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Edward Hopper, "Chop Suey". |
Las mujeres hemos adoptado el ritual del café al liberarnos del confesionario al que mi abuela acudía a desprenderse del peso de aquellas acciones que creía pecaminosas por haber sido educada para sentirlas y asumirlas de ese modo. Tal vez no debería hablar tanto en pasado sobre esto último, en tren de confesiones... Supongo que Mercedes me citó en el café de la plaza este domingo que pasó lluvioso con la misma necesidad de ventilar sus cuitas que llevaba a mi abuela al altar lateral de San Antonio a esa misma hora del mismo día de la semana. Este pensamiento me acompañó todas las cuadras que caminé bajo una delgada lluvia helada en pleno mes de septiembre hacia el encuentro de mi amiga, y la imagen de la soledad vital de mi abuela - arrodillada en el reclinatorio del confesionario de San Antonio - se me vino patente a las pupilas al pasar por la puerta de la iglesia cerrada bajo candado a pesar de ser domingo.
Es posible que otras mujeres más modernas que mi abuela y que Mercedes hayan trocado al cura por el psicoanalista, aunque me temo que no por ser modernas han hecho gran negocio: el cura escuchaba, silencioso, les colgaba el cartel de pecadoras y les daba una penitencia que sólo las confirmaba en falta, así como el psicoanalista escucha, silencioso, les cuelga la etiqueta de neuróticas, histéricas, bipolares o depresivas a las modernas y las deja ir igual de condenadas, con un agujero en el bolsillo y sintiéndose aun más en falta.
Una amiga de café es otra cosa. Una amiga de café no se animará a juzgarte ni a diagnosticarte - al menos no en tu cara - y mucho menos intentará que salgas de la charla de café con el firme propósito de cambiar, lo cual ya es un alivio, sobre todo si además de tomarnos un rico cafecito que nos vienen a servir a nosotras, que siempre lo servimos, tomamos en cuenta el hecho de que todas las intervenciones de curas y de analistas en el libro de la vida de todas las mujeres que conozco - incluyendo las hechas al libro de la mía - han respondido al afán de editarlo burdamente.
Es posible que este pensamiento que finalmente me dejó al momento de encontrar a Mercedes en el café de la plaza sentada a una mesa alejada del ventanal salpicado por la lluvia este domingo sea de lo más complejo, tan fútil como femenino, pero, convengamos en que, al momento de poner el hombro y la oreja, me dejó en absoluta y desinteresada libertad, que es mucho más de lo que se puede decir a favor de los curas, los analistas y hasta de los editores, sobre todo en un domingo. Es muy posible, también, mal que me pese hoy lunes, que este café haya sido inútil para aliviar las penas de quien me lo convidó.
Mercedes es de esa gente que al presentarse no enrostra ni dobles apellidos, ni títulos obtenidos, ni número de hijos, ni marca de auto o de perfume. No es de esas minas que se ponen a averiguar con voz nasal en dónde trabajás, a qué se dedica tu marido, cuántos idiomas hablás o cuántos kilos te quedaron de más después del último embarazo para darte su amistad, no sé si me explico. Mercedes es al pan, pan, al vino, vino, y al café, azúcar. En eso somos parecidas, y creo que por eso nos hicimos amigas. Lleva como marca personal la capacidad de jamás olvidarse de un cumpleaños, no importa cuándo haya sido la última vez que te vio para recordarlo. En eso no nos parecemos. Es una persona que no necesita parecer para ser, y eso me hizo su amiga. Y a Mercedes le pasó algo parecido a lo que a tantos nos suele pasar cuando intentamos escribir el libro de la vida: siente que se quedó sin editor y entonces llamó a una amiga a ver qué le parecía.
—Lo dejé, Fer, al final me animé y lo dejé— me dijo, ni trágica ni triunfalista, pegándole un sorbo mocoso a su café.
Los últimos años de la vida de Mercedes estuvieron marcados por los mocos y por la inquietud miedosa y culposa de vivir para salvar a los suyos, una inquietud que invade lo motriz y que he visto en mil mujeres: salvar a sus tres hijos de la indiferencia paterna y social, salvar a sus padres de los dolores y los horrores que les tocó enfrentar en el invierno de sus vidas y salvar a su marido de una brutal depresión que lo postró en el sillón del living frente al televisor, lo condenó a una obesidad tal que hasta le costaba vestirse por sí mismo y la condenó a ella a vivir sin una puta alegría de domingo lluvioso. Yo creo que hasta los cordones de las zapatillas le ataba esta mujer, aunque nunca me lo dijo. Y por esa inquietud sin tregua por salvar a todo el mundo, Mercedes se hundió a sí misma y casi se queda paralítica. Fue de empleo en empleo tratando de parar la olla, de médico en médico intentando apuntalar la vejez de sus padres y de sacar del pozo a su marido, de curso en curso para preparar a sus hijos para la vida adulta, y un buen día su espalda dijo basta al peso que le cargaba, literalmente basta. Empezó tratamientos con inyecciones que le reventaban el estómago, sesiones interminables de kinesiología y finalmente enfrentó una cruenta cirugía. Apoyada por su hermana y por sus contadas amigas, que somos antes de parecerlo, lenta y dolorosamente, salió adelante y volvió a caminar erguida.
—¿Y cómo te sentís con eso?
—Tengo mucho miedo, qué querés que te diga.... Miedo y culpa.
No encontré respuestas, consejos o defensas contra esos dos cretinos que arruinan todos los grandes finales de libro de la vida. Sólo se me ocurrió sentar a nuestra mesa de café a ese pensamiento intrusivo y femenino que me había dejado cuando la vi sentada y sola a la mesa lejos de la ventana, y se lo presenté, sin miedo ni culpa, sin dobles apellidos, sin títulos ni marcas, para que se hicieran amigos. La senté a mi abuela, sola en su soledad vital, al inservible cura, solo en su egoísmo, y lo senté al analista, solo en su autosuficiencia, pero no dejé a ninguno editar mi letra. Sólo me salió abrazarla y llorar con ella. El miedo a la condena y la culpa por no ser lo que los demás quieren que seamos se encuentra en el fondo de la taza de tantos cafés amargos que aprendemos a tomarnos que nada podría hacernos uno más igual de amargo en una tarde lluviosa de domingo. Al menos una cosa sí supimos hacer bien: el no editar la vida.
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Edward Hopper, "Autómata". |
A boca de jarro