcción discursiva que está atravesada por los
condicionamientos políticos de una época que determina quién es normal,
por ende quién es anormal, - "biopolítica" - y que tiene un poder sobre
nuestras vidas - "biopoder" - que ejerce dictaminando qué es lo que se
debe hacer con el diferente". Así, el diferente es un extraño que se convierte en anormal, y al etiquetarlo , todo el resto de los individuos que conforman la norma se quedan tranquilos, se sienten segurosdentro de lo que se rotula como su propia normalidad.
Los rótulos tranquilizan a muchos y nos hacen instrumentos de un poder que puede resultar destructivo.
De acuerdo a Eduard Punset, quien hasta hoy insiste en que"Estamos programados, pero para ser únicos", "Cuando
catalogamos a algo o a alguien de raro, lo más común es que nos
refiramos a algo excéntrico y a veces descabellado. Pero a ojos de la
estadística o de las matemáticas, raro es aquello que se aparta de la
norma, de lo que más abunda. En el mundo que nos rodea, en muchos
ejemplos, que algo sea raro no es más que un problema de probabilidad
que se puede modelizar por medio de una expresión que en estadística se
conoce como distribución normal".
Este es un texto que escribí hace cosa de un año como colaboración para otro blog. Ahora lo retoco y publico aquí para recordarme a misma de todo esto cuando llega la hora de confeccionar el primer boletín de calificaciones para mis alumnos y de recibir los primeros informes de los docentes de mis hijos este año. Tal vez no haya rompedores de moldes ni genios en ninguno de los dos grupos. Sin embargo, hay seres humanos que no merecen cargar con rótulos que pueden marcar su destino de manera significativa si se dejan guiar por las etiquetas que solemos estamparles. La cuestión sigue siendo elegir ser, con todas las peculiaridades y particularidades que nos permiten ser con otros a quienes dejamos ser, con sus propias peculiaridades y particularidades, en la amplia diversidad del mundo, o elegir no ser, dando muerte a quienes somos en esencia.
Les dejo además un video cortito para seguir pensando sobre el tema que también difundo siempre que tengo la oportunidad.
Hay algo que noté últimamente en mi manía de autoanalizarme que me hace sentir un poco como aquel personaje de la película protagonizada por Jack Nicholson, "Mejor imposible"("As Good as It Gets", 1997), un escritor de novelas románticas que padece un trastorno obsesivo-compulsivo (T.O.C.), y se le pasa lidiando con sus obsesiones y buscando formas para eludir todo aquello que lo neurotiza. Se podría tratar de una obsesión que me lleva a intentar eludir, aunque mayormente sin éxito, a las personas que abusan del "yo" en su discurso todo el tiempo, personas con quienes la comunicación se limita a ser el receptor pasivo y paciente de un monólogo en el que predomina la palabra "yo". Es a la tercera o cuarta vez que lo escucho cuando empiezo a notar el parloteo de mi mente que me dice: — Aguantá, ya sabés cómo viene la mano.... Siento que mis hombros y mi cuello se contracturan, que suspiro, que mi vista busca eludirse, que me dan ganas de pararme y salirme de la escucha ante la primer excusa que se presenta, pero, por lo general, soporto estoicamente intentando consolarme con que sólo se trata de un rato de vez en cuando.
A veces son personas con quienes mi vínculo es circunstancial o esporádico. Podría obviarlas, aunque sería descortés y pasaría por antisocial. Prefiero escuchar, paciente pero doliente, el monólogo compuesto por la superabundancia del "yo" y hacer como que está todo bien. Otros son vínculos de años, que siempre han sido así, y ya sé que no cambiarán: ni las personas, ni su discurso ni el vínculo.
Y es que, en definitiva, lo que irrita es que en un discurso yoista no entra la dimensión del receptor, no se lo registra, el "yo propio" no cabe. Es un discurso tiránico que te exige escuchar y no da lugar a comentar o a compartir pareceres. No escuchan. Se sabe que no habrá interés genuino por escuchar tu aporte a la conversación, por mínimo que sea, que serás interrumpido con una oración que irremediablemente responderá al modelo "Yo....". Y es ahí donde atacan los síntomas de mi propia obsesión.
Intento entonces practicar formas de serenarme: respiración consciente, poner la mente en blanco, pensar en lo estrecho del "yo" de esta persona, en su necesidad de volcar su catarata yoista por falta de otros oídos donde dejarla correr, apelo a la empatía, a la compasión, pero no hay caso: termino cargada. Mientras más busco formas de serenarme y soportarlo, menos las encuentro. Mi mente no se silencia, sino que padezco en silencio. Entonces no es posible abordar la calma. Surgen los sentimientos y los reconozco. Y aunque intente no identificarme con ellos, allí estoy, con mi "yo propio" enmudecido e irritado.
El discurso se expande lo que dura el intercambio: "Yo", "mi día", "mi salud", "mi trabajo", "mis logros", "mi pareja", "mi perro", "mis hijos", "mi casa", "mi auto", "mis compras", "mi mundo"... Ellos se convierten en todo eso que nombran, son puro"yo".
Dicen los psicólogos que lo que más nos molesta de los demás es precisamente aquello de lo que padecemos nosotros mismos. Por eso intento por todos los medios forzarme a no hacer un uso excesivo del "yo" en mis conversaciones. Se hace una pausa mental en mi discurso antes de que emerja con fuerza, respiro, contengo... ¿reprimo? ¡No, no y no! No quiero un "yo" tan pobre que no registre, que no escuche, que no dialogue.
Es hasta peligroso quedar atrapados en las garras del "yo" sin percibir lo que les pasa a quienes están alrededor. Los ejemplos entre los poderosos abundan. Así nos va. Y aunque seamos seres ordinarios, no hay nada más triste que sólo tener un "yo" como tema de conversación. Por eso, ahora que llegó la hora de ir dejando por hoy, hago silencio y les cedo la palabra.