
lunes, 4 de enero de 2021
Padre Nuestro 2021

sábado, 2 de enero de 2021
Blanca Dapenna
La pusimos verde por aquellos días en los que la nombraron manager en la oficina - y ya pasó toda una vida-, siendo, como era, que se trataba de la digna hija de su madre, la anterior jefa máxima. Chica de familia bien, con conexiones y de buen inglés, pero sin título, tenía apenas unos años más que nosotras, y, sin embargo, subió de un zaque al piso más alto para instalarse en la alfombra roja. Probablemente ella sabía que de ese piso no la iba a mover nadie: solo la muerte. Lo que me intriga y me corroe por estos días es si el temor de su final, lento, cruento y anunciado, el espantoso final que al final le tocó en suerte, la habrá acompañado casi tan largo como mi envidia. El caso es que su sentencia la mantuvo en secreto por un tiempo, aunque no llegó a ser tan largo ni tan negro como los celos que yo silenciosamente le había profesado.
No olvidaré aquella reunión pringosa en la que nos la presentaron. Vestía trajecito sastre rojo, camisa de seda blanca inmaculada, al mejor estilo de la nobleza inglesa, y unos zapatos de taco cómodo y elegante que eran el centro de todas las miradas femeninas presentes. En nuestro ambiente, a una mujer se la juzga más por su apariencia que por su sapiencia, y su cabello rubio, piel trigueña y ojos verdes, con un centenar de pecas asomadas a los balcones de sus rosadas mejillas, que de vez en cuando se ponían coloradas como manzanas, y siempre cuando se enojaba, le concedían el aire perfecto para ser nuestra superior a su muy temprana edad. Eligió coronarse el cuello abierto con un collar de perlas que yo sólo usé el día que me casé, y tampoco podré olvidar que por el coraje de llevar perlas aquel día también la envidié: yo intuía ya para entonces que la vida nunca me concedería una reunión con unción para volver a usar las mías.
Me la encontré de sopetón una mañana helada y gris entrando al ascensor de la oficina hace cosa de dos años. Yo andaba de cacería de papeles por el centro, y recuerdo que había salido de casa apurada, despeinada y enfundada en mi gastado tapado gris de paño, arriba de todo lo que tenia, y deseando no ser vista. Cuando salió del ascensor, la noté distinta: más delgada, más etérea, como iluminada y rejuvenecida. Llevaba un tapado azul de ensueño, ese azul que no se consigue en la grisura de Buenos Aires, con detalles de cuero en las mangas y solapas, y un sombrerito haciendo juego que delataba el país de procedencia de la prenda. Ya me habían puesto al tanto de que se había pasado unas semanas en Estados Unidos, pero nunca imaginé la razón de aquel viaje - o la del sombrero -, tan extemporáneos ambos a mi austero y monocromático calendario de trabajo.
Otra vuelta que pasé por la oficina por más papeles grises y amarillos, la vi parada en la puerta de su despacho, al que los empleados llamábamos "el oval". Me encandiló su nuevo corte de pelo, bien cortito, tal y como siempre lo había querido usar yo, sin jamás juntar coraje para animarme al cambio. Y una vez más me puse verde por sus agallas para cambiar y rehacerse. Fue recién meses después que las chicas me contaron que el cambio en su apariencia era producto de sus repetidos tratamientos oncológicos, tanto acá como en el exterior.
Así y todo, imaginaba que de esta ella saldría. Una mujer de esos colores se me hacía casi tan eterna como invencible. Fueron varias las veces en estos últimos meses de vacíos y de esperas en las que, mirándome al espejo, la pensé: -"Si ella pudo, ¿por qué no habré podido yo también?"
El día que recibimos la noticia de su muerte, las chicas guardaron silencio. Yo, en cambio, sentí que todo adentro mío hacía un ruido oscuro. Eche mano a mi vestido negro y me fui al velatorio sin pensarlo demasiado. Era consciente de que a su familia ni la conocía, que mi presencia no agregaría ni quitaría nada, y aunque odio todo el sordo ruido de los velorios, sentí que debía despedirme y enmendarme de algún modo. Me abrí paso por las caras conocidas y las otras y me fui derecho a verla. Ni una flor, ni una cruz, ni una vela. Lo tomé descaradamente como un ejercicio de afrontamiento que hice yo solita y mi alma negra: ¡nunca antes había visto un muerto de tan cerca! Había perdido mi mejor amistad de adolescencia por no poder acompañar a mi mejor amiga en el velorio de su mamá, que murió de cáncer a los 44 años. Nunca supo entender ni perdonar mi aprehensión. Siempre quiso cambiarme... Y fue la primera y única vez que miré a Blanca Dapenna con pena, sin poder ver ningún otro color mas que el de la despiadada blancura de la muerte.
A boca de jarro
martes, 29 de diciembre de 2020
Me destejo
Tejo que te tejo, y
sólo me destejo,
me desenredo,
me desenhebro,
deshago el entramado
de todos los mandatos
de colores aceptados
con los que tejí un montón de mantos...
Me preguntás qué estoy haciendo,
¿si estoy perdiendo el tiempo?
Mejor ni te contesto.
¡Tanto perder mi tiempo
en tejerme al gusto tuyo:
ahora, alegremente,
hoy y aquí yo me destejo!
Insistís en corregirme:
-"¡NO ES ASÍ, TE
DIJE!
Que tejo apretado,
lazadas mal dadas,
los puntos se escapan,
o que hago lo sencillo
siempre más difícil...
¡Ay, Señor, Dios mío!
¡Maldito adjetivo!
Ves como la rima me empieza a desbordar,
y quiero
gritarte, fuerte y en la cara,
a boca de jarro:
"¿No ves? ¿No sentís
que es mío este entramado?
¿No ves cómo así pierdo el ritmo del tejido!"
Elijo callar una vez más
para regalarte cajitas de
hilos blancos
que son como esquejes por
mí engendrados,
los pequeños brotes que me van naciendo
en este jardín donde a cada planta yo le pongo nombre,
un jardín al que sola yo aprendí a cuidar,
colgando de un hilo que yo misma he tejido.
¡A estas alturas!
Este es otro intento mío, otra vez fallido,
de una poesía que quede bien
tejida...
No me vengas con la rima, con la métrica, con la medida;
a mí me conocés: eso de la
técnica no me importa nada,
yo quiero romper con las reglas
y sin medida lograr retejerme.
Dicha inusitada
- de euforia algo cargada -
la de destejerme en la luminiscencia
de hacerme un ovillito, de echarme nuevos puntos,
aunque el alma se me va quedando toda perforada.
Sin arte poética yo retejo mi poema
con colores propios y
con mis propia lanas:
lanas que para vos
son raras,
pero que a mí - se me hace-
me han sido dadas,
lanas que quizás jamás sean validadas.
Yo igual las conservo con celo
guardadas
en un baúl muy viejo de todas esas cosas que me han sido legadas
y que aún a veces, se me hace,
no sirven para
nada...
©A boca de jarro
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