jueves, 12 de diciembre de 2013

Un paréntesis en mi ruta...




Esta imagen la tomé desde la ventana de mi habitación hace apenas unos días. Creo que ilustra claramente lo que se está viviendo en mi ciudad. Una vecina llevaba una pequeña fábrica de cierres en su domicilio y fue a la quiebra. El sábado pasado, temprano por la mañana, nos despertamos sobresaltados por unos ruidos extraños. Estaban vaciando el galpón, y los restos del mismo fueron a dar a un contenedor en la vereda. Días después, los vecinos de mi barrio, gente de clase media, trabajadora y bien puesta, comenzaron a venir a hurgar entre los remanentes, y se iban con retazos de tela y cierres. Es una imagen que se me hace lo más parecido al árbol de Navidad que tenemos por estos días para ilustrar lo que nos sucede como sociedad.

Hago aquí un paréntesis en mi ruta. Muchas veces lo anuncié antes, pero nunca lo cumplí. Al poco tiempo volví, porque escribir me resulta casi indispensable. Este año perdí imágenes del blog por distintos motivos, y me he tomado el trabajo de reponerlas como mejor salió. No cuento con demasiados conocimientos sobre los tecnicismos necesarios para estos menesteres, ni tampoco con demasiado tiempo para ocuparme de ellos. Noches enteras me ocupé de solucionar estos problemas, pero no se debe vivir sin dormir. Lo que más me interesa es vivir en plenitud, acatando los dictados de mi corazón, aprender a escribir, nutrirme de diversas fuentes que me hacen pensar y sentir, incorporar cosas buenas y nuevas y crecer como persona.

Al ir repasando entradas antiguas, hubo algunas que directamente eliminé, y podría eliminar más de la mitad del blog sin que se perdiera nada de demasiado valor, excepto los comentarios de aquellos que tienen a bien acompañarme. Son los comentarios los que le otorgan valor comunicacional a un blog, y siempre me obligan a repensar lo expuesto, dándole una vuelta de tuerca al tema que hace que me lo replantee a mí misma. He usado este espacio como una especie de diario personal y me he enredado con las etiquetas. Voy saltando de tema en tema, de acuerdo a la inspiración o a la urgencia del momento, y tal vez el producto final sea algo bastante caótico. Lo que rescato es que siempre he sido libre y auténtica.

Se viene el tiempo de Navidad, y no logro abstraerme de la realidad que me rodea. Los saqueos, las protestas de diferentes sectores y la tensión social siguen haciéndose sentir. Por lo tanto, seguimos sumidos en la incertidumbre, buscando la mejor manera de festejar en paz.

Este ha sido el Año de la Fe. Siento que debemos hacer un gran salto de fe para salir adelante, como individuos y como sociedades, en un mundo donde la pobreza material y moral espanta. Hay un hombre suelto en el Vaticano, a quien lo desvela la pobreza y por eso ha elegido llevar el nombre de Francisco, que es quien alimenta mis esperanzas de que es posible un cambio porque su testimonio y su accionar me han cambiado. Su breve respuesta a mi misiva está colgada cerca del escritorio desde donde siempre leo y escribo. Y junto a ella puse en agua, dentro de un precioso jarro, una simple caña de bambú. Les he contado que las plantas de mi casa representan a cada miembro de mi familia, presente o ida. Esta caña en agua sumergida en un jarro de cristal es la que escogí para representarme a mí. Me habían dicho que daría flor. Pero algo diferente sucedió...




Habrá que cuidar mucho de este pequeño brote de vida nueva, darle buena dirección y cambiarle el agua fresca un poco más a menudo con el calor. Es la fe en uno mismo la que es preciso alimentar a diario. Esa es la fe que no debemos dejar que nadie nos arrebate.

Desde este espacio hago votos para que todos tengamos una feliz Navidad y un comienzo de año mejor. Los saludo con el cariño de siempre, y me tomo unas vacaciones de la virtualidad para encontrar tiempo para leer y para pensar cómo seguir adelante con este nuevo brote verde al que habrá que encontrarle un jarro un poco más apropiado para que siga creciendo.

A boca de jarro

jueves, 5 de diciembre de 2013

Romper en llanto


Francisco de Goya, "Visión Fantástica", (Boceto)


Soplan vientos fuertes que arrasan con los árboles de Buenos Aires. Se caen sobre los autos estacionados y en movimiento, cortan los cables que nos comunican con nuestros familiares, que nos proveen de la energía que escasea, pasa la tormenta, despertamos, limpiamos, y todo sigue igual que el día anterior. Vastas áreas sin luz y sin agua, y mucho calor.

Me levanto temprano para ir a tomar examen a una zona privilegiada de la ciudad. Paso por vidrieras que venden bañeras enormes, como las del siglo XIX, y me pregunto si no será obsceno comprarse una de esas en medio de esta situación. Es que en el camino, a bordo de un colectivo atestado de personas de pie, me prendo a los auriculares de mi celular para escuchar la radio que sintonizamos los que necesitamos la noticia suave. Justo engancho una entrevista con el Doctor Mercado, Jefe del Hospital San Roque de Córdoba, y caigo en la cuenta de que mientras dormía se desataron otros vientos en la provincia de Córdoba. Estos son vientos calientes que ya nos resultan conocidos a los argentinos en diciembre. Vientos de violencia social que sabemos cuando comienzan pero no hasta donde nos van a arrastrar.

El Doctor Mercado relata la noticia sin dar mayor información. No puede. Está todo en manos de la Justicia, dice. Pero a él lo que lo frena es la imagen de ese muchacho de veinte años a quien no pudo salvar. Un argentinito malogrado en medio de los incidentes causados por vándalos o criminales a sueldo. Cientos de heridos de bala en una guardia de madrugada. Familias trabajadoras desbordadas por el pánico al ser asaltadas. Gente mayor que pierde lo poco que tiene. El pibe de Ciudad Evita que andaba por Córdoba capital en moto con un amigo entró muerto en el hospital y fue a dar a las manos del Doctor Mercado, además de otros centenares de heridos de bala. Las radios de todos el país se estaban comunicando con un clínico y cardiólogo argentino y cordobés que se siente impotente y vencido frente a tanto desenfreno, frente a tanta desidia. Y cuando el periodista presiona por más detalles sobre lo que no necesita mayor descripción, se quiebra en un llanto mudo que lo paraliza, pide disculpas dos veces al aire, y me cambia el panorama del día desde temprano.

Tal vez el día anterior había festejado con unas ricas empanadas y un vinito el Día del Médico en nuestra tierra. Pasó el día sin mayores sobresaltos, en un clima festivo y algo distendido, y a la madrugada del día siguiente se enfrenta con el entramado destejido de una sociedad que no comprende. Su llanto, mudo en los auriculares clavados en mis orejas, es el llanto que compartimos tantos millones de argentinos que nos levantamos a trabajar todos los días para parar la olla, que hemos estudiado años y nos sentimos insatisfechos en nuestros puestos de trabajo, que hacemos malabares para pagar nuestros impuestos, para llenar el chango en el supermercado, para llevar a nuestros hijos al colegio.

Siete y cuarenta y cinco de un día miércoles, el llanto mudo de un médico me atraviesa como esa bala que mató al muchacho. Rompe en llanto un médico por la radio, como lo hacemos tantos, porque ha invertido años de su vida para vivir una realidad mejor. Soñó alguna vez con salvar personas enfermas, pero esta enfermedad social es un mal contra el que parece que no podemos. Los poderosos, entre tanto, se tiran la pelota unos a otros, como hacen siempre, y ninguno nos protege. Enciendo el televisor recién a la noche para apagarlo al rato, porque sólo se puede seguir llorando ante tal panorama de oscuridad. Me doy una vuelta por la terraza, y el viento sigue soplando fuerte sobre la ciudad silente.

Hay una tradición para el tiempo de Adviento que voy a celebrar este 2013 en particular. Se encienden varias velas en una corona circular de muérdago y se pide por cada vela una virtud o un don que se necesita reforzar. Pido al ángel de Belén, el mismo ángel del dolor que nos hace romper en llanto comunitario de tanto en tanto, que nos traiga fortaleza, templanza, sabiduría y esperanza.


A boca de jarro

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Salve Regina




    Regina estaba en una habitación de dos con un enorme ventanal que da al jardín del hospital. Ella ocupaba la cama junto a la pared. La puerta estaba entornada y la habitación, en penumbras cuando entramos esa mañana de sol, porque nadie había levantado las persianas. No quería que se encendieran las luces. Yacía sobre la cama una mañana templada tapada con las frazadas viejas del hospital como si fuese pleno invierno, y se la percibía enojada y molesta. Su primer mirada fue de desdén. Pude leer su pensamiento: "¿A qué vienen estas beatas que no tienen otra cosa mejor que hacer con el Cristo, a darme la lata ahora que me estoy muriendo?"

Me acerqué tímidamente y le pregunté su nombre. En cuanto lo pronunció, supe que estaba hablando con un ser especial. Tenía un rostro fino, afilado y consumido por la enfermedad. Y su voz, áspera y gutural, era el resto de un terrible cáncer de garganta que confesó con ira a los dos segundos de charla. Fue un golpe duro para mí. Era mi primer contacto con una enferma terminal así. Otras veces me había acercado a ancianos entrados ya en edad, desahuciados por los médicos pero acompañados por familiares amorosos. Regina, en cambio, estaba absolutamente sola y no era tan mayor. Nadie la visitaba. Nadie la acompañaba en su agonía. Me pidió agua y comida. Miré la mesa de luz y vi que no había nada para darle de beber. Tenía una vía clavada en lo que quedaba de brazo para alimentarla. Le pregunté qué le apetecería comer. No me contestó. Estaba inquieta. Quería cambiar de posición, pedía que le subiera la cama y le bajara la baranda de contención. Le expliqué que no tenemos permitido hacer cosas por el estilo, que habría que esperar a la enfermera. Murmuró algún improperio contra mí por resultar tan inútil, y así me sentí, pero no claudiqué, confiando en que lo que más necesitaba era de alimento para el alma.

Comenzó a relatarme su historia de vida, de lucha y de dignidad. Se confesó una mujer deportista, nadadora, sana, alguien que nunca había probado alcohol ni fumado jamás.

-"Y sin embargo, mirame ahora. ¿Por qué me tuvo que pasar a mí, cuando hay otros que hasta parece que se la buscan y andan fumando por el jardín?"

Hay algo que se repetía en su discurso, que se desprendía de su enojo contra el destino que le había tocado vivir. Hablaba de tener la canasta llena de huevos, tantos, que hasta ya resultaba pesada de cargar. 

Hice silencio un rato, la tomé de la mano, le acaricié la frente suavemente y la cabeza, totalmente pelada y hermosa, y logré que dejara de mirar fijamente a la pared y me mirara a los ojos. Le dije que yo no tenía ninguna respuesta para ofrecerle, ninguna receta prefabricada para darle esperanza, que tan sólo estaba allí para visitarla, hacerle un rato de compañía e intentar apaciguar su ira. Agradeció el calor de mi mano y me susurró que todo su cuerpo estaba helado y cansado.

Entonces el azul de sus ojos se fundió con la enorme compasión que llenó los míos de lágrimas. No puede evitar decirle que tenía unos ojos soberbios del color del mar más bello y por fin logré arrancarle una tímida sonrisa. Caí en el lugar común de esas frases hechas que se escuchan por ahí, como que los ojos son el espejo del alma. Eso me lo perdono porque era justo ahí a donde quería llegar.

Le hablé con sinceridad, le dije que creía que sólo podía ayudarla a prepararse para partir porque me parecía una mujer sensata, y que todos merecíamos morir en paz. Volví sobre el magno manto de su nombre.

-"Sos una reina, Regina. Y podés irte como lo que sos."

Entonces así, por pura intuición, toqué la fibra más tierna que tenía sana todavía. Me confió, con la voz ya cansada, que cada noche antes de que se apagaran las luces de su mísera habitación de hospital, clavaba sus ojos celestiales en el techo y le parecía que se abría. Veía como en una visión a una señora vestida de negro que llevaba una corona y que le sonreía dulcemente. Y ella creía que esa señora era la que pronto vendría a buscarla para aliviar su dolor. Creó que notó que me desmoronaba espiritualmente yo, y me tomó fuertemente de la mano ella esta vez, suplicándome que volviera a visitarla. Y así me lo propuse. Al mirarla por última vez desde la puerta de la habitación era el perfil de la muerte lo que asomaba por entre las mantas sobre su lecho.

Salí al pasillo y me quebré en un llanto que tuve que ahogar. Mis compañeras me acompañaron a componerme al jardín, pero había sido todo muy fuerte por primera vez en los meses que llevaba haciendo esto de visitar enfermos. Callé lo que le tendría que haber dicho: que yo también había sentido alguna vez, en esas horas oscuras, la presencia de esa señora de manto negro a los pies de mi propia cama. Pero era cosa de loca mística, y no quería hablar de mí.

Llegué a casa hundida en un silencio cavilante. ¿Qué podría llevarle en mi próxima visita que le sirviera de alivio y preparación? ¿Cómo transformar su enojo en aceptación? ¿Cuánto podía demorarme? No mucho. Era viernes. El hospital se llena de gente que visita a sus enfermos los fines de semana y necesitábamos un clima más sosegado. Esperaría hasta el lunes para volver.

No tardé mucho en encontrar lo que deseaba compartir con ella. Es una oración que tengo en un libro pequeño que me enseñó a rezar mi abuela paterna. Le marqué con un post-it rosa y preparé otra que me enseñó un sacerdote que dedica su vida a esta tarea. Todo ese fin de semana veía los ojos de Regina en el ojo de mi mente y oraba de corazón por ella.

El lunes a la tardecita, entre que terminé las tareas de casa y llevé a mi hija a su clase de inglés, me hice un huequito para ir a verla, armada con las oraciones. Entré sin mirar al interior de las demás habitaciones para que ningún otro paciente me viera. Sólo quería estar con ella. Otra vez me encontré con la puerta entreabierta y la habitación en penumbras. Me asomé sin golpear, pero en la cama de Regina había otra señora acompañada de su hija. Pedí disculpas por haber irrumpido así y me puse a buscarla por todo el piso. Me fui al office de las enfermeras pero era la hora de la higienización y no di con quien me orientara.

No hacía falta preguntar nada ni seguir buscándola allí. Regina se había ido para no volver, y yo no había cumplido con su pedido. Bajaba por las escaleras hacia la salida ya cuando, de pronto, pasó una señora que acompañaba a la paciente de la habitación que compartía Regina.

-"Falleció el domingo a la madrugada. Estaba muy débil ya. Lo último que hizo antes de morir fue rezar una oración conmigo que me acordaba del catecismo: "Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra: Dios te salve... " ¿La conocés?"


Dominic Miller – Water (from the album Silent Light) | ECM Records



A boca de jarro

sábado, 16 de noviembre de 2013

Ceguera voluntaria



Gayla Benefield. Fuente: http://www.nbcnews.com/id/37217275/


Los porteños lo describiríamos como "el que levanta la perdiz", "el que bate" "el que sopla", "el botón", "el que te manda al frente", "el buchón". Tenemos muchas expresiones idiomáticas de alta connotación negativa para describir la actitud valiente de quien, frente a una situación crítica y peligrosa, investiga, alerta, informa, y, sin embargo, se encuentra con el repudio general, con el rechazo colectivo de la masa que prefiere seguir viviendo en la ignorancia de algún mal que puede perjudicarla. Es una actitud bastante arraigada entre nosotros esa del "No te metás", o la del "Yo, argentino", aún si el asunto te incumbe e incumbe a todos los que te rodean. De eso habla esta mujer, Margaret Hefferman, a quien escuché por primera vez hace un par de meses entre el listado de charlas de Ted, Ted Talks, de donde recibo notificaciones periódicas. Y gracias a ella también aprendí la expresión idiomática equivalente en inglés a todas las que enumero al comienzo: "to be a whistle blower", algo así como "ser el que da la voz de alerta", ya que el silbato ("whistle"), hace referencia a lo que hace un árbitro en plena cancha de fútbol cuando algún jugador comete una falta, o a un policía que hace sonar el pito para alertar a algún ciudadano que está cometiendo alguna infracción y dejarlo expuesto ante las miradas ajenas.

Gayla Benefield, la mujer que levantó la perdiz en su ciudad natal, Libby, en Montana, cercana a la frontera con Canadá, para pasar a ser el blanco de críticas y agravios, estaba haciendo su trabajo habitual cuando descubrió un secreto acerca de su lugar de origen: "su tasa de mortalidad era ochenta veces más alta que en cualquier otro lugar en los EE.UU." Una anomalía llamativa que nunca antes alguien había notado. No obstante, cuando advirtió a sus vecinos sobre la verdad de lo que sucedía en su pueblo, se encontró con otra dura realidad aún más impactante que su propio descubrimiento: nadie quería saber nada del asunto. A esta reacción de la masa, que elige seguir viviendo en un mal antes que enfrentar la verdad y hacer algo para mejorarlo, Hefferman la denomina "ceguera voluntaria", y sobre ella se basa su charla. Existe, en efecto, cierta coincidencia lingüística, ya que en español tenemos el viejo dicho que reza: "No hay peor ciego que el que no quiere ver".


No deseo extenderme demasiado ni adelantar nada más sobre la experiencia de Gayla, ya que la charla de Hefferman merece ser escuchada. Simplemente, considero relevante observar y reflexionar sobre este fenómeno de conducta a la vez tan humano y perjudicial, y, sobre todo, tan argentino. ¡Cuánto nos cuesta salirnos de esa zona de confort en la cual sentimos que vivimos para hacer cambios para mejor, aún si en ello nos va la propia salud o la vida! Y cuán fácil nos resulta desconfiar de quien es capaz de mirar un poco más allá, de llegar a denostarlo, a condenarlo al aislamiento como si fuese "un bicho raro" - incluso cuando el cambio que nos propone es para nuestro propio bienestar. Ese que es capaz de jugársela por los demás, de proponer modificaciones necesarias que hacen a la calidad de vida de todos es "el que paga el pato", "el que levanta el muerto", "el que canta las cuarenta" que nos viene a importunar. "¿Para qué nos vamos a complicar la vida?" "¡Lo atamos con alambre!" "Que lo arregle el que venga atrás." Es más fácil y más cómodo "hacerse el oso", "mirar para otro lado", "seguir como si nada, total, a mí no me va a pasar", "acá no pasó nada"... 

Algo que creía tan propio de la idiosincrasia de mi gente resulta ser un fenómeno universal. Esta ceguera que se elige a voluntad empieza por las pequeñas cosas de todos los días, como cuando ese señor mayor o la embarazada se suben al transporte público y nos hacemos los dormidos para no cederles el asiento, el mero hecho de no responder a un mail que recibimos, el no encargarnos de limpiar los excrementos de nuestro perro cuando lo sacamos a pasear por la vía pública, el no cuidar la limpieza y la integridad de aquellos lugares que llamamos "públicos" porque son de todos, el conducir sin respetar las normas de tránsito y de dar prioridad al peatón, el no comentar aquello que se podría mejorar en nuestro trabajo para no comprometernos o exponernos... Tenemos una lista tan larga de ejemplos de ceguera voluntaria o selectiva como expresiones idiomáticas que usamos para nombrarla eufemísticamente. La más temible es la que sucede cuando resulta provocada por aquellos que deberían generar el cambio, la que elegimos cada vez que nos evadimos con el partido de fútbol o el crimen del día, el programa de cultura chatarra en televisión abierta, para no mirar lo que está sucediendo a través de la ventana de nuestra propia casa o de la realidad, lo que afecta a un vecino o a un desconocido que habita nuestro mismo territorio u otro, un poco más lejano, pero igualmente castigado. Luego de escuchar el testimonio que da Hefferman sobre Gayla, la ceguera voluntaria como estatregia para evitar conflictos se me hace una pandemia. Tal como apunta Hefferman vehementemente, "La libertad no existe si no se usa, y lo que hacen los denunciantes, y lo que la gente como Gayla Benefield hacen, es usar la libertad que tienen." 




lunes, 11 de noviembre de 2013

A boca de jarro




Voy a hablar a boca de jarro como bloguera una vez más y a salir de las spring blues. Lo he hecho un par de veces antes, pero ahora ya he perdido la inocencia y el candor que acompañan al blogger novato. Vamos a decir la verdad de la milanesa, señoras y señores, y así empezamos la semana más livianitos, que de España me traje cuatro kilos de más que tengo que bajar urgentemente para el verano, porque no entro en ningún pantalón...

El jueves casi me caigo de culo cuando vi las estadísticas del jarro - cosa que todos, incluida yo misma, decimos que no miramos, que no hacen al meollo de la cuestión, pero cuando se disparan como lo hicieron el jueves, en mi caso, a un pico de 700 visitas, descorchamos y nos creemos Gardel. Terrible perplejidad la mía cuando al consultar en la opción "Público", me encontré con que el tráfico venía de Malasia. ¿Qué diablos hacen tantos malayos leyendo este blog? ¿Quién me los trajo al jarro? No sé, no tengo la menor idea, ni me interesa, pero les pediría por favor, si no es mucha molestia, que vuelvan, que se apunten como seguidores y que comenten copiosamente, porque no hay nada mejor para el ego blogger que contar con muchos seguidores nuevos y más comentarios para responder.

En esto de ponernos y quitarnos como seguidores de blogs, muchos bloggers somos de temer. Yo, la primera, y algunos de Ustedes ya se habrán dado cuenta. Sea porque entramos a una página y nos sale alguna encuesta o alguna advertencia de Software Malicioso - que alguna vez le han achacado al jarro también -, sea porque nos vemos abrumados de publicaciones de ese blog al que nos hemos apuntado, o sea porque el blogger en cuestión nos ha defraudado de alguna manera u otra y estamos medio cabreados, en el mundo de los blogs se aplica la misma ley que en todos los demás, y ante la menor sospecha de peligro, desborde, doblez o deslealtad, nos borramos, amén de que tenemos una vida que atender. No veo que sea reprobable, ya que se trata de algo muy humano que sucede en todo grupo o comunidad, sobre todo entre mujeres, no me pregunten por qué, o, mejor aún, anímense a responder los hombres, que encuentro bastante más cerebrales y medidos en este menester.



Lo cierto es que como blogger, me gusta leer las publicaciones de los blogs que sigo y comentar. Así como también me gusta que me lean y me comenten. ¿Qué digo "me gusta"? Eso dejémoselo a Facebook: a mi me encanta abrir el escritorio blogger y encontrarme con mucho eco del trabajo que le meto a esto, y me parece normal. Me pasé años remando, publicando entradas que pasaban desapercibidas para el resto de los mortales, salvo un grupete de entre 20 y 40 seguidoras locales, idas ya, hasta que un buen día, curioseando por ahí, me encontré con un ramillete de blogs españoles y se me abrieron las puertas del paraíso. Ellos saben lo agradecida que les estoy por haberme dado cabida, porque en España se bloguea en serio. Acá llamás a un técnico de computación para que te dé una mano para resolver tus problemas y te dice de antemano que de blogs no entiende nada.

La única persona que me ha echado una mano de manera absolutamente gratuita, desinteresada y anónima cuando estuve en aprietos en este jarro ha sido Miguel García Sánchez Colomer, a quien conocí a través de Google+, y a quien he dado en llamar "mi arcángel en las redes". Gracias a Google+, además, encontré personas valiosas que me han orientado en momentos en que necesitaba saber cómo obrar con ciertos personajes que sacaron lo peor de mí: vaya mi reconocimiento en esto al cordobés radicado en Barcelona José Facchin, cuyo sector principal es el turismo, y al  señor Angel Campos Rufián, a quien además tengo que agradecerle públicamente el mantenerme informada mejor que los medios locales de lo que sucede en España a través de sus blogs. Facchin me banca en todas, me quiere enseñar de SEO, de posicionamiento, de la necesidad de mi omnipresencia en todas las redes, y yo me resisto, no porque no me interese posicionarme mejor, sino porque no entiendo ni jota de cómo hacerlo, como me pasa cuando leo las entradas con tutoriales que los expertos publican y que me proponen andar tocando cosas en el blog que me da pánico tocar por no meter más la pata.

Una se va dando cuenta quién es quién en este mundillo blogueril: quién te sigue como mejor puede por real interés, quién te instruye, quién te enseña, quién te deleita, quién está para la vidriera, quién te comenta por conveniencia, por cortesía o para que piques y se arme polémica y quién te acompaña ya más por el ser humano que se proyecta que por tus publicaciones. Y además creo que todos como bloggers caemos en estas cosas, así es la historia, y hoy tenía ganas de contarla tal como la vivo, como es costumbre de la casa, porque además prepara el camino para otra entrada que tengo en borrador y que deseo de corazón que los malayos vuelvan a leer. Si a alguien he molestado u ofendido en este recorrido, hoy aprovecho la ocasión para pedirle perdón. El arte de bloguear, sobre todo cuando se hace de manera transparente y a boca de jarro, resulta sumamente aleccionador como experiencia de vida, además de ser divertido y reconfortante. Vaya en esto a la vez mi más profundo agradecimiento a todos los que leen y hacen posible esta ventana abierta al mundo que abrí allá por febrero del 2011 y que, sin demasiada originalidad, se me ocurrió llamar...

A boca de jarro

martes, 5 de noviembre de 2013

Primavera poco florida



"Los cambios en la vida de las personas vienen, en ocasiones, por caminos
 tortuosos e imprevistos. No se les reconoce en primer momento y su 
conmoción sobre el espíritu es considerada como un cataclismo emocional."


        Isabel Martínez Barquero, Aroma de vainilla, II.3, Edición Kindle, Amazon.es

 Esta primavera ha llegado poco florida. No es casual. Ha habido cambios profundos, de raíz, y creo que, tal como refiere esta cita de una autora que se me hace exquisita como el aroma de su novela, que no logro terminar por el inmenso cansancio que me embarga y una marcada falta de energía vital, los estados del alma no coinciden siempre con el calendario y parece que nada quiere florar en mi vida.

Me encuentro en un estado de conmoción e introspección ante el abandono de aquello que se me hacía familiar y seguro, aunque infructuoso en los últimos tiempos, y al mismo tiempo se adueña de mí una perplejidad y un grado de agotamiento paralizante ante una realidad de la cual no puedo siquiera hablar porque tengo miedo y me han ganado por cansancio, esa es la verdad. La tarea de recuperar imágenes que se perdieron por haber sido atacada al abrir esta boca de jarro se me hace pesada, aburrida y dolorosa. Ya nada parece ser lo mismo que antes, ni tan siquiera la esperanza de que la tierra donde abrí mi jarro y donde planté mi árbol alguna vez cambie. Será por eso que ni siquiera le encuentro sentido a la crítica. No hay oídos dispuestos a escuchar, manos limpias para enmendar, rostros confiables capaces de dar la cara por los males perpetrados, aunque siempre hay cuerpos enteros empeñados en seguir revolviendo el pasado para encontrar muertos que demonizar, un pasado que se me hace tan oscuro como el hoy en muchos aspectos.

Tampoco me siento acompañada en mi sentir por mis propios compatriotas: cualquier cortina de humo que se nos ponga por delante, como un velo para no ver más allá, vale para encontrar tema interesante del cual ocuparse: el fútbol, los crímenes del momento y demás yerbas. Nuestros noticieros se han pintado de amarillo. Pero el amarillo es un color que no me va: yo sigo soñando con la transparencia del agua pura, y eso sé bien a estas alturas que no abundará mientras viva. Es posible que en el fondo de las formas siga siendo una empedernida idealista.

Me aparto entonces de la humana compañía, de las últimas noticias, y me refugio en mi jardín. Allí  hallo un reflejo de la conmoción doliente de este cataclismo emocional que ha dejado arrasado a mi espíritu. Mis plantas con su árbol padre ido ya tampoco son las mismas. Parece que ellas lo extrañan como yo y están florando lentamente en esta primavera fría. Algunas, las enredaderas, trepan hacia las alturas sin tutor, desbordando sus macetas, como en busca de la protección que les concedía el árbol. Pronto tendré que plantearme qué hacer con todas ellas sin su cobijo de sombra, porque cuando pega el implacable sol del verano sobre mi jardín, no queda planta ilesa. Antes al menos encontraban cierto alivio bajo el follaje del ficus. Le doy vueltas al diagrama del jardín, cambio macetas de lugar, pero todo es en vano: soy yo la que no encuentra su lugar en este paradigma y así no logro volver a poner mi jardín en forma.

Bajé de la terraza una preciosa camelia y se apestó, perdiendo lastimosamente por todo el suelo pedregoso del jardín la promesa de capullos tiernos que no habían siquiera abierto. Le hice caso al experto de dedos verdes nuevamente y la fumigué, a ella y al jardín entero, con un líquido pestilente, vestida como un cirujano en pleno quirófano, pero parece que fue peor, para ella y para todas las demás. Se quedó flaca la pobre camelia y se le cayeron todas las hojas viejas y muchas nuevas, cosa que suele presentarse como un patrón de conducta en las mujeres que duelamos en mi familia: nos consumimos en pocos días y se nos cae el poco pelo que tenemos.

Los otros días volví al vivero del barrio en busca de más pensamientos para alegrar todo un poco, ya que hasta la pintura de la pared se está descascarando con tanta humedad acumulada. El experto me aseguró que no son plantas de estación, y sin embargo son los pensamientos los que siguen floreciendo en mi jardín urbano. Lo mismo pasa con el ciclamen. Se supone que ya no es tiempo de que dé flor. No obstante, quedó uno en pie, que sobrevivió mi ausencia por el viaje, y está cargado de pimpollos a punto de nacer. Por suerte frondó el ombú bonsái que le obsequié a mi padre cuando le rogué que viajara conmigo a España. Desde su sabiduría de anciano se negó rotundamente, respeté su decisión y su árbol está mejor que cuando se lo regalé. Lo mismo sucedió con unas orquídeas salvajes que vinieron del jardín de la casa de mis suegros, y que al dar flores brillantes por sobre la sequedad que las une al tronco donde llegaron a casa contrastan con la negrura del hollín detrás de la parrilla, como indicando que es tiempo de escuchar a los ancianos que han habitado este jardín argentino toda su vida y, a pesar de todo, siguen siendo fecundos.

Las porteñas jóvenes y sensuales visten shorts y musculosa para salir a la calle. Yo he dado vuelta al placard y a mis bibliotecas pero sigo llevando las mismas prendas y los libros reservados para este tiempo de cambio me siguen esperando en los estantes nuevos. No hay caso, es tal como dice siempre mi compañero de vida: no es cuestión de vestirse por calendario sino por lo que indica el termómetro. Y el termómetro del alma me dice que esta es una primavera destemplada y poco florida.



A boca de jarro

viernes, 1 de noviembre de 2013

Día de Todos los Santos




En días como hoy, hasta el más pintado los recuerda. Ellos están siempre presentes, todos los días de todos los años, pero si llueve como si el cielo llorara y si es Día de Todos los Santos, es inevitable no traerlos a la memoria que nos han dejado en su paso por la vida.

Nuestros muertos nos acompañan desde donde quiera que sea que creamos que están. Más allá de toda creencia, ellos nos habitan, somos prolongación de sus vidas, fruto vivo de ese árbol que nos ha sido dado y del que somos rama, flor y semilla, como ellos lo fueron antes que nosotros y otros lo serán cuando llegue el temido día de nuestra partida.

El misterio de la enfermedad y de la muerte, sea la de nuestros seres queridos o sea la propia, nos angustia y nos embarga a todos. El hombre posmoderno, quizás mucho más que otros, se cuestiona el por qué del sufrimiento y de la muerte sin encontrar respuesta. No existe filosofía alguna para explicar este humano misterio: sólo se puede esbozar una teoría especulativa que a nadie conforma. Es inútil en días como hoy, en los que se debaten dolores profundos del alma, angustiantes desamparos, penas y congojas existenciales áridas o yermas, enfrentarnos al sentir que la muerte despierta en nosotros intentando acallarlo con un manojo de frases hechas o un bastión de argumentos teóricos. Lo único que cabe en días como este, en mi modesto entender, la mejor respuesta ante la más acuciante de todas las preguntas humanas, es la ausencia absoluta de respuesta: el silencio ante el misterio, el dejar fluir la pena, el cederle paso al duelo. La actitud que tomo hoy es asumir mi propia pobreza de argumentos y respuestas, e intentar obrar a través del gesto, de la ternura y de la presencia silenciosa. Como dijo alguna vez un hombre que entregó su vida al servicio de los enfermos en un hospital de Buenos Aires, hoy más que nunca:

"No caigas en la tentación de los curas que cuando no saben qué decir hablan mucho."

Hoy es día de silencio en nuestro corazón. Tal vez encenderé una vela para recordar a mis muertos desde la luz con la que iluminan ellos mi paso por esta vida, sin entender por qué se fueron o por qué un día he de irme yo. Hoy es un día en el que siento que ellos están conmigo de maneras sutiles e inefables y así me aman, desde sus gestos invisibles más que desde sus actitudes y palabras en vida.

Si de algo sirven los días como hoy es para recordarnos que la muerte es parte de nuestra condición, que la finitud envuelve y cala hondo en nuestra existencia, que el día en que llegue a tocar la puerta, no podremos decir que no sabíamos nada de ella, porque ella anda siempre rondándonos, oscura y misteriosa, delimitando la frontera de nuestra frágil humanidad.

Causa un enorme dolor aceptar el hecho de que la muerte no llega cuando queremos, ni como queremos, que resulta muchas veces desprolija, ingrata y cruel. Lo único que se puede hacer ante esta enorme desdicha es aceptar sus inapelables reglas de juego e intentar encontrarle sentido a la partida que nos propone la vida, sin que la sombra del miedo y la rebeldía ante nuestro destino último nos conduzcan a un jaque mate: el de la impotencia y la ira por sabernos mortales. De todas formas, es mucho más fácil decir que poner en juego toda esta enorme sabiduría, por eso hoy es un día para meditar.

El mensaje que ofrece la vida todos los días, y tal vez hoy de manera explícita y especial, es que a pesar del misterio que no comprendemos, es mucho lo que se puede hacer desde acá, aún sin esperar ni creer en un "más allá", un "más allá" que no tiene por qué resultar una promesa paradisíaca ni una condena tortuosa al no ser. Podemos simplemente intentar aceptarlo como un merecido descanso tras una larga peregrinación, que, como tal, ha sido fructífera e intensa, más allá de cuánto hemos andando y de dónde y cómo nos hemos visto obligados a dejar de andar.

Acompaño hoy con el alma a todos aquellos que atraviesan el dolor de la muerte, y duelo también con todo mi ser, como lo hacen las plantas de mi jardín bajo la lluvia que no cesa, al árbol que al fin murió y me dejó sin su cobijo y el verdor de su compañía, que creía eternos, como suele pasarnos a todos con aquellos seres a quienes amamos de verdad.

A boca de jarro

martes, 29 de octubre de 2013

Boutiques de libros




Anduve visitando librerías estos últimos días, buscando libros para enviarles a mis sobrinos patagónicos y averiguando sobre los de Alice Munro para adquirir algún ejemplar para mí. Me resulta inevitable, antes de ingresar a estas boutiques de libros porteñas, pararme frente a la vidriera para echar un vistazo a lo que allí se exhibe y, sobre todo, a los precios, que cada día espantan más por acá. Ha sido una experiencia muy interesante ya que me ha llevado a descubrir personajes muy dignos de conocer y a aprender de ellos.

La primera vez fui de corrida a una librería que abrió no hace mucho en mi barrio. Buscaba libros para colorear y clásicos de la literatura infantil. Encontré lo que buscaba rápidamente y a un precio razonable, tomando en cuenta que para un niño un libro es un juguete más que un objeto de culto, como lo es para mí. Mis sobrinos, como lo hicieron mis hijos, harán sus dibujos sobre los ilustraciones impresas, su madre les leerá el breve texto a pie de página, y terminarán destrozados, libro y madre, porque los dibujos llegarán a las paredes y los libros perecerán todos pisoteados sobre el piso, indefectiblemente.

Al cerrar la operación en caja, no puedo evitar entablar conversación con el librero. Tiene un ejemplar de Alejandro Casona sobre el mostrador, junto a su atado de cigarrillos y su encendedor plástico. Estaba marcado con un señalador vistoso, y aún parada de frente y viendo el título al revés, reconocí el ejemplar que leí en mi adolescencia: Prohibido suicidarse en primavera, una pieza de teatro de la que guardo el recuerdo de los versos de Santa Teresa que la encabezan:

"Ven, Muerte, tan escondida 
que no te sienta venir 
porque el placer de morir 
no me vuelva a dar la vida". 

Cualquier lector que esté leyendo semejante clásico de la literatura española en plena primavera porteña merece conversación. Nos ponemos a intercambiar opiniones, le pregunto el precio del ejemplar de Casona y luego no puedo con la indignación que me brota. Todos los libros expuestos en la vidriera salen por lo menos el doble, y ninguno de sus autores le llega ni a los talones a Casona. Pero así es la industria del libro, aquí y en todo el mundo. Coincidimos en que algunos de los libros más vendidos deben ser escritos por escritores fantasmas. Somos así de desconfiados los porteños para estas cosas: defecto de bicho orillero. Extiende el brazo a un estante más alto, saca a relucir un bello y breve libro de su autoría y me deja sin habla, porque caigo en la cuenta de que estoy hablando con un escritor. Le confieso mi afición por escribir y nos entendemos. Pero me voy descorazonada del local. Es una pena que tanto escritor aficionado e ignoto, aunque talentoso, no logre traspasar la barrera de los cien ejemplares que paga por publicar y que termina repartiendo entre amigos y familiares.

Días más tarde, voy a la calle Corrientes por trabajo. Reincido en varias librerías, ahora en franca cacería de algún ejemplar de Alice Munro. No hay caso: todo agotado. Ya sobre la hora de ir a hacer lo que tenía que hacer, entro a un local que sólo tiene buenos autores en la vidriera, como suele suceder en las vinerías, donde se exhiben los buenos vinos y licores para enganchar al cliente. Sin tiempo que perder, me mando directo al señor librero. Lo mismo: no queda ninguno, entrarán con la próxima tanda de importación. Pregunto para orientarme, y nuevamente me sorprende la respuesta del experto en la materia:

- "Yo leí ocho títulos de Munro. Es una narradora excelente. Pero se los llevaron todos cuando le dieron el Nobel."

Es por lo menos interesante analizar el efecto post Nobel en el boom de ventas de un buen autor, en este caso una escritora prolífica definida como "la maestra del relato breve contemporáneo" y "la Chéjov canadiense". Pero a mí Alice Munro me interesa, más que por ser buena escritora y Nobel, por el hecho de que se trata de una ama de casa que se dedicaba a escribir tanto como a limpiar, cocinar y maternar, y aún así llegó a trascender en su aventura en las letras.

La Revista Ñ publicó varias notas sobre esta escritora canadiense y extraigo algunos datos que me resultan inspiradores: 

"En una entrevista que concedió al New Yorker, la escritora canadiense Alice Munro dijo: “Durante años y años pensé que mis relatos sólo eran tentativas para escribir la Gran Novela, pero descubrí que lo mío eran las narraciones breves”. La circunstancia doméstica que la llevó a ajustar la extensión de sus escritos a la duración de las siestas de sus hijas no le impidió convertirse en una de las más grandes escritoras en lengua inglesa –autora de doce colecciones de cuentos y una novela–, varias veces candidata al Nobel."

En mayo de este año, Alice Munro anunció que dejaba de escribir para dejar de sufrir con las siguientes palabras, que tomo de la misma fuente en otra de sus entregas:

“Me siento un poco cansada, pero agradablemente. Tengo una sensación agradable de ser como cualquier otra persona”, le dijo a The New York Times. Agregó, sin embargo: “También significa que me he quedado sin la cosa más importante en mi vida. No la cosa más importante. La cosa más importante era mi marido, y ahora se han ido los dos. 
(...)
Sobre su computadora, en su departamento en Nueva York pegó un Post-It que decía: “La lucha con escribir se ha terminado.” En una entrevista, también con The New York Times, dijo: “Miro ese apunte toda las mañanas y me da una gran fortaleza.”

Es un éxito escribir y llevar una vida normal paralela, es un éxito sentirse como cualquier otra persona siendo premiada y alabada a nivel mundial, el no terminar en la hoguera de las vanidades del escaparatismo y del cholulismo de los medios que indagan sobre los detalles íntimos de la vida de un escritor para convertirlo en un producto masivo, y es un gran éxito no terminar publicando sólo para satisfacer las demandas del mercado. Por algo Salinger pasó a la historia con una sola novela.

Le confieso a este librero, fanático de la Munro, tanto como yo lo soy de Salinger, que la quiero leer porque soy una ama de casa con el sueño de escribir, sueño que me quita horas de sueño, y que deseo aprender de su técnica. Circunspecto, categórico y contundente, como todo buen porteño, el librero me mira por encima de sus anteojos y declara:

-"La técnica no se aprende. Eso se trae de fábrica."

Los otros días me encontré con una frase hecha, de esas que circulan por todos lados en las redes, de autor desconocido y sacada de todo contexto, que hacía referencia al "éxito" y a la envidia y la crítica que despierta en los demás por "haber llegado a algo". Y cuestiono estas frases hechas, porque las he oído mil veces en boca de seres que deberían alentar los sueños y los proyectos personales de quienes aman, ya que el éxito no reside en llegar a ningún lado ni en despertar la envidia de nadie. El éxito pasa por concretar esos sueños más allá de lo que suceda, más allá de ser criticado o alabado, recompensado por la sociedad de consumo o totalmente ignorado por ella. El éxito no pasa por figurar en las vidrieras de las boutiques de libros: pasa por hacer realidad un anhelo personal en medio del cuestionamiento del valor de ese hecho en pos de su trascendencia para uno mismo y el crecimiento personal que conlleva, desde las trincheras de una cocina doméstica, entre ollas y cucharas, en medio de la limpieza cotidiana - tal como escribo esta reflexión poco exitosa para lo que el mundo considera "éxito"-, ajustándose a los tiempos de lo que resulta prioritario para cada ser humano en particular, como lo ha hecho Alice Munro y tantos otros cuyos nombres jamás figurarán en los escaparates de las boutiques de libros.

A boca de jarro

martes, 22 de octubre de 2013

De dones y anatemas



Poema de los dones, Jorge Luis Borges, 1960.


 (Fragmento)




Nadie rebaje a lágrima o reproche 

esta declaración de la maestría 

de Dios, que con magnífica ironía 

me dio a la vez los libros y la noche. 




De esta ciudad de libros hizo dueños 

a unos ojos sin luz, que sólo pueden 

leer en las bibliotecas de los sueños 

los insensatos párrafos que ceden 




las albas a su afán. En vano el día 

les prodiga sus libros infinitos, 

arduos como los arduos manuscritos 

que perecieron en Alejandría. 



(...)



Algo, que ciertamente no se nombra 
con la palabra azar, rige estas cosas; 
otro ya recibió en otras borrosas 
tardes los muchos libros y la sombra. 

¿Cuál de los dos escribe este poema 
de un yo plural y de una sola sombra? 
¿Qué importa la palabra que me nombra 
si es indiviso y uno el anatema? 

Groussac o Borges, miro este querido 
mundo que se deforma y que se apaga 
en una pálida ceniza vaga 
que se parece al sueño y al olvido.

Como una alumna adulta de Literatura me voy a adentrar en este fragmento de este poema de Borges, pero sin profesora, manual ni interpretación de crítico literario alguna. Así me enseñaron a hacerlo, así lo hago. Sólo desde el sentimiento y con alguna herramienta a mano. 

Me conmueve Borges cuando se niega a que se rebajen sus inagotables dotes de poeta y su amor infinito por los libros al reproche de su ceguera, eco del de John Milton, a quien admira. Es una declaración de maestría en el arte de las letras que le ha sido dada por Dios, ya que él mismo admite que de Dios procede toda maestría. Y sin embargo confiesa que le resulta irónico que el mismo Dios que le dio los libros, el afán de aventurarse hasta el alba para leerlos y de escribirlos tan bellamente, le dio también la noche, la oscuridad de no poder leer aquello que lo alimenta y lo que da como alimento a los demás. A pesar de su incapacidad de ver, se hace dueño de los libros con sus ojos sin luz. Admite lo ardua que le resulta esta empresa pero sale triunfal del buen combate. Reconoce que es aquello que no se nombra y que atribuimos al azar lo que rige estas cosas, eso que hoy llamamos destino: se refiere a su enfermedad. Y cuando habla de un otro, tiene en mente a Groussac, a quien nombra en el poema, por haber sido, igual que él, severo y duro en su crítica de la sociedad de la cual formó parte, carente del don de la sonrisa complaciente y políticamente correcta y no vidente. Luego de una vida prolífica y una labor en las letras sobresaliente, Groussac es operado de un glaucoma en 1926, queda totalmente ciego y finalmente muere a los 81 años.

La pregunta retórica acerca de la autoría del poema es contundente en la respuesta: es el don el que escribe desde las sombras, sea Borges o Groussac. No importa el nombre: "es indiviso y uno el anatema". No es sencillo abordar las implicancias del significado de la palabra anatema: creo que Borges, tal como lo hace Shakespeare en su obra, abarca todas sus connotaciones, que conoce bien gracias a su insaciable sed de saber. Anatema según Wikipedia era para los griegos una ofrenda a los dioses, aunque con el correr del tiempo devino en una maldición a la exclusión, a la amputación de un miembro, al destierro, al exilio, a la ignominia. 

Salvando todas las distancias con estos grandes de la cultura de todos los tiempos, todos y cada uno de nosotros recibe ciertos dones y ciertas limitaciones. Lo importante no es lo que se recibe como don o limitación, sino qué se hace con eso que nos es dado y cómo se usa y se da como fruto para lograr elevarse por sobre este mundo gris "que se deforma y que se apaga en una pálida ceniza vaga que se parece al sueño y al olvido."

Días pasados me encontré por casualidad con un alma afín: Javier Bellina, autor del blog Memorias de Orfeo. Me cautivó primero con una reflexión personal de apertura que hace sobre el oficio de escribir en una entrada sobre el Nobel de Literatura 2012, Mo Yan, un escritor chino a quien desconocía y que según Javier Bellina se destaca por su sencillez, es decir, por qué dice, de qué temas habla y cómo lo hace. Es eso, según Bellina y en mi modesto entender, lo que nos atrapa de un escritor, sea chino, inglés, francés, español, peruano o argentino. Bellina dice:


"Mo Yan escribe sobre lo que todo el mundo ve y vive, la vida cotidiana, lo que ha visto y sentido cuando vio y vivió. Este ser humano de ojos rasgados y piel amarilla conoce la condición humana, escapa a los estereotipos.

(...)


La sencillez se trabaja, necesitas saber con precisión de nanómetro qué quieres decir y con qué palabras, giros,  frases, signos de puntuación, tiempos y modos verbales, actitudes y emociones. Hay ciertas precisiones e intenciones en lo que quieres decir, y no digo que lo sepas con puntos y comas sino que poseas el estado de ánimo que te permita estar conectado con el momento en que estás conectado..."



Desde esa conexión leo este poema de Borges, a quien el Nobel le fue negado por cuestiones que no vienen al caso. Borges escribe aquí sobre lo que todo el mundo ve y vive: las grandes pasiones y los amores de su vida, los dones que como tesoros recibimos, la enfermedad, los demonios internos que intentamos exorcisar, nuestras luces y sombras, la muerte, el sentido de la trascendencia de la vida humana, el uno y el otro, el yo plural, la autoría de la maestría, lo irónico que resulta que se nos den ciertos dones y que otros se nos nieguen, las batallas vitales para superar esa enfermedad que a todos nos toca en algún tramo del camino o que nos acompaña de por vida, como fue su caso, y sobre cómo se vive con esa ironía que encarnamos sin terminar de entender y que "ciertamente no se nombra con la palabra azar".

Hay ojos a los que la visión les es negada pero que son capaces de ver más allá, de romper todos los moldes y que, desde sus iluminadas sombras, echan luz sobre las grandes verdades atemporales que a todos nos ocupan. En esa mirada que se eleva por sobre sus propios límites y que es capaz de hacer ver a otros ojos videntes pero carentes del don de mirar más allá de donde los ojos pueden ver reside el valor eterno de estos nombres grandes de la Literatura de hoy y de todos los tiempos.

Habrá más sobre Javier Mellina y sus Memorias de Orfeo porque es mucho lo que siento que tenemos en común. En esta ocasión le agradezco la inspiración, cierro con la cita que me atrapó inicialmente de esta entrega en particular y se las dejo para pensar y, si les apetece, comentar:

"Si un autor ha ganado el Premio Nobel de Literatura es que es importante. El universo de lo escrito con ansiedad literaria es amplio, abarca a todos esos autodefinidos escritores y a sus demonios internos. Hay ganancia secundaria si aparte del acto de la creación, del orgasmo interior, de la sensación de integridad y plenitud, además te ganas los frejoles con eso. En la práctica escribir es lo que haces cuando no trabajas, y la chamba el precio a pagar por ser humano: Se trabaja, después se escribe, la vida es justamente transar con esas cosas."

¡GRACIAS, JAVIER BELLINA!


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