lunes, 9 de julio de 2012

La perla

"Self-portrait with scarf" Rebecca Harp


"Y, como en todos los cuentos que van de boca en boca y calan en los corazones de las gentes, sólo existen los extremos: lo bueno o lo malo, lo blanco o lo negro, cosas virtuosas y malignas, y no hay posiciones intermedias."
                                                                          La perla, John Steinbeck.

La fragilidad a la que nos enfrenta la sensación de falta de salud, por más nimio y tratable que el problema que tengamos que combatir sea, hace que nos detengamos. Cualquier malestar es un claro pedido que nos hace el cuerpo de la necesidad de parar, de descansar, de focalizar, de indagar, de replegarnos para conectarnos con el mensaje que el cuerpo reclama que escuchemos, ese cuerpo que generalmente cumple con lo que se espera de él y en eso se olvida de que se debe ante todo a sí mismo. Si ese cuerpo que es uno no está bien, difícilmente pueda estar bien para el quehacer cotidiano y para los demás. 

Me practicaron un estudio gástrico invasivo que arrojó un diagnóstico que según los médicos es "nada serio", aunque el impacto del rótulo y lo que conlleva, además de lo que se lucubra, hay que digerirlo para luego juntar fuerzas y encaminar la sanación. Y justo frente al lugar donde tomé un desayuno tardío luego de horas de ayuno contraproducente para mi condición pero necesario para la práctica médica y sumamente purificante para el alma, había una librería magnífica de techos de teja, pisos de madera y ventanales que dejaban pasar la luz tibia del sol de una fría mañana de julio en Buenos Aires. 

Siempre que he tenido que pasar por trances que involucraron mi salud y mi sentido de integridad física y supervivencia encontré un libro oportunamente del cual sostenerme. Y esta vez se me vino la necesidad de entrar en la librería, lugar que adoro, y adquirir una breve novela de John Steinbeck que me quedaba pendiente: La perla.

Probablemente una de los primeros efectos de enterarse que uno padece de alguna enfermedad sea la autoindagación y el preguntarse cuánto he hecho yo para llegar a esto, y si esto cambia mi vida de aquí en más, qué cosas me han quedado por hacer. No sé si es sabio pensar así o ni siquiera si es prudente pensar tanto, pero supongo que pasa. A mí me pasa. Y una de las primeras cosas que se me vinieron a la cabeza como respuesta fue mi inclinación por pensar tanto la vida, por intentar tragar lo que considero voluminosos y copiosos hechos cotidianos que luego resultan indigestos. Se reafirmó la percepción de que no soy de las que asume que puede comerse a la vida. Más bien, temo que la vida termine por devorarme a mí. Y una de mis cuentas pendientes consiste simplemente en leer algunos libros que tengo en una lista que cada año se hace un poco más extensa. Así de simple. Aunque parece que nunca hay tiempo para saldar esa cuenta. Es entonces cuando se filtra la medida del tiempo y se hace tiempo.

La perla es una novela bellísima, llena de simbolismo y narrada con ese despojo, simplicidad y hondura que sienta tan bien en un proceso de curación. La estoy leyendo de a poquito, masticándola lentamente. Tanto que apenas terminé el primero de apenas seis capítulos. Mi vida por estos días, como mis actividades, se mueve en cámara lenta. 

Me quedo con unas líneas que percibo, que a modo de espejo, reflejan lo que estoy sintiendo actualmente. Cuando todo está bien, siento en mi cabeza lo mismo que Kino, el protagonista de La perla:

"En la cabeza de Kino había una melodía clara y suave, y si hubiese podido
hablar de ella, la habría llamado la Canción Familiar.
"

Pero si aparece la amenaza del mal, me inunda y me arrastra esa música tan temida como el escorpión en la novela:
"A su cerebro acudía una nueva canción, la Canción del Mal, la
música del enemigo, una melodía salvaje, secreta, peligrosa, bajo la cual la
Canción Familiar parecía llorar y lamentarse.

El escorpión seguía bajando por la cuerda...”

 La Canción Familiar acompaña aunque también llora y se lamenta ante la irrupción de la Canción del Mal, y se descubre que La Perla es ese tesoro que vivimos buscando aún cuando lo tenemos, y que sólo se aprecia cuando se teme perderlo y se ve claramente que no hay nada que buscar. Este estado de equilibrio que se nos hace tan frágil y vulnerable cuando se esfuma nos conecta con nuestra endeble humanidad, que no es otra cosa que un ensamble de melodías que se me hacen más audibles hoy por hoy.



A boca de jarro

domingo, 1 de julio de 2012

Resistiendo la "cosificación"

"Square Me", Rebecca Harp, 2010.

"La investigación de las enfermedades ha avanzado tanto que cada vez es más difícil encontrar a alguien que esté completamente sano."
                                                                      Aldous Huxley

Por estos días no me he estado sintiendo bien: tengo lo que en principio aparenta ser una gastritis que se me está estudiando. Produce acidez, malestar estomacal y esofágico por reflujo, falta de apetito y disminución de peso. En otras épocas de mi vida, hubiese pagado por estar más delgada sin tener que privarme de comer lo que me gusta. Pero sentirse mal no es agradable, sobre todo porque hay que manejar la actitud con la que se enfrenta el sentirse enfermo. Y además porque, a pesar de que sus causas pueden ser varias, muchos asocian lo que me sucede con una de las características de mi personalidad: la ansiedad.

Lo primero que hice después de este último episodio de acidez fue recurrir a un médico clínico. Hacía ya un par de años que no me hacía un control y creí oportuno empezar por allí y ponerme en manos de un profesional que decidiera, si era necesario, derivarme a un especialista. Pero mi decepción fue grande cuando entré al consultorio y recibí una mano blanda y una mirada esquiva en vez de un firme apretón y atención. Lamentablemente, hace años que los médicos se han convertido en empleados administrativos cumpliendo con estrictos horarios y llenando interminables planillas o documentos en la pantallas de sus computadoras para ordenarle al paciente someterse a toda clase de estudios más o menos sofisticados y dar con un diagnóstico. Los ojos del médico aletean por sobre el paciente y sus manos casi ni lo tocan.

El paciente, por su parte, llega a la consulta médica esperando justamente lo que no encuentra: ante todo mirada, contención, un bálsamo empático, una mano en el hombro en forma de apoyo conversado: creo que estos siguen siendo los pilares de toda curación cuando la hay. Siempre que el cuerpo hace ruido, empieza también a hacer interferencia la cabeza, y lo más normal es perder la calma que vivenciamos como salud. Por eso los médicos nos llaman pacientes, aunque no todos tengamos esta virtud para lidiar con la enfermedad. Ahora resulta que ellos también han perdido el don de la paciencia. Será por eso que los divanes de los terapeutas están tan concurridos: necesitamos de alguien que nos dispense su tiempo para ser escuchados y escucharnos así a nosotros mismos.

El clínico no me miró a los ojos en los escasos diez minutos que duró la consulta, no me dejó explayarme más allá de dos oraciones corridas en la descripción de mis síntomas y no me interiorizó acerca del estudio que me harán en unos diez días, la fecha más próxima que encontré disponible, dejándome con un manojo de prescripciones y nervios: "Vuelva cuando tenga todos los resultados". Y mientras tanto, bánquesela, señora mía. Y lidie usted con su cabeza que empieza a dar vueltas. O páguele a un terapeuta. O llénele la paciencia que a usted le falta como paciente y a mí como médico a su familia.

A falta de contención médica, siempre están los familiares y amigos listos para emitir un diagnóstico, encima si entre ellos hay médicos, como es mi caso: "Eso es de los nervios". Hace años que he sido etiquetada como la nerviosa de la familia. Y por lo tanto, todo lo que siento o me sucede se debe a mi actitud tensa frente a los avatares de la vida. En definitiva, la lectura que se hace es que la culpa de mis males es toda mía. Más allá de que algunas enfermedades estén emparentadas con causas psicológicas, ¿se podrá generalizar así sobre los motivos por los que enfermamos? ¿Será acertado o pertinente establecer en todos los casos una relación tan categórica entre las enfermedades que contraemos y los rasgos de nuestra personalidad o las erosiones en nuestra biografía? Por asumir esto como cierto, un día hace años decidí hacer terapia.

Vivo de hecho en una sociedad altamente "terapeutizada", que tiende a ver cualquier rasgo negativo del carácter como expresión posible de enfermedad mental. Se tiende a rotular manifestaciones como la ansiedad como signo de psicopatología, aún cuando la persona tenga justificados motivos ocasionales para sentirse ansiosa. Cuando intenté hacer terapia para enfrentar y vencer mi ansiedad, que no es una constante en mi vida pero que emerge en momentos puntuales, me quedé con un cúmulo de ideas confusas sobre mí misma y con la amarga sensación de estar enferma. Por eso decidí abandonarla, porque creo que todo lo que hace a nuestra personalidad, inclusive lo que consideramos desagradable e indeseable en nosotros, no es necesariamente sinónimo de enfermedad. Decidí no seguir cavando sobre las raíces del árbol de mi historia para desenterrar las causas de lo que me sucede y se exacerba cuando hay motivo de preocupación. Además, existen nombres de trastornos y síndromes que encajan perfectamente con toda la gama de respuestas psicológicas a la realidad con las que reacciona cualquier persona cuerda, sana y normal frente a determinadas situaciones. Inclusive alguien que decide abandonar su terapia se encuadra dentro de lo se denomina como trastorno de incumplimiento del tratamiento prescripto. Un poco como explica Lou Marinoff en Más Platón y menos prozac, con bastante mala vena en contra de los terapeutas:

"La declaración o suposición de que algo existe sin que haya modo de probarlo es lo que los filósofos denominan "cosificación". Los psiquiatras y los psicólogos son expertos en la cosificación de síndromes y trastornos: primero se los inventan y luego buscan síntomas en las personas y sostienen que eso demuestra que la enfermedad existe."

Hasta hoy pienso que no puedo cambiar mi molde, mi biografía, las circunstancias que me toca enfrentar y mucho menos mi carga genética y los rasgos de mi personalidad. Los que me dicen que lo que me pasa es por nerviosa no son precisamente monjes zen. Lo máximo que puedo hacer es observar la forma en la que respondo ante la vida tal como se presenta, intentar entenderme y esforzarme por lograr que mis reacciones ante lo que siento no me desborden, como el ritmo de la vida tal como se impone, las dificultades que genera la situación general en la que me encuentro inmersa y los imponderables de siempre, como este contratiempo en mi salud. Y resistirme a la "cosificación", al menos hasta que se demuestre lo contrario.

Creo que la salud mental y la calidad de vida que tenemos deriva de una mezcla de los acontecimientos que podemos controlar y aquellos que escapan a nuestro control, la reflexión permanente y discernimiento que hacemos sobre ellos y el intento de procesarlos y atravesarlos con la mejor actitud posible desde la aceptación de quienes somos en esencia. 

Por eso, hoy elevo una Oración  por la Serenidad:

Señor, dame la serenidad de aceptar las cosas que no puedo cambiar;
Valor para cambiar las cosas que puedo; y sabiduría para conocer la diferencia.


A boca de jarro

lunes, 25 de junio de 2012

De multiprocesadoras, multitasking y viejos coladores


Cuando me estaba por casar, recibí como regalo una multiprocesadora de alimentos. Me pareció el artefacto más completo que me podían regalar para las tareas culinarias que me aguardaban una vez que aterrizara de mi luna de miel y comenzara el casamiento real. Pero al enfrentarme con la tarea de cocinar, cosa que usualmente sucedía a última hora del día, cuando mi flamante y hambriento esposo y yo aterrizábamos luego de una jornada de trabajo de día completo, lo último en lo que pensaba era en ponerme a procesar alimentos empleando adminículos diminutos que tenía que desarmar como un rompecabezas, encastrar y ensuciar para luego lavar y secar uno por uno y volver a armar para guardar. El cuchillo y la tabla resultaron mucho más nobles y prácticos. Y hasta hoy siguen dando buenos resultados.

Lo cierto es que desde entonces el ritmo de mi vida se ha ido acelerando como mis pulsaciones a lo largo del día. Llegó el primer hijo, las idas y venidas a la casa de los abuelos que lo cuidaban mientras iba a trabajar  fuera de casa, idas y venidas al cole, a inglés, a fútbol,  a fiestitas de cumpleaños; más tarde llegó la segunda hija, pintó el desenfreno para poder atender todos los flancos con ayuda y todo, hubo mudanza de departamento a casa, vuelta a empezar y seguir con las idas y venidas por dos, y sigo corriendo desde que me levanto antes que todos por la mañana hasta que me acuesto y verifico que todos estén acostados cada noche. Y casualmente hoy, buscando mis últimos análisis para llevar al control médico que me tocaba como hace dos años, pero que postergué por no tener afortunadamente ningún síntoma de mala salud y por la falta de tiempo característica en mi rutina, me encontré con la multiprocesadora en un rincón, arrumbada y oxidadas sus cuchillas que prometían alivio y rapidez en el arte de matar hambre.

Mirándola y considerando seriamente deshacerme de ella de una buena vez, caí de pronto en la cuenta de que con el paso de los años me convertí en una: soy una multiprocesadora. Hago camas, no sin antes rescatar todo tipo de objetos perdidos de las profundidades entre las sábanas revueltas (pañuelos, monedas, medias de pares distintos, etc. sin entrar en detalles de los mismos...), ordeno placares, limpio los pelos del cepillo de mi princesa que invierte una media hora diaria al cuidado de su cabello, ya que según ella es "su tesoro", refriego bañeras e inodoros a pesar de que en los comerciales de televisión me llamen "obse" por eso, pongo orden en la caverna en la que se ha convertido la habitación de mi hijo adolescente, cocino como para un regimiento aunque somos cuatro normalmente a la mesa, aspiro, barro, lavo, tiendo, seco, plancho y además, en mis ratos libres, enseño inglés y blogueo... Soy la más completa versión de multiprocesadora en el mercado y, sin embargo, todo lo que hago a la velocidad del rayo no tiene un precio. Y por si fuera poco con todo eso, tengo componente autolimpiante incorporado: me baño y me aseo por las mías para estar presentable frente al mundo. ¡Sí! ¡Mis adminículos me los lavo y me los seco yo misma!

Es curioso que esta característica de la vida urbana moderna de las mujeres y los hombres que hemos elegido formar una familia sea tan preciada en el mundo del trabajo. Allí se la conoce como multitasking, la capacidad de atender o hacer varias cosas al mismo tiempo con cierta velocidad y bastante eficiencia. En ese mundo sí se cotiza esto que nos hacen ver como una virtud. Y sin embargo, sigo pensando sobre mí misma y sobre el multitasking lo mismo que pienso sobre la multiprocesadora que me obsequiaron creyendo que me hacían un bien, allá cuando, sin imaginarlo siquiera, tomé la decisión de convertirme en una: estamos sabiamente diseñados para hacer una cosa por vez, atender un sólo juego, caminar más y correr menos, transitar cada instante focalizando en una única cuestión. Si no nos pasa como al colador, ese viejo y fiel compañero de mis abuelas, que se tomaban su tiempo para hacer la misma cantidad de cosas o tal vez más, ya que no contaban con lavarropas automáticos digitales, hornos autolimpiantes, aspiradoras, microondas, freezer y demás invenciones de la era tecnológica: se nos empieza a escurrir la vida por los agujeritos.


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