El oftalmólogo
me derivó a un reumatólogo porque se sospecha que padezco de un síndrome que
lleva el nombre del científico sueco que lo identificó, Sjögren. Mejor
no hagan como hice yo mientras espero el resultado de los análisis, que incluso
pueden resultar imprecisos para el diagnóstico, y se pongan a googlearlo en
internet, porque se pueden llegar a asustar, como me pasó a mí. Confórmense con
lo básico: es una enfermedad autoinmune sistémica que se caracteriza por
afectar principalmente a las glándulas exócrinas que conduce a la aparición de
sequedad en ojos y boca principalmente y es bastante común en mujeres en la cuarta y quinta década de la vida. Sus causas se desconocen aunque se supone que son hereditarias. Y aún no hay una cura.
Mientras espero más precisiones y junto todo el pelo que se me cae, también por el sueco éste o por la chifladura, como especuló la dermatóloga ayer, aunque ahora, por si acaso, me va a ver un endocrinólogo ya que estamos, los días se me hacen interminables y recibo muchas palabras que sé bienintencionadas, pero que me confunden aún más que la idea de cómo puede verse afectada mi vida si en efecto padezco de este mal que puede traer otros bemoles. Me dicen que no tema, ya que el miedo es lo opuesto del amor, que somos nosotros los arquitectos de nuestro propio destino, que nuestra mente puede alcanzar todas las metas que nuestros anhelos añoren con sólo proponérselo y que puede sanar todas las heridas y males que ella misma recrea, aunque inconscientemente. No lo entiendo. No entiendo nada. Será mi ignorancia emocional, esa que hace que sea de esas débiles criaturas que se sienten como vasija hundida en un mar seco al enfrentarse cobardemente con la enfermedad.
Mientras espero más precisiones y junto todo el pelo que se me cae, también por el sueco éste o por la chifladura, como especuló la dermatóloga ayer, aunque ahora, por si acaso, me va a ver un endocrinólogo ya que estamos, los días se me hacen interminables y recibo muchas palabras que sé bienintencionadas, pero que me confunden aún más que la idea de cómo puede verse afectada mi vida si en efecto padezco de este mal que puede traer otros bemoles. Me dicen que no tema, ya que el miedo es lo opuesto del amor, que somos nosotros los arquitectos de nuestro propio destino, que nuestra mente puede alcanzar todas las metas que nuestros anhelos añoren con sólo proponérselo y que puede sanar todas las heridas y males que ella misma recrea, aunque inconscientemente. No lo entiendo. No entiendo nada. Será mi ignorancia emocional, esa que hace que sea de esas débiles criaturas que se sienten como vasija hundida en un mar seco al enfrentarse cobardemente con la enfermedad.
Prefiero
creer que tememos porque amamos la vida y lo que vino con ella, la
única bella y terrible realidad que conocemos, y que el destino es aquello que,
como dedicados artesanos, construimos día a día con los materiales que nos han
sido dados, sin un plan ni un diseño demasiado elaborado; y que la creencia de
que querer es poder vende mucho pero en verdad no cura todo los males y
es humildad y sabiduría aceptarlo: los ejemplos abundan.
Todo
esto no invalida, sin embargo, la férrea decisión de dar batalla, a la que
reconozco como voluntad, hermanada con el impulso vital más profundo. Quisiera
hacer con estos mitos, si se me permite, lo que hace el joven alfarero de una
tribu india con la vasija que recibe de manos del experimentado y añoso artista
alfarero que sabe que llega su ocaso: hacerlos añicos para moldear mi
propia vasija, una que salga a flote, ya que son ideas que generan más culpa y
más insatisfacción de la que suele acompañarnos cuando el oleaje de lo
cotidiano se presenta plácido y manejable, pero resultan confusas y
desesperantes cuando las aguas se agitan y nos sentimos como encallados en las
profundidades de un mar seco del que deseamos emerger, precisamente por amor al
aire fresco que de vez en cuando, aún en veranos sofocantes de esperas e
imprecisiones como éste, nos refresca cuando estamos a flote.
Cuenta Eduardo Galeano:
"A orillas de otro mar, otro alfarero se retira en sus años tardíos.
Se le nublan los ojos, las manos le tiemblan, ha llegado la hora del adiós. Entonces ocurre la ceremonia de la iniciación: el alfarero viejo ofrece al alfarero joven su pieza mejor. Así manda la tradición entre los indios del noroeste de América: el artista que se va entrega su obra maestra al artista que se inicia.
Y el alfarero joven no guarda esa vasija perfecta para contemplarla y admirarla, sino que la estrella contra el suelo, la rompe en mil pedacitos, recoge los pedacitos y los incorpora a su arcilla."
Romper
la vasija no es una exigencia: es una necesidad para el
crecimiento personal del ser que somos, para el empuje que precisamos para
emerger de lo profundo y lo oscuro, para encontrar la salida del laberinto. La
vasija debe ser rota aunque los pedazos de aquellas que sirven como matriz se incorporan,
rediseñados por nosotros mismos esta vez, ya adultos y maduros gracias al haber
hecho trizas el ánfora dada, para lograr aquella que será finalmente nuestra
propia obra y finalmente nuestro legado que otro hará trizas para reciclarlo y recrearse. Y sospecho que
ésto nos pasa varias veces en la vida. En mi caso lo asocio con estos períodos
en los cuales pierdo la brújula y me enfrento con la enfermedad.
Dice
Jorge Bucay al respecto de esta historia que él incluye en una versión más extensa en una reflexión recortada y atesorada de una vieja e
imprecisa edición de la revista Viva que me encontré en estos días de
poca lectura y mucha desorientación con respecto a qué hacer para llegar a la
orilla de la sanación, sea como la recuperación de la salud perdida o la
aceptación de un mal que no mata pero que me cambiará para siempre:
"...
hayamos sido arrasados o bendecidos, nunca hay otro remedio que no sea construir
desde y con lo que realmente ha quedado.
Todos los
pueblos del mundo que han padecido catástrofes, guerras o graves períodos de
crisis se han rehecho desde los cimientos de lo que les quedaba.
Cada persona
que ha debido superar una hecatombe interna o externa sólo ha podido rehacerse
cuando desde su interior aprendió a confiar en los recursos que aún guardaba.
Nadie
resurge contando solamente con sus esperanzas o confiando en la ayuda que los
de afuera habrán de acercar.... nada nos servirá si no echamos mano a nuestra
propia riqueza, a nuestros más guardados recursos, a nuestra sapiencia y
creatividad, a nuestra capacidad y nuestro trabajo."
Ese es el
trabajo que me ocupa en estas vacaciones. De todos modos, tomo la ayuda de las manos que busco y
encuentro en el camino. Es un camino que debo recorrer una vez más, como cuando
leí esta reflexión y decidí guardarla para siempre porque también me sentía
vasija hundida y reseca. Es tiempo de reencontrar ese sentido de fluido equilibrio
que no es más que la salud y de hacerlo con lo que cuento en mi haber y lo que
ya he aprendido en otras oportunidades en las que se perdió, aunque esas
herramientas que empleé entonces exitosamente para rastrearlo no salgan a la
superficie en esta exploración tan fácilmente como el impulso que me llevó a
releer y a hidratarme otra vez de estas enseñanzas que ya forman parte de los
cimientos de mi identidad.
A boca de jarro